Студопедия
Случайная страница | ТОМ-1 | ТОМ-2 | ТОМ-3
АвтомобилиАстрономияБиологияГеографияДом и садДругие языкиДругоеИнформатика
ИсторияКультураЛитератураЛогикаМатематикаМедицинаМеталлургияМеханика
ОбразованиеОхрана трудаПедагогикаПолитикаПравоПсихологияРелигияРиторика
СоциологияСпортСтроительствоТехнологияТуризмФизикаФилософияФинансы
ХимияЧерчениеЭкологияЭкономикаЭлектроника

CAPÍTULO II

Читайте также:
  1. CAPÍTULO II
  2. CAPÍTULO III
  3. CAPÍTULO III
  4. CAPÍTULO III
  5. CAPÍTULO IV
  6. CAPÍTULO IV

Emma fue la primera en bajar, después Felicidad, el señor Lheureux, una nodriza, y hubo que despertar a Carlos en su rincón, donde se había dormido completamente al llegar la noche.

Homais se presentó; ofreció sus respetos a la señora, sus cortesías al señor, dijo que estaba encantado de haber podido serles útil, y añadió con un aire cordial que se había permitido invitarse a sí mismo, puesto que, además, su mujer estaba au­sente.

Madame Bovary, ya dentro de la cocina, se acercó a la chi­menea. Con la punta de sus dos dedos cogió su vestido a la al­tura de la rodilla, y, habiéndolo subido hasta los tobillos, ex­tendió sobre la llama, por encima de la pata de cordero, que daba vueltas en el asador, su pie calzado con una botina negra. El fuego la iluminaba por completo penetrando con su luz cru­da la trama de su vestido y los poros iguales de su blanca piel e incluso los párpados de sus ojos que entornaba de vez en cuan­do. Un gran resplandor rojo pasaba por encima de ella al soplo del viento que venía por la puerta entreabierta.

Al otro lado de la chimenea, un joven de cabellera rubia la miraba silenciosamente.

Como se aburría mucho en Yonville, donde estaba de pa­sante del notario Guillaumin, a menudo el señor León Dupuis (era el segundo cliente habitual del «León de Oro») retrasaba la hora de cenar esperando que apareciese en la posada algún viajero con quien hablar por la noche. Los días en que había terminado su tarea, sin saber qué hacer, tenía que llegar a la hora exacta, y soportar, desde la sopa hasta el queso, el cara a cara con Binet. Así que aceptó de buena gana la invitación que le hizo la hostelera de cenar en compañía de los recién llega­dos, y pasaron a la gran sala, donde la señora Lefrançois, como extraordinario, había dispuesto los cuatro cubiertos.

Homais pidió permiso para seguir con su gorro griego por miedo a las corizas.

Después, volviéndose hacia su vecina:

‑¿La señora, sin duda, está un poco cansada? ¡Le traque­tean a uno tanto en nuestra «Golondrina»!

‑Es verdad ‑respondió Emma‑; pero lo desacostumbra­do siempre me divierte; me gusta cambiar de lugar.

‑¡Es tan aburrido ‑suspiró el pasante‑ vivir clavado en los mismos sitios!

‑Si ustedes tuvieran como yo ‑dijo Carlos‑ que andar siempre a caballo...

‑Pero ‑replicó León dirigiéndose a Madame Bovary, ­nada hay más agradable, me parece; cuando se puede ‑añadió.

‑Además ‑decía el boticario‑, el ejercicio de la medici­na no es muy penoso en nuestra tierra; porque el estado de nuestras carreteras permite usar el cabriolet, y, generalmente, se paga bastante bien, pues los campesinos son gente acomo­dada. Según el informe médico, tenemos, aparte los casos or­dinarios de enteritis, bronquitis, afecciones biliosas, etc., de vez en cuando algunas fiebres intermitentes en la siega, pero, en resumen, pocas cosas graves, nada especial que notar, a no ser muchas escrófulas, que se deben, sin duda, a las deplora­bles condiciones higiénicas de nuestra vivienda campesina. ¡Ah!, tendrá que combatir muchos prejuicios, señor Bovary; muchas terquedades de la rutina, con las que se estrellarán cada día todos los esfuerzos de su ciencia; pues todavía se re­curre a novenas, a las reliquias, al cura antes que ir natural­mente al médico o al farmacéutico. El clima, sin embargo, no puede decirse que sea malo a incluso contamos en el munici­pio algunos nonagenarios. El termómetro, yo lo he observa­do, baja en invierno hasta cuatro grados, y en la estación fuer­te llega a veinticinco, treinta grados centígrados a lo sumo, lo que nos da veinticuatro Réaumur al máximo, o de otro modo cincuenta y cuatro Fahrenheit, medida inglesa, ¡no más!, y, en efecto, estamos abrigados de los vientos del Norte por el bos­que de Argueil por una parte; de los vientos del Oeste por la cuesta de San Juan, por la otra; y este calor, sin embargo, que a causa del vapor de agua desprendido por el río y la presen­cia considerable de animales en las praderas, los cuales exha­lan, como usted sabe, mucho amoniaco, es decir, nitrógeno, hidrógeno y oxígeno, no, nitrógeno a hidrógeno solamente, y que absorbiendo el humus de la tierra, confundiendo todas estas emanaciones diferentes, reuniéndolas en un manojo, por así decirlo, y combinándose por sí mismas con la electricidad extendida en la atmósfera, cuando la hay, podría a la larga, como en los países tropicales, engendrar miasmas insalubres; este calor, digo, se encuentra precisamente templado del lado de donde viene, o más bien, de donde vendría, es decir, no del lado sur, por los vientos del Sudeste, los cuales, habiéndo­se refrescado por sí mismos al pasar sobre el Sena, nos llegan a veces de repente como brisas de Rusia.

‑¿Tienen ustedes al menos paseos interesantes por los al­rededores? ‑continuaba Madame Bovary hablando al joven pasante.

‑¡Oh!, muy pocos ‑contestó él‑. Hay un sitio que se lla­ma la Pâture, en lo alto de la cuesta, en la linde del bosque. Algunas veces, los domingos voy a11í y me quedo con un libro contemplando la puesta del sol.

‑No encuentro nada tan admirable ‑replicó ella‑ como las puestas de sol; pero, sobre todo, a la orilla del mar.

‑¡Oh!, yo soy un enamorado del mar.

‑Y además, ¿no le parece ‑replicó Madame Bovary‑ que el espíritu boga más libremente sobre esa extensión ilimitada, cuya contemplación eleva el alma y sugiere ideas de infinito, de ideal?

‑Pasa lo mismo con los paisajes de montañas ‑repuso León‑. Tengo un primo que viajó por Suiza el año pasado, y me decía que uno no puede figurarse la poesía de los lagos, el encanto de las cascadas, el efecto gigantesco de los glaciares. Se ven pinos de un tamaño increíble atravesados en los to­rrentes, chozas colgadas sobre precipicios, y, a mil pies por debajo de uno, valles enteros cuando se entreabren las nu­bes. ¡Estos espectáculos deben entusiasmar, predisponer a la oración, al éxtasis! Por eso ya no me extraña de aquel músico célebre que, para excitar mejor su imaginación, acos­tumbraba a ir a tocar el piano delante de algún paraje gran­dioso.

‑‑¿Toca usted algún instrumento? ‑preguntó ella.

‑No, pero me gusta mucho la música ‑respondió él.

‑¡Ah!, no le haga caso, Madame Bovary ‑interrumpió Homais, inclinándose sobre su plato‑, es pura modestia.

 

Cómo, querido. ¡Eh!, el otro día, en su habitación, usted esta­ba cantando L'ange gardien, de maravilla. Yo le escuchaba des­de el laboratorio; modulaba aquello como un actor.

En efecto, León vivía en casa del farmacéutico, donde tenía una pequeña habitación en el segundo piso, sobre la plaza. Se ruborizó ante el elogio de su casero, quien ya se había vuelto hacia el médico y le estaba enumerando uno detrás de otro los principales habitantes de Yonville. Contaba anécdotas, daba información; no se conocía con exactitud la fortuna del nota­rio y «estaba también la casa Tuvache» que eran muy pedantes.

Emma replicó:

‑¿Y qué música prefiere usted?

‑¡Oh!, la música alemana, la que invita a soñar.

‑¿Conoce usted a los italianos?

‑Todavía no; pero los veré el año próximo, cuando vaya a vivir a París para acabar mi carrera de Derecho.

‑Es lo que tenía el honor ‑dijo el farmacéutico‑ de explicar a su marido, a propósito de ese pobre Yanoda que se ha fugado; usted se encontrará disfrutando, gracias a las locu­ras que él hizo, de una de las casas más confortables de Yon­ville. Lo más cómodo que tiene para un médico es una puerta que da a la «Avenida» y que permite entrar y salir sin ser vis­to. Además, está dotada de todo to que resulta agradable a una familia: lavadero, cocina con despensa, salón familiar, cuarto para la fruta, etc. Era un mozo que no reparaba en gas­tos. Mandó construir, al fondo del jardín, a orilla del agua, un cenador exclusivamente para beber cerveza en verano, y si a la señora le gusta la jardinería, podrá...

‑Mi mujer apenas se ocupa de eso ‑dijo Carlos; aunque le recomiendan el ejercicio, prefiere quedarse en su habitación leyendo.

‑Es como yo ‑replicó León‑; qué mejor cosa, en efec­to, que estar por la noche al lado del fuego con un libro, mientras el viento bate los cristales y arde la lámpara.

‑¿Verdad que sí? ‑dijo ella, fijando en él sus grandes ojos negros bien abiertos.

‑No se piensa en nada ‑proseguía él‑, las horas pasan. Uno se pasea inmóvil por países que cree ver, y su pensamiento, enlazándose a la ficción, se recrea en los detalles o si­gue el hilo de las aventuras. Se identifica con los personajes; parece que somos nosotros mismos los que palpitamos bajo sus trajes.

‑¡Es verdad! ‑decía ella‑; ¡es verdad!

‑¿Le ha ocurrido alguna vez ‑replicó León‑ encontrar en un libro una idea vaga que se ha tenido, alguna imagen os­cura que vuelve de lejos, y como la exposición completa de su sentimiento más sutil?

‑¡Sí, me ha sucedido ‑respondió ella.

‑Por eso ‑dijo él‑ me gustan sobre todo los poetas. En­cuentro que los versos son más tiernos que la prosa, y que consiguen mucho mejor hacer llorar.

‑Sin embargo, cansan a la larga ‑replicó Emma; y ahora, al contrario, me gustan las historias que se siguen de un tirón, donde hay miedo. Detesto los héroes vulgares y los sentimientos moderados, como los que se encuentran en la realidad.

‑En efecto ‑observó el pasante de notario‑, esas obras que no llegan al corazón, se apartan, me parece, del verdadero fin del arte. Es tan agradable entre los desengaños de la vida poder transportarse con el pensamiento a un mundo de no­bles caracteres, afectos puros y cuadros de felicidad. Para mí, que vivo aquí, lejos del mundo, es mi única distracción. ¡Yon­ville ofrece tan pocos alicientes!

‑Como Tostes, sin duda ‑replicó Emma‑; por eso esta­ba suscrita a un círculo de lectores.

‑Si la señora quiere honrarme usándola ‑dijo el farma­céutico, que acababa de oír estas últimas palabras‑, yo mis­mo tengo a su disposición una biblioteca compuesta de los mejores autores: Voltaire, Rousseau, Delille, Walter Scott, L'Echo des Feuilletons, etc., y recibo, además, diferentes periódi­cos, entre ellos el Fanal de Rouen, diariamente, con la ventaja de ser su corresponsal para las circunscripciones de Buchy, Forges, Neufchátel, Yonville y los alrededores.

Hacía dos horas y media que estaban sentados a la mesa, pues la sirvienta Artemisa, que arrastraba indolentemente sus zapatillas de paño por el suelo, traía los platos uno a uno, olvi­daba todo, no entendía de nada y continuamente dejaba entreabierta la puerta del billar, que batía contra la pared con la punta de su pestillo.

Sin darse cuenta, mientras hablaba, León había puesto el pie sobre uno de los barrotes de la silla en que estaba sentada Madame Bovary. Llevaba ésta una corbatita de seda azul, que mantenía recto como una gorguera un cuello de batista enca­ñonado; y según los movimientos de cabeza que hacía, la par­te inferior de su cara se hundía en el vestido o emergía de él suavemente. Fue así como, uno cerca del otro, mientras que Carlos y el farmacéutico platicaban, entraron en una de esas vagas conversaciones en que el azar de las frases lleva siempre al centro fijo de una simpatía común. Espectáculos de París, títulos de novelas, bailes nuevos, y el mundo que no cono­cían, Tostes, donde ella había vivido, Yonville, donde esta­ban, examinaron todo, hablaron de todo hasta el final de la cena.

Una vez servido el café, Felicidad se fue a preparar la habi­tación en la nueva casa y los invitados se marcharon.

La señora Lefrançois dormía al calor del rescollo, mientras que el mozo de cuadra, con una linterna en la mano, esperaba al señor y a la señora Bovary para llevarlos a su casa. Su cabe­Ilera roja estaba entremezclada de briznas de paja y cojeaba de la pierna izquierda. Cogió con su otra mano el paraguas del señor cura y se pusieron en marcha.

El pueblo estaba dormido. Los pilares del mercado proyec­taban unas sombras largas. La tierra estaba toda gris, como en una noche de verano.

Pero como la casa del médico se encontraba a cincuenta metros de la posada, tuvieron que despedirse pronto, y la compañía se dispersó.

Emma, ya desde el vestíbulo, sintió caer sobre sus hombros, como un lienzo húmedo, el frío del yeso. Las paredes eran nuevas y los escalones de madera crujieron. En la habitación, en el primero, una luz blanquecina pasaba a través de las ven­tanas sin cortinas. Se entreveían copas de árboles, y más lejos, medio envuelta en la bruma, la pradera, que humeaba a la luz de la luna siguiendo el curso del río. En medio del piso, todo revuelto, había cajones de cómoda, botellas, barras de corti­nas, varillas doradas, colchones encima de sillas y palanganas en el suelo, pues los dos hombres que habían traído los mue­bles habían dejado todo a11í de cualquier manera.

Era la cuarta vez que Emma dormía en un lugar desconoci­do. La primera había sido el día de su entrada en el internado, la segunda la de su llegada a Tostes, la tercera en la Vaubyes­sard, la cuarta era ésta; y cada una había coincidido con el co­mienzo de una nueva etapa en su vida. No creía que las cosas pudiesen ser iguales en lugares diferentes, y, ya que la parte vivida había sido mala, sin duda to que quedaba por pasar se­ría mejor.

 

 


Дата добавления: 2015-11-26; просмотров: 1 | Нарушение авторских прав



mybiblioteka.su - 2015-2024 год. (0.01 сек.)