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Capítulo 21

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Читайте также:
  1. Capítulo 1
  2. Capítulo 10
  3. Capítulo 11
  4. Capítulo 12
  5. Capítulo 13
  6. Capítulo 14
  7. Capítulo 15

 

—Respecto a ese dato querría decirle algo...

—¿Sobre la fecha de su muerte? —me interrumpió Ardisson.

—Sí.

Un silencio.

—¿Sabe que ese día… nací yo? Nací el 6 de septiembre de 1972.

—Hermosa coincidencia.

—No creo que la palabra para definirla sea hermosa —me enfadé—. Macabra tal vez. ¿No le sorprende?

—¿Por qué me había de sorprender?…

—Es el mismo día, el mismo mes, el mismo año.

—La casualidad nos da siempre lo que nunca se nos hubiese ocurrido pedir.

La cabeza no dejaba de darme vueltas, en mi mente los mismos pensamientos. Resulta increíble cómo la incapacidad de comprender una situación puede generar tanto estrés. Mathieu me puso más vino en la copa y señaló con el índice una de las fotos.

—Fíjese en su cara. Y fíjese en la de este cuadro —dijo intentando redirigir la conversación—. Alice Humbert fue la modelo anónima de muchos pintores del Montparnasse de entreguerras. Su cara incluso es reconocible en muchos lienzos del Museo de Arte Moderno de París. ¿Se ha fijado en la similitud de las caras?

Asentí mientras él seguía.

—He estado en el museo estos días para hacer algunas comprobaciones, me lo conozco de memoria y muchos de esos alocados pintores tenían a las mismas modelos, que se pasaban de unos a otros como quien se pasa el vino para brindar en una cena. Estoy seguro de que esta mujer estuvo posando tanto para Kisling como para Modigliani, Pascin y alguno más de la pandilla de Le Dôme. Estuvo con los grandes durante su apogeo y su decadencia. El arte cambió a una velocidad de escándalo, todo era pura evolución. Los años treinta, los cuarenta, la fotografía, el cine… Antes le he dicho que murió el 6 de septiembre de 1972…

—Sobre ese dato estoy intentando mantener la cabeza fría.

—Teresa, cuando la casualidad se mostró en su vida con la simple compra de un cartel, tal vez era porque debía suceder.

—¿De qué modo?

—Ya ve. Usted llega a París empujada por el instinto de algo inexplicable para cambiar de vida alejándose de todo aquello que la estaba desvaneciendo y se encuentra aquí con algo más en común.

—Eso es precisamente lo que me angustia… O me inquieta. Es que no sé explicarme… —titubeé, y sonreí, a causa de los nervios y la emoción—. Que haya alguna razón más que no pueda averiguar.

—Al contrario, ese miedo seguro que la acerca a la solución. A veces, huyendo de nuestra vida nos tropezamos con la de otro.

—¿Quiere decir que huyendo de mi vida me acerco a la de Alice?

—Tal vez. O a la suya, a su verdadero destino —aseguró Mathieu con cierta firmeza.

—Eso es terrible. Esa mujer está muerta. Murió el día que nací yo. ¿No le parece que eso ya debería paralizarme?…

—O hacerla correr —enfatizó.

—¿A dónde? No veo de qué manera.

—Donde sea —soltó mi confidente tratando de acercarse los papeles—. Hace semanas salió huyendo de Madrid porque todo le parecía gris, ahora está aquí, en París, persiguiendo un…

Cortó en seco. Nos callamos los dos de nuevo de forma exagerada.

—¿Iba a decir «fantasma»? —acerté a decir, escapando de mí la palabra.

—Sí —los ojos de Ardisson enrojecieron y se desviaron de mi mirada.

—Señor Ardisson, olvide la palabra, hay algo positivo en todo esto. En cualquier caso, no he conocido a ningún fantasma, que quede claro; ni he dicho que tenga miedo de ese que se imagina. El día que vi ese cartel, lo recuerdo perfectamente, sentí una inquietud inmensa. Me acerqué como si me hubiera visto en un espejo, como si fueran a decirme algo en voz baja. Evidentemente, no oí ninguna voz ni algo que se le parezca, no estoy boba ni he perdido la cabeza. Fue como si me hubieran dado la vuelta para empujarme a otro lugar…

—Puede ser. ¿Qué tiene de malo? De hecho, está aquí.

—Y quiero estar aquí. Pero comprenderá que me revuelva cuando he escuchado la fecha de su muerte…

—Si no quiere seguir, lo dejamos.

—¡Oh, no! —apenas dudé.

—¿No? —repitió.

—Por supuesto que no.

—Como a veces la noto dudar… —señaló bajando la voz.

—Le parecerá extravagante —señalé—, pero ahora no quiero dejar de dar un paso. Ya sea por Alice o por mí. Es como si hubiera puesto en marcha mi vida por fin. Mi vida está por completo en manos de ese cartel, de ese nombre.

Mathieu Ardisson sacó una de las fotos de su carpeta, era la foto en la que Humbert aparecía con una tortuga. La imagen había sido tomada por Man Ray y no era la única que había posado así, había otra casi idéntica a la de Alice, pero ahora la protagonista era Kiki. Después abrió un viejo libro de arte mal encuadernado y tras buscar las páginas que había señalado con post-it amarillos, me enseñó los retratos de los pintores que antes había mencionado. Resultaba curioso, las caras eran similares. «Estoy convencido de que es Alice», dijo con su voz ronca, ejercitando una pose de investigador. No respondí. Me quedé observando el parecido de las caras, los ángulos que enmarcaban el rostro y la forma de los ojos coincidentes de las fotografías y de los lienzos. Mathieu dejó pasar unos minutos mientras observaba cómo mi sorpresa inicial empezaba a convertirse en deslumbramiento, avisó al camarero para pedir la cuenta y gestionó el pago con su tarjeta. Ni me inmuté cuando salió hacia el baño, volvió y se sentó a la mesa de nuevo. Yo seguía intentando salir de mi asombro. Seguí callada un rato hojeando fotos y fotocopias. No podía creérmelo. Me conmovía la posibilidad de haber entrado en la vida de una mujer que había posado para pintores importantísimos. El pasado parece que no existe hasta que lo imaginas en movimiento.

—¿De dónde sacó esa información, señor Ardisson? ¿Cómo ha llegado a esta conclusión?

—Me están ayudando —respondió mientras guardaba los folios.

—¡¿Se lo ha contado a alguien?! —me asusté—. Van a creer que estoy loca.

Mathieu Ardisson se puso tenso. Pareció que le había puesto en un compromiso.

—Nunca me dijo que no lo contara.

—Debió sospecharlo. Dije que era algo muy personal —espeté, dando a entender que yo era la dueña de las fotos—. Le recuerdo mi miedo cuando llegué a su casa.

—Sí, efectivamente. Estaba muy nerviosa. Se bebió mi té.

—¿Cómo?

—Después de su taza —afirmó esbozando media sonrisa de juez imperturbable ante las novedades.

—Eso debió decírmelo. Debí de parecer una grosera.

Mathieu se encogió de hombros y dijo:

—Era lo de menos. Yo también estaba muy nervioso mirando su descubrimiento.

En ese momento no respondí. Me sentí una patán.

—Además, ¿qué tiene de malo beberse la infusión de otro?

—Pero era suya.

—Pero usted estaba sedienta…, también de información.

—Entonces disculpe.

Ardisson apenas se inmutó, se irguió en la silla y despejó el plato para acercarse una libreta moleskine en la que, de vez en cuando, miraba o anotaba pequeñas frases en un francés ilegible. Los dos mantuvimos un segundo de silencio hasta que yo volví al asunto.

—Dijo antes que había compartido nuestra información.

—Pero usted no debe temer nada —vaciló, miró hacia la libreta y bajó la voz—. Tiene mi confianza.

—¿Cuánta confianza? —dije con expresión desconcertada—. Tiene que prometerme que no voy a parecer una extravagante.

—Mi hijo.

Mientras respondía, deslizaba su pluma en la moleskine escribiendo no sé qué garabato numérico. Me pareció que era un simple rayajo para apartar la mirada. Observé sus dedos sin decir nada y vi cómo se manchaba con el plumín en el dedo índice. Acabé por ofrecerle uno de mis clínex.

Parecía observar por primera vez una grieta de emoción y nudo en la garganta en su discurso. Supuse que había algo que yo tampoco debía saber. Era comprensible que no quisiera contarme nada, no nos conocíamos, y bastante había hecho abriendo las puertas de su casa a una extraña. Sin embargo, volvía a comportarme como si estuviera en Madrid, algo obtusa.

—¿Quiere contarme algo, señor Ardisson?

Me miró turbado por mi acercamiento y respondió brevemente:

—Nuestra relación no es la mejor del mundo, pero ha venido a ayudarme con una exposición que quiero volver a montar, no vive en París.

—Eso es estupendo.

—Sí —repuso él, limpiándose la tinta de su mano—. Supongo que lo es.

Cuando vi cómo bajaba la mirada hacia la libreta para observar perdido el garabato, comprendí que la vida de Ardisson también tenía sombras de carboncillo como las que a mí no me gustaba pintar. No supe qué responder, fingí alegría por su futura exposición de fotografías de época y dije que había que brindar por ello.

Mientras sonaban las copas, dije con tono sincero:

—Dele las gracias.

—Sí, sí, se las daré. Se las daré.

Tal vez yo estaba en lo cierto y la vida de Mathieu estaba agarrotada por otras manchas que no quería ni iluminar. Era comprensible, no teníamos confianza. Al fin y al cabo, era un elegante periodista francés de edad y cultura que se había unido a mi causa con apasionamiento y curiosidad. Solo compartíamos esa efervescencia. Es difícil saberlo.

La charla siguió su curso, y los duplicados de las fotografías empezaron a convertirse en cartas de una baraja que revolvíamos con preguntas. Cuando llegamos a una de ellas, Mathieu insistió en su extrañeza, lo que la hacía más preciosa. A juzgar por las apariencias, me explicaba, aquella mujer fue una vividora, todo lo contrario a mí, pensé. Escuchando su voz, la de Ardisson, casi podía oír cómo reían y murmuraban con sus copas en la mano Alice y otras amigas apostadas en la barra de un bar con piano.

—He estado en el estudio de Calvier, en las galerías de Saint-Paul —explicó, haciendo memoria—. Tiene una curiosa colección de fotografías antiguas; afortunadamente, una de ellas guardaba anotaciones similares a las que tiene usted. Para mí es una locura, pero mi hijo se ha pasado horas escudriñando en las cajas, el dueño no es muy organizado, ¿sabe? Tiene pequeñas joyas, pero todo bajo epígrafes tan generales como siglo XIX, siglo XX…, y yo no tengo buena vista. La edad. Muchos turistas se llevan litografías por puro capricho, como decoración.

—¿Podemos ir a la tienda? —pregunté.

—¿A la de Calvier? Claro —sonrió ordenando al mismo tiempo la baraja—. Pero no creo que encontremos nada más. Yo mismo tengo mejores piezas de toda esa época, parte de ella es la que exhibió el Ayuntamiento de París y parte es la que quiero exponer con la ayuda de...

Un trémulo en su voz me sirvió para cambiar de tema.

—¿Sabe qué he pensado? —repuse con fingida alegría—. Alguna de estas fotografías pienso ponerla en mi nueva tienda.

—¿Para qué?

—Para decoración.

Me miró volviendo a aparentar ser un serio periodista francés y me dijo:

—Señorita Teresa, haremos más copias.

Fruncí el ceño y él siguió hablando:

—Sospecho que si se quedaron en el sótano es porque nuestra mujer quiso que no vieran la luz, son demasiado personales, ese tipo de fotografías no son habituales de la época, las pocas que han sobrevivido están en los libros de historia. Fue gente muy dada a dejarse ver, al hedonismo, a la belleza. Es realmente extraño que desapareciera de la vida parisina… Tengo una certeza.

—Entiendo que algo atroz debió de pasar.


Дата добавления: 2015-11-04; просмотров: 43 | Нарушение авторских прав


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