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—Bailaste con “él” —dijo Diana.
—Y saliste con “él” a la terraza —agregó Norah con tono ominoso.
—Hablaste con “él” durante horas —añadió Diana, en un tono no menos mortificante.
“Hicimos algo más que hablar”, pensó Angela sonriendo para sí, aunque en realidad no habían sido más que unos minutos, y no horas, como decía Di.
—Mi hermano me ha dicho que no se habla de otra cosa en la ciudad. Todos sus pacientes se lo han comentado esta mañana.
Angela se volvió hacia la chismosa Norah Jameson con una mirada glacial, mordiéndose la lengua antes de decir que Edward era bastante indiscreto si contribuía a los rumores de sus pacientes.
—¿Y qué es lo que se dice, exactamente?
Norah palideció y lanzó a Diana una mirada en busca de auxilio. Temía a Angela cuando la miraba de aquella forma.
—No es demasiado agradable.
Angela irguió la ceja izquierda de un modo que hizo que Norah se removiera inquieta.
—Ten en cuenta que la gente no siempre entiende... —intervino Di, diplomática.
—Habla —la voz de Angela sonó fría como un témpano.
—Bueno... —los ojos de Norah se volvieron de nuevo hacia Diana, recabando su apoyo, y su voz bajó de forma considerable de volumen—. La gente dice... bueno... dicen que el capitán Bullock... que tú...
—¡Termina de una vez! —exclamó Angela, soltando la taza de golpe sobre la mesilla, amenazando con hacerla añicos.
Norah respiró hondo y tomó impulso.
—Dicen que te ha embrujado —una vez que habló, soltó todo lo que tenía que decir de un modo tan atropellado que Angela apenas la entendió—. Que nadie se explica de qué otro modo ha podido atraer la atención de alguien como tú, tan elitista. Dicen que allá en la India aprendió muchos trucos de los santones. Y además se dice que la cicatriz se la hizo un marido celoso en un duelo antes de que el capitán le matara…
A medida que Norah hablaba, Diana comenzó a encogerse como para resguardarse de la tormenta que se avecinaba.
Angela no podía dar crédito a lo que estaba escuchando. La imaginación de la gente era escandalosa. Embrujos, hechizos, duelos... ¡Dios, era tan absurdo!
De modo que esa era la única manera de que un hombre honrado como Tristan Bullock pudiera atraer la atención de alguien tan “elitista como ella”. Nadie había caído en la cuenta de que Tristan era, sencillamente, maravilloso, amable e incluso divertido. Tal vez el único hombre con el que había podido tener una conversación de verdad, aparte de Endor.
En fin, si no fuera tan absurdo, se echaría a llorar.
En todo caso, era un triunfo. Como era evidente, no era esa la manera que ella hubiera escogido para que la sociedad recibiera al capitán Bullock, pero al menos la curiosidad le abriría las puertas de la mayoría de las casas de la alta sociedad. La curiosidad y la publicidad de tener a alguien tan escandaloso entre sus invitados, por ridículo que fuera.
Norah, que no se perdía ninguna de las emociones que cruzaban el rostro de su amiga, se preguntó si de verdad Angela no estaba diferente últimamente. De hecho, se dijo, observando la sonrisa ausente de Angela en ese mismo instante, se portaba como si, en efecto, alguien la hubiera hechizado.
—Querido amigo, la sociedad londinense te ha abierto sus tiernos brazos de par en par.
Tristan se volvió con fastidio hacia Pierce Neville, que ojeaba con regocijo una nueva nota de invitación, antes de lanzarla sobre un montón que crecía por momentos. Planeaba hacer con ellas una hoguera que ardería durante días.
—Me importa un comino —se limitó a murmurar, sobrepasado ante tanta súbita atención hacia su persona.
Añoraba la tranquilidad de su casa, donde la puerta solo sonaba cuando llegaba algún amigo o algún mensajero del puerto. Ahora la señora Jenkins, agobiada ante la multitud de lacayos con invitaciones y notas de saludo que acosaban la entrada de la otrora tranquila casa, comenzaba a murmurar y a amenazar con marcharse para no volver.
Y solo era media mañana.
—Cuéntame tu secreto. En solo una velada has pasado de ser odiado a ser el gran éxito de la temporada —dijo Pierce riendo sin reparos ante la cara de horror de su capitán ante su crudeza.
—¡Déjalo ya!
—Yo de ti me andaría con cuidado al salir, porque hay docenas de jovencitas ahí fuera más que dispuestas a dejarse caer en las garras de tu hechizo.
—¿No puedes dejar de decir tonterías? ¿O ya estás borracho a una hora tan temprana? —preguntó, deshaciéndose de otro par de mensajes.
—¡Oh, Dios! —exclamó Pierce, ahora francamente divertido—. ¡Aún no lo sabes!
Tristan cerró los ojos y contó hasta diez antes de abrirlos y preguntar, con un suspiro de frustración:
—¿Qué diablos es eso que no sé?
Ahora que por fin había captado toda la atención de Tristan, Pierce Neville se tomó su tiempo antes de responder. Se entretuvo colocando los pliegues del puño de la camisa alrededor del muñón de su mano derecha. Al fin enarcó una ceja cobriza y clavó en su amigo sus risueños ojos verdes.
—Parece ser que has decidido que cierta damita forme parte de tu larga lista de trofeos —dijo, aguantando apenas la risa, ya que la “larga” lista de trofeos de Tristan era, en realidad, muy corta.
—Entiendo —respondió Tristan con frialdad.
—Lo dudo, amigo —siguió Pierce, aguantando a duras penas la risa—. Tu iniquidad no acaba ahí. De hecho, una vez que la tengas a tus pies, esa dama será burlada y abandonada por ti ante las propias narices de su amada sociedad. Eso, dejando a un lado los métodos que utilizarás para llevar a cabo tus planes: magia, hechizos, pócimas...
Tristan, prácticamente a punto de sufrir un colapso, apretó los dientes.
—¿Y de dónde ha sacado la gente esa conclusión? —preguntó en un tono indiferente que no engañó a su amigo ni por un instante.
Pierce se encogió de hombros como si la respuesta fuera evidente.
—Quizás no entiendan de qué otra manera pueda pretender alguien con tu digamos... aspecto, acercarse a alguien como Angela Hutton.
—Claro, el siempre socorrido método de la magia, tan común en nuestros días —murmuró Tristan con una sonrisa irónica—. Pierce, por favor, déjame solo.
Pierce Neville inclinó la cabeza a modo de saludo y salió de la habitación silbando una alegre tonada de su tierra. Tristan, cuyo estado de ánimo se debatía entre la furia, la incredulidad y el regocijo, apenas notó su ausencia.
—Otra carta, capitán —dijo la señora Jenkins dejándola con desgana sobre el creciente montón.
Tristan la miró con aire ausente hasta que algo le llamó la atención. Tomando el sobre, descubrió unas diminutas iniciales, escritas con letra delicada y femenina, en una de las esquinas. A.H.
El museo de cera de Madame Tussaud era un lugar espeluznante. Algunas de las figuras que representaban ajusticiamientos con la guillotina de la Francia revolucionaria, y otras escenas de crímenes reales, eran tan... bueno... reales, que Angela sintió que se le ponían los pelos de punta. A su alrededor había gente de todas las clases sociales, ya que el museo se trataba de uno de los pocos lugares donde todo tipo de gente, ya fueran tenderos o condes, podían divertirse juntos. Un lugar respetable, al menos. Esa misma mezcolanza de personas hacía del museo de cera un lugar deliciosamente anónimo para una cita clandestina.
Angela miró su pequeño reloj colgante.
Tristan llegaba tarde.
Angela frunció el entrecejo. Siempre había creído que los marinos eran unas personas puntuales en extremo. Aunque, si lo pensaba bien, lo único que sabía de los marinos provenía de libros y pinturas y no sabía si eran demasiado fiables. Si tenía que fiarse, los marinos se dividían entre piratas y héroes de guerra. No había lugar en la literatura y el arte para los simples mercaderes.
Simuló un enorme interés en una figura particularmente grotesca antes de dejar vagar con disimulo su mirada por la atestada sala, evitando cruzar su mirada con ninguno de los presentes para tratar de pasar inadvertida. Era una especie de homínido, cubierto de pelo hirsuto y ojos rojos y brillantes como llamas. Mirándola bien, Angela no sabría decir si le inspiraba más temor o regocijo.
—¿Encuentra usted algún parecido? —preguntó una voz profunda junto a su oído.
Angela miró un cartel que anunciaba que aquella bestia era el llamado “Engendro del Averno”. Desde luego, el que había bautizado a aquella criatura tenía una imaginación desbordante. Tanto como el que le había dado el mismo nombre a Tristan.
—Muy gracioso —comentó antes de volverse hacia Tristan con una de sus cejas enarcadas—. Llega usted tarde, capitán.
—Lo siento, pero no logré reunir los suficientes polvos mágicos para volatilizarme a tiempo a su lado —respondió él en tono tan arisco como el suyo.
—¡De modo que lo has oído! Es absurdo lo mucho que se aburre la gente —Angela sonrió y su enfado se evaporó como por arte de magia.
Tristan se sorprendió tanto ante el cambio de Angela, que sintió, casi a su pesar, que una sonrisa se dibujaba en su boca.
—Si de verdad fueras un brujo, deberías haberlo intentado con mi hermana Amber. Ella sí que es un hueso duro de roer, y juraría que necesita algo de magia en su vida.
Tristan sonrió con diplomacia y le vino a la cabeza que había un hombre que quizá sí aceptara aquel reto.
—Para tratarse de una de más de mi larga lista de víctimas, se lo toma usted con buen humor.
Ella le miró con un aleteo de pestañas.
—Querido capitán, ¿una de tantas? Espero ser algo más que eso para usted.
—Supongo que usted sabe que no es como las demás mujeres, señorita Hutton.
Ella se removió incómoda y evitó su mirada. Cuando al fin volvió a mirarle, se la veía nerviosa.
—Creo que deberíamos hablar de la comprometida situación en la que nos encontramos —dijo, incapaz de mirarle de frente.
Tristan no esperaba una alusión tan directa al tema que había venido a tratar, pero el hecho de que ella lo hubiera mencionado, le facilitaba enormemente las cosas.
—Tiene usted razón, señorita Hutton. Es obvio que...
Ella alzó una mano.
—Ya sé lo que me vas a decir, Tristan. Olvídalo. Y te advierto que esta es la última vez que hablamos de esto. No debes preocuparte más por mi reputación, ya te lo dije.
—Da la casualidad de que no es tu reputación lo que me preocupa, precisamente —respondió él, aprentando los dientes de modo inconsciente.
—¡Oh! Si es por lo del hechizo, no te preocupes. Es algo tan absurdo que ellos mismos lo olvidarán.
—En realidad, lo que me preocupa es esa creciente fama de pervertidor de vírgenes.
Angela no se inmutó ante el crudo comentario.
—Bueno, a Endor no le va tan mal —comentó, encogiéndose de hombros.
Tristan apretó los dientes.
—No creo que Endor haya... Bueno, en todo caso, no creo que él sea ningún ejemplo a imitar por nadie.
—Para zanjar este asunto de una vez por todas, te diré que no pienso dejarme pervertir por ti ni por ningún otro hombre por el momento. ¿Eso te tranquiliza?
No, no lo tranquilizaba en absoluto, porque Tristan sabía que no tenía más que tocarla para que toda ella clamara por ser “pervertida” por él. Tristan lanzó un suspiro de exasperación y maldijo el día en que se le ocurrió hacerle caso a las locuras de esa extraña criatura.
—Bueno —prosiguió ella, haciendo caso omiso del ánimo tempestuoso de su acompañante—, ¿qué planes tenemos para esta noche? ¿Baile u ópera?
Era obvio que no esperaba una respuesta por su parte, de modo que Tristan se dejó llevar del brazo por todo el museo, mientras ella sopesaba los pros y los contras de cada una de las opciones. Al cabo de unos minutos, decidió que era hora de llevar la conversación por otros derroteros. Tristan fingió interesarse por una figura que se hallaba en un oscuro rincón de la sala y tiró de Angela hacia allí.
Ella quizá imaginó lo que se avecinaba, pero no se opuso. Cuando él la besó al fin, Angela sintió que por fin se calmaba su ansiedad. Al fin y al cabo, si Tristan la deseaba tanto como para besarla en público, dos veces, era porque, en el fondo, no quería dejarla. De hecho, esos pequeños minutos robados al decoro comenzaban a convertirse en una peligrosa adicción para ella.
Tristan debió de notar que ella estaba algo distraída, porque, sin soltarla, alzó la morena cabeza para mirarla a los ojos.
—¿Qué está maquinando ahora esa cabecita tuya? —murmuró acariciando con los labios uno de sus rizos rubios—. ¿Tengo que empezar a preocuparme?
Ella le dio un codazo.
—Pensaba en que quizá la gente tenga razón.
Tristan enarcó una ceja, incrédulo.
—¿En qué, exactamente?
Ella enarcó una ceja rubia y lo miró, apuntándole con sus ojos azules como si le acusara de algo.
—Desde que te conozco no me he sentido igual que siempre y empiezo a pensar que tal vez me hayas embrujado —murmuró acariciando los botones de su chaleco con aire avergonzado.
Tristan le tomó la barbilla entre las manos y acercó su boca a la de ella, hasta que solo los separaron unos milímetros.
—Querida —musitó, acercándose aún más si cabe—, aquí la única hechicera eres tú— añadió antes de inclinarse para besarla.
Y esta vez, Angela no pudo pensar con coherencia durante varios minutos.
Дата добавления: 2015-10-30; просмотров: 96 | Нарушение авторских прав
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