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Isabel San Sebastián 31 страница



La respuesta no se hizo esperar.

—Mi señor hizo las averiguaciones que le solicitasteis, aunque con escasos resultados —tradujo un griego que hacía también las veces de escriba—. A lo que parece, el caballero en cuestión, así como el muchacho que le acompañaba, cayeron en poder de nuestros hermanos del Oriente, cuyos dominios lindan con los de las tribus de mongoles que castigan la región con sus incursiones devastadoras. Nada se puede hacer por ellos, salvo elevar nuestras plegarias a Alá, el Misericordioso, a fin de que les proteja.

—Ya lo has oído —dijo el rey a Braira, que se había quedado lívida de espanto—. Será mejor que les olvides.

Acto seguido abandonó el salón con paso firme en compañía del egipcio, que caminaba unos pasos detrás de él en actitud respetuosa.

 

 

Hay dolores del espíritu cuya intensidad corta literalmente la respiración. Dolores capaces de truncar la vida. Aquella noche la hija de Occitania estuvo a punto de sucumbir a ese mal. Lo deseó con todas sus fuerzas. Habría dado todo lo que poseía por cerrar los ojos y no volver a despertar, pero se mantuvo en vela, enferma de angustia, sin que la muerte acudiera a su llamada.

Con el alba llegó la resignación, burdo remedo de una paz inalcanzable. Puesto que nadie parecía querer oír hablar de su pérdida y tanto su rey como sus pocas amigas la invitaban a enterrar en el olvido a sus dos hombres, borrados en esa hora de la faz del mundo conocido, dejaría de mencionarlos. Les evitaría a ellos ese ultraje conservando su memoria intacta en un lugar abrigado de su corazón. No volvería a exponerles al desprecio público.

Su decisión era firme.

—Majestad —se dirigió al rey en cuanto se le presentó la ocasión, transcurridos unos días—, quisiera obtener vuestro permiso para regresar a Aragón.

—¿Cómo dices? —se sorprendió Federico.

—Nada me retiene ya aquí —explicó ella con el rostro desfigurado por la tristeza—. Tengo la sensación de que mis días tocan a su fin y me gustaría, antes de entregar el alma, volver a esa tierra en la que fui tan feliz.

—¿Nada te retiene aquí, dices? —replicó él en tono airado—. ¿Y qué hay de mí? ¿Qué pasa con los vaticinios que pueda requerir de ti? ¿Acaso no llevas treinta años a mi servicio? ¿Tienes alguna queja del trato recibido?

—No creo que necesitéis para nada a esta vieja ignorante, estando como estáis rodeado de sabios —se quitó importancia, en su intento de convencerle para que la dejara marchar.

—¿No te he necesitado en todo este tiempo? ¿No he contado contigo? ¿No he recompensado generosamente tus aciertos?

Braira pensó que su idea de la generosidad y la del emperador diferían sustancialmente, pero no tenía la energía suficiente como para porfiar. De ahí que respondiera:

—Tenéis consejeros mucho mejor preparados que yo, majestad.

—¿Y me dices esto ahora, cuando precisamente acabamos de perder a nuestro querido Miguel Escoto, que Dios tenga en su gloria? Todavía no me he repuesto de su muerte, por más que la edad no perdone, ¿y me vienes con éstas?

—Mateo de Antioquía, vuestro nuevo astrólogo, es hombre de vasta cultura, inteligencia e intuición...

—¡La respuesta es no! —zanjó el rey la discusión—. Ignoro a qué ha venido ese nuevo arranque tuyo, pero te repito lo que ya te he dicho en más de una ocasión. Cuando quiera conocer el dictamen de tus cartas, te lo haré saber y tú cumplirás con tu deber de interpretarlas para mí. A tal fin permanecerás aquí, donde eres respetada y tratada con la máxima deferencia gracias a mi protección, a pesar de tu ingratitud. Y no se hable más. ¡Deja de poner a prueba mi paciencia!



Por primera vez en su vida Braira de Fanjau, la orgullosa dama del Tarot que había triunfado con sus habilidades adivinatorias en todos los salones, que había accedido a los personajes más señalados de su tiempo y, a pesar de las penalidades sufridas, siempre había estado satisfecha con su forma de ser, renegó de su naturaleza. ¿Adónde le había conducido ese anhelo infantil de codearse con los poderosos y compartir sus privilegios? ¿Por qué no habría nacido ella, como Bianca, con esa inclinación espontánea a la sumisión tan útil para sobrevivir en el tiempo que les había correspondido? ¿Quién le habría hurtado desde pequeña la garantía de felicidad contenida en un espíritu conformista, sencillo, tendente a mostrarse dócil?

La soledad se la estaba comiendo a bocados, pero debía aceptar las cosas tal como venían o atreverse a quitarse la vida. Y no estaba preparada para dar ese paso.

 

 

El emperador, por el contrario, estaba absolutamente seguro de lo que debía hacer. Tras unos años de paz dedicados a legislar, disfrutar de los placeres mundanos y acumular saber, era hora de retomar las armas. Las ciudades de la Liga Lombarda representaban un desafío que no podía consentir. Un desacato inaceptable a su autoridad, amén de un peligro cierto para el cristianismo, toda vez que su capitana, Milán, seguía empeñada en acoger herejes reacios a someterse a los mandatos de la Iglesia. Tenía motivos sobrados para desencadenar la guerra y un pretexto inmejorable. ¿Qué más podía pedir?

A comienzos de 1236 lanzó una terrible ofensiva contra ellas. Contravenía con ello los deseos del pontífice, que era partidario de la mediación diplomática con el fin de frenar a un soberano desbocado, cuyas ansias expansionistas percibía como una amenaza a su propia potestad de decidir sobre los asuntos temporales. No en vano había proclamado solemnemente en una bula que el vicario de Cristo estaba legitimado para «establecer nuevas leyes y reunir a nuevos pueblos, servirse de las enseñas imperiales, deponer a los emperadores y liberar a los súbditos del juramento de fidelidad hecho a señores indignos». En definitiva, que la última palabra en cualquier conflicto siempre sería suya.

Federico no compartía esa idea. A Dios lo que era de Dios y al césar; es decir, a él, lo que correspondía al césar. A ese lema sagrado remitía su conducta. Pero antes de partir a la guerra quiso conocer el dictamen de los astros y las cartas, ya que otorgaba cada vez más importancia a sus designios. Los primeros le auguraron éxitos rotundos. Braira se mostró más críptica.

—La Papisa, majestad, os invita a no precipitaros...

—¿Qué es eso de la Papisa? ¿Cómo pueden tus figuras dibujar semejante incongruencia? ¿Hasta dónde llegaríamos si una mujer consiguiera alzarse sobre el trono de San Pedro? ¡Qué disparate!

—Se trata, como ya os he explicado, de un símbolo.

—Bien. ¿Y qué simboliza exactamente?

—Es una carta confusa, de difícil interpretación, que nos habla de paciencia, del lapso espacial y temporal que media entre la formulación de un deseo y su cumplimiento, así como de la necesidad de adaptar nuestros anhelos a las posibilidades reales, pues rara vez la vida nos concede todo aquello que le pedimos.

—Mis deseos se cumplen tal y como yo los formulo, en el momento exacto en que dispongo de la fuerza necesaria para hacerlos realidad, que es lo que acontece ahora mismo —replicó Federico con suficiencia.

—No precisáis entonces de mi consejo —repuso Braira, levantándose.

—¡Sigue! No te he dado permiso para retirarte.

Asustada, sin ganas de profundizar en un discurso que evidentemente desagradaba a su amo, la cartomántica concluyó:

—Tal vez no todo lo que pulula a vuestro alrededor pueda ser visto. Acaso se estén larvando situaciones o desenlaces que escapen a vuestro control; traiciones ocultas, abandonos, quizá incluso errores, que os aboquen a quedaros solo... Aprended de experiencias pasadas, mi señor.

—¿De cuáles?

—A eso debéis contestaros vos mismo. Llegaréis a una encrucijada en la que tendréis que optar entre el camino de la astucia y el de la furia. La elección será vuestra. La Papisa os otorgará lo que pidáis en el momento oportuno, aunque no de forma absoluta.

 

 

Como la paciencia no figuraba entre las virtudes que adornaban al rey siciliano, «oportuno» era, a sus ojos, el momento que decidía él.

Su ejército estaba dispuesto para el combate. Únicamente le quedaba una cosa por hacer a fin de marchar tranquilo: asegurarse de que su hijo Conrado fuese elegido sucesor al trono de Carlomagno por los grandes electores del Imperio, a pesar de que Enrique, el primogénito, seguía vivo aunque cautivo.

En su magnífico sepulcro de mármol de Palermo, Constanza de Aragón se estremeció de dolor por la injusticia cometida con la sangre de su sangre. Junto a ella, arrodillada a los pies del sarcófago, Braira juró que jamás perdonaría a su señor esa afrenta.

Los astrólogos acertaron y Braira se equivocó, a juzgar por el desenlace de las primeras batallas, que culminaron con una derrota sin paliativos de los coaligados del norte y muchas de sus villas arrasadas. Nada pudieron hacer sus contingentes de ciudadanos y tropas de soldada ante el avance arrollador de las fuerzas imperiales, compuestas por gentes de diversa procedencia y un único rasgo común: la ausencia absoluta de escrúpulos.

Formaban las filas de Federico germanos insuperables como jinetes, que aventajaban en fuerza y tamaño a sus adversarios lombardos. Sarracenos de Lucera, tan odiados como temidos, abocados a matar o morir, puesto que la consigna entre sus enemigos era no hacerles prisioneros ni sepultarles, sino despedazar sus cadáveres para darlos en pasto a las fieras. Y finalmente los brutales mercenarios piamonteses de Ezzelino da Romano, señor de Verona, de quien se decía que era un hombre salvaje, feroz y asocial, que no retrocedía ante ley, mandato religioso o regla de caballería alguna, y desconocía la piedad incluso aplicada a mujeres o niños de su propia familia.

A la cabeza de esos efectivos, cuya mera mención llenaba de espanto los corazones, el emperador se alzó con una sonada victoria que celebró en Cremona mediante un desfile triunfal organizado a imagen y semejanza de los protagonizados por los generales de la antigua Roma. Lo abría un elefante que tiraba del carro en el que habían sido depositadas las enseñas del poder milanés, seguido de una interminable cuerda de prisioneros, entre los que se encontraba el condestable de Milán, un veneciano hijo del dux, encadenado y sometido al escarnio público. Federico, revestido de su armadura de plata, cabalgaba un corcel de color blanco inmaculado, saboreando con deleite ese manjar tan de su gusto.

Mas poco duró su alegría, pues el domingo de Ramos de 1239, mientras seguía luchando por terminar con los últimos focos de resistencia septentrionales, el papa Gregorio castigó su atrevimiento fulminándolo con otra excomunión.

Durante la ausencia de su señor, Braira y Bianca se acercaron para consolarse mutuamente. Ninguna de ellas gozaba del favor de la corte, que las percibía como extrañas a ese universo endogámico, por lo que pasaban mucho tiempo juntas, en el campo, viendo crecer a los niños.

Manfredi era un calco de su padre, cuyas aficiones, desde la lucha a la caza, pasando por la lectura y el ejercicio del poder, compartía sin excepción. Constanza se había convertido en una bonita criatura de nueve años de edad que prometía llegar a ser una belleza. Había heredado toda la sensualidad de la favorita de Federico, a la que sumaba una expresión inteligente, ausente de las facciones de ésta, y un punto de descaro irresistible. Todo le inspiraba curiosidad. Cuando deseaba algo, se aseguraba de conseguirlo, ya fuera a base de insistencia ya recurriendo a la seducción. Su sonrisa recreaba la luz del amanecer. Quería a esa abuela de acento extraño que frecuentaba su casa casi tanto como a su madre.

—Háblame de la reina cuyo nombre llevo, tía —pidió a su madrina ese día, aprovechando que estaban las dos solas—. ¿Era guapa? ¿La amaba mi padre?

—No ha existido soberana mejor que ella, te lo aseguro —respondió la occitana—. Fue una mujer extraordinaria en todos los sentidos, que cautivó el corazón del rey desde que la vio por vez primera, al descender de la galera que nos trajo a las dos a esta isla.

—¿Cómo lo logró? —inquirió la niña—. ¿Cómo se consigue enamorar a un rey?

—Deberías preguntárselo a tu madre.

—Ella no quiere que hablemos de estas cosas. Dice que soy demasiado joven.

—Y tiene razón. Pero te diré que lo que hacía de Constanza una gran reina y una gran esposa era su sabiduría. Una mezcla de humildad, fortaleza, convicción, sensatez, entrega y templanza que era difícil de igualar. Servirla fue para mí un privilegio. Además me regaló dos perros, Seda y Oso, que en una ocasión me salvaron de ser mordida por una araña venenosa y me dieron además mucha alegría. ¿Te gustaría a ti tener un cachorro tuyo y de nadie más?

Ignorando por completo el tema de los animales, que eran mucho más del gusto de su hermano Manfredi, la damita se puso de puntillas, compuso un gesto forzado y preguntó, coqueta:

—¿Crees que me parezco a ella?

—Tú serás más hermosa aún que mi señora —vaticinó Braira—. Espero que sepas también cultivar tu mente y tu espíritu, pues una y otro acaban tarde o temprano asomándose a la mirada, que es el principal atributo de belleza de cualquier persona.

—Léeme las cartas por favor —suplicó entonces Constanza, que había visto practicar ese juego en multitud de ocasiones a las dos mujeres con las que se había criado y no terminaba de entender muy bien a qué se refería su madrina con eso del «atributo de belleza»—. Dime lo que va a pasarme cuando sea mayor.

—¡Ni hablar! —se enfadó la de Fanjau.

—Sólo una vez, una carta sólo... ¡Te prometo que no se lo diré a mamá!

—¿Qué es lo que quieres saber? —replicó Braira intrigada.

—Si también yo conquistaré el corazón de un rey...

—Está bien —accedió a sus ruegos la cartomántica, divertida por esa respuesta—, pero sólo por esta vez. Y si te vas de la lengua —añadió, tratando en vano de sonar amenazadora—, te las verás conmigo.

Sacando los naipes de su estuche, se los tendió boca abajo a la muchacha para que extrajera, a ciegas, esa única carta llamada a esclarecer su destino amoroso.

La elegida fue la Emperatriz, representación de la fuerza creadora, del amor fecundo, la vida y la abundancia. Tan agradablemente sorprendida quedó la dama con esa figura, que le pidió a la pequeña coger otra del montón. La escogida, el Emperador, trenzaba un augurio prometedor. La niña había formado, al primer intento, la pareja más poderosa del Tarot.

—Si te esfuerzas, obedeces a tus mayores y te instruyes, lograrás lo que te propongas.

—¿Me casaré con un rey?

—Tal vez, o tal vez no. En todo caso serás feliz. Las águilas vuelan alto porque saben que pueden hacerlo. Las gallinas, en cambio, ni siquiera intentan abrir las alas. Tú eres un águila, como lo fue esa otra Constanza a quien tuve la suerte de servir, y lo será, sin lugar a dudas, la Constanza que ha de venir, pues así lo anuncian las cartas. Nunca dejes que te convenzan de lo contrario.

Cuando regresó Bianca, Braira le narró lo sucedido poniendo el acento en lo prodigiosa que resultaba la tirada.

—Que en la primera experiencia con el Tarot se produzca una conjunción semejante es algo extraordinario de verdad.

—¿Bueno o malo para mi hija? —quiso saber la madre.

—Excelente, aunque no inmediato. El magno acontecimiento que vaticinan estos signos tardará en fraguar. La Emperatriz mira al futuro; es la encargada de hacer germinar, a su debido tiempo, los frutos cuyas semillas componen el collar del Emperador.

—No entiendo nada —se inquietó Bianca, cuya sencillez resultaba incompatible con la oscura jerigonza empleada por su amiga.

—Lo que quiero decir es que una Constanza sangre de tu sangre, acaso no mi ahijada sino tu nieta o bisnieta, estará llamada a un destino importante. Será ella quien logre materializar el proyecto grandioso que unirá a Sicilia con Aragón a través de los sentimientos. No te puedo aclarar más, pero te aseguro que tu linaje llegará muy lejos. Lo que debes hacer ahora es proteger y vigilar estrechamente a tus vástagos, pues si lo que acabo de decirte trascendiera, su vida correría grave peligro. Incluso su propio padre podría...

—Él jamás les haría daño —protestó la amante—. Me consta que les quiere con locura, especialmente a Manfredi.

—Seguramente tengas razón —concedió la occitana—, aunque yo no me confiaría. No olvides que son bastardos y que él tiene hijos legítimos. A sus ojos, no serán nunca lo mismo.

Se equivocaba.

 

 

La encrucijada que había anunciado Braira a Federico se produjo en el momento de su excomunión, cuando el pontífice le acusó de haberse apropiado de tierras pertenecientes a la Iglesia y haber obstaculizado el libre tránsito de sus legados. Él habría podido negociar, ceder en algo, buscar el modo de quitarse de encima el anatema a cambio de bagatelas, aunque optó por montar en cólera y lanzar a sus guerreros al asalto de la Ciudad Eterna.

—Si he de quemarme en el infierno, que así sea —le dijo a Ezzelino, el más leal de sus generales, a punto de sufrir un ataque de apoplejía a causa de la ira—, pero antes veré arder Roma.

—No dejaremos piedra sobre piedra, majestad —se relamió el tirano de Verona—. Mis hombres sólo esperan una orden para entrar a por el botín que esconden sus palacios, sus templos y sus conventos, incluidas las monjas, por supuesto.

—Primero quiero que hagas correr la voz de lo que voy a decirte, de manera que el mensaje llegue sin tardanza a Sicilia: allí no hay interdictos que valgan. ¿Comprendes?

—Perfectamente, señor.

—Espero que lo entienda igualmente todo el clero, desde los obispos al último diácono. Cualquiera que se atreva a obedecer a Gregorio y negar a mis súbditos los sacramentos será ejecutado lentamente. ¡No habrá excepciones, que quede claro! Ni siquiera ha de enterarse mi pueblo de lo que ha dictado este papa, para lo cual las puertas del reino quedan cerradas desde este mismo instante a sus enviados lo mismo que a sus bulas. ¡No me robará a mis vasallos ni les forzará a perderme el respeto!

—Por supuesto que no lo permitiremos —ratificó Ezzelino, esbozando una mueca a guisa de sonrisa en su rostro cosido a cicatrices, que era en sí mismo un arma de terror psicológico muy poderosa.

Y así se hizo. Ni una boda, ni una misa, ni un bautizo dejaron de celebrarse en el reino.

Ante el avance imparable del ejército imperial, impulsado por la cólera de su comandante, el santo padre pidió socorro al conjunto de la Cristiandad lanzando un llamamiento desesperado a todas las testas coronadas. Convocó asimismo a sus ciudadanos a oponer fiera resistencia al agresor. Recurrió incluso a los cráneos de los santos Pedro y Pablo, que paseó en procesión por las calles de la urbe asediada, advirtiendo que si los romanos no eran capaces de defender a su Iglesia, serían los apóstoles quienes se encargarían de hacerlo, con terribles consecuencias para todos.

Las espadas estaban en alto. Federico no aplacaba su furor, si bien era consciente de que las murallas de la antigua capital de Constantino no eran fáciles de derribar. Gregorio, por su parte, se había fortificado a conciencia. En la Pascua de 1241 convocó un sínodo extraordinario al que llamó a prelados de todo el orbe, empeñado en aislar a su enemigo. El emperador advirtió que no garantizaría la seguridad de los eclesiásticos... y no lo hizo. De hecho, se cebó con ellos.

Ciego de rabia, mandó atacar a las galeras genovesas en las que viajaban centenares de clérigos del más alto rango, incluidos varios cardenales. Una vez capturados los barcos y muertas sus tripulaciones, los pasajeros tonsurados fueron conducidos a presidios inmundos en los que sufrieron hambre, tortura y privaciones sin cuento. Eran rehenes destinados a obtener la rendición del papa. Piezas de una partida de ajedrez que acabó en tablas, puesto que ese verano falleció, carcomido por el calor y las preocupaciones, el viejo vicario de Cristo, nacido Ugolino Segni, sin haber conseguido derrotar a su eterno rival ni tampoco haber claudicado ante él.

La mente infatigable del hombre a quien llamaban Estupor del Mundo se puso inmediatamente a buscar el modo de sacar la máxima ventaja a lo que, desde su punto de vista, era un feliz acontecimiento. ¿Y si empleaba su influencia con algunas de las más ilustres familias romanas para tratar de forzar la elección de un pontífice más proclive a someterse a su voluntad? ¿Quién le impedía aprovechar ese momento de debilidad en el Vaticano, recurriendo a lo que hiciera falta a fin de obtener una fumata blanca acorde a su conveniencia?

Recordó el augurio de Braira: «La Papisa os otorgará lo que pidáis, aunque no de forma absoluta». Le vino a la memoria también eso que en múltiples ocasiones le había repetido su primera esposa, la más querida y digna de admiración de cuantas mujeres habían pasado por su vida: «No te enfrentes a la Iglesia, jamás podrías vencerla». Evocó igualmente la imagen del antipapa Juan XVI, promocionado por el usurpador Crescencio en los albores del milenio, que terminó su breve mandato siendo paseado por el populacho atado a la cola de un burro, con las cuencas de los ojos vaciadas y la nariz, lengua y orejas cortadas, mientras su mentor era ajusticiado en el castillo de Sant'Angelo...

No, no era eso lo que quería para sí mismo. Se abstendría de interferir en los asuntos de Dios, puesto que aspiraba a que su representante en la tierra no se inmiscuyese en los suyos. Decididamente era hora de dar media vuelta, regresar a ese cruce de caminos en el que había optado por el furor y rectificar la elección regresando a Palermo. Todavía estaba a tiempo.

En esa hora de cordura recobrada, la voz de Constanza, que resonaba con fuerza en sus oídos, le hizo pensar en su hijo Enrique. ¿Había sido justo con él? ¿Se había comportado como cabría esperar de un padre? ¿Existiría la posibilidad de que el largo cautiverio al que le había sometido le hubiese amansado lo suficiente como para merecer su perdón y un puesto junto a él, a la cabeza del Imperio?

Estaba decidido a averiguarlo.

—Parte hoy mismo hacia el norte, al frente de una escolta de notables, para traer a la corte al rey Enrique —ordenó a uno de sus lugartenientes, devolviendo inconscientemente a su primogénito el título del que le había desposeído—. Dile que su padre quiere verle de inmediato.

Tenía tiempo de sobra, sí. Según sus cálculos, Enrique acababa de cumplir los treinta.


 

 

Capítulo XXXVIII

 

 

—Te gustará oír que he mandado llamar a Enrique —informó el emperador a Braira nada más tomar la decisión—. Quería que fueras la primera en saberlo, en atención a la relación que mantuviste con su madre y al cariño que sientes hacia él.

—¿Vais a perdonarle, señor?

—Tal vez. Dependerá de su actitud.

Estaban los dos frente a frente, uno sentado, la otra de pie, en la salita aneja al dormitorio del rey que en tantas ocasiones había sido testigo de sus lecturas de cartas.

¡Qué lejos quedaban los años en que un Federico joven y fogoso había intentado doblegar allí mismo la virtud de la dama favorita de su esposa! Con medio siglo cumplido y muy viajado, ambos acusaban los estragos de la edad, cada cual a su manera.

El rey estaba prácticamente calvo, veía cada vez peor, tenía la cara abotargada, surcada de diminutas venas rojas y azuladas especialmente marcadas en la nariz, y había aumentado considerablemente de tamaño, no en altura sino en volumen. Ni el más hábil de los sastres era capaz de disimular su obesidad, que trataba en vano de tapar recurriendo a vestiduras holgadas de colores oscuros, pues seguía siendo un presumido empedernido.

También Braira solía vestir de negro o marrón monacal, aunque ahí terminaba el parecido. Ella había ido a menos, encogiéndose y adelgazando a medida que envejecía. Su rostro, antaño radiante, era todo nariz, cada vez más torcida, piel arrugada y mentón. Los ojos se le habían apagado, igual que la sonrisa. Casi siempre se cubría la melena grisácea, recogida en un moño a la altura de la nuca, con un velo de paño liviano. Hacía una eternidad que no se miraba al espejo.

—Ojalá estéis todavía a tiempo de reconciliaros con vuestro hijo —añadió la occitana al cabo de una larga pausa.

—¿Y por qué no habría de estarlo? —se molestó él—. Aún nos queda mucha vida.

—¡Dios lo quiera! —agregó ella con aire misterioso.

—¡Habla claro! —le espetó el monarca, dando con el puño en el reposabrazos de madera del sillón—. ¿Qué es lo que tratas de decirme?

—Nada concreto, majestad. Es que tengo un mal presentimiento...

—Pues guárdatelo para ti. No te he hecho venir para que me agües la fiesta. Tú y tus presentimientos... —apostilló irritado—. ¡Retírate! ¿Por qué no te mandaré azotar?

—Si ése es vuestro deseo...

—¡Vete, mujer! —la despachó.

Mientras salía, Braira le oyó murmurar:

—Cuánto añoro en estos casos la paz del campo de batalla...

 

 

Enrique llevaba seis años languideciendo en distintos calabozos, todos igual de lóbregos, situados en varios castillos de Alemania, los Abruzos y Calabria. Se había quedado en los huesos. Su espíritu torturado achacaba su desgracia a la maldad de su padre, en quien no veía a un hombre ni a un rey, sino a un monstruo despiadado de quien nada cabía esperar sino la muerte.

Cuando vinieron a sacarle del agujero que compartía con sus propios piojos y su hedor, estaba pálido, barbudo, sucio y desesperado. En ese estado de ánimo, el emisario enviado a buscarle por orden del emperador se le antojó un verdugo. Un matarife disfrazado de soldado con la cruel finalidad de incrementar su sufrimiento. ¿Qué otra cosa podía ser, actuando en nombre del tirano?


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