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Capítulo 28

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Читайте также:
  1. Capítulo 1
  2. Capítulo 10
  3. Capítulo 11
  4. Capítulo 12
  5. Capítulo 13
  6. Capítulo 14
  7. Capítulo 15

 

Hicimos el amor durante toda la noche. Varias veces hasta acabar exhaustos de sudor y cansancio. El deseo se había convertido en una carcasa que había que hacer trizas, y la ansiedad de nuestros corazones casi adolescentes en ese momento puso todas las trabas a la hora de abrazarnos, acariciarnos y besarnos. Jamás hubo tanta torpeza ni tantas ganas. Parecía que rompíamos la virginidad otra vez, con los mismos miedos, con las mismas ganas. Las únicas cosas que nos decíamos eran frases entrecortadas que ahogábamos con besos como si no fuera a amanecer nunca, enredados en te quieros, en recuerdos y en juramentos.

No hubo manera de dormir, se hizo de día y nos iluminó las caras, que es como decir que se había hecho de día en nuestra vida. Por eso pude arrancar a hablar.

—Conocí a otros hombres, pero duraron poco, todos me recordaban a ti, pero ninguno eras tú… Era como intentar buscarte en los cuerpos de otros. Incluso intenté viajar a tu casa. Recordaba una dirección…

—Nos mudamos varias veces —me interrumpió para cortar mis justificaciones—. Nosotros también empezamos a dar tumbos de casa en casa, era una forma de buscar o de huir de un problema.

—¿Nosotros? ¿Qué pasó, Laurent?

—Con mi padre apenas tengo relación, he venido a París para ayudarle en su exposición. Me suplicó que viniera para estar con él y ser su mano derecha en este momento.

—Dime —dije casi en voz baja.

No respondió enseguida, sino que apartó la mirada hacia la ventana, que ya mostraba un día luminoso.

—No sé por dónde empezar.

Suspiró.

—Laurent… —arranqué a hablar para ayudarle—. Ha pasado mucho tiempo, pero no hemos perdido la confianza…

—Lo sé.

Cogió aire, se le veía incómodo.

—Mi padre está muriéndose.

—¿Tu padre? ¿Ardisson?

—Sí.

—Oh, no tenía ni idea. En ningún momento se ha mostrado débil. O habré sido una burra y no me he dado ni cuenta. Estoy tan ciega con el asunto de las fotografías…

—Él también, está entusiasmado con la empresa.

La tristeza formó una brecha entre los dos en la cama. Nos incorporamos, sentándonos para hablar mejor en ese momento de abatimiento. El viejo Mathieu, mi confidente, el padre de mi amor, estaba muriéndose.

—Teresa, él y yo nunca nos hemos llevado bien… desde hace mucho tiempo. Yo escapé de su lado porque no podía ni verle la cara, ni verle respirar…

—Pero…

—Meses después de conocerte, mis padres me llamaron. Yo sentí que debía estar con ellos y por eso volví a casa, pero nada más llegar me di cuenta de que su relación era un horror. Ella estaba llena de vida, era adorable, cariñosa y divertida. No hacía más que canturrear por casa y abrazarme a la mínima como si fuera todavía su niño de cuatro años. Cuando me la encontré de nuevo no levantaba la mirada del suelo y se pasaba el día bebiendo a escondidas en la cocina, en el salón… Tardé meses en saber qué estaba pasando. Entonces me lancé en su ayuda, sacándola todos los días, íbamos a cafés, teatros y pequeños conciertos… Me convertí más en su padre, su marido, su protector que en su hijo. Las tardes eran solo para ella, para estar juntos y hacer planes que yo organizaba, aunque solo fuera dar una vuelta por las Tullerías, tomar algo y volver. La llegada a casa era la misma, estaba presa de la angustia y con un dolor tan profundo que acabó con ella.

—Hiciste todo lo posible…

De pronto los ojos de Laurent se enrojecieron y se llenaron de lágrimas.

—No lo sé. Se suicidó una de esas tardes que íbamos al teatro porque la dejé sola, me dijo que estaba bien, que saliera esa noche con mis amigos, que la dejara en casa, que se sentía cansada. Entonces, le hice caso, me fui de copas y volví de madrugada. Ni me percaté de que estaba dormida, muerta, en el salón. Los médicos dijeron que podía habérsele salvado la vida, que las pastillas la habían dormido, que… Yo ni me di cuenta de que estaba agonizando a pocos metros de mí. Ni me di cuenta…, me metí en la habitación.

—¿Y Mathieu, tu padre?

—Él llamó a la policía antes de avisarme a mí. Y esperó a que llegaran los agentes para que el ruido me despertara. Lo sabía, él sabía que estaba mal, él sabía que podía suceder y no mostró ni un gesto de arrepentimiento. Ella cubierta con una sábana saliendo en camilla y él realizando llamadas de espaldas para no mirar. Noté cómo una de esas voces era más familiar, la voz de una mujer que le pedía tranquilidad. Ya te puedes imaginar lo demás. No pude permanecer más en esa casa, ni verle, ni siquiera recoger las cosas de mi madre. Se convirtió casi en una obsesión para mí, podía haberla salvado.

—No lo creas…

—Sí. Lo creo —dijo sin levantar la vista.

Apenas dudó.

—Nadie tuvo la culpa —aseguré para evitar más dolor en sus palabras.

—¿Cómo puedes asegurarlo? —refutó como una descorazonada queja.

—Es mayor, está mayor, enfermo… Ya no vale la pena.

—Seguramente en eso tienes razón. No me parezco a él. No soy como él.

Volvió a gemir y sus ojos se llenaron nuevamente de lágrimas.

—Y… ¿por qué has venido?

Laurent me miró en silencio, luego se encogió de hombros y siguió hablando.

—Sé que ha pasado el tiempo y también sé que su enfermedad es un chantaje para tenerme a su lado, pero… ya no puedo cargar con más culpas. No lo soportaría, tampoco soy tan fuerte. Además, la exposición es sobre la mujer francesa y sé, conociendo a mi padre, que es una forma de expiar sus pecados recordando a mi madre. He reconocido sus manos en un cartel que están preparando en la imprenta, no podría olvidar los dedos finos de mi madre, vacíos de anillos, llenos de vida. Ese gesto tan suyo de agarrarse con una mano el pulgar y apretar las manos.

Me erguí y alargué la mano tratando de recuperar su cercanía.

—No le niegues estos días, Laurent, yo podría ayudarte a estar más cerca de él.

Pensé que era una forma de decir también que así estaba también más cerca de él. Había tardado más de quince años en aparecer y el azar lo había puesto a mi lado de nuevo. Sin embargo, noté en su cara, cuando tuve el valor de mirarle, que en el fondo no había perdonado a su padre y que su presencia en París era circunstancial. Pero él, que quería controlarlo todo, había tragado con la exposición, con su padre y con los recuerdos. Esperé a que bajara la intensidad de su respiración para abrazarme a su pecho y farfullé incapaz de ordenar mi frase.

—¿Y yo?... Nuestro París, te vas, ¿verdad?

Me miró con generosidad.

—No sé qué hacer. Quiero ayudarle en la exposición porque es su último sueño, pero no soporto tenerle cerca.

Tragué saliva. Sentí una sordera hueca que me impidió escuchar su justificación.


Дата добавления: 2015-11-04; просмотров: 30 | Нарушение авторских прав


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