Студопедия
Случайная страница | ТОМ-1 | ТОМ-2 | ТОМ-3
АрхитектураБиологияГеографияДругоеИностранные языки
ИнформатикаИсторияКультураЛитератураМатематика
МедицинаМеханикаОбразованиеОхрана трудаПедагогика
ПолитикаПравоПрограммированиеПсихологияРелигия
СоциологияСпортСтроительствоФизикаФилософия
ФинансыХимияЭкологияЭкономикаЭлектроника

Isabel San Sebastián 21 страница



La ilusión que le guiaba al principio se había roto. Ya sólo anhelaba sobrevivir lo suficiente como para regresar a los brazos de Braira y exigir a su rey que cumpliera con la promesa de entregarle un pedazo de tierra —su feudo—, un escudo de armas adornado con su propia divisa y un legado que dejar a sus herederos. Lo demás le parecía cosa de mentes mejor preparadas que la suya a la hora de urdir estrategias. ¿Quién era él para juzgar? Un simple soldado al servicio de su señor, desconcertado ante las razones de tanta sinrazón ciega.

 

 

Aseguraban los soberanos cristianos que Damieta era la puerta de Egipto y Egipto, la despensa del Imperio refundado por Saladino en las décadas precedentes. O sea, el principal enemigo. El valle y el delta que formaba su río mágico, fuente de riqueza inagotable gracias a sus providenciales crecidas, no sólo constituían un vergel en el que crecían toda clase de cereales, azúcar y frutas, sino que había sido la región más poblada del mundo desde tiempos inmemoriales, lo que le permitía poner en pie de guerra ejércitos formidables.

El Cairo y Alejandría, dos ciudades míticas en el imaginario popular, recibían del Sudán rarezas de incalculable valor como oro, goma arábiga, plumas de avestruz o marfil, y daban trabajo a obreros especializados en la fabricación de brocados, cerámica, cristalería, acero capaz de forjar armas temibles, tejidos de una suavidad desconocida en otras latitudes... Tesoros que atraían hasta sus bazares a comerciantes de todo el orbe, en su mayoría venecianos y genoveses, carentes de escrúpulos religiosos a la hora de negociar con esos productos por los que los europeos pudientes pagaban verdaderas fortunas.

Egipto, a decir de los jefes cruzados, era la pieza a batir, el primer objetivo que debían derribar en su lucha contra los infieles que ocupaban los santos lugares. Si los mahometanos podían ser expulsados de allí, no sólo perderían su provincia más próspera, sino que se verían privados de la poderosa flota que mantenían en el Mediterráneo, lo que les obligaría inevitablemente a rendir Jerusalén.

Por eso atacaban el puerto de Damieta.

Claro que al hijo de Girgenti, como al resto de los combatientes que se estaban dejando el alma en medio de aquel horror, todo ese razonamiento le traía sin cuidado. Tenía otras ocupaciones más urgentes que atender.

 

 

Aquel maldito fuego griego, mezcla de azufre, nafta y cal viva, que los sarracenos lanzaban en grandes vasijas desde lo alto de sus defensas, era peor que la pez o las flechas. Desprendía un calor capaz de quemar incluso en la distancia, ardía sobre cualquier superficie, y no se apagaba ni con agua, ni con arena, ni siquiera con vinagre. Sembraba destrucción y pánico con idéntica eficacia. Representaba, en opinión de los soldados, un flagelo mucho más temible que esas diez plagas infligidas por Moisés al faraón, de las que tanto hablaban en sus prédicas los clérigos incorporados a la tropa. Algo espantoso.

Encaramado en lo alto de un artefacto construido por un inglés chiflado, de cuyo nombre no se acordaba, Gualtiero trataba en ese momento de mantenerse en pie pese al movimiento ondulante del suelo, poniendo toda su atención en ese empeño. El ingenio, una torre construida sobre dos barcos amarrados entre sí, recubierta de cuero y dotada de escalas de asalto, servía para atacar, desde el río y desde tierra simultáneamente, el fuerte en el que resistía la guarnición fatimita. Era uno de los brazos de la tenaza mortal con la que pensaban alcanzar la victoria los cristianos, pese a la dificultad que revestía la tarea.

Aunque escasos en número, los defensores aguantaban la embestida fieramente, conscientes de ser el último bastión antes de la ciudad acometida. Habían tendido a través de las aguas una cadena de gruesos eslabones, que impedía el paso de los barcos al único canal navegable, y situado detrás de ella un muro de barcazas que reforzaba su posición. Bien atrincherados en ella, contraatacaban furiosos gracias al bien surtido arsenal del que todavía disponían, entre cuyas existencias el fuego griego era, sin duda, la más eficaz de sus armas.



—¡Agarraos fuerte, soldados, que zozobramos! —gritó uno de los marineros, dirigiéndose a la dotación militar que ocupaba el espacio acorazado levantado en medio de la peculiar nao, a guisa de enorme cofa.

—¡Socorro! ¡Auxílianos, Señor! —respondieron algunos de ellos, viéndose perdidos.

Uno de los proyectiles incendiarios había alcanzado la embarcación, cuya estructura de madera se había convertido inmediatamente en una tea. Aterrorizados, los integrantes de la tripulación empezaron a saltar al agua, pese a que la mayoría no sabía nadar. Peor suerte incluso aguardaba a los guerreros hacinados en cubierta, algunos montados sobre corceles de guerra revestidos de hierro al igual que ellos, y otros entorpecidos por unas armaduras de combate de más de treinta libras de peso, que les arrastrarían al fondo fangoso del Nilo antes de darles tiempo a encomendar su alma al Señor.

¿Qué hacer en esa disyuntiva? ¿Aferrarse unos instantes más a la vida sobre esa pira funeraria que acabaría por matarle asado dentro de su loriga metálica, o terminar cuanto antes ahogado? Gualtiero rechazó de plano las dos opciones, seguro de que su hora no había llegado aún.

Era un hombre templado. De su madre árabe había heredado la serenidad que da el fatalismo oriental, resignado de antemano a lo que disponga la providencia, en tanto que su mitad normanda le libraba espontáneamente del miedo, impulsándole a luchar hasta el último resquicio de vida. Por eso dejó caer la espada y buscó el apoyo de las paredes de su cubículo para despojarse a toda prisa de la ropa y el calzado, hasta quedarse desnudo. Luego, sin perder la calma, respiró tres o cuatro veces profundamente, tal como había aprendido a hacer antes de sumergirse a bucear en las aguas del mar de su infancia, tomó todo el aire que pudo, y se lanzó por la borda, desde lo alto de la torre, decidido a nadar, sorteando las llamas, hasta la ribera en la que acampaban los suyos.

Un único pensamiento impulsaba cada una de sus brazadas: sobrevivir. Aguantar un día más. Regresar a la seda de la piel de Braira y al sol templado de Sicilia.

Cuando el pecho estaba a punto de estallarle y un regusto salado a sangre le impregnaba el paladar, localizó en medio de ese océano ardiente un hueco a través del cual salió a respirar, pese al peligro de verse rematado allí mismo por una de las flechas que disparaban, implacables, los integrantes de la guarnición egipcia. Entonces oyó a un náufrago como él, agarrado a unos restos flotantes, musitar una extraña plegaria en una lengua híbrida entre el árabe y el francés:

—Señor, no permitas que abandone este mundo sin cumplir la misión que me encomendaste. No me abandones ahora...

—Aguanta, hermano —le animó, sacando fuerzas de flaqueza, a la vez que se le acercaba—. No soy un ángel del cielo, pero voy a intentar ayudarte. Déjate arrastrar sin luchar o nos iremos los dos al fondo. La orilla no está lejos. Con un poco de suerte veremos brillar las estrellas esta noche.

 

 

Se llamaba Hugo.

—Hugo de Jerusalén, que es la ciudad donde nací —explicó a su salvador una vez recuperado del susto, mostrando una boca desdentada recortada en medio de un rostro afilado, huesudo, tan lleno de arrugas que a Gualtiero le llevó a la mente el aspecto del suelo cuarteado por la sequía.

Descansaban recostados sobre la arena tibia, protegidos por un grupo de palmeras, fuera del alcance de la artillería.

Por extraño que pudiera parecer, ninguno de los dos había sufrido quemaduras graves, y ambos estaban acostumbrados a soportar el dolor de las heridas superficiales, como si éstas formaran parte integrante de su cuerpo, lo que motivó que se entregaran a la conversación sintiéndose casi felices.

—¿Puedo preguntarte qué haces tan lejos de allí, luchando a una edad en la que deberías estar disfrutando de un buen vino junto al hogar? —inquirió Gualtiero.

—Es una larga historia que te contaré, si de verdad quieres oírla, hijo, aunque antes debo darte las gracias por lo que has hecho. Habría perecido antes de tiempo de no ser por tu intervención milagrosa.

—No quisiera desilusionarte, pero nada hubo de milagroso en ella. Simplemente coincidió que aparecí donde tú estabas en el momento oportuno. Nada más.

—Te equivocas. —El viejo demostraba una seguridad irreductible en sí mismo e incluso parecía ofendido por la aclaración de Gualtiero—. Si el buen Dios no hubiese querido darme tiempo para cumplir con la tarea que he de realizar antes del Segundo Advenimiento, cuya llegada es inminente, no te habría traído hasta mí.

—¿Y qué misión tan importante es ésa, si es que puede saberse? —le siguió la corriente el capitán siciliano, que empezaba a divertirse con todo aquello.

—La reconquista de la Tierra Santa que vio nacer a Jesús y que ha de recibirle de nuevo antes de lo que imaginas, cuando retorne a nosotros en forma de Cristo resucitado para juzgar a vivos y muertos. El Padre, en su infinita misericordia, ha dispuesto que yo pueda lavar mis pecados participando en la liberación del sepulcro de su Hijo, que contemplé de niño con estos ojos que ahora te ven a ti.

Se acostaba el sol a sus espaldas, detrás del desierto en el que se alzaban los vértices de alguna pirámide, enterrada hasta el cuello en arena ardiente.

La lucha feroz había culminado con la rendición de un centenar de supervivientes que apenas se tenían en pie y eran los últimos integrantes de la antaño poderosa dotación encargada de servir la fortaleza conquistada. Los cruzados encontraron en el interior de la plaza un botín tan cuantioso que tuvieron que trasladarlo recurriendo al puente de barcazas tendido por sus adversarios, después de lo cual cortaron la cadena y el pontón a fin de avanzar hacia la codiciada Damieta.

Antes de reanudar su ofensiva, sin embargo, debían reposar un poco. Fue entonces cuando Hugo se decidió a confesar sus cuitas al hombre en quien había visto, sin la menor sombra de duda, al enviado con quien el Altísimo daba respuesta a sus plegarias.

—Yo estaba en Jerusalén cuando fue tomada por Saladino, hace ahora treinta años. Acababa de ser incorporado a la caballería franca, como hijo de un oficial del rey Luis el Piadoso y una cristiana acomodada de Jaffa. ¡Qué buenos tiempos aquellos...!

—¿Buenos tiempos? —se extrañó Gualtiero—. ¿No fueron ésos los años en que tantos peregrinos perecieron intentando llegar hasta tu ciudad?

—Te equivocas, hermano. Fueron aquéllos años de esplendor en la tierra que vio nacer a Nuestro Señor. Las matanzas se habían producido antes, durante la Primera Cruzada, encabezada por Pedro el Ermitaño, que llevó a sus seguidores a un baño de sangre en el que incontables hombres, mujeres y niños fueron muertos o reducidos a esclavitud. Cuando yo vine a este mundo —prosiguió—, los peregrinos acudían a millares a purificarse en las aguas del Jordán o rezar en la iglesia del Santo Sepulcro, y eran acogidos en las hospederías que regentaban los caballeros de San Juan. Palestina estaba gobernada entonces con sabiduría por el mejor de los todos los reyes conocidos, llamado Balduino, a quien el Señor envió la terrible prueba de la lepra, seguramente para glorificarle.

»La perdida de Jerusalén ha sido, créeme, la mayor calamidad sufrida por la Cristiandad. Si no la recuperamos antes del día del Juicio, que está muy cerca, arderemos todos en el infierno.

—¿Qué culpa tenemos nosotros? —protestó Gualtiero, apelando a la lógica.

—¿Es que no lo comprendes? La vera cruz en la que murió Jesús está en poder de los infieles. Se la arrebataron al obispo de Acre tras la batalla de los Cuernos de Hattin, que ha sido la más humillante derrota sufrida por los soldados de Cristo en toda su historia, y Él quiere que se la devolvamos a su Iglesia. Así nos lo exige también nuestro honor de caballeros.

 

 

La noche se prestaba a seguir hablando. Habían recibido de los esclavos que atendían al ejército agua y comida abundantes, procedente del saqueo de las despensas ocupadas, por lo que disfrutaban de pan recién hecho, dátiles frescos, cordero asado y una infusión preparada a base de menta, hierbabuena y mucho azúcar, capaz de levantar a un muerto. Una hoguera bien cebada les daba luz y calor. El sueño podía esperar.

Gualtiero siempre disfrutaba con cualquier historia bélica cargada de emoción, aparte de que carecía en ese entorno de otra distracción más atractiva. Hugo, por su parte, no desaprovechaba nunca la ocasión de rememorar lo ocurrido, pues era su forma de dar nueva vida en su relato a esos desafortunados héroes.

—Corría el año 1187 de Nuestro Señor —se arrancó—. Para entonces ya no gobernaba el leproso, fallecido después de mucho sufrir, sino el marido de su hermana Sibila, llamado Guido, cuyo acceso al poder había sembrado la discordia entre los nobles del reino.

—Las sucesiones siempre dan lugar a conflictos —apostilló Gualtiero, más apegado a la tierra.

—Reinaldo de Châtillon —siguió Hugo sin oírle— era uno de los más ambiciosos. Fue él quien rompió la frágil tregua que nos había mantenido en paz con nuestros enemigos y proporcionó a Saladino el pretexto que necesitaba. Todo se derrumbó en un abrir y cerrar de ojos, como un castillo de arena. ¡Maldita codicia! ¡Maldito loco! ¡Así pene su alma condenada!

Tras sosegarse con un trago del dulce brebaje que los sirvientes distribuían a intervalos regulares, continuó:

—Reinaldo había asaltado meses antes una caravana de comerciantes musulmanes y, tras aniquilar a su escolta egipcia, se los había llevado presos a su castillo de Kerak. No le bastaba con robarles. Tenía que someterles a esa vejación, que no pasó desapercibida al caudillo de los mahometanos. Cuando éste exigió una reparación por el daño causado, Châtillon se negó a escuchar y arrastró al rey, así como a los templarios y demás órdenes militares, a una confrontación suicida que se libraría el verano siguiente, a los pies del monte Carmelo.

»El ejército cristiano que se puso en marcha era de los más numerosos que se recordaban y estaba dirigido por el propio rey, a quien flanqueaban el causante de esa situación y los comandantes de los monjes guerreros. Para su desgracia, nadie había previsto que en pleno mes de julio los pozos estarían secos, lo que no tardó en provocar una tortura atroz a todos los miembros de la tropa. Cuando alcanzaron a sus adversarios, la sed apenas les permitía pensar, estaban cegados por el polvo y sus gargantas se habían convertido en lija. Los ismaelitas, en cambio, se mantenía frescos, aguardando pacientes a su presa.

»Ante la certeza de la derrota —añadió Hugo, cada vez más emocionado—, la tienda del soberano fue trasladada a lo alto de un cerro donde los caballeros principales se reunieron en círculo protegiendo a su señor. Por turnos, una y otra vez, cargaron a la desesperada contra los jinetes sarracenos, obligándoles a retroceder. Mas fue en vano. Al llegar finalmente los vencedores a la cima de la colina, el obispo de Acre yacía muerto de mil heridas, como la mayoría de sus compañeros, con la santa cruz a sus pies. Desde entonces no hemos vuelto a verla.

—Sería una degollina —aventuró Gualtiero, que escuchaba la narración con el corazón en un puño.

—Lo fue, aunque sólo a medias. Entre los escasos supervivientes, que apenas tenían fuerzas para entregar las armas, agotados por el combate y la deshidratación, estaba Guido, el legítimo rey, a quien Saladino sentó a su diestra en reconocimiento del coraje demostrado por sus valientes. Luego le ofreció una copa de agua de rosas enfriada con nieves del monte Hermión, de la que éste bebió antes de pasársela a Reinaldo, que estaba a su lado. «Di al rey que es él quien da de beber a ese hombre y no yo», ordenó traducir el caudillo árabe a su intérprete. «¿Por qué motivo?», preguntó el soberano cristiano. «Según las leyes de nuestra hospitalidad», explicó el traductor, «dar de comer o de beber a un cautivo significa que su vida está a salvo...».

»No pudo acabar la frase. Mientras hablaba, el vencedor le hizo un gesto indicativo de que callase, se levantó con parsimonia y, endureciendo el gesto, se dirigió al francés para recriminarle su estulticia, su crueldad y su traición. Châtillon, que comprendía el árabe perfectamente, replicó con altanería, como era costumbre en él, creyéndose protegido por su rango. Entonces Saladino desenvainó su alfanje y de un sólo tajo lo decapitó. «Tranquilo», mandó decir a su par, «un rey no mata a otro rey, pero la perfidia de ese hombre y su insolencia habían llegado demasiado lejos».

»Es de justicia reconocer —concedió Hugo, cuyas dotes de narrador habían quedado demostradas al desgranar los detalles de lo sucedido— que todos los caballeros seculares supervivientes a la batalla fueron tratados con el respeto debido a su sangre. No es menos cierto que quienes les habían capturado aspiraban a cobrar elevados rescates por ellos, lo que les obligaba a mantenerles con salud. Los miembros de las órdenes militares, sin embargo, se enfrentaron a una suerte bien distinta, pues el verdugo de la Cristiandad sabía que jamás liberaban a los suyos a cambio de oro.

—¿Por el voto de pobreza? —preguntó el siciliano.

—¿Pobreza? No hay en toda la Cristiandad un rey que posea más riquezas de las que acumulan en sus castillos los templarios, lo que no les impide jurar, al ingresar en la orden, que han de morir con la espada en la mano —aclaró el anciano—. Los mahometanos sienten hacia esos monjes guerreros una inquina especial, pues no en vano son ellos quienes sostienen nuestra presencia en esta tierra. ¡Que Dios los bendiga y proteja!

—¡Prosigue, viejo! —le urgió Gualtiero, picado por la curiosidad—. ¿Qué pasó con ellos?

Satisfecho de haber conquistado el interés de su compañero, Hugo se tomó su tiempo para desvelar el final...

—Pasó que, sin alterar su semblante aguileño, el señor de la media luna encomendó a una partida de sufíes fanáticos que cumplieran su terrible sentencia, lo que aquéllos ejecutaron con júbilo, entre plegarias elevadas a su dios. Uno a uno fueron pasados a cuchillo todos los caballeros del Temple y hospitalarios, previamente obligados a arrodillarse sobre la arena ardiente del desierto. Sus cadáveres fueron dados en pasto a las alimañas, al igual que los de los caídos en combate. Las gentes de baja cuna, que carecían de utilidad como moneda de cambio, engrosaron las legiones de esclavos, mientras la noticia de la derrota corría de boca en boca, llenando de temor nuestros corazones. Nada se interponía ya entre el conquistador y la ciudad que anhelaba, repleta a la sazón de refugiados. Fue entonces cuando el regente Balián me armó caballero, recién cumplidos los dieciséis años, e hizo otro tanto con todos los hijos de familias nobles que habían alcanzado mi edad.

—Y se produjo el definitivo baño de sangre, seguro... —aventuró Gualtiero, que había librado demasiadas batallas como para ignorar su desenlace.

—Así habría sido, sin duda, de no haber intervenido el patriarca, Heraclio, decidido a evitar una matanza. Él convenció a Balián de que suplicara un acuerdo de rendición honrosa, en virtud del cual dos largas hileras de prófugos abandonaron Jerusalén a la mañana siguiente. La más nutrida, una riada interminable, partió camino de los mercados de carne humana. En la otra, más reducida, iba yo, junto a quienes habíamos logrado reunir la suma necesaria para escapar a ese destino: diez denarios los hombres, cinco las mujeres y uno los niños.

»Supe que Saladino se había apiadado de algunas viudas y ancianos, dándoles limosna de su propio peculio, tal como ordena su religión, aunque no todos sus oficiales se comportaron de igual manera. Nos hostigaron a lo largo del camino hasta la costa, mientras las villas en manos cristianas cerraban sus puertas a nuestro paso, negándose a compartir lo que tenían. Fue un calvario, hijo. Un calvario que a día de hoy no ha cesado, ni cesará mientras no termine yo de desandar ese camino de infamia.

 

 

La noche llegó a su fin y con ella debería haber terminado también la tregua, aunque no fue así. Los cruzados renunciaron a lanzarse al asalto inmediato de Damieta, tal como anhelaban la mayoría de los combatientes, porque primaron las divisiones entre naciones. Quienes tomaban las decisiones no estaban encadenados a esas marismas del diablo, sobre las que se abatió una epidemia que los diezmó a razón de un muerto por cada seis supervivientes. Ellos estaban lejos, en sus palacios, rodeados de aduladores y cortesanas.

Y así llegaron al otoño del año 1218, el más duro que se recordaría en mucho tiempo. La furia de los elementos azotó a los hombres en forma de lluvias torrenciales y mareas incontroladas, que arrastraron sus tiendas hasta el océano. Casi todos los caballos se ahogaron junto a muchos de los soldados, mientras los barcos eran llevados por las olas hasta las posiciones de los mahometanos, que también sufrían lo suyo.

Pelayo, un clérigo de origen hispano enviado por el papa como nuevo comandante en jefe, ordenó entonces construir diques de contención, más para mantener al ejército ocupado que como un modo de protegerlo de futuros embates.

—Yo no vine aquí para hacer el trabajo de un esclavo —se lamentaba Gualtiero, pala en mano, viendo cómo su amigo cavaba sin quejarse, con un vigor sorprendente a su edad.

—Cualquier tarea es digna si se hace en nombre de Dios.

—Pues yo prefiero la lucha.

—Lucharás, no seas impaciente; nunca es demasiado tarde para morir. ¡Cómo se nota que eres joven y la vida aún no te ha puesto a prueba! En lugar de quejarte tanto, harías mejor en dirigirte a quienes nos gobiernan, tú que puedes por la representación que ostentas, para exigir que nos lancemos al ataque de una vez. Al menos en tiempos de Federico el Grande lo intentamos de verdad, por más que fracasáramos en el empeño.

—¿Federico el Grande? —inquirió Gualtiero, cuyos conocimientos de Historia no eran precisamente destacables.

—El Barbarroja. Si no me equivoco, el abuelo de tu señor, con quien tuve el honor de servir durante la Cruzada que encabezó poco después de la caída de Jerusalén. Él sí que sufrió con los desastres de Palestina. Me consta porque se lo oí decir. Por eso resolvió sus diferencias con el pontífice y se puso al frente de un gran ejército cuando era ya septuagenario.

—¡No es posible! —le rebatió Gualtiero—. Ni siquiera habría podido montar en su caballo. Me engañas, viejo.

—¡Te lo juro por mi honor! Es más, el emperador seguía teniendo un aspecto gallardo, que impresionaba a cuantos le veían. No estaba acabado ni mucho menos. Yo me uní a él desde el principio, confiado en que bajo su mando conseguiríamos la victoria, pero desgraciadamente aquí sigo, sin alcanzar la dicha de ver cumplido ese sueño.

—¿Fuisteis derrotados por los sarracenos?

—No. Fue el infortunio el que frustró en esa ocasión los planes. Estábamos ya en los dominios de los turcos, que habían huido ante el poderío de nuestra tropa, cuando el emperador se ahogó en un río, arrastrado por la corriente y el peso de su armadura. El desánimo cundió entre nosotros. Su hijo decidió seguir adelante, llevando el cadáver de su padre conservado en vinagre dentro de un enorme tonel, pero muchos otros nobles volvieron grupas y regresaron a Alemania. Cuando alcanzamos Antioquía, el cuerpo del emperador se había disuelto en el vinagre y desprendía un hedor que traspasaba las tablas de su peculiar sepulcro. El príncipe enterró casi todo lo que quedaba de él en la catedral de la ciudad, aunque algunos de sus huesos siguieron junto al ejército camino de Jerusalén, con la esperanza de que al menos una parte de su ser pudiese descansar allí hasta el día de la resurrección. Sólo Dios sabe dónde estarán ahora...

 

 

Esa noche Gualtiero volvió a soñar con Braira. Le sucedía a menudo. Se dormía pensando en sus labios de fruta jugosa, en sus manos audaces, en el ardor con el que se entregaba a los lances del amor... y se despertaba seguro de haberse encontrado con ella. Era uno de los pocos consuelos a los que podía aferrarse dentro de ese agujero en el que su existencia parecía diluirse en una nada apestosa, como el cadáver del Barbarroja en su mortaja de vinagre.

Esa noche soñó con su esposa más intensamente que nunca. Sintió un deseo animal que jamás había experimentado. Le arrancó la ropa, empujado por una fuerza incontrolable, sorprendiéndose a sí mismo de lo que hacía, y la poseyó con furia violenta. El realismo de la escena era tal que con cada embate se preguntaba cómo había llegado hasta el lecho de su amada desde la lejana Damieta, sin que su mente hubiese registrado el viaje. ¿A qué obedecía tal prodigio?

La respuesta llegó un instante antes de despertar, cuando su propia visión le elevó por encima del lugar en el que se desarrollaba la escena, convirtiéndole en espectador de lo que hasta ese instante estaba protagonizando.

Al abrir los ojos a la luz y comprobar que seguía en Egipto, se mantuvo un buen rato postrado, incapaz de reaccionar. Sobrecogido no sólo por la intensidad de lo experimentado en ese espacio intermedio situado entre dos realidades igualmente tangibles, sino porque el rostro sudoroso que había visto claramente jadear junto al de Braira no era el suyo, sino el de su señor, Federico.

Se levantó febril, intentando hallar el significado oculto de esa imagen, sin lograrlo.

Era cosa sabida que los sueños siempre encierran mensajes, generalmente de Dios, pero también en algunos casos del Maligno. La dificultad estribaba en descifrarlos correctamente. ¿Qué debía interpretar él? ¿Se trataba de una burla siniestra del diablo, aliado con el infiel para hacer más penoso aún su tormento, o era acaso una señal de aviso? ¿Sería posible que su mujer estuviera en peligro y le pidiera auxilio de esa extraña manera? Le costaba creerlo. De hecho, se negaba tercamente a hacerlo, aunque una parte de su mente le recordaba la atracción que su soberano sentía hacia todas las mujeres, fuesen o no propiedad de otro. ¿Habría sucedido de verdad lo que había visto?


Дата добавления: 2015-11-04; просмотров: 24 | Нарушение авторских прав







mybiblioteka.su - 2015-2024 год. (0.021 сек.)







<== предыдущая лекция | следующая лекция ==>