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CAPÍTULO VIII. Por fin llegaron los famosos comiciosl

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  1. CAPÍTULO II
  2. CAPÍTULO II
  3. CAPÍTULO III
  4. CAPÍTULO III
  5. CAPÍTULO III
  6. CAPÍTULO IV
  7. CAPÍTULO IV

Por fin llegaron los famosos comiciosl. Desde la mañana de la solemnidad, todos los habitantes, en sus puertas, hablaban de preparativos; habían adornado con guirnal­das de hiedra el frontón del ayuntamiento; en un prado habían levantado una tienda para el banquete, y, en medio de la plaza, delante de la iglesia, una especie de trompeta debía señalar la Ilegada del señor prefecto y el nombre de los agricultores ga­lardonados. La guardia nacional de Buchy (en Yonville no existía) había venido a unirse al cuerpo de bomberos, del que Binet era el capitán. Aquel día llevaba un cuello todavía más alto que de costumbre; y, ceñido en su uniforme, tenía el busto tan estirado a inmóvil, que toda la parte vital de su persona pa­recía haber bajado a sus dos piernas, que se levantaban caden­ciosamente, a pasos marcados, con un solo movimiento. Como había una especie de rivalidad entre el recaudador y el coronel, el uno y el otro, para mostrar sus talentos, hacían maniobrar a sus hombres por separado. Se veían alternativamente pasar y volver a pasar las hombreras rojas y las pecheras negras. Aque­llo aún no terminaba y ya volvía a empezar. Nunca había habi­do semejante despliegue de pomposidad. Desde la víspera va­rios vecinos habían limpiado sus casas; banderas tricolores col­gaban de las ventanas entreabiertas; todas las tabernas estaban llenas; y, como hacía buen tiempo, los gorros almidonados, las cruces doradas y las pañoletas de colores refulgían más que la nieve, relucían al sol claro, y realzaban con su abigarramiento disperso la oscura monotonía de las levitas y de las blusas azules. Las campesinas de los alrededores retiraban al bajar del ca­ballo el gran alfiler que sujetaba su vestido alrededor del cuer­po, remangado por miedo a mancharlo; y los maridos, al con­trario, a fin de no estropear sus sombreros, los cubrían por en­cima con pañuelos de bolsillo, cuyas puntas sostenían entre los dientes.

1. La palabra francesa «comices», que hemos traducido por «comicios» no sig­nifica, en el texto, reunión electoral sino una feria‑exposición de ganado, para impulsar el desarrollo agrícola y ganadero de la región.

 

De los dos extremos del pueblo llegaba la muchedumbre a la calle principal, lo mismo que de las callejuelas, de las aveni­das y de las casas, y se oía de vez en cuando abatirse el martillo de las puertas, detrás de las burguesas con guantes de hilo, que salían a ver la fiesta. Lo que se admiraba sobre todo eran dos largos tejos cubiertos de farolillos, que flanqueaban un estrado donde iban a situarse las autoridades; y había, además, junto a las cuatro columnas del ayuntamiento, cuatro especies de pos­tes, cada uno de los cuales sostenía un pequeño estandarte de tela verdosa, con inscripciones en letras doradas. En uno se leía: «Al comercio»; en otro: «A la agricultura»; en el tercero: «A la Industria»; y en el cuarto: «A las Bellas Artes».

Pero el regocijo que se manifestaba en todas las caras pare­cía entristecer a la señora Lefrançois, la hotelera. De pie sobre los escalones de su cocina, murmuraba para sus adentros:

‑¡Qué estupidez!, ¡qué estúpidez con esa barraca! Se creen que el prefecto estará muy a gusto cenando allí, bajo una tien­da, como un saltimbanqui. Y a esos hacinamientos llaman pro­curar el bien del país, ¡para eso no valía la pena it a buscar un cocinero a Neufchâtel! ¿Y para quién? ¿Para unos vaqueros y unos descamisados?...

Pasó el boticario. Llevaba un traje negro, un pantalón de nankin(2), zapatos de castor, y, caso extraordinario, un sombre­ro de copa baja.

‑¡Servidor! ‑dijo‑, dispénseme, llevo prisa.

Y como la gorda viuda le preguntara adónde iba:

‑Le parece raro, ¿verdad?, y yo que permanezco más ence­rrado en mi laboratorio que el ratón de campo en su queso.

‑¿Qué queso? ‑dijo la mesonera.

2. Tela de algodón lisa, generalmente de color amarillo, fabricada primera­mente en Nankín (China).

 

‑No, ¡nada!, ¡no es nada! ‑replicó Homais‑. Sólo quería decirle, señora Lefrançois, que habitualmente permanezco to­talmente recluido en mi casa. Hoy, sin embargo, en vista de la circunstancia, no tengo más remedio que...

‑¡Ah!, ¿va usted a11á? ‑le dijo ella con aire de desdén.

‑Sí, voy allá ‑replicó el boticario asombrado‑; ¿acaso no formo parte de la comisión consultiva?

La señora Lefrançois le miró fijamente algunos minutos, y acabó por contestar sonriente:

‑¡Eso es otra cosa! ¿Pero qué le importa a usted la agricul­tura?, ¿entiende usted de eso?

‑Ciertamente, entiendo de eso, puesto que soy farmacéuti­co, es decir, químico, y como la química, señora Lefrançois, tiene por objeto el conocimiento de la acción recíproca y mole­cular de todos los cuerpos de la naturaleza, se deduce de aquí que la agricultura se encuentra comprendida en su campo. Y, en efecto, composición de los abonos, fermentación de los líquidos, análisis de los gases a influencia de los mismos, ¿qué es todo eso, dígame, sino química pura y simple?

La mesonera no contestó nada. Homais continuó:

‑¿Cree usted que para ser agrónomo es necesario haber cultivado la tierra por sí mismo o engordado aves? Lo que hay que conocer, más bien, es la constitución de las sustancias de que se trata, los yacimientos geológicos, las acciones atmosfé­ricas, la calidad de los terrenos, de los minerales, de las aguas, la densidad de los diferentes cuerpos y su capilaridad, ¿qué sé yo? Y hay que conocer a fondo los principios de la higiene, para dirigir, criticar la construcción de las obras, el régimen de los animales, la alimentación de los criados, ¡es necesario, se­ñora Lefrancois, dominar la botánica, poder distinguir las plantas!, ¿me entiende?, cuáles son las saludables y las deleté­reas, cuáles las improductivas y cuáles las nutritivas, si es bue­no arrancar aquí y volver a plantar a11á, proteger unas y destruir otras; en resumen, hay que estar al corriente de la ciencia por folletos y publicaciones, estar siempre atentos para indicar las mejoras.

La mesonera no apartaba la vista de la puerta del «Café Français», y el farmacéutico continuó:

‑¡Ojalá nuestros agricultores fuesen químicos, o al menos hiciesen más caso de los consejos de la ciencia! Por ejemplo, he escrito recientemente un importante opúsculo, una memoria de más de setenta y dos páginas, titulado: De la sidra, su fabrica­ción, y sus efectos; seguido de algunas reflexiones nuevas sobre el tema, que he enviado a la Sociedad Agronómica de Rouen, lo que me ha valido el honor de ser recibido entre sus miembros, sec­ción de agricultura, clase de pomología; pues bien, si mi traba­jo hubiese sido publicado...

Pero el boticario se paró, tan preocupada parecía la señora Lefrançois.

‑¡Ahí los tiene! ‑decía ella‑, ¡no se comprende!, ¡una ta­rea semejante!

Y con unos movimientos de hombros que estiraban sobre su pecho las mallas de su chaqueta de punto, señalaba con las dos manos la taberna de su rival, de donde salían en aquel mo­mento canciones.

‑Por lo demás, no va a durar mucho ‑añadió ella‑; antes de ocho días, todo habrá terminado.

‑Homais se echó atrás estupefacto. Ella bajó sus tres esca­lones, y hablándole al oído:

‑¡Cómo!, ¿no sabe usted? Le van a embargar esta semana. Es Lheureux quien lo pone en venta. Le ha acribillado de pa­garés.

‑¡Qué espantosa catástrofe! ‑exclamó el boticario, que siempre tenía palabras adecuadas para todas las circunstancias imaginables.

La mesonera se puso, pues, a contarle esta historia que ha­bía sabido por Teodoro, el criado del señor Guillaumin, y, aunque detestaba a Tellier, censuraba a Lheureux. Era un em­baucador, un rastrero.

‑¡Ah, fíjese! ‑dijo ella‑, allí está en el mercado; saluda a Madame Bovary, que lleva un sombrero verde. Y va del brazo del señor Boulanger.

‑¡Madame Bovary! ‑dijo Homais‑. Voy enseguida a ofrecerle mis respetos. Quizás le gustará tener un sitio en el re­cinto, bajo el peristilo.

Y sin escuchar a la señora Lefranrçois, que le llamaba de nuevo para contarle más cosas, el farmacéutico se alejó con paso rápido, la sonrisa en los labios y aire decidido, repartiendo a derecha a izquierda muchos saludos y ocupando mucho espacio con los grandes faldónes de su frac negro, que flotaban al viento detrás de él.

Rodolfo, que lo había visto de lejos, aceleró el paso; pero Madame Bovary se quedó sin aliento; él entonces acortó la marcha, y le dijo sonriendo en un tono brutal:

‑Es para no tropezar con el gordo ése. Ya comprende, el boticario.

Ella le dio un codazo.

«¿Qué significa esto?, se preguntó él.»

Y la contempló con el rabillo del ojo, sin dejar de caminar.

La expresión serena de su rostro no dejaba adivinar nada. Se destacaba en plena luz, en el óvalo de su capote, que tenía unas cintas pálidas semejantes a hojas de caña. Sus ojos de lar­gas pestañas curvas miraban hacia delante, y, aunque bien abiertos, parecían un poco estirados hacia los pómulos, a causa de la sangre que latía suavemente bajo su fina piel. Un color rosa atravesaba el tabique de su nariz. Inclinaba la cabeza so­bre el hombro y se veía entre sus labios la punta nacarada de sus dientes blancos.

«¿Se burla de mí?, pensaba Rodolfo.»

Aquel gesto de Emma, sin embargo, no haba sido más que una advertencia; pues el señor Lheureux les acompañaba y les hablaba de vez en cuando, como para entrar en conversa­ción:

‑¡Hace un día espléndido!, ¡todo el mundo está en la calle!, sopla Levante.

Y Madame Bovary, igual que Rodolfo, apenas le respondía, mientras que al menor movimiento que hacían, él se acercaba diciendo: «¿Qué decía usted?», y llevaba la mano a su som­brero.

Cuando llegaron a casa del herrador, en vez de seguir la ca­rretera hasta la barrera, Rodolfo, bruscamente, tomó un sen­dero, llevándose a Madame; y exclamó:

‑¡Buenas tardes, señor Lheureux! ¡Hasta la vista!

‑¡Qué manera de despedirle! ‑dijo ella riendo.

‑Por qué ‑repuso él‑ dejarse manejar por los demás, y ya que hoy tengo la suerte de estar con usted...

Emma se sonrojó. Rodolfo no terminó la frase. Entonces habló del buen tiempo y del placer de caminar sobre la hierba. Algunas margaritas habían retoñado.

‑¡Qué hèrmosas margaritas ‑dijo él‑ para proporcionar muchos oráculos a todas las enamoradas del país!

Y añadió:

‑¿Si yo cogiera algunas? ¿Qué piensa usted?

‑¿Está usted enamorado? ‑dijo ella tosiendo un poco.

‑¡Eh!, ¡eh!, ¿quién sabe?‑contestó Rodolfo.

El prado empezaba a llenarse, y las amas de casa tropezaban con sus grandes paraguas, sus cestos y sus chiquillos. A menu­do había que apartarse delante de una larga fila de campesinas, criadas, con medias azules, zapatos bajos, sortijas de plata, y que olían a leche cuando se pasaba al lado de ellas. Caminaban cogidas de la mano, y se extendían a todo lo largo de la prade­ra, desde la línea de los álamos temblones hasta la tienda del banquete. Pero era el momento del concurso, y los agriculto­res, unos detrás de otros, entraban en una especie de hipódro­mo formado por una larga cuerda sostenida por unos palos.

Allí estaban los animales, con la cabeza vuelta hacia la cuer­da, y alineando confusamente sus grupas desiguales. Había cerdos adormilados que hundían en la tierra sus hocicos; ter­neros que mugían; ovejas que balaban; las vacas, con una pata doblada, descansaban su panza sobre la hierba, y rumiando lentamente abrían y cerraban sus pesados párpados a causa de las moscas que zumbaban a su alrededor. Unos carreteros re­mangados sostenían por el ronzal caballos sementales encabri­tados que relinchaban con todas sus fuerzas hacia donde esta­ban las yeguas. Éstas permanecían sosegadas, alargando la ca­beza y con las crines colgando, mientras que sus potros des­cansaban a su sombra o iban a mamar; y de vez en cuando, y sobre la larga ondulación de todos estos cuerpos amontona­dos, se veía alzarse el viento, como una ola, alguna crin blan­ca, o sobresalir unos cuernos puntiagudos, y cabezas de hom­bres que corrían. En lugar aparte, fuera del vallado, cien pasos más lejos, había un gran toro negro con bozal que llevaba un anillo de hierro en el morro, tan inmóvil como un animal de bronce. Un niño andrajoso lo sostenía por una cuerda. Entre­tanto, entre las dos hileras, unos señores se acercaban con paso grave examinando cada animal y después se consultaban en voz baja. Uno de ellos, que parecía más importante, toma­ba, al paso, notas en un cuaderno. Era el presidente del jurado: el señor Derozerays de la Panville. Tan pronto como recono­ció a Rodolfo se adelantó rápidamente y le dijo sonriendo con un aire amable:

‑¿Cómo, señor Boulanger, nos abandona usted?

Rodolfo aseguró que volvería. Pero cuando el presidente desapareció dijo:

‑Por supuesto que no iré; voy mejor acompañado con us­ted que con él.

Y sin dejar de burlarse de la feria, Rodolfo, para circular más a gusto, mostraba su tarjeta azul al gendarme, y hasta se paraba a veces ante algún hermoso ejemplar que Madame Bo­vary apenas apreciaba. El se dio cuenta de esto, y entonces se puso a hacer bromas sobre las señoras de Yonville, a propósito de su indumentaria; después se disculpó a sí mismo por el des­cuido de la suya, la cual tenía esa incoherencia de cosas comu­nes y rebuscadas, en las que el vulgo habitualmente cree entre­ver la revelación de una existencia excéntrica, los desórdenes del sentimiento, las tiranías del arte, y siempre un cierto des­precio de las convenciones sociales, lo cual le seduce o le de­sespera. Por ejemplo, su camisa de batista con puños plisados se ahuecaba al soplo del viento, en el escote de su chaleco, que era de dril gris, y su pantalón de anchas rayas dejaba al descubierto en los tobillos sus botines de nankín, con palas de cha­rol. Estaba tan reluciente que la hierba se reflejaba en él. Pisa­ba las deyecciones de caballo una mano en el bolsillo de su le­vita y su sombrero de paja ladeado.

‑Además ‑añadió‑, cuando se vive en el campo...

‑Es perder el tiempo ‑dijo Emma.

‑¡Es verdad! ‑replicó Rodolfo‑. Pensar que nadie entre esas buenas gentes es capaz de apreciar siquiera el corte de una levita.

Entonces hablaron de la mediocridad provinciana, de las vi­das que se ahogaban, de las ilusiones que se perdían en ella.

‑Por eso ‑decía Rodolfo‑ yo me sumo en una tristeza...

‑¡Usted! ‑dijo ella con asombro‑. ¡Pero si yo le creía muy alegre!

‑¡Ah!, sí, en apariencia. Porque en medio del mundo sé poner sobre mi cara una máscara burlona; y sin embargo, cuántas veces a la vista de un cementerio, de un claro de luna, me he preguntado si no haría mejor yendo a reunirme con aquellos que están durmiendo...

‑¡Oh! ¿Y sus amigos? ‑dijo ella‑. Usted no piensa en eso.

‑¿Mis amigos? ¿Cuáles? ¿Acaso tengo yo amigos? ¿Quién se preocupa de mi?

Y acompañó estas últimas palabras con una especie de silbi­do entre sus labios.

Pero tuvieron que separarse uno del otro a causa de una pila de sillas que un hombre llevaba detrás de ellos. Iba tan cargado que sólo se le veía la punta de los zapatos y el extremo de sus dos brazos abiertos. Era Lestiboudis, el enterrador, que trans­portaba entre la muchedumbre las sillas de la iglesia.

Con gran imaginación para todo lo relativo a sus intereses había descubierto aquel medio de sacar partido de los «comi­cios»; y su idea estaba dando resultado, pues no sabía ya a quién escuchar. En efecto, los aldeanos, que tenían calor, se disputaban aquellas sillas cuya paja olía a incienso, y se apoya­ban contra sus gruesos respaldos, sucios de la cera de las velas, con una cierta veneración.

Madame Bovary volvió a tomar el brazo de Rodolfo; él con­tinuó como hablándose a sí mismo:

‑¡Sí!, ¡tantas cosas me han faltado!, ¡siempre solo! ¡Ah!, si hubiese tenido una meta en la vida, si hubiese encontrado un afecto, si hubiese hallado a alguien... ¡Oh!, ¡cómo habría em­pleado toda la energía de que soy capaz, lo habría superado todo, roto todos los obstáculos!

‑Me parece, sin embargo ‑dijo Emma‑, que no tiene de qué quejarse.

‑¡Ah!, ¿cree usted? ‑dijo Rodolfo.

‑Pues al fin y al cabo ‑replicó ella‑, es usted libre.

Emma vaciló:

‑Rico.

‑No se burle de mí ‑contestó él.

Y ella le estaba jurando que no se burlaba, cuando sonó un cañonazo; inmediatamente la gente echó a correr en tropel ha­cia el pueblo. Era una falsa alarma. El señor no acababa de llegar y los miembros del jurado se encontraban muy apurados sin saber si había que comenzar la sesión o bien seguir espe­rando.

Por fin, al fondo de la plaza, apareció un gran landó de al­quiler, tirado por dos caballos flacos, a los que daba latigazos con todas sus fuerzas un cochero con sombrero blanco. Binet sólo tuvo tiempo para gritar: «A formar», y el coronel lo imitó. Corrieron hacia los pabellones. Se precipitaron. Algunos inclu­so olvidaron el cuello. Pero el séquito del prefecto pareció dar­se cuenta de aquel apuro, y los dos rocines emparejados, contoneándose sobre la cadeneta del bocado, llegaron a trote cor­to ante el peristilo del ayuntamiento justo en el momento en que la guardia nacional y los bomberos se desplegaban al redo­ble del tambor, y marcando el paso.

‑¡Paso! ‑‑gritó Binet.

‑¡Alto! ‑gritó el coronel‑, ¡alineación izquierda!

Y después de un «presenten armas» en que se oyó el ruido de las abrazaderas, semejante al de un caldero de cobre que rueda por las escaleras, todos los fusiles volvieron a su posi­ción.

Entonces se vio bajar de la carroza a un señor vestido de chaqué con bordado de plata, calvo por delante, con tupé en el occipucio, de tez pálida y aspecto bonachón. Sus dos ojos, muy abultados y cubiertos de gruesos párpados, se entornaban para contemplar la multitud, al mismo tiempo que levantaba su na­riz puntiaguda y hacía sonreír su boca hundida. Reconoció al alcalde por la banda, y le comunicó que el señor prefecto no había podido venir. El era consejero de la prefectura, luego añadió algunas excusas. Tuvache contestó con cortesías, el otro se mostró confuso y así permanecieron frente a frente, con sus cabezas casi tocándose, rodeados por los miembros del jurado en pleno, el consejo municipal, los notables, la guardia nacional y el público. El señor consejero, apoyando contra su pecho su pequeño tricornio negro, reiteraba sus saludos, mien­tras que Tuvache, inclinado como un arco, sonreía también, tartamudeaba, rebuscaba sus frases, proclamaba su fidelidad a la monarquía, y el honor que se le hacía a Yonville.

Hipólito, el mozo del mesón, fue a tomar por las riendas los caballos del cochero, y cojeando con su pie zopo, los llevó bajo el porche del «Lion d'Or», donde muchos campesinos se amontonaron para ver el coche. Redobló el tambor, tronó el cañón, y los señores en fila subieron a sentarse en el estrado, en los sillones de terciopelo rojo que había prestado la señora Tuvache.

Todas aquellas gentes se parecían. Sus fofas caras rubias, un poco tostadas por el sol, tenían el color de la sidra dulce, y sus patillas ahuecadas salían de grandes cuellos duros sujetos por corbatas blancas con el nudo bien hecho. Todos los chalecos eran de terciopelo y de solapas; todos los relojes llevaban en el extremo de una larga cinta un colgante ovalado de cornalina; y apoyaban sus dos manos sobre sus dos muslos, separando cui­dadosamente la cruz del pantalón, cuyo paño no ajado brillaba más que la piel de las fuertes botas.

Las damas de la sociedad estaban situadas detrás, bajo el vestíbulo, entre las columnas, mientras que el público estaba en frente, de pie, o sentado en sillas. En efecto, Lestiboudis había llevado a11í todas las que había trasladado de la pradera, e incluso corría cada minuto a buscar más a la iglesia, y ocasio­naba tal atasco con su comercio que era difícil llegar hasta la escalerilla del estrado.

‑Creo ‑dijo el señor Lheureux, dirigiéndose al farmacéu­tico que pasaba para ocupar su puesto‑ que deberían haber puesto allí dos mástiles venecianos: con alguna cosa un poco severa y rica como novedad, hubiese sido de un efecto muy bonito.

‑Ciertamente ‑respondió Homais‑, pero, ¡qué quiere usted!, es el alcalde quien se ha encargado de todo. No tiene mucho gusto este pobre Tuvache, a incluso carece de lo que se llama talento artístico.

Entretanto, Rodolfo, con Madame Bovary, subió al primer piso del ayuntamiento, al salón de sesiones, y como estaba va­cío, dijo que allí estarían bien para gozar del espectáculo a sus anchas.

Tomó tres taburetes de alrededor de la mesa oval, bajo el busto del monarca, y, acercándolos a una de las ventanas, se sentaron el uno al lado del otro.

Hubo un hormigueo en el estrado, largos murmullos, con­versaciones. Por fin se levantó el señor consejero. Se sabía ahora que se llamaba Lieuvain, y corría su nombre de boca en boca entre el público. Después de haber ordenado varias hojas y mirado por encima para ver mejor, comenzó.

«Señores:

Permítanme en primer lugar, antes de hablarles del motivo de esta reunión de hoy, y estoy seguro de que este sentir será compartido por todos ustedes, permítanme, digo, hacer justicia a la administración superior, al gobierno, al monarca, señores, a nuestro soberano, a ese rey bien amado a quien ninguna rama de la prosperidad pública o privada le es indiferente, y que dirige a la vez con mano tan firme y tan prudente el carro del estado en medio de los peligros incesantes de un mar tem­pestuoso, sabiendo, además, hacer respetar la paz como la gue­rra, la industria, el comercio, la agricultura y las bellas artes.»

‑Debería ‑dijo Rodolfo‑, echarme un poco hacia atrás.

‑¿Por qué? ‑dijo Emma.

Pero en este momento la voz del consejero, elevando el tono de un modo extraordinario, declaraba:

«Ya no es el tiempo, señores, en que la discordia civil en­sangrentaba nuestras plazas públicas, en que el propietario, el negociante, el mismo obrero, que se dormía de noche con un sueño apacible, temblaban al verse despertar de pronto al rui­do del toque de rebato, en que las máximas más subversivas minaban audazmente las bases...»

‑Es que podrían ‑‑dijo Rodolfo‑ verme desde abajo; lue­go tendría durante quince días que dar explicaciones, y con mi mala fama...

¡Oh!, usted se calumnia ‑dijo Emma.

‑No, no, es execrable, se lo juro.

«Pero, señores, continuaba el consejero, si, alejando de mi recuerdo aquellos sombríos cuadros, vuelvo mis ojos a la situa­ción actual de nuestra hermosa patria: ¿qué veo en ella? Por todas partes florecen el comercio y las artes; por todas partes nuevas vías de comunicación, como otras tantas arterias nue­vas en el cuerpo del Estado establecen en él nuevas relaciones; nuestros grandes centros manufactureros han reanudado su actividad; la religión, más afianzada, sonríe a todos los corazo­nes; nuestros puertos están llenos, la confianza renace, y, por fin, Francia respira.»

‑Por lo demás ‑añadió Rodolfo‑, quizás, desde el punto de vista de la gente, ¿tienen razón?

‑¿Cómo es eso? ‑dijo ella.

‑¿Y cómo ha de ser? ‑dijo él‑, ¿no sabe usted que hay almas continuamente atormentadas? Necesitan alternativa­mente el sueño y la acción, las pasiones más puras, los goces más furiosos, y se precipitan así en toda clase de fantasías, de locuras.

Entonces ella lo miró como quien contempla a un viajero que ha pasado por países extraordinarios, y replicó:

‑Nosotras, las pobres mujeres, ni siquiera tenemos esa dis­tracción.

‑Triste distracción, pues ahí no se encuentra la felicidad.

‑¿Pero acaso la felicidad se encuentra alguna vez? ‑pre­guntó ella.

‑Sí, un día se encuentra ‑respondió él.

«Y esto lo han comprendido ustedes, decía el consejero; ¡us­tedes, agricultores, trabajadores del campo; ustedes, pioneros pacíficos de toda una obra de civilización!, ¡ustedes, hombres de progreso y de moralidad!, ustedes han comprendido, digo, que las tormentas políticas son todavía más temibles cierta­mente que las perturbaciones atmosféricas...»

‑Sí, llega un día ‑repitió Rodolfo‑, un día, de pronto, y cuando ya se había perdido la esperanza. Entonces se entrea­bren horizontes, es como una voz que grita: «¡Aquí está!» Uno siente la necesidad de hacer a esa persona la confidencia de su vida, de darle todo, de sacrificarle todo. No nos explicamos, nos adivinamos. Nos hemos vislumbrado en sueños (y él la miraba). Por fin, está ahí, ese tesoro que tanto se ha buscado, ahí, delante de nosotros; brilla, resplandece. Sin embargo, se­guimos dudando, no nos atrevemos a creer en él; nos queda­mos deslumbrados, como si saliéramos de las tinieblas a la luz.

Y al terminar estas palabras Rodolfo añadió la pantomima a su frase. Pasó la mano por la cara como un hombre a quien le da un mareo; después la dejó caer sobre la de Emma. Ella reti­ró la suya. Pero el consejero seguía leyendo:

«¿Y quien se extrañaría de ello, señores? Sólo aquél que fue­se tan ciego y tan esclavo (no temo decirlo), de los prejuicios de otra época para seguir desconociendo el espíritu de los pueblos agrícolas. ¿Dónde encontrar, en efecto, más patriotismo que en el campo, más entrega a la causa pública, más inteligen­cia, en una palabra? Y no hablo, señores, de esa inteligencia superficial, vano ornamento de las mentes ociosas, sino de esa inteligencia profunda y moderada que se aplica por encima de todo a perseguir fines útiles, contribuyendo así al bien de cada uno, fruto del respeto a las leyes y la práctica de los deberes...»

‑¡Y dale! ‑dijo Rodolfo‑, siempre los deberes. Estoy harto de esas palabras. Son un montón de zopencos con chale­co de franela y de beatas de estufa y rosario que continuamen­te nos cantan a los oídos: «¡El deber!, ¡el deber!» ¡Qué diablos!, el deber, es sentir lo que es grande, amar lo que es bello, y no aceptar todos los convencionalismos de la sociedad, con las ig­nominias que ella nos impone.

‑Sin embargo..., sin embargo ‑objetaba Madame Bovary.

‑¡Pues no! ¿Por qué predicar contra las pasiones? ¿No son la única cosa hermosa que hay sobre la tierra, la fuente del he­roísmo, del entusiasmo, de la poesía, de la música, de las artes, en fin, de todo?

‑Pero es preciso ‑‑dijo Emma‑ seguir un poco la opi­nión del mundo y obedecer su moral.

‑¡Ah!, es que hay dos ‑replicó él‑. La pequeña, la con­vencional, la de los hombres, la que varía sin cesar y que chilla tan fuerte, se agita abajo a ras de tierra, como ese hato de im­béciles que usted ve. Pero la otra, la eterna, está alrededor y por encima, como el paisaje que nos rodea y el cielo azul que nos alumbra.

El señor Lieuvain acababa de limpiarse la boca con su pa­ñuelo de bolsillo. Y continuó:

«¿Y para qué hablarles aquí a ustedes de la utilidad de la agricultura? ¿Quién subviene a nuestras necesidades?, ¿quién provee a nuestra subsistencia? ¿No es el agricultor? El agricul­tor, señores, quien sembrando con mano laboriosa los surcos fecundos de nuestros campos hace nacer el trigo, el cual, tritu­rado, es transformado en polvo por medio de ingeniosos apa­ratos, de donde sale con el nombre de harina, y transportado de a11í a las ciudades llega a manos del panadero que hace con ella un alimento tanto para el pobre como para el rico. ¿No es también el agricultor quién, para vestirnos, engorda sus numerosos rebaños en los pastos? ¿Y cómo nos vestiríamos, cómo nos alimentaríamos sin el agricultor? Pero, señores, ¿hay nece­sidad de ir a buscar ejemplos tan lejos? ¿Quién no ha pensado muchas veces en todo el provecho que se obtiene de ese mo­desto animal, adorno de nuestros corrales, que proporciona a la vez una almohada blanda para nuestras camas, su carne su­culenta para nuestras mesas, y huevos? Pero no terminaría, si tuviera que enumerar unos detrás de otros los diferentes pro­ductos que la tierra bien cultivada, como una madre generosa, prodiga a sus hijos. Aquí, es la viña; en otro lugar, son las manzanas de sidra; a11á, la colza; más lejos, los quesos; y el lino; ¡señores, no olvidemos el lino!, que ha alcanzado estos úl­timos años un crecimiento considerable y sobre el cual llamaré particularmente la atención de ustedes.»

No era necesario llamar la atención, pues todas las bocas de la muchedumbre se mantenían abiertas, como para beber sus palabras. Tuvache, a su lado, lo escuchaba con los ojos abiertos de par en par; el señor Derozerays de vez en cuando cerraba suavemente los párpados; y más lejos, el farmacéutico, con su hijo Napoleón entre sus rodillas, se llevaba la mano a la oreja para no perder una sola sílaba. Los otros miembros del jurado lentamente movían la cabeza en señal de aprobación. Los bomberos, debajo del estrado, estaban «en su lugar descanso» sobre sus bayonetas; y Binet, inmóvil, permanecía con el codo atrás, con la punta del sable al aire. Quizás oía, pero no debía de ver nada, a causa de la visera de su casco que le bajaba hasta la nariz. Su lugarteniente, el hijo menor del tío Tuvache, había agrandado el suyo; pues llevaba uno enorme que se le movía en la cabeza, dejando asomar una punta de su pañuelo es­tampado. Sonreía debajo de él con una dulzura muy infantil, y su carita pálida, por la que resbalaban unas gotas de sudor, te­nía una expresión de satisfacción, de cansancio y de sueño.

La plaza, hasta las casas, estaba llena de gente. Se veían per­sonas asomadas a las ventanas, otras de pie en las puertas, y Justino, delante del escaparate de la farmacia, parecía comple­tamente absorto en la contemplación de lo que miraba. A pe­sar del silencio, la voz del señor Lieuvain se perdía en el aire. Llegaba por trozos de frases, interrumpidas aquí y allí por el ruido de las sillas entre la muchedumbre; luego se oía de pronto, por detrás, el prolongado mugido de un buey, o bien los bali­dos de los corderos que se contestaban en la esquina de las ca­lles. En efecto, los vaqueros y los pastores habían llevado allí sus animales que berreaban de vez en cuando, mientras arran­caban con su lengua un trocito de follaje que les colgaba del morro.

Rodolfo se había acercado a Emma, y decía en voz baja y deprisa:

‑¿Es que no le subleva a usted esta conspiración de la so­ciedad? ¿Hay algún sentimiento que no condene? Los instintos más nobles, las simpatías más puras son perseguidas, calum­niadas, y si, por fin, dos pobres almas se encuentran, todo está organizado para que no puedan unirse. Sin embargo, ellas lo intentarán, moverán las alas, se llamarán. ¡Oh!, no importa, tarde o temprano, dentro de seis meses, diez años, se reunirán, se amarán, porque el destino lo exige y porque han nacido la una para la otra.

Estaba con los brazos cruzados sobre las rodillas y, levan­tando la cara hacia Emma, la miraba de cerca, fijamente. Ella distinguía en sus ojos unos rayitos de oro que se irradiaban todo alrededor de sus pupilas negras a incluso percibía el per­fume de la pomada que le abrillantaba el cabello.

Entonces entró en un estado de languidez, recordó al viz­conde que la había invitado a valsear en la Vaubyessard, y cuya barba exhalaba, como los cabellos de Rodolfo, aquel olor a vainilla y a limón; y, maquinalmente, entornó los párpados para respirarlo mejor. Pero en el movimiento que hizo, retre­pándose en su silla, vio a lo lejos, al fondo del horizonte, la vieja diligencia, «La Golondrina», que bajaba lentamente la cuesta de los Leux, dejando detrás de ella un largo penacho de polvo. Era en aquel coche amarillo donde León tantas veces había venido hacia ella; y por aquella carretera por donde se había ido para siempre. Creyó verlo de frente, en su ventana; después todo se confundió, pasaron unas nubes; le pareció es­tar aún bailando un vals, a la luz de las lámparas, en brazos del vizconde, y que León no estaba lejos, que iba a venir... y entre­tanto seguía sintiendo la cabeza de Rodolfo al lado de ella. La dulzura de esa sensación penetraba así sus deseos de antaño, y como granos de arena bajo ráfaga de viento, se arremolinaban en la bocanada sutil del perfume que se derramaba sobre su alma. Abrió las aletas de la nariz varias veces, fuertemente, para aspirar la frescura de las hiedras alrededor de los capiteles. Se quitó los guantes, se secó las manos, después, con su pañuelo, se abanicaba la cara, mientras que a través del latido de sus sienes oía el rumor de la muchedumbre y la voz del consejero, que salmodiaba sus frases.

Decía:

«¡Continuad!, ¡perseverad!, ¡no escuchéis ni las sugerencias de la rutina ni los consejos demasiado apresurados de un empi­rismo temerario! ¡Aplicaos sobre todo a la mejora del suelo, a los buenos abonos, al desarrollo de las razas caballar, bovina, ovina y porcina! ¡Que estos comicios sean para vosotros como lides pacíficas en donde el vencedor, al salir de aquí, tenderá la mano al vencido y fraternizará con él, en la esperanza de una victoria mejor! ¡Y vosotros, venerables servidores!, humildes criados, cuyos penosos trabajos ningún gobierno había reconoci­do hasta hoy, venid a recibir la recompensa de vuestras virtu­des silenciosas, y tened la convicción de que el Estado, en lo sucesivo, tiene los ojos puestos en vosotros, que os alienta, que os protege, que hará justicia a vuestras justas reclamaciones y aliviará en cuanto de él dependa la carga de vuestros penosos sacrificios.»

El señor Lieuvain se volvió a sentar; el señor Derozerays se levantó y comenzó otro discurso. El suyo quizás no fue tan florido como el del consejero; pero se destacaba por su estilo más positivo, es decir, por conocimientos más especializados y consideraciones más elevadas. Así, el elogio al gobierno era mucho más corto; por el contrario, hablaba más de la religión y de la agricultura. Se ponía de relieve la relación de una y otra, y cómo habían colaborado siempre a la civilización. Ro­dolfo hablaba con Madame Bovary de sueños, de presenti­mientos, de magnetismo. Remontándose al origen de las sociedades, el orador describía aquellos tiempos duros en que los hombres alimentábanse de bellotas en el fondo de los bosques, después abandonaron las pieles de animales, se cubrieron con telas, labraron la tierra, plantaron la viña. ¿Era esto un bien, y no habría en este descubrimiento más inconvenientes que ven­tajas? El señor Derozerays se planteaba este problema. Del magnetismo, poco a poco, Rodolfo pasó a las afinidades, y mientras que el señor presidente citaba a Cincinato con su ara­do, a Diocleciano plantando coles, y a los emperadores de la China inaugurando el año con siembras, el joven explicaba a Emma que estas atracciones irresistibles tenían su origen en alguna existencia anterior.

‑Por ejemplo, nosotros ‑decía él‑, ¿por,qué nos hemos conocido?, ¿qué azar lo ha querido? Es que a través del aleja­miento, sin duda, como dos ríos que corren para reunirse, nuestras inclinaciones particulares nos habían empujado el uno hacia el otro.

Y le cogió la mano. Ella no la retiró.

«¡Conjunto de buenos cultivos!» ‑exclamó el presidente.

‑Hace poco, por ejemplo, cuando fui a su casa... «Al señor Bizet, de Quincampoix.»

‑¿Sabía que os acompañaría?

«iSetenta francos!»

‑Cien veces quise marcharme y la seguí, me quedé.

«Estiércoles.»

‑¡Cómo me quedaría esta tarde, mañana, los demás días, toda mi vida!

«Al señor Carón, de Argueil medalla de oro.»

‑Porque nunca he encontrado en el trato con la gente una persona tan encantadora como usted.

«lAl señor Bain, de Givry ‑ Saint Martin!»

‑Por eso yo guardaré su recuerdo.

«Por un carnero merino...»

‑Pero usted me olvidará, habré pasado como una som­bra.

«¡Al señor Belot, de Notre Dame!...»

‑¡Oh!, no, verdad, ¿seré alguien en su pensamiento, en su vida?

«¡Raza porcina, premio ex aeguo: a los señores Lehérissé y Cullembourg, sesenta francos!»

Rodolfo le apretaba la mano, y la sentía completamente ca­liente y temblorosa como una tórtola cautiva que quiere reem­prender su vuelo; pero fuera que ella tratase de liberarla, sol­tarla, o bien que respondiese a aquella presión, hizo un movi­miento con los dedos; él exclamó:

‑¡Oh, graciasl, ¡no me rechaza!, ¡es usted buena!, ¡com­prende que soy suyo! ¡Déjeme que la vea, que la contemple!

Una ráfaga de viento que llegó por las ventanas arrugó el paño de la mesa, y en la plaza, abajo, todos los grandes gorros de las campesinas se levantaron como alas de mariposas blan­cas que se agitan.

«Aprovechamiento de piensos de semillas oleaginosas», con­tinuó el presidente.

Y se daba prisa.

«Abono flamenco, cultivo del lino, drenaje, arrendamiento a largo plazo, servicios de criados.»

Rodolfo no hablaba. Se miraban. Un deseo supremo hacía temblar sus labios secos; y blandamente, sin esfuerzo, sus de­dos se entrelazaron.

«¡Catalina ‑ Nicasia ‑ Isabel Leroux, de Sassetot ‑ la ‑ Gue­rrière, por cincuenta y cuatro años de servicio en la misma granja, medalla de plata ‑ premio de veinticinco francos!»

‑¿Dónde está, Catalina Leroux? ‑repitió el consejero.

No se presentaba, y se oían voces que murmuraban.

‑Vete a11í.

‑No.

‑¡A la izquierda!

‑¡No tengas miedo!

‑¡Ah,, ¡qué tonta es!

‑¿por fin está? ‑gritó Tuvache.

‑iSí... ahí va!

‑¡Que se acerque, pues!

Entonces vieron adelantarse al estrado a una mujer viejeci­ta, de aspecto tímido, y que parecía encogerse en sus pobres vestidos. Iba calzada con unos grandes zuecos de madera, y llevaba ceñido a las caderas un gran delantal azul. Su cara del­gada, rodeada de una toca sin ribete, estaba más llena de arru­gas que una manzana reineta pasada, y de las mangas de su blusa roja salían dos largas manos de articulaciones nudosas. El polvo de los graneros, la potasa de las coladas y la grasa de las lanas las habían puesto tan costrosas, tan rozadas y endure­cidas que parecían sucias aunque estuviesen lavadas con agua clara; y, a fuerza de haber servido, seguían entreabiertas como para ofrecer por sí mismas el humilde homenaje de tantos sufrimientos pasados. Una especie de rigidez monacal realzaba la expresión de su cara. Ni el menor gesto de tristeza o de ternu­ra suavizaba aquella mirada pálida. En el trato con los anima­les, había tomado su mutismo y su placidez. Era la primera vez que se veía en medio de tanta gente; y asustada interiormente por las banderas, por los tambores, por los señores de traje negro y por la cruz de honor del consejero, permanecía completamente inmóvil, sin saber si adelantarse o escapar, ni por qué el público la empujaba y por qué los miembros del ju­rado le sonreían. Así se mantenía, delante de aquellos burgue­ses eufóricos, aquel medio siglo de servidumbre.

‑¡Acérquese, venerable Catalina ‑ Nicasia ‑ Isabel Le­roux! ‑dijo el señor consejero, que había tomado de las ma­nos del presidente la lista de los galardonados.

Y mirando alternativamente el papel y a la vieja señora, re­petía con tono paternal:

‑¡Acérquese, acérquese!

‑¿Es usted sorda? ‑dijo Tuvache, saltando en su sillón.

Y empezó a gritarle al oído:

‑¡Cincuenta y cuatro años de servicio! ¡Una medalla de plata! ¡Veinticinco francos! Es para usted.

Después, cuando tuvo su medalla, la contempló. Entonces una sonrisa de felicidad se extendió por su cara, y se le oyó mascullar al marcharse:

‑Se la daré al cura del pueblo para que me diga misas.

‑¡Qué fanatismo! ‑exclamó el farmacéutico, inclinándose hacia el notario.

La sesión había terminado; la gente se dispersó; y ahora que se habían leído los discursos, cada cual volvía a su puesto y todo volvía a la rutina; los amos maltrataban a los criados, y éstos golpeaban a los animales, triunfadores indolentes que se volvían al establo, con una corona verde entre los cuernos.

Entretanto, los guardias nacionales habían subido al primer piso del ayuntamiento, con bollos ensartados en sus bayone­tas, y el tambor del batallón con una cesta de botellas. Mada­me Bovary cogió del brazo a Rodolfo; él la acompañó a su casa; se separaron ante la puerta; después Rodolfo se paseó solo por la pradera, esperando la hora del banquete.

El festín fue largo, ruidoso, mal servido; estaban tan amontonados que apenas podían mover los codos, y las estrechas tablas que servían de bancos estuvieron a punto de romper bajo el peso de los comensales. Comían con abundancia. Cada cual se tomaba por lo largo su ración. El sudor corría por to­das las frentes; y un vapor blanco, como la neblina de un río en una mañana de otoño, flotaba por encima de la mesa, entre los quinqués colgados. Rodolfo, con la espalda apoyada en el calicó de la tienda, pensaba tanto en Emrna que no oía nada. Detrás de él, sobre el césped, unos criados apilaban platos su­cios; los vecinos le hablaban; él no les contestaba; le llenaban su vaso, y en su pensamiento se hacía un silencio, a pesar de que el rumor aumentaba. Pensaba en lo que ella había dicho y en la forma de sus labios; su cara, como en un espejo mágico, brillaba sobre la placa de los chacós; los pliegues de su vestido bajaban a to largo de las paredes, en las perspectivas del por­venir se sucedían hasta el infinito jornadas de amor.

Volvió a verla de noche, durante los fuegos artificiales; pero estaba con su marido, la señora Homais y el farmacéuti­co, el cual se preocupaba mucho por el peligro de los cohetes perdidos; y a cada momento dejaba a sus acompañantes para ir a hacer recomendaciones a Binet.

Las piezas pirotécnicas enviadas a la dirección del señor Tuvache habían sido encerradas en su bodega por exceso de precaución; por eso la pólvora húmeda apenas se inflamaba, y el número principal, que debía figurar un dragón mordiéndose la cola, falló completamente. De vez en cuando salía una po­bre candela romana; entonces la muchedumbre con la boca abierta, lanzaba un clamor en el que se mezclaba el grito de las mujeres, a las que hacían cosquillas en la cintura aprove­chando la oscuridad. Emma, silenciosa, se inclinaba suave­mente sobre el hombro de Carlos; luego, levantando la cara, seguía en el cielo oscuro la estela luminosa de los cohetes. Ro­dolfo la contemplaba a la luz de los faroles encendidos.

Poco a poco se fueron apagando. Las estrellas se encendie­ron. Empezaron a caer unas gotas de lluvia. Ella ató la paño­leta sobre su cabeza descubierta.

En aquel momento el coche del consejero salió del mesón. Su cochero, que estaba borracho, se adormeció de pronto; y de lejos se veía por encima de la capota, entre las dos linternas, la masa de su cuerpo que se balanceaba de derecha a iz­quierda según los vaivenes del coche.

‑¡En verdad ‑dijo el boticario‑, deberíamos ser severos contra la embriaguez! Yo quisiera que se anotasen semanal­mente en la puerta del ayuntamiento, en una pizarra ad hoc, los nombres de todos aquellos que durante la semana se hubieran intoxicado de alcohol. Además, para las estadísticas, tendría­mos allí como unos anales patentes a los que se acudiría si fuera preciso... Pero perdonen.

Y corrió de nuevo hacia el capitán.

Éste regresaba a su casa. Iba a revisar su torno.

‑Quizás no sería malo ‑le dijo Homais‑ que enviase a uno de sus hombres o que fuese usted mismo...

‑¡Déjeme ya tranquilo! ‑contestó el recaudador`, ¡si no pasa nada!

‑Tranquilícense ‑dijo el boticario, cuando volvió junto a sus amigos.

El señor Binet me ha asegurado que se habían tomado las medidas. No caerá ninguna pavesa. Las bombas están llenas. Vámonos a dormir.

‑En verdad, me hace falta ‑dijo la señora Homais, que bostezaba notablemente‑; pero no importa, hemos tenido un buen día para nuestra fiesta.

Rodolfo repitió en voz baja y con mirada tierna:

‑¡Oh, sí, muy bueno!

Y después de despedirse, se dieron la espalda.

Dos días después, en Le Fanal de Rouen salió un gran artícu­lo sobre los comicios. Homais lo había compuesto, inspirado, al día siguiente:

«¿Por qué esos arcos, esas flores, esas guirnaldas? Adónde corría aquel gentío, como las olas de un mar embravecido, bajo los torrentes de un sol tropical que extendía su calor so­bre nuestros barbechos.»

Después hablaba de la condición de los campesinos. Cierta­mente, el gobierno hacía mucho, pero no bastante. «¡Ánimo!, le decía; son indispensables mil reformas, llevémoslas a cabo.» Después, hablando de la llegada del consejero, no olvidaba «el aire marcial de nuestra milicia», ni «nuestras más vivarachas aldeanas», ni «los ancianos calvos, especie de patriarcas que estaban a11í, y algunos de los cuales, restos de nuestras inmor­tales fuerzas, sentían todavía latir sus corazones al varonil re­doble del tambor». Él se nombraba de los primeros entre los miembros del jurado, a incluso recordaba en una nota que el señor Homais, farmacéutico, había enviado una memoria so­bre la sidra a la Sociedad de Agricultores. Cuando llegaba a la distribución de las recompensas, describía en tono ditirámbico la alegría de los galardonados: «El padre abrazaba a su hijo, el hermano al hermano, el esposo a la esposa. Más de uno mos­traba con orgullo su humilde medalla y, sin duda, ya en su casa junto a una buena esposa, la habrá colgado, llorando, de la modesta pared de su choza.

Hacia las seis, en el prado del señor Liégeard, se reunieron en un banquete los principales asistentes a la fiesta. En él no dejó de reinar la mayor cordialidad. Se hicieron diversos brin­dis: el señor Lieuvain, ¡al monarca!; el señor Tuvache, ¡al pre­fecto!; el señor Derozerays, ¡a la agricultura!; el señor Homais, ¡a la industria y a las Bellas artes, esas dos hermanasl; el señor Leplichey, ¡a las mejoras! Por la noche, un brillante fuego de artificio iluminó de pronto los aires. Se diría un verdadero ca­lidoscopio, un verdadero decorado de ópera, y por un mo­mento nuestra pequeña localidad pudo sentirse transportada en medio de un sueño de las Mil y una noches.

Hagamos constar que ningún incidente enojoso vino a alte­rar aquella reunión de familia.»

Y añadía:

«Sólo se notó la ausencia del clero. Sin duda la sacristía en­tiende el progreso de otra manera. ¡Allá ustedes, señores de Loyola!(3).

3. Los Señores de Loyola son los jesuitas. El farmacéutico hace una vez más gala de su anticlericalismo.

 

 


Дата добавления: 2015-11-26; просмотров: 1 | Нарушение авторских прав



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