Читайте также: |
|
Nunca olvides que una vez, en el momento más inesperado, te viste a ti misma como una amiga.
Con el cuaderno abrazado al pecho me duermo, tranquila ante esa última ocurrencia. Al despertarme por la mañana, aún queda en el aire un leve atisbo del tabaco de Depresión, que ha desaparecido del mapa. En algún momento de la noche se ha levantado y se ha ido. Y su colega Soledad también se ha largado con viento fresco.
19
Lo que sí es raro es que no consigo hacer yoga desde que he llegado a Roma. Era una costumbre que tenía desde hacía años y que me tomaba muy en serio, tanto que hasta me he traído el tapete con mis mejores intenciones. Pero el caso es que aquí no me sale. Porque, vamos a ver, ¿cuándo se supone que tengo que hacer mis ejercicios de yoga? ¿Antes de desayunar a la italiana, que consiste en una sobredosis de pastas de chocolate y un capuchino doble? ¿O después? Los primeros días, cuando estaba recién llegada, sacaba el tapete de yoga por la mañana, muy dispuesta, pero al verlo soltaba una carcajada. Una de esas veces, al verme paralizada ante la silenciosa alfombrilla, me dije en voz alta: «Vamos a ver, doña Penne ai Quattro Formaggi, ¿qué ejercicios nos tienes preparados para hoy?». Abochornada, guardé el tapete en el fondo de la maleta (y no volví a sacarlo, la verdad, hasta que llegué a India). Lo que hice fue darme un paseo y tomarme un helado de pistacho, cosa que los italianos hacen tranquilamente a las 9.30 de la mañana. Y yo no iba a ser menos.
El yoga y la cultura romana no pegan ni con cola, y nadie me va a convencer de lo contrario. De hecho, he decidido que Roma y el yoga no tienen absolutamente nada en común. Salvo, eso sí, que los dos tienen algo que ver con la palabra «toga».
20
Tengo que hacer amigos como sea. Así que me pongo a ello y al llegar el mes de octubre ya tengo un buen surtido. Resulta que en Roma hay otras dos Elizabeth, aparte de mí. Las dos son estadounidenses, las dos son escritoras. La primera Elizabeth es novelista y la segunda escribe sobre gastronomía. Con un apartamento en Roma, una casa en Umbría, un marido italiano y un trabajo que consiste en ir por Italia probando comida para escribir en la revista Gourmet, debe de ser que la segunda Elizabeth ha librado de la muerte a muchos huérfanos en su vida anterior. Como era de esperar, sabe dónde hay que comer en Roma, incluyendo una gelateria donde dan helado de pastel de arroz (y si no es eso lo que comen en el cielo, pues mejor no ir). El otro día salí a comer con ella y no sólo tomamos cordero y trufas y carpaccio relleno de mousse de avellana, sino un manjar exótico en adobo llamado lampascione que, como todo el mundo sabe, es el bulbo del jacinto silvestre.
A estas alturas, por supuesto, también me he hecho amiga de Giovanni y Darío, mis gemelos de ensueño del «Intercambio Tándem». En mi opinión, Giovanni, con su dulzura, debería formar parte del patrimonio nacional italiano. Me encariñé con él la noche que nos conocimos, cuando al verme nerviosa porque me faltaban palabras para hablar en italiano me puso la mano en el brazo y me dijo:
—Liz, tienes que tratarte mejor a ti misma cuando estés aprendiendo algo nuevo.
A veces se porta como si fuera mayor que yo, con su frente despejada y su licenciatura en Filosofía y sus solemnes opiniones políticas. Me empeño en hacerlo reír, pero Giovanni no siempre entiende mis chistes. No es fácil entender el humor en un idioma distinto al nuestro. Sobre todo si eres tan serio como Giovanni. La otra noche me dijo:
—Cuando eres irónica, siempre me quedo atrás. Soy más lento. Es como si tú fueras el rayo y yo, el trueno.
Y yo pensé:
—¡Sí, cielo! ¡Y tú eres el imán y yo, el acero! ¡Llévame hacia tu cuerpo de hombre, libérame de mis encajes de mujer!
Pero aún no me ha besado.
A Darío, el otro gemelo, no lo veo demasiado, pero él a la que sí ve mucho es a Sofie, mi mejor amiga de la academia de idiomas. Y, si yo fuese Darío, también querría pasar mucho tiempo con ella. Sofie es sueca, tiene veintitantos años y es una tía tan mona que se la podría poner en un anzuelo para cazar hombres de todas las edades y nacionalidades. Tiene un buen trabajo en un banco sueco, pero ha escandalizado a su familia y asombrado a sus compañeros de trabajo al pedir cuatro meses de baja para venirse a Roma a estudiar italiano, sólo por lo bonito que le parece. Todos los días, después de clase, Sofie y yo nos sentamos a orillas del Tíber a comer gelato y a estudiar juntas. Aunque a lo que hacemos no se le puede llamar «estudiar», la verdad sea dicha. Es más bien disfrutar juntas del italiano en una especie de ritual religioso y siempre nos enseñamos una a la otra las expresiones que más nos gustan.
Por ejemplo, el otro día aprendimos que un'amica stretta quiere decir «una buena amiga». Pero stretta, literalmente, significa «estrecha» y se usa para prendas de vestir, como una falda de tubo. Es decir, que una buena amiga o amigo, en italiano, es el que puedes llevar bien pegado a la piel; y precisamente eso es lo que está empezando a ser Sofie, mi querida amiga sueca, para mí.
Al principio me gustaba pensar que Sofie y yo parecíamos hermanas. Pero el otro día íbamos en taxi por Roma y el taxista nos preguntó si Sofie era hija mía. Vamos a ver, hombre, si sólo tiene unos siete años menos que yo. El cerebro se me puso en fase de centrifugado mientras analizaba lo que había dicho el tío. (Pensaba cosas como ésta: Puede que este taxista romano de pura cepa no hable italiano bien del todo y que quiera preguntar si somos hermanas.) Pero no. Había dicho hija y quería decir hija. Por Dios, ¿y qué digo yo ahora? Me han pasado muchas cosas en los últimos años. El divorcio éste me habrá dejado hecha un desastre y con pinta de vieja. Pero como dice ese viejo tema country con acento texano: «Me han jodido y demandado y tatuado, pero aquí me tienes, dispuesta a todo...».
También me he hecho amiga de una pareja muy cool —María y Giulio—, que he conocido a través de mi amiga Arme, una pintora americana que pasó unos años en Roma. María ha nacido en Estados Unidos; Giulio, en el sur de Italia. Él es director de cine y ella trabaja en una organización agrícola internacional. Él casi no habla inglés, pero ella habla italiano perfectamente (y francés y chino igual de bien, por lo que mi mal italiano no me acompleja). Giulio quiere aprender inglés y me pregunta si estoy dispuesta a darle conversación en un «Intercambio Tándem».
En caso de que alguien se pregunte por qué no habla inglés con su mujer estadounidense, pues resulta que, como están casados, se pelean mucho cuando uno de ellos intenta enseñar algo al otro. Así que Giulio y yo comemos juntos dos veces por semana para practicar italiano e inglés; una buena manera de aprovechar el tiempo para dos personas que no tienen la costumbre de sacarse de quicio uno al otro.
Giulio y María tienen un piso muy bonito, cuyo elemento más impresionante es, a mi modo de ver, la pared que María llenó de tacos furibundos (escritos con un grueso rotulador negro) un día en que estaban discutiendo, pero «él grita más alto que yo» y así consiguió meter baza.
María es una mujer muy sensual y este apasionado arrebato a base de grafitis es prueba de ello. Curiosamente, sin embargo, Giulio considera la pared pintarrajeada como un claro síntoma de la represión de Maria, porque los insultos que le dedicaba estaban en italiano, y el italiano es su segundo idioma, un idioma que la obliga a pensar durante unos segundos antes de elegir cada palabra. Decía que, si Maria se hubiese dejado llevar por la furia de verdad —cosa que, según él, no hace jamás, como buena anglosajona protestante que es—, habría llenado la pared de garabatos en su inglés nativo. Dice que todos los estadounidenses son así: unos reprimidos. De ahí que sean peligrosos y hasta mortíferos cuando por fin pierden los papeles.
—Un pueblo salvaje —diagnostica Giulio.
Lo que me encanta es que esta conversación la tenemos mientras cenamos tranquilamente, contemplando la susodicha pared.
—¿Más vino, cielo? —le pregunta Maria.
Pero de los italianos que voy conociendo el más reciente es, por supuesto, Luca Spaghetti. Por cierto, en Italia también se considera gracioso llamarse Spaghetti de apellido. Y gracias a Luca por fin me pongo a la altura de mi amigo Brian, que tenía de vecino a un nativo americano llamado Dennis Ha-Ha y se pasaba la vida fardando de amigo con nombre molón. Al fin puedo competir en ese terreno.
Además, Luca habla inglés perfectamente y tiene buen saque (en italiano una buona forchetta, un buen tenedor), así que es un acompañante perfecto para una comilona como yo. A menudo me llama a media mañana y me dice:
—Oye, que estoy en tu barrio. ¿Tienes unos minutos para tomar un café? ¿O una fuente de rabo de buey?
Pasamos un montón de tiempo metidos en las tascas diminutas de la parte antigua de Roma. Nos gustan esos restaurantes iluminados con tubos de neón y sin cartel fuera. Con hules de cuadros en las mesas. Limoncello casero. Tinto de la casa. Raciones descomunales de pasta y camareros a los que Luca llama «pequeños Julios Césares», lugareños altivos, machacones, con pelo en el dorso de la mano y un tupé repeinado.
Estando en uno de esos bares, le dije a Luca:
—Me da la sensación de que estos tipos se consideran primero romanos, después italianos y, por último, europeos.
Luca me corrigió, diciéndome:
—No. Son primero romanos, después romanos y, por último, romanos. Y todos y cada uno de ellos se considera a sí mismo un emperador.
Luca es asesor fiscal. Un asesor fiscal italiano, lo que significa que es, en sus propias palabras, «un artista», porque los códigos tributarios italianos contienen varios centenares de leyes y todas ellas se contradicen. De modo que hacer una declaración de Hacienda aquí requiere una capacidad de improvisación como la de un músico de jazz. El caso es que a mí me hace gracia que sea asesor fiscal, porque me parece un trabajo muy serio para un tipo tan alegre. A él, por su parte, le hace gracia que yo tenga ese otro lado —el del yoga— que nunca se me ve. Es incapaz de entender que yo quiera ir a India —a un sitio tan absurdo como un ashram—, cuando podría quedarme el año entero en Italia, que es donde debería estar. Al verme chupándome los dedos después de haber rebañado la salsa del plato con un trozo de pan, me dice: «¿Y qué piensas comer en India?». Otras veces me llama Gandhi con bastante ironía, sobre todo cuando me ve descorchar la segunda botella de vino.
Luca ha viajado lo suyo aunque asegura que jamás se le ocurriría irse de Roma, donde tiene a su madre. En eso es el típico hombre italiano. ¿Qué iba a decir si no? Pero no sólo se queda por lo de la mamma. Tiene treinta y pocos años y lleva con la misma novia desde que era pequeño (la guapa Giuliana, a quien Luca describe con acierto y ternura como acqua e supone, es decir, tan sencilla como el agua y el jabón). Sus amigos son los mismos desde que era pequeño y todos son del mismo barrio. Los domingos siempre ven el fútbol juntos —en el estadio o en un bar (si el equipo romano juega fuera de casa)— y después cada uno se va a casa de sus padres a darse el atracón dominical con lo que han preparado sus respectivas madres y abuelas.
Si yo fuese Luca Spaghetti, yo tampoco me iría de Roma.
A todas éstas, Luca ha estado un par de veces en Estados Unidos y le gusta. Nueva York le parece fascinante, aunque opina que los neoyorquinos trabajan demasiado, por muy contentos que parezcan. A los romanos, en cambio, les horroriza trabajar. Lo que a Luca Spaghetti no le gusta es la comida americana, que, según él, puede describirse con una sola palabra: «telepizza».
Fue Luca el que intentó convencerme de que probase mollejas de cordero lechal. Es una especialidad romana. Lo cierto es que Roma es una ciudad bastante tosca, donde son célebres ciertos guisos tradicionales, como la entraña y la lengua; es decir, las partes del animal que los ricos del norte tiran a la basura. Las mollejas de cordero sabían bien siempre que no me parase a pensar en lo que eran. Tenían una salsa espesa y sabrosa que sabía a mantequilla y estaba muy rica, pero los intestinos tenían una textura... pues eso..., intestinal. Como la del hígado, pero más líquida. La cosa iba bien hasta que me dio por pensar en cómo describiría ese guiso, y pensé: Pues no se nota que son intestinos. Tienen más pinta de gusanos. Y ahí fue cuando aparté el plato y pedí una ensalada.
—¿No te gusta? —me preguntó Luca, que lo considera un manjar.
—Seguro que Gandhi no comió mollejas de cordero jamás —le dije.
—Puede que sí.
—Es imposible, Luca. Gandhi era vegetariano.
—Pero esto pueden comerlo los vegetarianos —insistió él—. Porque las mollejas no son carne, Liz. Son pura mierda.
21
A veces me planteo qué demonios hago aquí. Lo admito.
Aunque he venido a Italia a experimentar el placer, la idea me dio un cierto pánico durante las primeras semanas que pasé aquí. Francamente, el placer en estado puro no es mi arquetipo cultural. A lo largo de muchas generaciones, lo que más se ha valorado en mi familia es la seriedad. Los antepasados de mi madre eran inmigrantes suecos, unos granjeros dispuestos a luchar contra el placer a patadas y, a juzgar por las fotos, capaces de aniquilarlo con sus botas claveteadas. (Mi tío los llamaba «los bueyes».) Los ancestros de mi padre eran puritanos ingleses, gente relajada y juerguista donde la haya. Mirando el árbol genealógico de mi padre, que se remonta hasta el siglo xvii, aparecen ancestros puritanos con nombres como Diligencia y Docilidad.
Mis padres tienen una pequeña granja en la que nos criamos mi hermana y yo, que sabemos hacer las labores propias del campo. Nos enseñaron a ser formales, responsables, las mejores de la clase y las cuidadoras de niños más organizadas y eficaces de la ciudad; es decir, dos réplicas en miniatura de nuestra laboriosa madre —enfermera y granjera—, dos navajas suizas nacidas para la multifuncionalidad. He vivido muy buenos momentos con mi familia, me he reído mucho con ellos, pero teníamos las paredes empapeladas de listas de cosas pendientes y no he visto ocioso a ninguno de mis parientes jamás en la vida.
Lo que es verdad es que los estadounidenses son incapaces de disfrutar del placer por las buenas. Estados Unidos valora el entretenimiento, pero eso no implica que valore el placer. Los americanos dedican miles de millones de dólares a la industria del entretenimiento, que incluye desde el cine porno hasta los parques temáticos, pasando por la mismísima guerra, pero eso no es exactamente lo mismo que el disfrute silencioso. Los estadounidenses trabajan más y mejor que nadie e invierten en ello más horas estresantes que ningún otro país actual. Pero, como señala Luca Spaghetti, todo indica que lo hacemos porque nos gusta. Unas estadísticas alarmantes indican que muchos norteamericanos están más contentos y se sienten más realizados en la oficina que en casa. Obviamente, todos acabamos trabajando demasiado y nos quemamos y no nos queda otra que pasarnos el fin de semana entero en pijama, comiendo cereales directamente de la caja y viendo la tele en estado levemente comatoso (que es lo contrario de trabajar, sí, pero no es exactamente lo mismo que el placer). La verdad es que los estadounidenses no saben estar sin hacer nada. Por eso existe ese estereotipo americano tan triste: el del ejecutivo estresado que se va de vacaciones, pero no consigue relajarse.
Una vez pregunté a Luca Spaghetti si los italianos que se van de vacaciones tienen el mismo problema.
—¡Qué va! —me dijo—. Nosotros somos los maestros del bel farniente.
Ésta es una expresión estupenda. Bel farniente significa «la belleza de no hacer nada». Ahora bien, el pueblo italiano ha sido un pueblo trabajador, sobre todo esos sufridos obreros llamados braccianti (porque sólo contaban con la fuerza bruta de sus brazos —braccia — para salir adelante en la vida). Pero, incluso con ese hacendoso telón de fondo, el bel farniente es el ideal de todo italiano que se precie. La belleza de no hacer nada es la meta de todo tu trabajo, el logro final por el que más te felicitan. Cuanto más exquisita y placenteramente domines el arte de no hacer nada, más alto habrás llegado en la vida. Y no necesariamente tienes que ser rico para experimentarlo, además. Hay otra expresión italiana maravillosa: Varte d'arrangiarsi, el arte de sacar algo de la nada. La capacidad de convertir un puñado de ingredientes sencillos en un banquete o un puñado de amigos selectos en un fiestón. Para hacer esto lo importante no es ser rico, sino tener el talento de saber ser feliz. En mi caso, sin embargo, el gran obstáculo que me impedía disfrutar plenamente del placer era el profundo sentido de culpa que tenía por mi educación puritana. ¿Realmente me merezco este placer? Eso también es muy americano: no tener claro que nos hemos ganado el derecho a la felicidad. Una de las consignas de la publicidad estadounidense consiste en decir al consumidor indeciso que «Sí, que tú te mereces darte esta alegría tan especial. ¡Esta cerveza Bud es para ti! ¡Hoy te has ganado un descanso! ¡Porque tú lo vales! ¡Has trabajado mucho, tío!». Y el consumidor indeciso va y dice: ¡Sí! ¡Gracias! ¡Voy a comprarme seis latas de cerveza, maldita sea! ¡Y hasta puede que me compre doce! Y entonces se coge el consiguiente colocón. Seguido del típico remordimiento. Seguro que estas campañas de publicidad no funcionarían igual de bien en Italia, donde la gente ya sabe que tiene derecho a pasarlo bien en la vida. Si a un italiano se le dice eso de «Hoy te mereces un descanso», probablemente te conteste: ¿Sí? ¡No me digas! Pues voy a tomarme ese descanso al mediodía y así puedo ir a tu casa a acostarme con tu mujer.
Por eso, cuando dije a mis amigos italianos que había ido a su país para disfrutar de cuatro meses de puro placer, la idea no les pareció nada rara. Complimenti! Vai avanti! Enhorabuena, como dirían ellos. Adelante. Date el placer. Tú misma. Ni uno solo me dijo: «Hay que ver lo irresponsable que eres» o «Qué lujo tan egoísta». Pero, aunque los italianos me han dado permiso para disfrutar a tope, no acabo de conseguirlo. Durante las primeras semanas que pasé en Italia mi cerebro protestante hacía sinapsis sin parar, ávido de encontrar una labor provechosa. Quería abordar el placer como los deberes del cok o como un gigantesco proyecto científico. Me hacía preguntas del tipo: «¿Qué se hace para maximizar el placer más eficazmente?». Llegué a plantearme pasar todo el tiempo que estuviera en Italia metida en la biblioteca, haciendo un estudio sobre la historia del placer. O entrevistar a una serie de italianos que hubieran experimentado mucho placer en su vida y preguntarles qué habían sentido y escribir un reportaje sobre ese tema. (¿A doble espacio y con márgenes de tres centímetros tal vez? ¿Para entregarlo el lunes por la mañana a primera hora?)
Al ver que la única pregunta que se me ocurría era «¿Cómo definiría yo el placer?» y teniendo en cuenta que estaba en uno de los pocos países cuyos habitantes me iban a dejar explorar ese tema tranquilamente, todo cambió. Todo se volvió... delicioso. Lo único que tenía que hacer era preguntarme a mí misma todos los días por primera vez en mi vida: «¿A ti qué te gustaría hacer hoy, Liz? ¿Qué sería un placer para ti en este momento?». Sin tener que amoldarme a los horarios de nadie y no teniendo ninguna obligación propia, esta pregunta se había destilado hasta convertirse en algo absolutamente unipersonal.
Una vez que me di a mí misma permiso plenipotenciario para disfrutar de mi experiencia, fue interesante descubrir lo que no quería hacer en Italia. Como es un país donde el placer se manifiesta por doquier, me iba a faltar tiempo para catarlo todo. Hay que decidir en cuál de los placeres se va a basar la tesis doctoral, por así decirlo, para no abrumarse. Teniendo esto en cuenta, me salté la moda, la ópera, el cine, los coches de lujo y el esquí alpino. Ni siquiera me empeñé en ver mucho arte. Me da un poco de vergüenza reconocerlo, pero no fui a un solo museo durante los cuatro meses que pasé en Italia. (Uf, un momento, que es peor aún. Tengo que confesar que sí que fui a un museo: el Museo Nacional de la Pasta, en Roma.) Descubrí que lo único que quería de verdad era comer comida maravillosa y hablar todo el italiano maravilloso que pudiera. Y ya está. Así que, en realidad, elegí un tema doble para mi tesis: el idioma y la comida (haciendo hincapié en el gelato).
La cantidad de placer que obtuve comiendo y hablando fue inestimable pese a su sencillez. A mediados de octubre hubo un par de horas que vistas desde fuera pueden parecer una tontería, pero que atesoro entre las más felices de mi vida. Cerca de mi apartamento, a un par de calles de distancia, descubrí un mercado que se me había escapado hasta entonces. Me acerqué a un diminuto puesto de verduras donde una mujer italiana y su hijo vendían un surtido selecto de sus productos: unas hojas de espinaca magníficas, tan verdes que casi parecían algas; unos tomates de un rojo tan sangriento como los intestinos de una vaca, y unas uvas de color champán de piel tan tersa como los leotardos de una corista.
Elegí un manojo de espárragos esbeltos y relucientes. Logré preguntar a la mujer, en un italiano decente, si podía llevarme sólo la mitad de esos espárragos. Al vivir sola, le expliqué, con eso me bastaba. Sin pestañear me quitó de las manos el manojo de espárragos y lo dividió en dos partes. Le pregunté si tenía el puesto en el mismo sitio todos los días y me contestó que sí, que estaba en ese mismo sitio desde las siete de la mañana. Su hijo, que era muy guapote, me miró con gesto guasón y dijo: «Bueno, algunas veces consigue llegar a las siete...». Todos nos reímos. La conversación entera fue en italiano, un idioma del que meses atrás no hablaba ni una palabra.
Volví a pie a mi apartamento y me hice un par de huevos —morenos, frescos— pasados por agua. Les quité la cascara y los puse en un plato junto a los siete tallos de espárrago (tan finos y crujientes que no me hizo falta ni hervirlos). También le añadí al plato unas aceitunas, los cuatro pedazos de queso de cabra que había comprado el día anterior en la formaggeria de abajo y dos lonchas de salmón rosado y aceitoso. De postre, el hermoso melocotón —aún tibio de estar bajo el sol romano— que me había regalado la mujer del puesto de verduras. Pasé un buen rato sintiéndome incapaz de tocar aquel manjar, porque mi almuerzo era una obra maestra, la materialización del arte de sacar algo de la nada. Finalmente, después de asimilar la belleza de aquel plato, me senté en el parqué limpio de mi salón, en un sitio donde daba el sol, y me comí hasta el último bocado, con los dedos, mientras leía en el periódico el artículo en italiano que me tocaba ese día. Rezumaba felicidad por todas las moléculas de mi cuerpo.
Hasta que —como me pasaba a menudo durante los primeros meses de mi viaje siempre que me daba un arrebato de felicidad— se me disparó la alarma de la felicidad. Oí la voz de mi ex marido hablándome en tono despreciativo: ¿O sea, que lo has abandonado todo por esto? ¿Por esto has tirado a la basura nuestra vida? ¿Por unos espárragos esmirriados y un periódico en italiano?
Le contesté en voz alta.
—Para empezar, siento decirte que eso ya no es asunto tuyo —le solté—. Pero te diré que la respuesta a tu pregunta es... «sí».
22
Un tema evidente que debería tratar en relación con mi búsqueda de la felicidad en Italia es: ¿Y el sexo qué?
La respuesta a esa pregunta es sencilla: No quiero practicar sexo mientras esté aquí.
Aunque la respuesta completa y sincera a esa pregunta es que, por supuesto, a veces tengo unas ganas tremendas de sexo, pero he decidido quedarme en el banquillo de momento. No quiero tener ninguna historia con nadie. Lo que sí echo de menos es los besos, porque me gusta mucho besar. (Me quejo tanto de eso con Sofie que el otro día me dijo con bastante desesperación: «Por Dios, Liz, si no queda más remedio, te tendré que besar yo».) Pero, de momento, no voy a hacer nada. Cuando tengo uno de esos días de sentirme sola, pienso: Pues estate sola, Liz. Aprende a relacionarte con ella. Haz un mapa de la soledad. Siéntate a su lado por una vez en la vida. Da la bienvenida a esa experiencia humana. Pero no vuelvas a usar el cuerpo o los sentimientos de otras personas para intentar aliviar tus deseos insatisfechos.
Éste es un procedimiento de emergencia para salvarme la vida más que otra cosa. Yo me inicié pronto en mi búsqueda del placer romántico y sexual. Apenas había salido de la adolescencia cuando tuve mi primer novio y en mi vida, desde los 15 años, siempre ha habido algún chico o algún hombre (a veces los dos a la vez). Eso fue hace —mm, vamos a ver— diecinueve años, van a ser. Es decir, que llevo casi dos décadas sólidas metida en algún drama con algún tío. Se iban solapando sin que hubiera ni una semana de respiro entre uno y otro. Y no puedo evitar pensar que eso es un cierto estorbo en mi camino hacia la madurez.
Por otra parte, con los hombres siempre tengo problemas de espacio. Aunque quizá no sea ésa la manera de expresarlo. Para tener problemas de espacio con alguien, primero hay que tener un espacio propio, ¿no? Pero yo me fundo tanto con la persona a la que quiero que desaparezco. Soy como una membrana permeable. Si te quiero, te lo doy todo. Te doy mi tiempo, mi cariño, mi entrepierna, mi dinero, mi familia, mi perro, el dinero de mi perro, el tiempo de mi perro... todo. Si te quiero, cargaré con tus penas, saldaré todas tus deudas (de todo tipo, literalmente), te protegeré de todas tus inseguridades, te sacaré de dentro todas esas cualidades que no habías sabido cultivar y compraré regalos de Navidad a toda tu familia. Te daré el sol y la luna, y, si no puedo dártelos, te invitaré a unas buenas vacaciones, llueva o truene. Te daré todo esto y más, hasta que me quede tan machacada y vacía por dentro para recuperar energías que no me quede más remedio que enamorarme perdidamente de otro.
Дата добавления: 2015-09-02; просмотров: 76 | Нарушение авторских прав
<== предыдущая страница | | | следующая страница ==> |
Elizabeth M. Gilbert 2 страница | | | Elizabeth M. Gilbert 4 страница |