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Como iré descubriendo durante los siguientes meses, está bastante justificado que el italiano se considere uno de los idiomas más bellos y seductores del mundo y por eso no soy la única que lo piensa. Para entender por qué, conviene saber que Europa era antaño un pandemonio de incontables dialectos derivados del latín que gradualmente, con el paso de los siglos, se desgajaron en un puñado de idiomas distintos: francés, portugués, español, italiano. En Francia, Portugal y España se produjo una evolución orgánica: el dialecto de la ciudad más importante acabó siendo el idioma principal de toda la región. Por tanto, lo que hoy llamamos francés es, en realidad, una versión del lenguaje parisino medieval. El portugués es, de hecho, el lisboeta. El español es, esencialmente, el castellano. Todas ellas fueron victorias capitalistas; la ciudad más fuerte acababa estableciendo el idioma del país entero.
En Italia sucedió algo distinto. La diferencia fundamental fue que, durante muchísimo tiempo, Italia ni siquiera fue un país. Tardó bastante en conseguir unificarse y hasta 1861 fue una península de ciudades estado enfrentadas entre sí al mando de arrogantes príncipes locales o de otras potencias europeas. Había partes de Italia que pertenecían a Francia, o a España, o a la Iglesia, o al primero que se hacía con el castillo o el palacio correspondiente. Esta intromisión producía en los italianos dos reacciones contrapuestas: unos se sentían humillados y otros se lo tomaban con la indiferencia típica de los nobles. La mayoría se oponían a la colonización de sus prójimos europeos, pero había un sector apático que decía: Franza o Spagna, purché se magna, lo que significa en dialecto: «Lo mismo me da Francia o España mientras tenga algo que comer».
Esta disgregación interna significaba que Italia jamás llegó a unificarse debidamente y el italiano, tampoco. Por eso no sorprende que, durante siglos, los italianos escribieran y hablaran en dialectos locales que eran indescifrables los unos para los otros. Un científico florentino apenas podía comunicarse con un poeta siciliano o un mercader veneciano (menos en latín, por supuesto, que no era precisamente el idioma nacional). En el siglo XVI se reunieron una serie de intelectuales italianos y decidieron que esto era absurdo. La península Itálica necesitaba un idioma italiano, al menos en su forma escrita, que convenciera a todos por igual. Y esta camarilla de intelectuales hizo algo sin precedentes en la historia de Europa; eligieron el más hermoso de los dialectos locales y lo proclamaron como el idioma italiano.
Para hallar el dialecto más hermoso de todos los que se hablaban en la península, tuvieron que retroceder doscientos años en el tiempo, hasta la Florencia del siglo xiv. Lo que esta asamblea decidió convertir en italiano oficial fue el idioma particular del grandísimo poeta florentino Dante Alighieri. Corría el año 1321 cuando Dante publicó su Divina Comedia, narrando un periplo visionario por el infierno, el purgatorio y el cielo, y escandalizó a su entorno cultural al no haberlo escrito en latín. En su opinión, el latín era un idioma corrupto y elitista y el hecho de que la prosa culta lo empleara había «prostituido la literatura», convirtiéndola en algo sólo apto para las clases aristocráticas, que eran las que tenían el privilegio de hablarlo. Lo que hizo Dante fue recurrir al lenguaje de la calle, al florentino auténtico que hablaban los habitantes de su ciudad (entre los que había coetáneos de la talla de Boccaccio y Petrarca) y emplearlo para escribir su relato.
Escribió su obra maestra en lo que él llamaba el dolce stil nuovo, el «dulce estilo nuevo» de la lengua vernácula, que fue estilizando conforme escribía en ella, dándole una impronta tan personal como después haría Shakespeare con el inglés isabelino. Y resultó que varios siglos después un puñado de intelectuales nacionalistas decidió que el italiano de Dante iba a ser el idioma oficial de Italia, que es como si un puñado de catedráticos de Oxford hubiera decidido a principios del siglo xix que —a partir de ese momento— en Inglaterra se iba a hablar el más puro inglés shakespeariano. Pero lo curioso es que funcionó.
El italiano que hablamos hoy, por lo tanto, no es el romano ni el veneciano (en cuyas ciudades se concentraba el poder militar y mercantil, respectivamente), ni tampoco el florentino propiamente dicho. A decir verdad, es un italiano dantesco. Ningún otro idioma europeo tiene un pedigrí tan artístico. Como no habrá ningún otro acondicionado expresamente para expresar los sentimientos humanos, como le sucedió al italiano florentino del siglo xiii, embellecido por uno de los más grandes poetas de la civilización occidental. Dante escribió su Divina Comedia en terza rima, una estrofa cuya rima se repetía tres veces cada cinco versos, dando a su hermoso florentino vernáculo lo que los expertos llaman una «rima encadenada», rima que pervive en las parrafadas melodiosas y poéticas que hablan los taxistas y los carniceros y los políticos de hoy en día. El último verso de la Divina Comedia, en el que Dante se enfrenta al mismísimo Dios en persona, expresa un sentimiento fácilmente comprensible para cualquiera que hable el italiano actual. Dante describe a Dios no sólo como una visión cegadora de luz celestial, sino ante todo como Vamor che move ihok e Valtre stelle...
«El amor que mueve el sol y las demás estrellas.» Así que, en realidad, no es tan raro que me haya empeñado en aprender este idioma.
16
Al cabo de diez días en Italia Depresión y Soledad me acechan. Tras una tarde feliz en la academia paseo por la Villa Borghese al anochecer, viendo la basílica de San Pedro iluminada por los rayos dorados del crepúsculo. Esta escena romántica me ha puesto de buen humor, aunque debo de ser la única de todo el parque que está sola, porque el resto de la gente parece estarse achuchando con alguien o jugando con algún niño. Pero me apoyo en la barandilla y me pongo a mirar la puesta de sol y me da por pensar y por comerme el tarro y es entonces cuando me acecha la neura.
Primero noto una presencia amenazadora, como la de los detectives de la agencia Pinkerton y después me van rodeando Depresión a la izquierda, Soledad a la derecha. No hace falta que se identifiquen enseñándome su placa. Llevamos años jugando al perro y el gato. Aunque admito que me sorprende encontrármelas aquí, al anochecer, en este elegante jardín italiano. La verdad es que no es su sitio.
Les digo:
—¿Cómo sabíais que estaba aquí? ¿Quién os ha dicho que estaba en Roma?
Depresión, que va de tía lista, me dice:
—¡Anda! ¿Es que no te alegras de vernos?
—Lárgate —le pido.
Soledad, que siempre hace de poli bueno, me replica:
—Lo siento, señora, pero puede que la siga durante todo el viaje. Tengo órdenes.
—Pues prefiero que no, la verdad —contesto.
Soledad se encoge de hombros con aire compungido, pero se me acerca más.
Entonces me cachean. Y me sacan de los bolsillos todo lo que pueda producirme algo parecido a la alegría. Depresión incluso llega a usurparme la identidad, su viejo truco de toda la vida. Después Soledad me interroga, cosa que aborrezco, porque suele durar varias horas. Lo hace con educación, pero es implacable y siempre consigue ponerme del revés. Me pregunta si tengo algún motivo verdadero para estar contenta. Me pregunta por qué estoy sola esta noche, otra noche más. Me pregunta (aunque esto mismo lo hemos hecho cientos de veces) por qué soy incapaz de mantener una relación, por qué he destrozado mi matrimonio, por qué me he peleado con David, por qué la he jorobado con todos los hombres con los que he estado. Me pregunta dónde estaba la noche en que cumplí 30 años y por qué las cosas se han torcido tanto desde entonces. Me pregunta por qué soy incapaz de controlarme y por qué no tengo una bonita casa y unos bonitos niños como debería tener una mujer respetable a mi edad. Me pregunta por qué, si se puede saber, creo merecerme unas vacaciones en Roma cuando tengo mi vida hecha unos zorros. Me pregunta por qué creo que escaparme a Italia como una colegiala me va a hacer feliz. Me pregunta dónde creo que voy a acabar de mayor como siga viviendo así.
De vuelta a casa espero poder quitármelas de encima, pero van pisándome los talones, las muy capullas. Depresión me agarra del hombro con firmeza y Soledad sigue dándome la vara con el interrogatorio. No me queda otra que saltarme la cena para evitar que me miren fijamente mientras como. Procuro qué tampoco me sigan escaleras arriba hasta la puerta de mi apartamento, pero, conociendo a Depresión, sé que lleva una porra, así que no puedo impedirle entrar si se empeña.
—No tenéis ningún derecho a estar aquí —le digo a Depresión—. Ya he saldado mi deuda con vosotras. Cumplí mi condena en Nueva York.
Pero Depre me dedica esa tenebrosa sonrisa suya, se instala en mi silla preferida, pone los pies encima de la mesa y enciende un cigarrillo, llenándome la casa de su humo apestoso. Sin quitarme el ojo de encima, Soledad suspira y se mete en mi cama vestida, con zapatos y todo, tapándose hasta el cuello. Voy a tener que compartir la cama con ella una vez más, lo sé.
17
Hacía muy pocos días que había dejado de tomar pastillas. Me parecía una locura total tomar antidepresivos estando en Italia. ¿Quién se iba a deprimir en un sitio así?
Para empezar, yo nunca había querido medicarme. Llevaba mucho tiempo resistiéndome y tenía una larga lista de objeciones personales (por ejemplo, los estadounidenses nos medicamos en exceso; no sabemos el efecto a largo plazo de los potingues químicos en el cerebro humano; es una salvajada que hasta los niños estadounidenses tomen antidepresivos hoy en día; la salud mental del país está en situación de emergencia...). Aun así, durante estos últimos años estaba claro que yo tenía un problema grave y que ese problema no iba camino de solucionarse muy deprisa. Al fracasar mi matrimonio e ir evolucionando mi tragedia con David, había ido desarrollando todos los síntomas de una depresión grave: pérdida de sueño, apetito y deseo sexual, llanto incontrolable, dolores de espalda y de estómago crónicos, alienación y desesperación, dificultad para concentrarme al trabajar, incapacidad para reaccionar negativamente cuando los republicanos ganaron de mala manera las elecciones presidenciales... y así sucesivamente.
Cuando te pierdes en un bosque, a veces tardas un rato en darte cuenta de que te has perdido. Te puedes tirar un buen tiempo intentando convencerte de que te has alejado un poco del camino, pero que lo vas a encontrar de aquí a nada. Entonces cae la noche sin parar, y sigues sin tener ni idea de dónde estás, y ha llegado el momento de admitir que te has apartado atolondradamente del camino, tanto que ya no sabes ni siquiera por dónde sale el sol.
Afronté mi depresión como si fuese la mayor cruzada de mi vida, cosa que era cierta, por otra parte. Me dediqué a estudiar a fondo mi experiencia depresiva, intentando desentrañar sus causas. ¿Cuál era la raíz de tamaña desesperación? ¿Era psicológica? (¿Era culpa de papá y mamá?) ¿Era una cosa temporal, sólo un «mal momento» de mi vida? (¿Y se terminará con el divorcio?) ¿Era algo genético? (Melancolía, a la que se le han dado muchos nombres, lleva años afectando a mi familia junto con su triste novio, Alcoholismo.) ¿Era algo cultural? (¿Era una simple crisis de la típica trabajadora americana posfeminista que intenta encajar en un mundo urbano cada vez más estresante y alienante?) ¿Era una cuestión astrológica? (¿Estoy tan triste porque soy una Cáncer dura de pelar con todos los planetas importantes en el inestable signo de Géminis?) ¿Era algo artístico? (¿Las personas creativas somos más propensas a la depresión por ser tan hipersensibles y especiales?) ¿Era un tema evolutivo? (¿Llevo en mi interior el pánico residual procedente de la milenaria lucha por la supervivencia de mi especie en un mundo brutal?) ¿Era un tema kármico? (¿Estos espasmos dolorosos se deben a una mala conducta en las vidas anteriores y son sólo los últimos obstáculos antes de la liberación?) ¿Era un problema hormonal? ¿Alimentario? ¿Filosófico? ¿Estacional? ¿Medioambiental? ¿Tenía acaso un anhelo cósmico de Dios? ¿Tenía un desequilibrio químico? ¿O lo que me hacía falta era que me echaran un buen polvo?
¡Qué enorme cantidad de factores hay detrás de un ser humano! ¡Qué enorme cantidad de capas hay que traspasar y cuánto nos influyen la mente, el cuerpo, el pasado, la familia, el entorno y hasta la esencia espiritual y los gustos culinarios! Mi depresión era, sin duda, un surtido variado de todos esos factores, además de incluir también algún otro elemento que era incapaz de nombrar o de reconocer. Y afronté el reto a todos los niveles. Me compré todos esos vergonzantes libros de autoayuda (que siempre ocultaba bajo el último número de la revista Hustler para despistar a los desconocidos). Recurrí a la asistencia profesional de una terapeuta tan amable como intuitiva. Rezaba como una novicia. Dejé de comer carne (durante una época, al menos) después de que me dijeran que me estaba comiendo «el miedo que siente el animal justo antes de morir». Una masajista iluminada me dijo que tenía que llevar bragas naranja para recuperar el equilibrio de mis chakras sexuales y, hay que jorobarse, lo hice. Me tomé tantas tazas de esa maldita tisana de hipérico (supuestamente antidepresiva) como para animar a todo un gulag ruso sin notar ningún efecto positivo. Hice ejercicio. Me dediqué sólo a las artes que levantan el ánimo, protegiéndome cuidadosamente de determinadas películas, libros y canciones (si a alguien se le ocurría decir las palabras Leonard y Cohen en la misma frase, no me quedaba otra que marcharme de la habitación).
Hice todo lo posible por luchar contra los arrebatos de llanto incontrolable. Recuerdo haberme planteado una noche, arrebujada en la esquina de siempre del sofá de siempre, llorando una vez más por la enésima cantinela de pensamientos tristes: «¿No puedes cambiar esta escena en algo, Liz?». Y lo único que se me ocurrió fue levantarme, aún llorando, y ponerme a la pata coja en mitad del salón. Sólo para demostrar que —aunque no podía parar de llorar ni de silenciar mi lúgubre monólogo interior— no había perdido totalmente el control: al menos podía llorar histéricamente a la pata coja. Oye, que por algo se empieza.
Bajaba a la calle a pasearme al sol. Recurría a mi red de apoyo, dejándome querer por mi familia y cultivando mis amistades más abiertas de mente. Y cuando alguna de esas revistas femeninas tan meticonas me avisó de que mi bajo nivel de autoestima no era nada bueno para mi depresión, me corté el pelo a la última y me compré un buen maquillaje y un vestido bonito. (Cuando una amiga me dijo que estaba muy mona, lo único que pude decirle, muy seria, fue: «Operación Autoestima. Maldito Día Uno».)
Mi último recurso, después de llevar dos años luchando contra la neura, fueron las pastillas. Si se me permite dar mi opinión sobre este asunto, creo que es lo último que hay que probar. En mi caso concreto tomé la decisión de probar la ruta de la Vitamina P —como llaman irónicamente al Prozac— después de pasarme una noche entera sentada en el suelo de mi habitación, intentando convencerme a mí misma de que era una tontería cortarme las venas con un cuchillo de cocina. Esa noche gané yo contra el cuchillo, pero por los pelos. Por aquel entonces se me había ocurrido alguna otra genialidad, como tirarme desde una azotea o volarme la tapa de los sesos para dejar de sufrir. Pero eso de pasarme la noche con un cuchillo en la mano fue definitivo.
Al día siguiente, en cuanto salió el sol, llamé a mi amiga Susan y le supliqué que me ayudara. En toda la historia de mi familia no sé de ninguna mujer que haya hecho eso, que se plante a medio camino, en la mitad de su vida, y diga: «No puedo dar un solo paso más... Alguien tiene que ayudarme». En cualquier caso, creo que a ninguna de esas mujeres les habría servido de nada detener sus vidas. Nadie las habría ayudado, porque nadie podía ayudarlas. Sólo habrían conseguido morirse de hambre ellas y sus familias. El caso es que no podía dejar de pensar en esas mujeres.
Y nunca olvidaré el rostro de Susan cuando entró casi corriendo en mi apartamento, como una hora después de recibir mi llamada de socorro, y me vio hecha un guiñapo en el sofá. Aún sigo viendo la imagen de mi dolor reflejada en su rostro —sé que llegó a temer por mi vida— y es uno de los recuerdos más espeluznantes de aquellos espeluznantes años. Yo me quedé hecha un ovillo mientras Susan hacía varias llamadas para dar con un psiquiatra dispuesto a darme hora para ese mismo día y hablar de la posibilidad de recetarme antidepresivos. Escuché lo que Susan le contaba al médico y la oí decir: «Me temo que mi amiga pueda autolesionarse gravemente». Yo también me lo temía.
Cuando fui al psiquiatra esa misma tarde, me preguntó por qué había tardado tanto en pedir ayuda, como si no llevara una eternidad intentando ayudarme yo sola. Le hablé de lo poco que me convencían los antidepresivos, enumerándole mis objeciones. Poniendo encima de su mesa ejemplares de mis tres libros publicados hasta entonces, le dije:
—Soy escritora. Por favor, no me hagas nada que pueda dañarme el cerebro.
—Si tuvieras un problema de riñón, no dudarías en tomarte las pastillas de turno. ¿Por qué tienes tanta prevención en este caso?
Lo que demuestra lo poco que sabía de mi familia, porque un Gilbert es capaz de no medicarse una enfermedad renal, porque en mi familia cualquier enfermedad se valora como un síntoma evidente de un fracaso personal, ético y moral.
Me fue recetando medicamentos —Trankimazin, Besitran, Zyntabac, Buspar—, hasta que dimos con una combinación que no me hacía vomitar ni me dejaba el deseo sexual perdido en una lejana nebulosa. Rápidamente, en menos de una semana, fue como si en el cerebro se me abriese un agujero de varios centímetros por el que me entraba la luz del sol. Además, por fin conseguí dormir algo. Y eso sí que fue una bendición, porque, si no duermes, no hay manera de salir de la zanja; no hay ni la menor posibilidad. Las pastillas me devolvieron esas horas de sueño reparador, además de quitarme el temblor de las manos, aliviarme la enorme presión que me atenazaba el pecho y permitirme caminar por la vida sin ir siempre con el botón rojo de alarma encendido.
Pese a todo, lo de las pastillas nunca acabó de convencerme del todo aunque me ayudaron enormemente. Me traía sin cuidado que la gente me dijera que no pasaba nada por tomar pastillas y que era algo totalmente seguro; siempre tuve mis dudas sobre ese asunto. Formaron parte de mi tabla de salvación, de eso no hay duda, pero quería dejar de tomarlas cuanto antes. Empecé a tomar la medicación en enero de 2003 y en mayo ya había disminuido la dosis significativamente. De todas formas, ésos fueron los peores meses: los últimos meses del divorcio, los últimos meses maltrechos con David. ¿Habría podido pasar esa época sin pastillas si le hubiera echado narices al asunto? ¿Podría haber sobrevivido a mí misma yo sola, sin ayuda de nadie? Pues no lo sé. Es lo malo de nuestras vidas, que no tenemos controladores, así que no sabemos cómo habríamos salido si nos hubieran cambiado alguna de las variables.
Lo que sé es que las pastillas me sirvieron para quitarle algo de catastrofismo a mi sufrimiento. Eso sí que lo agradezco. Pero los medicamentos que alteran el estado de ánimo aún me producen sentimientos contradictorios. Su poder me asombra, pero me preocupa lo extendido que está su uso. Creo que en Estados Unidos deberían venderse sólo con receta médica, con muchas más restricciones y jamás sin el apoyo de un tratamiento psicológico paralelo. Medicar el síntoma de una enfermedad cualquiera sin averiguar la causa que hay detrás es abordar un problema de salud con la típica chapuza occidental. Puede que esas píldoras me hayan salvado la vida,pero fue en conjunción con otra veintena de cosas que hice en aquella época para intentar rescatarme a mí misma y espero no tener que volver a tomarlas jamás. Lo cierto es que un médico me dijo que quizá tenga que tomar antidepresivos varias veces más a lo largo de mi vida debido a mi «tendencia a la melancolía». Espero, por Dios, que se haya equivocado. Haré cuanto esté en mi mano para demostrar que se equivoca, y, eso sí, lucharé contra esa tendencia melancólica con todas las armas que tenga a mi alcance. Que eso me convierta en una cabezota derrotista o en una cabezota con instinto de supervivencia... está por ver.
Pero aquí estamos.
18
Mejor dicho, aquí estoy. Estoy en Roma y metida en un buen lío. Las capullas de Depresión y Soledad han tomado mi vida al asalto y el último Zyntabac me lo tomé hace tres días. Tengo más pastillas en el último cajón de la cómoda, pero no las quiero. Lo que quiero es librarme de ellas para siempre. Pero tampoco quiero irme dando de bruces con Depresión o con Soledad, así que no sé qué hacer y me está entrando un ataque de pánico, como siempre me pasa cuando no sé qué hacer. Así que esta noche saco el cuaderno de notas más secreto de todos, que guardo junto a la cama para los casos de emergencia. Lo abro. Encuentro la primera página en blanco. Escribo:
«Necesito tu ayuda».
Entonces, me quedo esperando. Al cabo de un rato me llega la respuesta, escrita de mi propio puño y letra:
Aquí me tienes. ¿Qué puedo hacer por ti?
Y entonces empieza una conversación de lo más extraña y secreta. Aquí, en mi cuaderno más privado, es donde hablo conmigo misma. Hablo con esa voz que se me presentó aquella noche cuando, sentada en el suelo del cuarto de baño, recé a Dios por primera vez, rogándole llorosa que me ayudara y algo (o alguien) me dijo: «Vuélvete a la cama, Liz». En los años que han pasado desde entonces he vuelto a hallar esa voz siempre que he estado en una situación de código rojo y he descubierto que la mejor manera de comunicarme con ella es mediante una conversación escrita. Me ha sorprendido descubrir, además, que casi siempre tengo acceso a esa voz por muy tenebrosa que sea mi angustia. Incluso en mis momentos de máximo sufrimiento esa voz tranquila, compasiva, cariñosa e infinitamente sabia (que puede que sea yo o que no sea del todo yo) siempre está disponible para tener una conversación escrita, a cualquier hora del día o de la noche.
He decidido no comerme el tarro con eso de que hablar conmigo misma significa ser esquizofrénica. Puede que esa voz con la que hablo sea la de Dios, o la de mi gurú expresándose a través de mí, o puede que sea el ángel al que le ha tocado encargarse de mí, o mi Yo Supremo, o una construcción de mi subconsciente inventada para protegerme de mi tormento. Según Santa Teresa estas voces internas son divinas; ella las llamaba «locuciones», es decir, voces sobrenaturales que entran en la mente de manera espontánea, traducidas al idioma propio para ofrecernos su consuelo celestial. Lo que sí sé es lo que habría dicho Freud de estas consolaciones espirituales, claro está: que son irracionales y «poco convincentes. Sabemos, por experiencia, que el mundo no es un jardín de infancia». Estoy de acuerdo en que el mundo no es un jardín de infancia. Pero precisamente por lo complicada que es la vida a veces hay que saltarse las normas y pedir ayuda a los poderes supremos capacitados para aliviar nuestras penas.
Al inicio de mi experimento espiritual no confiaba del todo en esta sabia voz interna. Recuerdo una ocasión en que, dominada por la ira y la tristeza, saqué mi cuaderno secreto y garabateé un mensaje a mi voz interior —a mi divina fuente de consuelo— que ocupaba toda una página en letras mayúsculas:
«¡NO CREO EN TI, JODER!»
Al cabo de unos instantes, respirando entrecortadamente, noté que se me encendía una lucecita por dentro y me sorprendí al verme escribir esta respuesta serena, pero irónica:
¿Y con quién estás hablando, entonces?
Desde ese momento no he vuelto a poner en duda su existencia. Por eso esta noche acudo de nuevo a la voz. Es la primera vez que lo hago desde que llegué a Italia. Lo que escribo en mi cuaderno esta noche es que me siento débil y tengo mucho miedo. Cuento que han vuelto a aparecer Depresión y Soledad, y que me asusta que se queden para siempre. Digo que ya no quiero tomar más pastillas, pero me temo que tendré que hacerlo. Me aterra ser incapaz de controlar mi vida.
De lo más recóndito de mis entrañas surge esa presencia que ya conozco y me tranquiliza diciéndome lo que siempre he querido oír en los malos momentos. Esto es lo que escribo en la página de mi libreta:
Aquí estoy. Te quiero. Me da igual que te pases toda la noche llorando. Me quedaré contigo. Si tienes que volver a tomar pastillas, tómalas. Te seguiré queriendo aunque las tomes. Si no las necesitas, también te seguiré queriendo. Hagas lo que hagas, jamás perderás mi amor. Te protegeré hasta que te mueras y después de tu muerte te seguiré protegiendo. Soy más fuerte que Depresión y más valiente que Soledad y no hay nada que pueda acabar conmigo.
Esa noche, sorprendida ante la insólita ofrenda amistosa que me brota de dentro —es decir, que yo misma me echo una mano al ver que nadie más me ofrece consuelo—, me acuerdo de una cosa que me pasó en Nueva York. Una tarde en que iba con prisa entré en un edificio de oficinas y me metí en el ascensor a toda velocidad. Una vez dentro me llevé la sorpresa de ver mi propia imagen reflejada en un espejo de seguridad. En ese momento mi cerebro hizo algo extraño. Me envió este mensaje instantáneo: «¡Oye! ¡Si a ésa la conoces! ¡Es amiga tuya!». Y yo me acerqué sonriente a mi imagen reflejada, dispuesta a saludar a esa chica de cuyo nombre no me acordaba, pero cuya cara me sonaba muchísimo. Pero, claro, en cuestión de segundos me di cuenta de mi error y reí avergonzada de haber reaccionado casi como un perro al verme en un espejo. Curiosamente, esa noche de neura en Roma me acuerdo de aquello y acabo escribiendo esta reconfortante apostilla en la parte inferior de la página:
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