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Capítulo 36

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Читайте также:
  1. Capítulo 1
  2. Capítulo 10
  3. Capítulo 11
  4. Capítulo 12
  5. Capítulo 13
  6. Capítulo 14
  7. Capítulo 15

 

El sótano estuvo cerrado durante la inauguración de mi tienda. Era el único secreto que quería mantener alejado de los invitados, de hecho, empujé uno de los mostradores para tapar parcialmente la portezuela del suelo y que quedara invisible a las preguntas curiosas. Mi cómplice era Hélène. La misma que una tarde me instó a cortarme el pelo para parecer «más francesa y alocada» y que se encargó de invitar a los vecinos, pequeños empresarios de la calle, y algunos amigos con los que, durante todo el periodo de obras de restauración, habíamos tomado café, comido y discutido de política en las escaleras de Chez Julien. Se había quitado las gafas, se había pintado y perfumado «por si acaso», como ella decía, «que nunca se sabe».

—En esta calle tampoco pasan tantas cosas, no creas.

Me pareció hasta extraño su comentario viniendo de ella.

—Mi vida… ¿te parece poco?

—Pues tienes razón, Teresa —aseveró con una autoridad que la hizo partícipe de mi ilusión.

—… mi tienda, mi vida, mi libertad… —continué diciendo animada por mi nueva perspectiva.

Hélène no se sorprendió. Arqueó las cejas para hablarme.

—Escúchame —apuntó en voz baja—. Todo eso está muy bien, pero debes acompañarlo de voluntad. Y no voy a tolerar —masticó cada una de las palabras— que esta tienda vuelva a estar abandonada.

—Te voy a parecer una hippy, pero es mi única misión —respondí aliviada.

—¿Todo eso que dices?

—Mi libertad. Esta tienda. Yo. Hacer lo que me dé la gana —dije sin encontrar las palabras adecuadas por mi familiaridad con ella.

Sostuve la mirada mientras a las dos nos cambiaba la cara con una sonrisa.

—Entonces ponme vino. Es una orden —espetó.

Era madre soltera y las amigas de su hija convirtieron la pequeña fiesta en un acontecimiento en el barrio: puertas abiertas, pequeños regalos envueltos en celofán y vino tinto que escondimos tras el mostrador para brindar con los amigos y desconocidos. Pusieron música y plantas aromáticas en la puerta. Hélène hizo de madrina conmigo hasta que, ligeramente achispada, dijo que «la cosa es tuya» —o sea, mía—, casi perdiendo el equilibrio.

—La vida… —dijo ella apoyándose en el escaparate.

—Y el azar —contesté mirando disimuladamente hacia la puerta del sótano—. El azar.

—Brindo entonces por ese azar.

—No tengo ninguna duda.

Con el rabillo del ojo vi que algunos invitados se habían quedado mirando una de las fotos enmarcadas en la pared. Me pareció que, teniendo en cuenta que nadie la conocía, no había pasado desapercibida. Sonreí reflejándome en el cristal.

Tardé poco en empezar a saludar a todos los invitados gracias al vino y a las ganas que había puesto en aquella tienda renovada. Bastaba con mirar a mi alrededor para saber que no solo había rehabilitado aquellas paredes viejas y llenas de fantasmas, también me había rehabilitado yo. Recuperar cada viga de madera había sido una forma de enderezar mis huesos, enmendar mi pasado, de corregir el rumbo, o de elegir por fin una travesía en la que instalarme y resarcirme de años en los que no había pasado nada. Nada se había movido en años.

—¿Qué nombre le has puesto a la tienda? No me he dado ni cuenta.

Salimos a la calle. Hélène me miró en silencio, luego preguntó:

—¿«Mi Amor»?

—No me digas que…

—Sí… ¿Laurent?

Nos callamos un momento sonriéndonos. Habría reconocido el tema que sonaba en ese momento dentro de mi tienda en París aunque estuviera a mil kilómetros de allí: La question. Aquella canción que me despertó del letargo en Madrid cuando compré un viejo cartel de madera sin sentido entonces. Tenía la mirada perdida del que logra lo que quiere. En pocos segundos, aquella tarde, presentí un vuelco y una irreprimible necesidad de cambiar de vida. Yo tenía un nudo en la garganta, idéntico al de aquella tarde. Hélène notó que me estaba costando trabajo contener el llanto.

Yo sabía perfectamente qué me iba a decir.

—No sé si recuerdas cómo llegaste aquí —añadió lentamente Hélène—: La mujer que se quedó parada delante de esta tienda era una mujer gris, tal vez ilusionada, pero gris.

—Te acepto la sinceridad…

—Sé que nunca me has contado todo, al final acabas hablando siempre de esas fotos y tus pinturas, pero supongo que tenemos mucho tiempo, ¿no?

Lo dijo con la copa de vino en la mano y esa mirada intrépida y adulta de persona intuitiva que sabe adivinar hasta los horóscopos ajenos. La vi mirándome feliz, por contagio de mi incipiente felicidad.

—Dentro está la fiesta. Tu fiesta. Pasemos.

Me empujó con la mano hacia la tienda y dijo:

—Pasa…, esta es la típica hora en la que empieza a refrescar en París.

El frío.

—Tengo con qué abrigarme —le dije.

Clavó entonces en mis ojos una mirada lúcida, cómplice.

—Ya veo.

Laurent dejó su moto en la acera y al quitarse el casco sonrió mirándome como si su destino de vida fuera yo.


Дата добавления: 2015-11-04; просмотров: 27 | Нарушение авторских прав


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