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Capítulo 17

Capítulo 6 | Capítulo 7 | Capítulo 8 | Capítulo 9 | Capítulo 10 | Capítulo 11 | Capítulo 12 | Capítulo 13 | Capítulo 14 | Capítulo 15 |


Читайте также:
  1. Capítulo 1
  2. Capítulo 10
  3. Capítulo 11
  4. Capítulo 12
  5. Capítulo 13
  6. Capítulo 14
  7. Capítulo 15

 

Desperté en casa de Kiki a la mañana siguiente a la exposición de Kisling. El sonido del café me puso en marcha. Alcancé a ver la luz de aquel día desde la cama.

—Qué buen día hace…

—¡Uuuuhhh! C’est Paris!

Hizo un gesto de dolor.

—Creo que todavía estoy borracha.

—No me extraña.

—¡Aaahhh! ¿Quién fue la que se acercó a un gran señor ayer por la noche? —me soltó—. ¿Fui yo?

Kiki conseguía sacarme una sonrisa con tanta vitalidad.

—No, no fuiste tú. Fui yo.

—Y ¿quién era ese señor?

—Ërno Hessel. Un arquitecto húngaro.

—Vaya con la muchachita recién llegada a la vida, vaya, vaya.

Podía notar todavía el temblor bajo mi piel. Se suponía que solo había sido una conversación de un comprador de una obra a la venta y una modelo. Se suponía que solo habíamos departido un momento. Se suponía que únicamente me había contado el porqué de su compra. Se suponía que solo tenía interés en ese gran cuadro del polaco que llenaba de colores la sala.

—Vamos, Alice —me animó Kiki, sirviéndome café—. Ese momento en que se acercó cuando huías de Kisling fue maravilloso. La sala parecía haberse quedado muda. ¡Pequeña! Te miró como se mira cuando hay deseo. ¡Si lo sabré yo!

—Nos sonreímos.

—¡Nos sonreímos! ¡Venga, Alice! Si tu cara de cenicienta pasó a ser la de la gran condesa de Greffulhe.

—¿Qué dices?

—Cuando se mira con interés… se mira de otra manera, pequeña Alice.

—Yo miraba porque estaba nerviosa por la situación.

—Ja, ja, ja. Nerviosa por la situación. Obviamente, la situación era romántica y sexual hasta el infinito.

—¡Estás borracha!

—El brillo de tus ojos te delató. Los ojos son el documento más real que existe, no hay manera de engañar… y a Kiki de Montparnasse no se la puede engañar ni con todos los vestidos de Paul Poiret puestos a mis pies. ¡Ja! Y sí, también estoy borracha.

—No tienes principios.

—Tengo finales, que son más interesantes.

—¿Cómo?

—Eso. Déjate de remilgos.

—Mis principios no cambian de la noche a la mañana.

—Justo es a esas horas del alba cuando cambian los principios…

—Yo hice lo que tenía que hacer.

«Hice lo que tenía que hacer.» No sé qué acababa de decir. Porque lo que tenía que hacer era vivir después de tanto malvivir. Ella sabía que la vida era esto, yo lo estaba aprendiendo a marchas forzadas.

—Y lo que tenías que hacer era haberte ido con él.

—Debería contestarte pero no lo voy a hacer. Eres una fresca. Y él, un señor.

—Uuuuuyyyy, resulta que la pequeña Alice es una romántica a estas alturas de siglo…

Paró de hablar y me miró a los ojos con la sobriedad de un borracho seguro de sus palabras.

—No vayas a enamorarte de un señor. Esos no se enamoran de nosotras —dijo agarrándome por los hombros.

Callé.

—Creo que me has entendido. De nosotras no.

Seguí callada. Lo dijo tan pausadamente que me dio miedo. «De-no-so-tras-no.» La vida acababa de aparecerse de lleno ante mí en pocas semanas, había ido de cero a cien. Todo eso que estaba dormido en algún lugar de París había estallado en mi cara como un frasco de perfume. Yo no tenía marcha atrás, yo estaba subida en un tren que me había colocado en un asiento con ventanilla, estaba en el viaje más alucinante de mi vida. ¿Qué podía pedir una chica de un barrio humilde invitada en medio de un gran baile? Bailar. Mirar. Vivir. Dejarse llevar. De niña había visto cómo las señoras armadas de pamelas y flores prendidas en la cabeza danzaban dando vueltas con señores de traje en el baile del 14 de julio delante del Panteón. Para mí era la verbena más emocionante del año, todas con sus mejores galas, pelos recogidos con agujas de brillos, moviendo sus faldas enredadas en los pantalones de ellos. La calle era una fiesta. París era una fiesta. Yo miraba desde la acera sorprendida y emocionada. Quería ser una de esas mujeres. Movía mis zapatos de los domingos estrechos y gastados al ritmo de aquellas canciones. Mi madre me apretaba la mano. Mi padre la sacaba a bailar en alguna esquina para no mezclarse con los señores. Yo quería ser una de las del centro, suspiraba por ser una de ellas, una con la falda de seda brillante, una con zapatos nuevos, con moño grande, pendientes, colorete y carmín rojo. Todo eso era lo máximo. No había más. Solo tendría diez años. Ahora podía convertirme en una de ellas…

—¿Me has entendido?

—Sí.

—Ellos son hombres. Un día seremos como ellos. Pero no lo somos.

Pasaron dos minutos de silencio mientras me echaba café en una de las tazas. Kiki fue a lavarse la cara, perfumarse y taparse con un déshabillé azul celeste.

—Tocan el timbre.

—Voy yo.

Un chico de pocos años nos entregó un sobre lacrado que venía escrito con una letra elegantísima y llena de curvas que hacían difícil ver la letra. Estiró la mano con la palma arriba y Kiki le dio una moneda. Al coger la carta abrió los ojos exageradamente. El ron de la noche le había hecho un efecto excesivo y ella ya era excesiva. El sobre era abultado. Por un segundo pensó que la carta era para ella. Suspiró coqueta. La olió y la llevó hacia la zona luminosa del salón. No tenía remite pero sí destinatario. Le dio un vuelco muy teatral. Bajó el cuello y lo hundió entre los hombros bromeando con el sobre en la mano. Se puso más teatral y carraspeó para hablar. Leyó en voz alta: «Mademoiselle Alice Humbert».

—¡Oiga usted! ¡Es para la señorita Humbert!

—¿Me la puedes dar?

—La leemos juntas.

—¿De quién es?

Giró el sobre.

—¡No me digas que tienes al mismísimo Ërno Hessel comiendo de tu mano un día después!

—¿Quién?

—Ërno Hessel.

—¿En serio, Kiki?

—En serio, mujer. Tiene toda la pinta de ser de él.

 

Admirada Alice:

 

Solo un inicio así podía desembocar en algo todavía más íntimo y emocionante. No podía tener mejor comienzo. Era la primera carta que recibía en mi vida.

 

Nos conocimos ayer en la inauguración de la exposición de la galería Taitbout. Pude averiguar que se está quedando a vivir junto a mademoiselle Kiki, toda una estrella de este París que parece va a acabarse o a estallar. Nuestra querida amiga Thora Dardel ha sido tan amable como siempre, ante mi insistencia, de indicarme la dirección donde usted se aloja.

Sé que puede ser una sorpresa y admito que para mí también lo es. Me ha costado mucho escribirle, pero después de contemplar su cuadro ya en mi salón, no he tenido más opciones que arrojarme a este papel para dirigirme a usted. Tengo que confesarle algo que no pude verbalizar anoche entre tanta gente: la obra de Kisling no le hace justicia. Usted es inmensamente bella. Pero con el gran lienzo en mi poder debo decir que me recuerda a nuestro encuentro y que deseo volverla a ver.

Sé que estas palabras, sinceras, son demasiado atrevidas y probablemente se me escapa que usted pueda ser una mujer comprometida o que yo no sea de su agrado. Sea como sea, entenderé que me rechace y no quiera aceptar mi propuesta. Sé que es una locura, pero para qué está la vida. Me gustaría verla. Solo verla, ver cómo brillan sus ojos de nuevo o cómo llena el ambiente de su belleza. Hoy he partido de viaje fuera de París, mi trabajo me requiere estar en Clermont-Ferrand, pero a la vuelta desearía que llenara mi felicidad.

Entenderé que no me conteste y que quiera dedicar su vida al arte y a posar ante grandes artistas. Si está de acuerdo en que nos veamos, la espero para comer la próxima semana, viernes, en la mesa de la ventana de La Tour d’Argent. Un coche a mi nombre la esperará en la puerta para acompañarla hasta allí.

Por Dios, haga que el cuadro que ahora llena mi salón llene también mi vida.

Con toda mi admiración,

Ërno Hessel


Дата добавления: 2015-11-04; просмотров: 37 | Нарушение авторских прав


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