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Isabel San Sebastián 19 страница



Esa misma noche, un grupo de caballeros hospitalarios obtuvo el permiso del jefe cruzado para buscar los restos mortales del que había sido su señor, a fin de darle cristiana sepultura en la casa que tenía la orden en Tolosa. Lo encontraron a la luz de las antorchas, se lo llevaron a su nueva morada y allí descansó el soberano de Aragón, junto a los leales caídos a su lado, hasta que, cuatro años después, a petición de su hijo Jaime, el papa Honorio III accedió a que sus huesos fuesen trasladados al monasterio de Sijena, donde reposarían, junto a los de doña Sancha, hasta el día de la resurrección.

—¿Qué va a ser de ese pobre huérfano? —se preguntó Guillermo en voz alta después de un rato de marcha, en referencia al heredero de Aragón, tratando de encontrar un tema de conversación trivial con el que sacar a su hermana del mutismo en el que se hallaba sumida.

Desde que habían abandonado el lugar de la matanza ella se dejaba conducir dócilmente por él, sin oponer resistencia ni mostrar tampoco signos de querer o poder desahogarse. El fraile era consciente de la acumulación de tragedias que había vivido en poco tiempo, por lo que no quería obligarla a hablar, aunque sí distraerla en la medida de lo posible. Se conformaba con que saliera de su ensimismamiento. Ya dejaría fluir sus emociones cuando estuviese preparada.

—¿Qué va a ser de nosotros? —replicó Braira al cabo de una eternidad, ignorando la pregunta—. ¿Qué va a ser de este pobre mundo? Y yo que no soportaba la visión de la sangre... ¿Existe un lugar en el que podamos escapar a tanta maldad? Dime, Guillermo, ¿hay algún escondite? Porque si lo hay, quiero permanecer en él para siempre. No aguanto más...

—No temas —la tranquilizó él con cariño—. Escribiré a don Tomeu Corona y a su esposa, la buena de doña Alzais, quienes, como sabes, sienten gran afecto por ti. Ellos te proporcionarán los medios para regresar a Sicilia, donde te aguarda tu marido.

—¡Ojalá fuese así! No tengo la menor idea de dónde está Gualtiero ni de si está con vida. Ignoro si yo misma tengo aún alguna vida que vivir. Todo es muerte, destrucción, desvarío...

—No pierdas la esperanza. Tras la tempestad siempre acaba por llegar la calma.

Braira se detuvo en seco para observar a su hermano. Sus ojos parecían reflejar una luz interior que hasta entonces ella no había notado. Una convicción auténtica, inasequible al contraste con la realidad, por macabra que ésta fuera, que le proporcionaba fuerzas para superar cualquier cosa.

Guillermo no sonreía, aunque su rostro proyectaba ternura; un sentimiento tan hondo como contagioso, que la llevó a abrazarse a él casi sin pretenderlo. Al cabo de un rato, durante el cual permanecieron así, abrazados y silenciosos, ajenos a todo lo demás, ella dijo:

—No te he dado todavía las gracias por haberme salvado una vez más...

—¡Ni falta que hace!

—Tampoco he correspondido a tu generosidad escuchándote. Cuando nos vimos en Prouille te juzgué en lugar de intentar comprenderte.

—Es el privilegio de la juventud —replicó él en tono algo sarcástico, reanudando la marcha—. Una fea costumbre que se pasa con los años.

—Pero me pareció que sufrías —insistió ella.

—Todos tenemos que sufrir.

—¿Por voluntad propia?

—No es tan sencillo, hermanita. A menudo nos enfrentamos a encrucijadas que nos obligan a escoger, y toda elección conlleva una renuncia. En eso consiste la vida: en optar entre caminos sin saber exactamente a dónde llevan.

—¿Y tú estás seguro de haber elegido el correcto?

—Lo estoy. Pese al dolor que arrastro y arrastraré siempre, tengo la certeza de haber encontrado mi fe y mi vocación.



—Me gustaría poder decir lo mismo...

—Busca la luz en tu interior y pide a Dios que te ilumine. El te ama, aunque tú te empeñes en negarle.

Braira no respondió. No sabía en qué creer. Todas las seguridades sobre las que había construido su existencia yacían destrozadas por la brutalidad humana.

A lo largo de los últimos meses había apelado con devoción, con desesperación incluso, a la misericordia divina, sin obtener otra respuesta que la callada o la indiferencia. El poder, ese objeto de deseo que perseguía desde niña, le parecía ahora sinónimo de desgracia. Ni siquiera confiaba en ese momento en el Tarot, incapaz de prevenir catástrofes como las que la habían arrollado sus ilusiones.

«Todo está escrito por la mano de Dios —solía decir su madre—. Las cartas sólo ayudan a descifrar ese lenguaje».

¿Era realmente Dios capaz de escribir tales crueldades o es que los hombres, esa raza maldita, habían pervertido su santo nombre?

No sabía en qué creer. No creía en nada.

 

 

El huérfano al que se había referido Guillermo, tratando de distraer a su hermana, se llamaba Jaime, tenía siete años de edad y estaba llamado a protagonizar grandes hazañas, después de vivir una infancia atroz pasando de las manos de Monforte a las de los caballeros templarios. Una forja brutal, de privaciones y sufrimiento, que le convirtió en un ser extraordinario de quien hablarían los siglos venideros.

Braira regresó a Sicilia en una de las galeras de don Tomeu Corona.

Guillermo acompañó a su hermana hasta las puertas de Tolosa, donde los dos se despidieron sin palabras intuyendo que esta vez sería la definitiva. Él tenía ante sí una tarea evangelizadora que cumplir y ella una etapa dolorosa que dejar atrás.

—¿Me darás noticias de nuestra madre? —pidió Braira.

—No creo que volvamos a saber de ella.

—¿Quieres decir que...?

—No. Montsegur es prácticamente inexpugnable. Lo que digo es que ni a mí me dejarían acercarme allí ni ella abandonará la vida contemplativa a la que se ha entregado.

—¿Tú la sigues queriendo? —No pasa un día sin que rece por ella. —Reza entonces también por mí. La echo tanto de menos... —Lo haré, descuida. Pediré a Dios que te ilumine. Ahora ve al encuentro de tu destino y no olvides escribirme.

 

 

Dentro ya de la capital occitana, deshonrada, atemorizada y más atestada de refugiados que nunca, fue doña Leonor quien volvió a hacerse cargo de ella. Ese mismo día despachó a Zaragoza un correo con una carta destinada al proveedor de la corte, en la que narraba lo esencial de lo acontecido y suplicaba nuevamente su ayuda, y al cabo de uno días puso a disposición de su huésped una escolta que la condujo hasta Barcelona.

—Llevad nuestros saludos a mi hermana —le dijo al partir.

—Jamás olvidaré vuestra generosidad —contestó Braira.

—No os olvidéis tampoco de Occitania —concluyó melancólica la condesa—. Está a punto de desaparecer...

La bondad de las dos infantas con las que había compartido horas de angustia, la de Guillermo y por supuesto la de don Tomeu y doña Alzais, que no dudaron en brindarle el auxilio que necesitaba, devolvieron parcialmente a Braira la confianza en el género humano.

Había llegado a plantearse la posibilidad de retirarse a una clausura, decepcionada como estaba del rumbo incomprensible que seguían los acontecimientos a su alrededor, pero durante la travesía tuvo tiempo para reflexionar y llegó a la conclusión de que aplazaría cualquier decisión hasta saber cómo andaban las cosas por la isla.

La peripecia sufrida le había dejado en el espíritu una cicatriz similar a la que deformaba su nariz, aunque sin cambiarla en el fondo. Algo similar a lo que le ocurría a su rostro. Era la misma persona de siempre, más serena, cauta, humilde y comprensiva. Más paciente y agradecida, pero también más desconfiada, temerosa, egoísta y encerrada en sí misma. Más astuta. Había perdido definitivamente la inocencia.

¿De qué servía vivir así?

En el mar, contemplando el azul inabarcable del agua fundida con el cielo, empezó a hallar a respuesta al sentir sobre la piel la caricia del sol otoñal. Atrás quedaban los sueños de gloria. Si había de ser feliz, sería gozando de cosas sencillas.

 

 

Cuando le fue comunicado a la reina regente que su dama favorita estaba de regreso y pedía ser recibida, se levantó de un brinco de la butaca en la que bordaba a la luz del atardecer y salió a su encuentro, deseosa de abrazarla.

A su lado jugaba el pequeño Enrique, que pronto abandonaría su compañía para ser educado por preceptores masculinos con el rigor que habría de forjar su carácter.

Tanto el príncipe como doña Constanza extrañaban a sus perros, fallecidos recientemente, uno de viejo y otra de añoranza.

—¡Al fin vuelves a mi lado! —dijo la soberana con sincera alegría—. ¡Cuánto te he echado de menos!

—No he podido cumplir la misión que me encomendasteis —confesó Braira, tanto más avergonzada por su fracaso cuanto mayores eran las muestras de afecto que le testimoniaba su señora.

—Recibimos la noticia del desastre de Muret —la interrumpió la reina—, donde resultó derrotado mi hermano.

—Yo estuve allí. —Bajó la cabeza la joven—. Le vi morir como muere un caballero, defendiéndose hasta el final sin dar la espalda al enemigo. Lo que vino después prefiero ahorrároslo. La crueldad de los franceses supera lo que puede describirse con palabras.

—¡Cuánto has debido padecer...! —la consoló Constanza con una caricia—. Pero ya acabó. No lo pienses más. Aunque Aragón, según me dicen, está sumido en el desgobierno y es incapaz de auxiliar a nadie, las noticias que llegan de Alemania son inmejorables. Gracias al apoyo del rey de Francia, precisamente, Federico está a punto de conseguir esa corona imperial por la que tanto ha luchado.

—¿Del rey Felipe Augusto, señora? —se sorprendió Braira—. Perdonad mi atrevimiento, pero ese hombre es un demonio.

—¡Calla! —la cortó de cuajo la reina—. Deberías haber aprendido algo más de tu experiencia. Cuando se trata de una corona no hay amigos, sino intereses. Y los nuestros están ahora junto a ese monarca. De modo que contén la lengua y no vuelvas a ofenderle nunca más en mi presencia, ni mucho menos en la de mi esposo. Tus sentimientos o lo que hayan contemplado tus ojos carecen por completo de importancia.

Braira calló, acusando el golpe. Se había confiado hasta el punto de olvidar la distancia que necesariamente la separaba de su interlocutora, por mucho afecto que hubiese entre ambas.

Al cabo de unos instantes, con temor a la respuesta, preguntó:

—¿Sabéis algo de...?

—¿De tu esposo? Sí. Tranquilízate. Gualtiero cabalga junto a Federico camino de Aquisgrán, donde vamos a reunimos con ellos. ¿Qué te parece? Claro que tal vez prefieras quedarte aquí para reponerte de tus fatigas...

—¡Ni siquiera desharé el equipaje! —Le cambió la expresión—. Casi no recuerdo sus rasgos, pero no he dejado de pensar en él. Ha pasado tanto tiempo...

—Pronto estarás a su lado. Durante el trayecto me contarás con detalle todo lo acontecido desde que te marchaste y yo te pondré al día de lo sucedido aquí, donde, por cierto, no han vuelto a producirse incidentes con mis damas. He llegado a pensar que tanto el episodio de la araña como el de la comida emponzoñada fueron, tal como tú decías, accidentes lamentables. Coincidencias de esas que a veces nos llevan a sacar conclusiones erróneas.

—Así lo creo yo también, majestad. Estoy segura de que nadie me quiere mal en esta ciudad a la que tuvisteis la bondad de traerme. Creedme cuando os digo que, en comparación con lo que he dejado atrás, Palermo, este palacio, estas calles, estas gentes, son algo muy parecido al paraíso terrenal.

Un paraíso más gris desde que faltaban Seda y Oso, a quienes Braira incluyó a partir de esa noche en sus plegarias.


 

Cuarta Parte

1214 - 1229

 


 

 

Capítulo XXV

 

 

Felipe Augusto de Francia era un soberano con suerte. Acababa de apoderarse de las tierras pertenecientes a la corona de Aragón, con la excusa de expulsar de ellas a los cátaros, cuando la fortuna acudió nuevamente en su auxilio del modo más inesperado: brindándole una victoria aplastante sobre el emperador germánico, cuarto de los que llevaban por nombre Otón, precisamente mientras hacía retroceder a su ejército intentando huir de él.

Corría el año 1214 de Nuestro Señor.

Perseguido por el alemán, cuyos tercios de mercenarios de Brabante sembraban el pánico allá donde iban, el rey llegó un tórrido atardecer a un puente situado muy cerca de la frontera entre sus dominios y los que aspiraba a engrandecer el teutón. Su enemigo le pisaba los talones. No le quedaba otro remedio que combatir o asistir a la masacre de sus soldados en un cuello de botella que jamás podrían cruzar a tiempo, lo que le llevó a optar por la primera opción.

Tras encomendarse a Dios, el monarca se enfundó la armadura, subió a su corcel, se abrazó al estandarte de San Dionisio e hizo tocar las trompetas que llamaban a la batalla. A sus flancos cabalgaban los grandes del reino, los caballeros más ricos y valerosos, animados por los cánticos que a voz en cuello entonaban los capellanes castrenses. Frente a él se desplegaban las tropas del emperador maldito, dos veces excomulgado por desafiar a la Iglesia, quien se lanzó a la refriega precedido por la enseña imperial, enarbolada en lo alto de una pértiga: un águila dorada cuyas garras sometían a un dragón.

Con el sol a las espaldas, los franceses lucharon a la desesperada por sus vidas y lograron imponerse. Su victoria fue arrolladora. La mayoría del ejército adversario resultó aniquilada, ante la incredulidad de Otón, que huyó de allí a toda prisa hasta reventar literalmente a su caballo.

Los lanceros de Felipe se ensañaron con el dragón del pendón derrotado y amputaron las alas al águila en un ceremonial macabro, antes de que su señor ordenara restaurar la pieza a fin de regalársela a un fiero combatiente veinteañero que había peleado a su lado: Federico de Hohenstaufen, soberano de Sicilia y candidato favorito del papa al sagrado trono imperial.

No había sido fácil para el huérfano de Palermo llegar hasta ese día triunfal, pero había valido la pena. Más de dos años llevaba alejado de su tierra natal, aunque ahora estaba seguro de que la corona de su abuelo, el Barbarroja, no tardaría en pertenecerle de hecho y no sólo de derecho, tal como le anunciara en su día aquella hermosa dama de Constanza que leía el futuro en unas peculiares cartas adornadas con figuras que únicamente ella entendía.

La primera etapa de su periplo le había conducido hasta Roma, donde se había encontrado por vez primera cara a cara con su tutor, Inocencio, al que debía, entre otras muchas mercedes, el hecho de estar vivo. Nunca podría borrar de su memoria ese momento, ya que por más que hubiera oído hablar de la gloria del pontífice, la magnificencia que desprendía su persona superaba todo lo imaginable. De ahí la huella que dejaba en cuantos le visitaban, incluido él mismo.

Aquel hombre se consideraba superior en dignidad y honor a cualquier otro ser encarnado, era evidente, pues no en vano representaba a Jesús, soberano de reyes, príncipes y emperadores, tal como indicaba la tiara que adornaba su cabeza. El manto rojo que cubría sus espaldas evocaba a su vez la capa regalada por Constantino el Grande a Silvestre I, y se inspiraba igualmente en la sangre derramada por Cristo en su Pasión. El blanco inmaculado de su túnica, idéntica a la del emperador de Bizancio, simbolizaba la resurrección y los ropajes inmaculados de los ángeles. Era sinónimo de inocencia. El conjunto de su figura, enmarcado en un ambiente de vapores de incienso y clérigos silenciosos en actitud reverente, lograba que el visitante se sintiera insignificante, fuera cual fuese su rango.

Todo estaba pensado para que Federico se marchara de allí convencido de que el personaje ante el cual se había inclinado no era un humano cualquiera, sino un ser cuya naturaleza estaba a medio camino entre lo terrenal y lo divino. Claro que él, por cuyas venas corría la sangre de los Hohenstaufen y los Altavilla, tampoco se tenía a sí mismo por un hombre del montón. ¡Nada de eso! No era una persona fácilmente impresionable.

Acogido con todos los honores por su santidad, que veía en él al campeón de la causa católica, el rey le rindió pleitesía y le prestó juramento de vasallo. Reiteró las antiguas promesas de su madre sobre su disposición a respetar todas las prerrogativas de la Iglesia en sus dominios, y recibió a cambio no sólo la bendición apostólica, sino una sustanciosa suma de dinero que le permitió alquilar una flota de buques genoveses para transportar a sus fuerzas hasta Alemania, a la conquista de su trono.

El recibimiento que le dispensaron los habitantes de la Ciudad Eterna fue más caluroso aún que el de su poderoso mentor. Tanto, que no tardó en convencerse el siciliano de que no era Inocencio quien le empujaba hacia el esplendor imperial, sino el pueblo romano el que exigía de él ese esfuerzo. «Fue Roma, la gloriosa Roma —le adularían poco después en sus romances los poetas a sueldo de su corte—, quien lo lanzó a las más altas cimas del Imperio, cual madre que diera a la luz un hijo largo tiempo anhelado». Tal como escribiría siglos más tarde un insigne narrador francés: «La ingratitud es el oficio propio de los reyes». Y junto a ella, la vanidad, con la que los dioses de todos los Olimpos han cegado a los mortales con el fin de destruirles.

 

 

Desde Genova, prácticamente sin necesidad de combatir, Federico se abrió paso hasta los Alpes, sorteando la hostilidad de varias plazas fuertes güelfas y prodigando exenciones fiscales, dispensas del servicio de armas y otras suculentas concesiones entre las villas que le juraban fidelidad.

Sus capitanes, encabezados por Gualtiero de Girgenti, no daban crédito al modo en que obstáculos aparentemente insalvables se despejaban ante ellos como por arte de magia, permitiéndoles avanzar hacia la conclusión de una empresa que muchos habían contemplado al principio con el mayor escepticismo.

Fuese fruto del talento o de un azar bien dispuesto, lo cierto era que su señor les conducía con mano firme al corazón del Sacro Imperio Romano Germánico, situado en Aquisgrán, donde descansaban los restos de su fundador, Carlomagno, canonizado en tiempos del Barbarroja.

Parecía evidente que el siciliano era un ser especial; un auténtico David victorioso frente a Goliat, según la visión mayoritaria del vulgo, que le aclamó a lo largo de todo el camino hasta Maguncia, donde fue elegido formalmente rey de los romanos una gélida mañana de diciembre del año 1213.

Muy a su pesar, deslució la ceremonia el hecho de que no pudiese revestirse con los atributos propios de su condición, ya que éstos obraban todavía en poder de su rival. Le resultaba indispensable recuperarlos antes de ser coronado en Roma por el papa, para lo cual necesitaba un aliado poderoso, que encontró en el soberano francés. Por eso, sólo por eso, cabalgó a su flanco hasta el puente de Bouvines, en el que derrotaron a Otón.

 

 

Sí. Felipe Augusto Capeto era un hombre con suerte. En aquel verano de 1214 acababa de librarse de la formidable amenaza que para su reino suponía la pinza formada por los estados alemanes e Inglaterra, mientras Simón de Monforte conquistaba en su beneficio la Provenza y Occitania.

Millares de campesinos cambiarían de la noche a la mañana de lengua, de señor y de soberano, siguiendo una tradición antigua. ¿Qué eran los siervos de la gleba sino complementos de la tierra comparables a los bueyes? Los nobles decidían sus destinos, impuestos por el filo de la espada; ellos les alimentaban con su trabajo; y los clérigos, entretanto, aseguraban mediante sus rezos la salvación de todas las almas. Así era como funcionaba el mundo.

 

 

La reina Constanza, acompañada de su hijo Enrique y su dama del Tarot, llegó a la antigua corte de Carlomagno justo un año después de la victoria del francés compartida por su esposo.

Atravesar buena parte de la península itálica por lo que quedaba de las antiguas calzadas romanas no había sido precisamente cómodo, pero la perspectiva de reunirse con sus hombres hacía que ambas mujeres encontraran fuerzas para soportarlo. Viajaban, además, en las mejores condiciones posibles, protegidas de los bandidos que asolaban los caminos por una nutrida escolta armada, con medios para alojarse en las más reputadas posadas y la posibilidad de descansar el tiempo que fuera necesario cuando el dolor de huesos se hacía insufrible.

Braira había recuperado poco a poco las ganas de estar viva e incluso el deseo de jugar, aunque no la ambición que había guiado antaño sus pasos. Su señora, envejecida y ajada por fuera, se mantenía sólida en sus convicciones, digna de la sangre que corría por sus venas. Entre las dos cuidaban de Enrique, que, con cuatro años recién cumplidos, era ya rey de Sicilia y aspiraría un día al solio imperial.

Cuando cruzaron la puerta de Aquisgrán, precedidas por dos heraldos encargados de anunciar su llegada a toque de trompeta, Braira sintió que se le aceleraba el pulso. Hasta entonces se había mantenido más o menos tranquila, a base de un supremo esfuerzo de contención, pero llegada la hora del encuentro su mente empezó a formularse preguntas a cuál más inquietante. ¿La habría sustituido otra en el corazón de Gualtiero? ¿La querría todavía? ¿La encontraría fea, poco deseable o incluso desagradable, tan desmejorada como estaba después de las penalidades sufridas? ¿Seguirían riendo juntos? ¿Tendrían ganas de hablar? ¿La miraría de ese modo ardiente y al mismo tiempo rebosante de ternura que la había enamorado nada más verle? ¿Sería él capaz de comprender su calvario y asumir los cambios que se habían operado en su interior? ¿Lo sería ella con respecto a él?

Sólo había un modo de descubrirlo.

 

 

Pese a verla sucia por el polvo del camino, con la ropa embarrada, el rostro surcado por la fatiga y más delgada de lo que le habría gustado, Gualtiero miró a su esposa como se contempla a una obra de arte. Como si jamás hubiera visto nada más hermoso. Como si el tiempo se hubiese detenido en su noche de bodas. Lo que veía no guardaba la menor relación con lo que percibían los ojos.

Había contado cada día de alejamiento atormentado por la inquietud ante la falta de noticias de ella. Los meses le habían parecido años y los años, siglos. ¿Cómo se puede querer tanto a alguien que apenas has llegado a conocer? —se preguntaba a menudo. Y la respuesta era una imagen: un óvalo perfecto, una boca con sabor a uva madura, un halo misterioso en forma de sonrisa equivalente a una invitación, unos ojos en cuyo interior moraba la paz que todo guerrero ansia.

—Estás más hermosa aún de lo que recordaba —le dijo sin faltar a su verdad, ayudándola a bajar del carro.

—No es cierto —respondió ella emocionada y aliviada en su angustia—, aunque doy gracias a Dios por estar viva, que no es poco. Tú sí que tienes un aspecto magnífico.

—La intendencia de su majestad funciona como una máquina bien engrasada. Hemos comido hasta hartarnos y combatido muy poco. El pueblo nos agasaja. No puedo quejarme de nada, si no es de haberte extrañado tanto. Tendrás muchas cosas que contarme, supongo.

Braira no daba crédito a tanta dicha. No quería rememorar ese pasado atroz que parecía definitivamente enterrado. Sólo disfrutar de un presente recuperado después de tan larga espera, que Gualtiero llenaba por completo en ese instante.

—Me visitaste en sueños noche tras noche... —le susurró al oído, acariciando su mejilla barbuda.

—Yo te busqué y encontré en los míos —repuso él, sin dejar de besarla—, pero ahora estás aquí. Ya pasó el tiempo de soñar. Necesito sentir el tacto de tu piel, recorrer con mis manos tu cuerpo, comprobar que eres realmente tú en carne y hueso... ¡Demasiado hueso para mi gusto!

Era él. No había cambiado.

Braira descansó en su esposo. Encontró en su calor el tiempo que le había sido hurtado. Le amó, se amaron, aunando pasión y cariño, en un abrazo que les llevó a cotas insospechadas de placer. Fueron, hasta la alborada, un solo ser; un único instante irrepetible.

Al día siguiente, la luz que había huido de su sonrisa volvía a iluminarle el rostro, tenía un apetito voraz y se sabía de algún modo capaz de interpretar nuevamente el lenguaje del Tarot. Felicidad y clarividencia habían regresado al mismo tiempo, cosa que el rey debió de percibir instintivamente, pues no tardó en ponerla a prueba reclamándola en sus aposentos esa misma mañana.

 

 

Federico ya no era el muchacho algo alocado que había conocido ella en Sicilia, sino un hombre hecho y derecho dispuesto a asumir un cometido grandioso. Su sed de conocimiento se había visto acrecentada a medida que pasaba los días y las noches en campamentos militares, ayuno de fuentes en las que saciarla, y también su afición a lo esotérico había crecido con él. De ahí que, al saber por su esposa que Braira se encontraba en palacio, la mandara llamar inmediatamente.

La cartomántica acudió presurosa, provista de su cajita de marfil y plata. De nuevo le apetecía cumplir con lo que se le ordenaba, pues no sólo estaba radiante y agradecida a la vida, sino encantada de haber recuperado esa habilidad que creía perdida. De ahí que saludara a los soberanos con la gracia que la caracterizaba, tomara asiento frente a ellos y se dispusiera, risueña, a seguir el ritual habitual: cuatro cartas boca abajo —el ayer, el hoy, el mañana y el camino—, escogidas al azar del montón por el consultante.


Дата добавления: 2015-11-04; просмотров: 26 | Нарушение авторских прав







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