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Frases introductorias 10 страница

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El sentimiento de poder y convicción de Breuer se esfumó. Sentía ahora un vértigo intelectual: Nietzsche había vuelto a ponerlo todo patas arriba. Lo blanco era negro, el bien era el mal. Su migraña, una bendición. Breuer creyó que todo se le escapaba de las manos. Luchó por recuperar el control.

–Una perspectiva fascinante, profesor Nietzsche, que hasta este momento nunca había oído. Pero estamos de acuerdo en que ya ha cosechado los mejores frutos de su enfermedad. Ahora, hoy, en la mitad de su vida, armado con la sabiduría y la perspectiva obtenidas gracias a la enfermedad, estoy seguro de que podrá trabajar mejor sin su interferencia. La enfermedad ya ha cumplido su misión. –Mientras hablaba y ordenaba sus pensamientos, Breuer arreglaba los objetos que había sobre el escritorio: la maqueta del oído interno, el pisapapeles veneciano de cristal azul veteado, el mortero y la mano de bronce, el recetario, el grueso volumen farmacológico–. Además, si le he entendido bien, profesor Nietzsche, usted no se refiere tanto a la elección de una enfermedad como a la conquista y los beneficios obtenidos gracias a ella. ¿Estoy en lo cierto?

–Hablo, sí, de conquistar, de dominar, una enfermedad –respondió Nietzsche–, pero en cuanto a la elección, no estoy seguro; puede que uno elija una enfermedad. Depende de quién se trate. La psique no funciona como una entidad simple. Hay partes de la mente que funcionan con independencia de otras. Tal vez "yo" y mi cuerpo formen una conspiración en lo más hondo de mi mente. La mente está llena, ¿sabe?, de callejones y trampas.

Breuer se sorprendió de la semejanza entre las ideas de Nietzsche y las manifestadas por Freud durante la víspera.

–¿Sugiere usted que existen reinos mentales independientes, compartimentados? –preguntó.

–Es imposible no llegar a esa conclusión. De hecho, gran parte de nuestra vida puede ser vivida por nuestros instintos. Puede que las representaciones mentales conscientes sean ideas tardías, ideas que se nos ocurren después de los hechos para darnos la ilusión de poder y control. Doctor Breuer, una vez más le doy las gracias: nuestra conversación ha originado un importante proyecto que deberé considerar este invierno. Por favor, discúlpeme un instante.

Nietzsche abrió el maletín, sacó un lápiz y un cuaderno y escribió unas líneas. Breuer estiró la cabeza, tratando, en vano, de leer al revés.

La compleja línea argumental de Nietzsche había ido más allá de lo que se proponía Breuer. Sin embargo, a pesar de que se sentía como un pobre tonto, no le quedaba más remedio que insistir.

–Como médico, opino que, aunque la enfermedad le haya causado beneficios (como con tanta lucidez me ha demostrado), ha llegado el momento de que le declaremos la guerra, de que conozcamos sus secretos, de que descubramos sus debilidades y la erradiquemos. ¿Quiere hacer el favor de complacerme y adoptar este punto de vista? –Nietzsche levantó la mirada y asintió–. Creo que es posible –prosiguió Breuer– que uno elija la enfermedad sin darse cuenta, si escoge una forma de vida que produce tensión. Cuando la tensión se vuelve oprimente o crónica, afecta a un sistema orgánico sensible: en el caso de la migraña, al sistema vascular. Como ve, me estoy refiriendo a una elección indirecta. Hablando de forma más concreta, uno no elige o selecciona una enfermedad, pero si elige la tensión y es la tensión la que elige la enfermedad. –El asentimiento de Nietzsche, que indicaba comprensión, alentó a Breuer a continuar–. Así pues, la tensión es nuestra enemiga y mi tarea, como médico, consiste en ayudarle a reducir la tensión de su vida.

Breuer se sentía aliviado: había podido volver a su plan. "Ahora he preparado el terreno para el siguiente paso, el último: ofrecerle ayuda para aliviar las fuentes psicológicas de la tensión de su vida."

Nietzsche volvió a guardar el lápiz y el cuaderno en el maletín.

–Doctor Breuer, hace años que me encaro al problema de la tensión que hay en mi vida. Hay que reducir la tensión, dice usted. Precisamente por esta razón dejé la universidad de Basilea en 1879. Llevo una vida libre de tensiones. He abandonado la enseñanza. No administro bienes. No tengo una casa que cuidar, ni criados que vigilar, ni mujer con quien pelearme, ni hijos a quienes educar.

Llevo una vida modesta, percibo una pequeña pensión. No tengo obligaciones con nadie. He reducido mi vida a lo mínimo, a un nivel limite. ¿Cómo sería posible reducirla más?

–No estoy de acuerdo en que no pueda reducirse más, profesor Nietzsche. Esta es la cuestión que me gustaría analizar con usted. Verá...

–Recuerde –le interrumpió Nietzsche– que he heredado un sistema nervioso de una exquisita sensibilidad. Lo sé por la forma en que reacciono ante la música y el arte. Cuando vi Carmen por primera vez, se inflamó cada célula nerviosa de mi cerebro y todo mi sistema nervioso estalló. Por la misma razón, reacciono de forma violenta ante cualquier ligero cambio en el tiempo o en la presión atmosférica.

–Pero –replicó Breuer– puede que esa hipersensibilidad nerviosa no sea constitucional. Puede que se trate de una función de tensión causada por otras fuentes.

–¡No, no! –protestó Nietzsche, sacudiendo la cabeza con impaciencia, como si Breuer hubiera fallado el tiro–. Yo sostengo que la hipersensibilidad, como la denomina usted, no es indeseable, sino necesaria para mi trabajo. Yo quiero estar alerta. No quiero quedar excluido de ninguna área de mi experiencia interior. Y si el precio de la percepción es la tensión, ¡que así sea! Puedo permitirme el lujo de pagar ese precio. –Breuer no respondió. No había esperado una resistencia tan fuerte e inmediata. Todavía no había descrito su plan de tratamiento y el paciente se había adelantado a los argumentos que había preparado y los había demolido. En silencio, buscó un modo de ordenar sus tropas. Nietzsche siguió hablando–: Usted ha visto mis libros. Entenderá que son buenos no porque yo sea inteligente o erudito. No, lo son porque tengo la osadía, la disposición, de separarme de la comodidad del rebaño y enfrentarme a fuertes y malignas inclinaciones. La investigación y la ciencia se originan en el descreimiento. Sin embargo, el descreimiento causa una gran tensión. Sólo los fuertes pueden tolerarlo. ¿Sabe cuál es la verdadera pregunta para un pensador? –No hizo la pausa de rigor para aguardar respuesta–.

La verdadera pregunta es: "¿Cuánta verdad puedo tolerar?". No es una ocupación para pacientes que quieran eliminar la tensión y llevar una vida tranquila.

Breuer no supo qué decir. La estrategia de Freud se hacía añicos. "Basa tu enfoque en la eliminación de la tensión", le había aconsejado. Pero para el paciente ante el que Breuer se hallaba, la obra de su vida, lo que lo mantenía vivo, requería tensión. Irguiéndose, Breuer apeló a la autoridad profesional.

–Comprendo su dilema a la perfección, profesor Nietzsche, pero escuche lo que voy a decirle. Debe entender que existen formas de que sufra menos sin necesidad de que abandone su investigación filosófica. He meditado mucho acerca de su caso. En mis años de experiencia clínica con la migraña, he ayudado a muchos pacientes. Creo que puedo ayudarle a usted. Permítame, por favor, exponerle mi tratamiento. –Nietzsche asintió y se echó atrás en el asiento. Breuer supuso que se sentiría seguro tras la barricada que había levantado–. Le propongo que permanezca en la clínica Lauzon de Viena durante un mes, para someterse a observación y tratamiento. Este arreglo presenta ciertas ventajas. Podremos efectuar pruebas sistemáticas con varios remedios nuevos contra la migraña. Veo que nunca se ha tratado con ergotamina. Es un nuevo remedio que promete mucho, pero requiere precauciones. Debe ingerirse inmediatamente después del comienzo del ataque; además, si se administra mal, puede producir peligrosos efectos secundarios. Prefiero supervisar la posología mientras el paciente esté en el hospital, sometido a estrecha vigilancia. La observación puede proporcionarnos una valiosa información acerca de las causas inmediatas de la migraña. Veo que usted es un atento observador de su propio estado; no obstante, existen claras ventajas cuando quien observa es un profesional adiestrado. –Breuer apenas se detuvo para impedir que Nietzsche le interrumpiera–. He utilizado la clínica Lauzon para mis pacientes en muchas ocasiones. Es cómoda y está administrada de manera competente. El nuevo director ha introducido muchos cambios innovadores, entre ellos agua de Baden–Baden. Además, como está cerca de mi consultorio, puedo visitarlo todos los días, excepto los domingos, y juntos podemos investigar las causas de tensión existentes en su vida. Nietzsche negó con la cabeza con un movimiento leve pero decidido–. Permítame –prosiguió Breuer– adelantarme a sus objeciones. Como acaba de manifestar, la tensión es tan intrínseca a su trabajo y a su misión que, aunque fuera posible extirparla, usted no se avendría a un procedimiento para hacerlo. ¿Estoy en lo cierto? –Nietzsche asintió. A Breuer le animó ver un atisbo de curiosidad en su mirada. "¡Bien! El profesor cree que ha pronunciado la última palabra sobre la tensión. Se sorprende al ver que arrastro su cadáver"–. Pero la experiencia clínica me ha enseñado que existen muchas causas de tensión, causas que pueden estar más allá del conocimiento de la persona que la padece y que requieren un guía objetivo para su aclaración.

–¿Y cuáles son las causas de la tensión, doctor Breuer?

–En un momento dado de nuestra charla, cuando le pedí que expusiera en un diario los acontecimientos relacionados con los ataques de migraña, usted se refirió a hechos importantes y perturbadores de su vida que lo distraían de la tarea de escribir un diario. Supongo que estos hechos (debe usted explicitarlos) son una fuente de tensión que podría aliviarse mediante la expresión oral.

–Ya he resuelto estas distracciones, doctor Breuer –dijo Nietzsche con decisión.

Pero Breuer insistió.

–Estoy seguro de que hay otras tensiones. Por ejemplo, el miércoles aludió a una traición reciente. Que, por cierto, debe de haberle causado tensión. Como no hay ser humano que esté libre de esta [angustia], nadie supera el dolor de la amistad rota. O el dolor de la soledad. Para serle franco, profesor Nietzsche, puesto que soy su médico, me concierne el programa diario que describió. ¿Quién puede tolerar tanta soledad? Hace poco acaba de decir que no tiene mujer, hijos ni colegas como si ello probase que ha erradicado la tensión. Pero yo lo veo de otro modo: la soledad extrema no alivia la tensión, sino que constituye la tensión misma. La soledad es el campo de cultivo de la enfermedad.

Nietzsche negó con la cabeza.

–Permítame que disienta, doctor Breuer. Los grandes pensadores siempre eligen su propia compañía, tienen pensamientos independientes, sin ser molestados por el rebaño. Piense en Thoreau, en Spinoza, en hombres de religión como San Jerónimo, San Francisco o Buda.

–No conozco a Thoreau, pero en cuanto al resto, ¿son modelos de salud mental? Además –Breuer esbozó una amplia sonrisa con la esperanza de aligerar la charla–, su argumento debe de estar en grave peligro, ya que recurre a los hombres de religión en busca de apoyo.

A Nietzsche no pareció hacerle gracia.

–Doctor Breuer, le agradezco los esfuerzos que hace por mi bien y también el provecho que he obtenido de esta consulta: la información que me ha brindado sobre la migraña es algo muy valioso para mi. Pero no es aconsejable que ingrese en una clínica. Las largas estancias en balnearios (semanas enteras en Saint–Moritz, en Hex, en Steinabad) no me han servido de nada.

Breuer no se rendía fácilmente.

–Debe comprender, profesor Nietzsche, que nuestro tratamiento en la clínica Lauzon no se asemejaría a una cura en cualquiera de los balnearios europeos. Lamento haber mencionado las aguas de Baden–Baden. Representan la parte más pequeña de lo que puede ofrecer la clínica Lauzon bajo mi supervisión.

–Doctor Breuer, si usted y su clínica estuvieran en otro lugar, podría considerar su propuesta. Quizá en Túnez, en Sicilia, incluso en Rapallo. Pero un invierno en Viena sería fatal para mi sistema nervioso. No creo que pudiera sobrevivir.

Aunque Breuer sabía por Lou Salomé que Nietzsche no había puesto objeciones cuando ella le había propuesto pasar un invierno en Viena con él y Paul Rée, se trataba de una información que no podía utilizar. En cualquier caso, contaba con un argumento mejor.

–Pero, profesor Nietzsche, usted confirma mi argumento. Si lo hospitalizáramos en Cerdeña o en Túnez, donde estaría libre de migrañas durante un mes, no conseguiríamos nada. La investigación médica no se diferencia de la investigación filosófica: ¡hay que correr riesgos! Bajo nuestra supervisión en Lauzon, una migraña no seria causa de alarma, sino una bendición: una mina de información para la causa y tratamiento de su estado. Permítame asegurarle que estaré a su disposición al instante y que de inmediato podré abortar un ataque con ergotamina o nitroglicerina.

Aquí Breuer hizo una pausa. Sabía que su argumento era poderoso. Trató de que no se le reflejase en la cara. Nietzsche tragó saliva antes de responder.

–Su argumento es interesante, doctor Breuer. No obstante, me resulta del todo imposible aceptar su recomendación. Mi objeción a su plan y a su tratamiento se origina en los niveles más profundos y fundamentales. Pero resultan superfluos debido a un obstáculo mundano pero esencial: el dinero. Aun en las mejores circunstancias, mis recursos se verían mermados por un mes de atención médica intensiva. En este momento, me resulta imposible.

–Ay, profesor Nietzsche, ¿no es extraño que haga tantas preguntas acerca de aspectos íntimos de su cuerpo y de su vida, pero que me abstenga, como la mayoría de los médicos, de entrometerme en su intimidad económica?

–Su discreción no era necesaria, doctor Breuer. No tengo inconveniente en hablar de mi economía. El dinero me importa poco, mientras tenga suficiente para continuar con mi trabajo. Llevo una vida sencilla y, aparte de unos pocos libros, no gasto nada, salvo lo que necesito para mi subsistencia. Cuando dimití hace tres años, la universidad me concedió una pequeña pensión. Ese es mi dinero. Carezco de cualquier otra fuente de ingresos; no tengo propiedades patrimoniales ni recibo dinero de ningún mecenas (poderosos enemigos se han encargado de ello), y, como le he dicho, jamás he ganado un céntimo con mis libros. Hace dos años, la universidad de Basilea decidió aumentarme un poco la pensión. Creo que el primer objetivo era que me fuera y el segundo que me mantuviera alejado.

–Introdujo la mano en el interior de la chaqueta y extrajo una carta. Siempre creí que la pensión sería vitalicia. Sin embargo, esta misma mañana Overbeck me ha enviado una carta de mi hermana en que se me dice que la pensión puede estar en peligro.

–¿Cómo es eso, profesor Nietzsche?

–Alguien a quien mi hermana no aprecia en absoluto está calumniándome. Todavía no sé si la acusación es verdadera o si mi hermana, como de costumbre, exagera. Sea como fuere, lo importante es que en este momento no puedo contraer una obligación económica importante.

Breuer se sintió encantado y aliviado ante la objeción de Nietzsche. Se trataba de un obstáculo que podía superarse sin problemas.

–Profesor Nietzsche, creo que tenemos actitudes similares con respecto al dinero. Al igual que usted, nunca le he otorgado una importancia emocional. Sin embargo, por pura casualidad, mi circunstancia difiere de la suya. Si su padre le hubiera dejado propiedades, tendría dinero. Aunque mi padre, un eminente profesor de hebreo, sólo me dejó un pequeño legado, me casó con la heredera de una de las familias judías más ricas de Viena. Ambas familias quedaron satisfechas: una dote abundante a cambio de un científico con un gran potencial. Con esto, profesor Nietzsche, quiero decir que su obstáculo financiero no es tal. La familia de mi mujer, los Altmann, han donado a la clínica Lauzon dos camas que están a mi disposición. De este modo, la clínica no cobraría nada, ni yo tampoco, por mis servicios. Nuestras conversaciones son tan enriquecedoras que me bastan. Así que todo está arreglado. Lo notificaré a la clínica. ¿Concertamos el ingreso para hoy mismo?

 

NUEVE

Sin embargo, no todo estaba arreglado. Nietzsche permaneció sentado durante largo rato con los ojos cerrados. De repente, los abrió y habló.

–Doctor Breuer, ya le he robado demasiado tiempo. Su oferta es generosa. La recordaré siempre, pero no puedo aceptarla y no la aceptaré. Existen razones más allá de las razones.

Nietzsche había pronunciado estas palabras con decisión, como si no necesitaran más explicaciones. Preparándose para irse, cerró el maletín.

Breuer estaba atónito. La entrevista parecía más una partida de ajedrez que una consulta profesional. Había hecho una jugada, había propuesto un plan al que Nietzsche había contestado de inmediato. Había respondido a las objeciones de Nietzsche, pero sólo para volver a tener que enfrentarse a nuevas objeciones. ¿Nunca acabarían? Pero Breuer, que poseía mucha experiencia en situaciones clínicas que llegaban a un atolladero, recurrió ahora a una táctica que raras veces fallaba.

–Profesor Nietzsche, conviértase en mi asesor por un momento. Imagine, por favor, una situación interesante; quizá pueda ayudarme a entenderla. Tengo un paciente que está muy enfermo desde hace tiempo. Tiene una salud apenas tolerable un día de cada tres o menos. Emprende un largo y arduo viaje para consultar a un médico experto.

Éste realiza su trabajo de forma competente. Examina al paciente y emite un diagnóstico acertado. Entre el paciente y el médico, al parecer, se establece una relación de respeto mutuo. El médico propone entonces un tratamiento global en el que tiene plena confianza. Sin embargo, su paciente no muestra ningún interés, ni siquiera curiosidad, por dicho tratamiento. Por el contrario, lo rechaza al instante y pone un obstáculo tras otro. ¿Puede ayudarme a desvelar este misterio? –Nietzsche abrió los ojos de par en par. Aunque parecía intrigado por la extraña táctica de Breuer, no dijo nada. Breuer insistió–. Tal vez deberíamos empezar por el comienzo de este enigma. ¿Por qué busca la consulta el paciente, si no quiere aceptar un tratamiento?

–Vine a causa de la insistencia de mis amigos.

Breuer se sintió decepcionado al ver que el paciente se negaba a participar en el juego. Aunque Nietzsche escribía con gran ingenio y alababa la risa en sus libros, estaba claro que a Herr Profesor no le gustaba jugar.

–¿Sus amigos de Basilea?

–Si, tanto el profesor Overbeck como su esposa son íntimos amigos míos. También un buen amigo de Génova. No tengo muchos amigos, a causa de mi vida nómada, pero el hecho de que todos me instaran a concertar una visita fue algo notable. Y también lo fue que todos tuvieran el nombre del doctor Breuer en la boca.

Breuer reconoció la hábil mano de Lou Salomé.

–Es muy probable –dijo– que lo que haya originado la preocupación de sus amigos sea la gravedad de su salud.

–O que yo hablara frecuentemente de mi salud en mis cartas.

–Pero que hablara de ello debe de haber sido reflejo de su propia preocupación. ¿Qué otra razón había para decirlo por carta? Seguro que no lo hacia usted para preocuparles ni para ganarse su simpatía.

¡Buena jugada! ¡Jaque al rey! Breuer estaba satisfecho de si mismo. Nietzsche se vio obligado a retroceder.

–El número de amigos que tengo es demasiado reducido para correr el riesgo de perderlos. Pensé que, como prueba de mi amistad, tenía que hacer todo lo posible aliviar su preocupación. De ahí que acudiera a su consulta.

Breuer decidió utilizar su ventaja al máximo. Hizo jugada más audaz.

–¿No se preocupa por usted mismo? ¡Imposible ¡Una incapacitación que le atormenta durante más de doscientos días al año! He atendido a demasiados pacientes en medio de un ataque de migraña para aceptar ahora que usted no concede importancia al dolor.

¡Excelente! Otra columna del tablero que quedaba bloqueada. ¿Adónde movería ahora el oponente?

Al parecer, Nietzsche se dio cuenta de que debía utilizar otras piezas y volvió a concentrarse en el centro del tablero.

–Me han llamado de muchas maneras: filósofo, psicólogo, pagano, agitador, anticristo. Incluso de manera muy poco halagüeña. Pero yo prefiero definirme como científico porque la piedra angular de mi método filosófico, igual que la del método científico, es el escepticismo. Siempre mantengo el escepticismo más riguroso y ahora soy escéptico. No puedo aceptar la exploración psíquica por mucho que lo diga la autoridad médica.

–Pero, profesor Nietzsche, estamos por completo de acuerdo. La única autoridad es la razón y mi recomendación se apoya en la razón. Sostengo sólo dos cosas. En primer lugar, que la tensión puede traducirse en enfermedad (y la observación médica corrobora esta afirmación). En segundo lugar, que hay en su vida una tensión considerable, y me refiero a una tensión distinta de la inherente a su investigación filosófica. Examinemos los hechos juntos. Considere la carta que envió su hermana y cuyo contenido me ha referido usted. Ser calumniado produce sin duda tensión. Y sin querer, usted ha violado nuestro pacto de mutua sinceridad al no mencionar antes a esta persona calumniadora. –En este punto, Breuer decidió hacer una jugada más osada aún: no tenía nada que perder–. Seguramente, también le causa tensión pensar en la posibilidad de perder la pensión, que constituye su único sustento. Y si se trata de una exageración alarmista por parte de su hermana, existe la tensión de tener una hermana capaz de suscitar alarma. –¿Había ido demasiado lejos? Breuer notó que Nietzsche había dejado caer la mano a un lado de la silla y que ahora, con lentitud, la dirigía al asa del maletín. Pero ya no había forma de retroceder. Breuer optó por el jaque mate–. Pero cuento con un soporte todavía más poderoso en que apoyar mi posición. Un libro reciente y muy brillante –extendió la mano y cogió el ejemplar de Humano, demasiado humano–, escrito por un filósofo que, si hay justicia en el mundo, pronto será eminente. Escuche. –Abrió el libro por el pasaje que había descrito a Freud y leyó las partes que le habían interesado–: "La observación psicológica es uno de los recursos mediante los cuales podemos aliviar la carga de la vida". Un par de páginas después, el autor afirma que la observación psicológica es esencial. Oigamos sus palabras: "Ya no se puede seguir evitando a la humanidad el cruel espectáculo del quirófano moral". Un par de páginas después, señala que los errores de los grandes filósofos se originan, por lo general, en una explicación falsa de las acciones y sensaciones humanas, lo que en último extremo produce "la forja de una ética falsa y de monstruos religiosos y mitológicos". –Sin dejar de hablar, Breuer empezó a pasar las páginas del libro–. Podría seguir, pero lo que en definitiva sostiene esta excelente obra es que si queremos entender la fe y la conducta humanas, debemos descartar las convenciones, la mitología y la religión. Sólo entonces, sin prejuicios de ninguna clase, podremos examinar al sujeto humano.

–Estoy familiarizado con ese libro –dijo Nietzsche con firmeza.

–Pero ¿seguirá usted lo que prescribe?

–Dedico mi vida a ello. Pero usted no lo ha leído todo. Hace años que estoy llevando a cabo esa disección psicológica: yo mismo he sido el sujeto de mi propio estudio. Pero no estoy dispuesto a ser sujeto de usted. ¿Se prestaría usted a ser sujeto de otro? Permítame formularle una pregunta directa, doctor Breuer. ¿Cuál es su motivación en este proyecto de tratamiento?

–Usted acude a mí en busca de ayuda. Se la ofrezco. Soy médico. Eso es lo que hago.

–¡Demasiado sencillo! Los dos sabemos que la motivación humana es mucho más compleja y, al mismo tiempo, más primitiva. Vuelvo a preguntarle: ¿cuál es su motivación?

–Es un asunto sencillo, profesor Nietzsche. Ejerzo mi profesión: el zapatero remienda zapatos, el panadero hace pan, el médico cura. Me gano la vida poniendo en práctica mi vocación, y mi vocación es ser útil, aliviar el dolor.

Breuer trataba de transmitir confianza, pero empezaba a sentirse inquieto. No le gustaba la última jugada de Nietzsche.

–No son respuestas satisfactorias, doctor Breuer. Cuando dice que un médico cura, un panadero hace pan, o uno pone en práctica su vocación, no habla de motivos, sino de hábitos. En su respuesta, ha omitido la conciencia, la elección y el interés propio. Prefiero que diga que se gana la vida: por lo menos es algo que puedo entender. Uno lucha para llevarse comida a la boca. Pero usted no me pide dinero.

–Yo podría hacerle la misma pregunta, profesor Nietzsche. Usted dice que no gana nada con su trabajo. Entonces, ¿por qué se dedica a la filosofía? –Breuer intentaba seguir con la ofensiva, pero su ímpetu disminuía.

–Ah, pero hay una diferencia importante entre nosotros. Yo no finjo hacer filosofía por usted, mientras que usted, doctor, finge que su motivación es serme útil, aliviar mi dolor. Eso no tiene nada que ver con la motivación humana. Es parte de una mentalidad de esclavo hábilmente ideada por la propaganda de los sacerdotes. ¡Penetre más en sus motivos! Encontrará que nunca se ha hecho nada enteramente por los demás. Todas las acciones van orientadas hacia uno mismo, todo servicio sirve a uno mismo, todo amor es amor por uno mismo. –Las palabras de Nietzsche brotaban cada vez más deprisa–. ¿Le sorprende mi comentario? Quizá esté pensando en las personas que ama. Profundice más y se dará cuenta de que no las ama: lo que ama es la agradable sensación que produce ese amor en usted. Usted ama el deseo, no a quien desea. Por eso, ¿puedo volver a preguntarle por qué quiere atenderme? –la voz de Nietzsche se tornó severa–, ¿cuales son sus motivos? –Breuer se sentía mareado. Contuvo su primer impulso: comentar lo desagradable y burda que le parecía la formulación de Nietzsche y, de ese modo, dar por terminado el molesto caso del profesor. Por un instante imaginó la espalda de Nietzsche saliendo del consultorio. ¡Dios mío, qué alivio! Por fin libre de aquel asunto triste y frustrante. Sin embargo, le entristecía pensar que no volvería a ver a Nietzsche. Se sentía atraído por aquel hombre. Pero ¿por qué? ¿Cuáles eran, en realidad, sus motivos? Volvió a pensar en las partidas de ajedrez con su padre. Siempre había cometido el mismo error: se concentraba demasiado en el ataque, lo forzaba más allá de las propias líneas y descuidaba la defensa hasta que, de pronto, la reina de su padre le atacaba por detrás y amenazaba con el jaque mate. Apartó de su mente la imagen. pero sin dejar de tomar nota de su significado: nunca más subestimaría al profesor Nietzsche–. Se lo repito, doctor Breuer, ¿cuáles son sus motivos?


Дата добавления: 2015-11-14; просмотров: 69 | Нарушение авторских прав


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