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Isabel San Sebastián 23 страница



Muchos años después, tras un sinfín de batallas y aventuras que aún están por contarse, la refugiada occitana admiraría esa obra terminada y se quedaría asombrada del efecto que le producía. A la entrada de la ensenada, donde antes estuvo la roca volcánica, contemplaría la imponente figura de una fortificación avanzada de forma cuadrangular, con cuatro torreones a modo de vigías, cuyos pequeños ojos oscuros miraban hacia levante. Observaría sus muros de piedra blanca recortarse sobre el cielo límpido del atardecer... y permanecería un buen rato embelesada, preguntándose en virtud de qué extraño azar un edificio levantado para la guerra podía encajar de un modo tan perfecto en un entorno creado para regalar belleza, sosiego y armonía a quienes tuvieran la fortuna de transitarlo.

¿Cómo entender tal desafuero?

 

 

Una fría mañana de comienzos del 1222, Aldonza despertó a Braira a gritos.

—¡Rápido, venid conmigo, la reina se muere!

Se precipitaron las dos a las habitaciones de la soberana, contiguas a las de su dama, donde el escenario resultaba desolador. Doña Constanza yacía en su lecho inmóvil, como una muñeca de trapo, con la cabeza inclinada hacia un lado y la boca torcida en una mueca siniestra que dejaba escapar un hilo de baba amarillenta. Sólo sus ojos conservaban algo de vida, desesperada, que empleaba para llamar en su auxilio a la mujer que con el correr de los años se había convertido en su compañera y amiga.

—Tranquilizaos, ya estoy aquí —le susurró ella al oído, disimulando su espanto, y tomando entre las suyas la mano inerte de su señora—. Ya he mandado llamar al galeno y también a vuestro confesor, por si deseáis poneros a bien con Dios, aunque seguro que muy pronto estaréis recuperada...

Era demasiado inteligente, demasiado lúcida y demasiado valiente la infanta de Aragón como para creerse ese embuste piadoso. El fin le había sobrevenido de manera fulminante, en forma de parálisis, que apenas le dejaba musitar, con un esfuerzo titánico:

—Nnnrrrr, mmmmjjjjjj...

—Sosegaos, os lo ruego, no debéis hacer esfuerzo alguno —insistió Braira, bajo la mirada atenta de Aldonza, que parecía querer decir algo sin atreverse a dar el paso.

—¿Habéis avisado al emperador? —se dirigió a ella la occitana sin dejar de sostener con su calor a la agonizante.

—Sí, he enviado un jinete a buscarle, aunque tardará en llegar. Ayer salió a cazar y debe encontrarse a muchas leguas de palacio. ¿Por qué no...?

—¿Por qué no qué? ¡Habla, di lo que tengas que decir!

—Mmmmmjjjjjj... —seguía balbuciendo con un murmullo apenas audible la reina, sin que las palabras lograran traspasar la barrera de su boca muerta.

—¿Por qué no empleáis la magia de vuestras cartas para ayudar a la señora? —escupió finalmente la vieja nodriza, al tiempo que se santiguaba.

Braira sintió una mezcla de ternura y de lástima hacia esa mujer que siempre le había parecido una roca, pero que ahora expresaba de ese modo su desamparo ante una situación que, preveía, iba a resultar terriblemente penosa para su querido Federico; el hombre al que seguía viendo como un niño por más que le reverenciara como rey.

—Si estuviera a mi alcance hacerlo —le explicó con dulzura—, lo haría, creedme; pero las cartas no sirven de nada ahora. El único modo que tenemos de ayudar a nuestra señora es acompañarla en el trance y aliviar hasta donde nos sea posible su sufrimiento. Por favor, ved qué ocurre con el sacerdote y el galeno. ¡Es preciso que lleguen ya!

Cuando Aldonza salió, no muy convencida, a cumplir con lo que se le había encomendado, Braira se volvió hacia su protectora, haciendo esfuerzos ímprobos por que ésta no la viera llorar. Un sudor apenas perceptible perlaba la frente gélida de Constanza, que se aferraba, obstinada, a ese último hálito de vida para mascullar:



—Nnnnnnrrrr. Nnnnrrrr.

—¿Queréis decir Enrique, señora? ¿Os referís a vuestro hijo?

Con los ojos, la reina asintió de un modo tan explícito que impulsó a su dama a seguir tratando de interpretar su angustia.

—¿Os preocupa la suerte del príncipe?

De nuevo la respuesta fue un sí inmóvil y silencioso.

—No hay motivo —mintió una vez más la cartomántica, como siempre había hecho en lo relativo al niño. Ella tenía motivos sobrados para compartir la preocupación de su protectora, pero lo último que pensaba hacer era agravar su tortura revelándoselos—. Descansad en la certeza de que don Enrique reinará con tanta gloria al menos como la que rodea a su padre.

—Ttttttt...

—Yo velaré por él, os doy mi palabra de honor. No dejaré que nada malo le suceda. Vuestro hijo vivirá largos años y tendrá una existencia dichosa que perpetuará la presencia de vuestro linaje en Sicilia. Ese es su destino.

Como si el augurio la hubiera liberado de las últimas ataduras que mantenían su cuerpo inútil unido a este mundo, mientras ya su espíritu se elevaba hacia territorios más luminosos, Constanza entornó los párpados y redujo el ritmo de su respiración a un leve jadeo, cada vez más débil, que se apagó de repente.

Braira sintió un desconsuelo similar al que la había abrumado al tomar conciencia de la muerte de su padre y de la pérdida definitiva de su madre, Mabilia, entregada a la oración en un monasterio cátaro de Montsegur. De nuevo se quedaba abandonada a un futuro incierto, sin marido que la protegiera y con la tarea de cuidar en solitario del pequeño Guillermo, que crecía felizmente ajeno a cualquier problema. Ahora, por añadidura, se había echado a las espaldas la responsabilidad de un príncipe marcado por una suerte fatal, sin tener la menor idea de cómo cumplir su promesa.

Esa soberana orgullosa, inteligente, generosa y culta que la había amadrinado dejaba tras de sí un vacío imposible de llenar. Una ausencia que a su dama iba a dolerle de por vida, como duelen los huesos que alguna vez se han quebrado. Con ella moría una parte de su existencia en la que la fortuna había rodado de manera caprichosa, encadenada a esa rueda que no deja de girar, pero moría, sobre todo, una persona a la que había querido profundamente.

Otra más, y ya eran muchas.

Para Federico no fue más fácil. El fallecimiento de la que había sido esposa fiel, sustituía de una madre desaparecida prematuramente, consejera tan sagaz como discreta, y compañera infatigable, le sumió en un estado de postración aún más tenebroso que el que se apoderó de Braira. Un paréntesis de oscuridad del que únicamente salió para dar rienda suelta a su pena de un modo incontrolado y feroz, propio de su naturaleza salvaje.

Tal como había previsto su aya, no llegó a tiempo para despedirse de la que había compartido sus idas y venidas a lo largo de trece años decisivos. Se la encontró amortajada con el mismo traje escarlata que llevaba al casarse, oculto el rostro por un velo destinado a ocultar la deformidad causada por el ataque sufrido, y un sinfín de pebeteros de incienso perfumando la estancia en la que eran velados sus restos.

La lloró durante horas, hasta caer exhausto, y pagó después espléndidamente a las mejores plañideras de la ciudad para que le garantizaran un duelo digno de su rango. Antes de darle tierra en la catedral de Palermo, dentro de un suntuoso sarcófago de mármol rescatado del esplendor romano, le rindió un último tributo de amor depositando sobre su pecho la corona que había lucido al ascender al trono siciliano. Un objeto de incomparable belleza, forjado por los más diestros artesanos de Palermo, en forma de casquete de oro enriquecido con incrustaciones de zafiros, esmeraldas, rubíes, perlas y otras gemas preciosas dignas de una emperatriz. Así descansarían juntas esa joya y ella, la única mujer que había encendido sus sentimientos, hasta el día de la resurrección.

Braira también derramó lágrimas negras, no sólo de tristeza sino de inquietud. Ahora sí que se avecinaban días de zozobra. ¿Qué sería de ellos en caso de que Gualtiero no regresara de Damieta? ¿Cómo podría honrar la palabra dada a su señora respecto del príncipe Enrique, cuyo porvenir, como bien sabía ella, estaba marcado por la nefasta figura del Colgado, si ni siquiera estaba segura de poder salvarse a sí misma?

El palacio se le antojaba un lugar inhóspito. Refugiada en sus aposentos, veía pasar el tiempo a través de los ventanales, rehusando participar en los actos de una corte en la que había vuelto a sentirse extranjera.

Sabía, porque la murmuración era una constante capaz de imponerse a cualquier luto, que Federico ahogaba su angustia entregándose a los brazos de sus concubinas, sin dejar de encargar misas y responsos por la salvación del alma de su amada, cuyo acceso al paraíso de los justos debería de verse acelerado por las donaciones efectuadas a la Iglesia a tal fin. Donaciones tan devotas como innecesarias, según el modo de ver las cosas de Braira, toda vez que su señora se había ganado con creces un lugar privilegiado a la diestra de Jesús.

En esas cavilaciones andaba un atardecer igual a otro cualquiera, matando el aburrimiento con una labor de bordado que intentaba imitar la filigrana moldeada en yeso que adornaba los muros de la Aljafería. Como de costumbre, se hallaba sola. Entonces irrumpió él a medio vestir, con el cabello despeinado y la mirada vidriosa, dando tumbos al andar. Era evidente que se había excedido con el vino fuertemente especiado que le habían recomendado sus médicos para combatir la melancolía, pues estaba borracho como una cuba.

No dijo nada. Sólo fijó en Braira sus ojos; los ojos del halcón que ha localizado a su presa, y se lanzó a por ella.


 

 

Capítulo XXX

 

 

—¡Mamá, mira lo que hemos construido Guido y yo, ven al jardín a ver cómo vuela! ¡Aprisa, es increíble, parece un pájaro! Guillermo, ajeno a cualquier norma de protocolo, había irrumpido en la habitación de su madre por una puerta lateral, justo a tiempo para rescatarla de lo que parecía inevitable. Exhibía orgulloso una cometa de colores casi tan grande como él. Estaba excitadísimo con el artilugio que le había fabricado su amigo aprovechando la ligereza de ese nuevo material, el papel, cada vez más utilizado para distintos menesteres, por lo que ni siquiera había detectado la presencia del emperador, ante quien habría debido inclinarse inmediatamente en señal de pleitesía. Éste le lanzó una mirada incendiada, tan repleta de ira que Braira se apresuró a dar una bofetada a su hijo antes de que lo hiciera su señor.

—Os ruego que le disculpéis, majestad. Es culpa mía no haber sabido educarle mejor, pero será castigado por su impertinencia.

Acto seguido, agarrando del brazo al pequeño casi con violencia, le conminó:

—¡Hijo, pide perdón al rey!

El chiquillo no terminaba de comprender el porqué de ese gesto tan impropio de su madre, aunque la vio lo suficientemente enfadada como para obedecer sin rechistar. Componiendo un mohín idéntico al que empleaba Braira a su edad para hacerse disculpar sus travesuras, plantó su diminuta figura ante el soberano, que no le inspiraba aún el menor temor, y con actitud aparentemente contrita dijo:

—Perdón.

Federico no respondió. Los efectos del licor habían convertido el deseo en cólera y ésta rápidamente en sopor, por lo que optó por retirarse lo más dignamente posible, concentrándose en alcanzar la salida sin tropezar.

Braira corrió hacia Guillermo y le estrechó en sus brazos con desesperación, repitiendo:

—Lo siento, lo siento tesoro mío, no sabes cuánto lo siento...

 

 

Muy lejos de allí, en el delta del gran río que bañaba Egipto, se había producido poco antes una retirada no menos vergonzante y desde luego mucho más indigna, protagonizada por unos cruzados que tuvieron en sus manos la oportunidad de recuperar Jerusalén y la desaprovecharon.

Entre ellos estaba Gualtiero.

Fiel a la promesa que se hiciera a sí mismo, se había lanzado a la conquista de Damieta con la desesperación de un condenado, hasta lograr su propósito. Después de interminables meses de asedio, la plaza fuerte del poder egipcio había terminado por caer en manos cristianas, con su botín intacto. Mas de poco había servido esta victoria a los guerreros del papa, pues nuevamente la ambición desmesurada cegó a quienes debieran haberse guiado por el buen juicio y la prudencia.

El sultán Al Kamil, atemorizado por el avance de sus enemigos, ofreció entregar la Ciudad Santa, Belén, Nazaret y la verdadera cruz, además de una considerable suma en metálico y una tregua de treinta años, a cambio de la evacuación de Egipto. La respuesta fue incomprensiblemente negativa.

El emperador acababa de renovar sus votos ante el santo padre y se sentía invencible, por lo que envió un primer contingente de tropas encabezadas por el duque de Baviera, cuya llegada truncó las esperanzas de Gualtiero. Cumpliendo a regañadientes las órdenes de su señor, puso su experiencia a la disposición del recién llegado y se tragó su amargura. ¿Cómo le iba a desobedecer?

Por más que le doliera faltar a la palabra que se había dado a sí mismo, no regresaría a casa, no abrazaría a Braira, no se libraría del tormento de la incertidumbre. Únicamente tuvo el consuelo de una extensa carta, en la que su esposa le informaba del nacimiento de su hijo y le reiteraba su amor.

¿Amor? Había olvidado el significado de esa palabra.

Su vida siguió discurriendo en una gigantesca extensión de lodo, que le impregnaba las uñas, la piel, el paladar, las fosas nasales, el alma y la mente. Barro oscuro, pegajoso, maloliente, infestado de mosquitos. Una boca de fango negro que le devoraba poco a poco.

Vio llegar centenares de barcos cuyos vientres iban cargados de arqueros, jinetes e infantes, hasta un total de cincuenta mil guerreros, acompañados por hordas de desgraciados ávidos de rapiña. No se molestó en desengañarles. También él había experimentado tiempo atrás esa euforia que nace de la convicción y nos hace sentirnos invulnerables. Había cantado y reído alrededor de un fuego de campo. Había fanfarroneado de sus hazañas y luego protestado por sus desventuras, antes de ver consumirse a Hugo, roído por la fiebre, hasta morir llevándose con él los últimos resquicios de esperanza a los que se aferraban ambos.

No, no hacía falta desengañar a esos novatos. Ya se encargaría de hacerlo el río.

La derrota no vino, en efecto, de manos sarracenas, sino del Nilo, que con sus crecidas lo convirtió todo en un sepulcro embarrado. Su agua turbia mató a más cristianos que la caballería turca, aunque los guardias nubios de a pie, gigantes negros de pesadilla, se encargaron de degollar a muchos hombres previamente sometidos a tortura por ese adversario invencible, y aún habrían abatido a más de no haber mediado la heroica actuación de los monjes guerreros, templarios, caballeros teutónicos y hospitalarios, que pagaron un altísimo tributo en sangre para proteger la huida.

Luego todo volvió a ser fango. La soldadesca mahometana se dio al saqueo de iglesias coptas y melquitas a lo largo y ancho de todo el país del sol, los seguidores de Jesús se vieron sometidos a nuevos impuestos exorbitantes, y el santo madero capturado en su día por Saladino, la cruz que tanto anhelaba recuperar el viejo Hugo, se perdió para siempre entre los escombros.

 

 

El hombre que regresó finalmente a los brazos de Braira, en el otoño del 1222, guardaba cierto parecido con el que había partido de allí seis años antes, aunque no era él. Su cuerpo esquelético revelaba las privaciones sufridas durante esa larguísima campaña militar y el cautiverio que le había mantenido después catorce meses encerrado en una fortificación de Alejandría, hasta que las negociaciones entre bandos culminaron en una tregua de ocho años y un acuerdo de canje de todos los prisioneros. Su naturaleza había sufrido una mutación indeleble.

La mirada de Gualtiero, antaño burlona y desafiante, denotaba un pesar difícil de definir; una losa invisible permanentemente encaramada a su orgullo, que a duras penas le permitía mantenerse en pie. Parecía perdido en un mundo a medio camino entre el de los muertos y el de los vivos, pero seguía siendo su esposo y el padre de su hijo, lo que habría sido suficiente para que ella se volcara en él, aun en el supuesto de no haberle querido como le quería.

Era su hombre, aunque ni él mismo lo supiera. En su día la había rescatado del naufragio de su pasado en Occitania, sin ceder al desaliento. Pues bien, los papeles se invertían e iba a ser ella esta vez quien luchara hasta encontrar esa risa que les habían robado a los dos. Estaba decidida a lograrlo.

Guillermo era su vivo retrato en versión reducida: un chico grande, de piel oscura, ojos claros y cabello color avellana, única contribución materna a su fisionomía. Era guapo, no cabía duda, pero sobre todo era un varón sano. El mejor regalo que una esposa podía hacer a su marido. El desparpajo y la espontaneidad con los que saludó a su progenitor, echándole los brazos al cuello sin dejar de expresarle el respeto debido a un gran guerrero, llenaron de alegría el corazón de Gualtiero. El niño era exactamente tal como lo había imaginado. Era suyo; no había duda, pese a lo cual una pregunta le quemaba en los labios desde hacía una eternidad y no podría aguantar mucho más tiempo allí atrapada.

Cuando Braira y él estuvieron solos, mientras ella le ungía el pecho con aceite perfumado, después de haberle lavado con sus propias manos y la más suave de las esponjas, le espetó con voz de ultratumba:

—Soñé que el emperador te forzaba...

—También lo soñé yo —respondido ella sin dejarle terminar, consciente de que destruir el vínculo que le unía a su señor habría privado de sentido su vida a partir de entonces—, mas no pasó de ser un mal sueño. Puedes estar tranquilo. Tal y como me dejaste me encuentras.

—¿Lo juras?

—¿Necesitas que lo haga?

Sus ojos de miel no mentían. Gualtiero había perdido muchas cosas en ese lugar inmundo al que había estado encadenado, pero no se dejaría arrebatar las que le quedaban. No renunciaría a la felicidad que había hallado junto a Braira. Por eso, en lugar de contestar, la atrajo hacia sí para besarla, igual que lo había hecho tantas veces con la imaginación y el deseo. Dulcemente, como se besa a una esposa, luchando por contener al monstruo que habitaba ahora en su interior. Notó la piel de su mujer erizarse bajo sus caricias ásperas, a medida que la memoria volvía a guiarle a través de caminos ya explorados, y sintió la fuerza de una pasión capaz de fundir sus cuerpos.

Esa noche se olvidaron de ser dos, hasta que él logró reconocerse en las pupilas de ella.

 

 

No había terminado de reponerse de sus fatigas ni recuperado una mínima fracción del tiempo de holganza perdido, cuando la guerra volvió a reclamarle. ¿Qué otra cosa podía esperar de un rey como Federico?

—Supongo que querrás tomar posesión cuanto antes del feudo que te prometí —le dijo una mañana su soberano, con una frialdad a la que Gualtiero no estaba acostumbrado y que obedecía a la irritación del emperador ante la reaparición de ese obstáculo que creía superado para siempre.

—Yo os sirvo, mi señor, sin esperar nada a cambio —replicó el caballero sin faltar a la verdad, aunque preocupado por ese tono.

—Y yo cumplo siempre mi palabra, de modo que recibirás tus tierras, aunque antes habrás de ganártelas. Esos medio hermanos tuyos de sangre que infestan los alrededores de Girgenti han colmado mi paciencia. Me informan de que las iglesias de la región están reducidas a cenizas como consecuencia de sus incursiones y de que incluso han llegado a capturar al obispo, que, gracias al cielo, no ha sufrido daño. Pero lo peor no es eso. Lo más intolerable es que conspiran con ciertos caudillos del norte de África a fin de propiciar un desembarco sarraceno aquí, en nuestra isla, lo que en modo alguno estoy dispuesto a tolerar. Esos traidores serán castigados, para lo cual necesito tu ayuda. Tú conoces bien a esa gente, ¿no?

—Así es, majestad. Sus abuelos fueron súbditos de mis antepasados maternos.

—Pues elige. ¿Estás con ellos o conmigo?

La pregunta fue un golpe bajo, que Gualtiero acusó torciendo el gesto.

—Yo soy cristiano y vasallo vuestro.

—Bien. Eso era lo que quería oír. En el sur de la isla, una vez cumplidos mis planes, habrá espacio suficiente para repartirlo entre mis leales. Descuida. Ese hijo tuyo y de tu esposa... —se refirió a él con cierto desprecio.

—Guillermo.

—Sí, ese niño revoltoso tendrá la herencia que te fue negada a ti. Más vale que le enseñes cuanto antes lo que tiene que saber un caballero. Ya es hora de que salga de las faldas de su madre y empiece a instruirse en las artes militares junto a los escuderos de la corte.

Esa misma primavera partió hacia la agreste comarca meridional una expedición de castigo decidida a aniquilar cualquier foco de resistencia, comandada por el monarca en persona. Entre los hombres de su guardia cabalgaba Gualtiero, buen conocedor del terreno, cuya misión consistía en recabar toda la información posible de los lugareños a fin de facilitar la misión. ¡Triste cometido para un héroe recién venido de las cruzadas!

Con el alma carcomida por los escrúpulos, el mestizo cumplía lo que se le había ordenado, procurando, sin conseguirlo, no formularse demasiadas preguntas. ¿Se regodeaba Federico colocándole en semejante situación o simplemente se servía de él como de cualquiera de sus peones, con la intención de llevar a buen puerto su campaña? ¿Se vengaba de él por haber fracasado en Damieta o había algo más; algo relacionado con ese maldito sueño que no se le iba de la cabeza?

Braira había formulado los mejores augurios para la campaña, recomendándole humildad y paciencia. ¡Cuánto había cambiado su esposa! Paciencia, humildad ¿Quién le habría dicho a él unos años atrás que ésas iban a ser sus armas?

Afortunadamente para todos, los hechos sucedieron tan deprisa que no hubo lugar a la espera.

La magnitud del ejército real superaba con creces las posibilidades de resistencia de los insurrectos mahometanos, especialistas en saquear aldeas y alquerías indefensas pero carentes de fuerza para enfrentarse a una tropa bien entrenada. Muy pronto pusieron sitio los soldados a la villa de Iato, anidada en lo alto de un risco, en la que se había guarecido el jefe rebelde Ibn Abbad, quien tras ocho semanas de asedio bajó de su escondite para postrarse a los pies del emperador, suplicando su clemencia. No conocía al nieto del Barbarroja.

Furioso por la devastación que había contemplado a lo largo del camino, éste la emprendió a patadas con él hasta el punto de infligirle graves heridas con el hierro de sus espuelas. Magullado, sangrando por los costados lacerados y sometido al escarnio público dentro de un carro tirado por muías, Ibn Abbad fue conducido a Palermo, donde el verdugo le dio la muerte más infamante, colgándole por el cuello de lo alto de una horca.

A su lado, y con el fin de redondear el espectáculo brindado a la plebe, fueron ajusticiados dos mercaderes de Marsella, reos de haber embaucado y vendido como esclavos, diez años atrás, a millares de criaturas integrantes de la desdichada Cruzada de los Niños. Una locura encabezada por un pequeño visionario francés que, lejos de liberar Jerusalén, dio con los cuerpos vírgenes de sus protagonistas en los harenes de todo el Oriente.

Los proyectos del Emperador incluían, sin embargo, un paso más.

—Les hemos dado su merecido —informó a los miembros de su consejo—, lo que no resulta suficiente. No a la luz de la experiencia. No me conformo con esta derrota, sino que aspiro a la sumisión incondicional de los sarracenos de la isla de una vez por todas. ¿Me veré obligado a exterminarles?

—¡No! —exclamó Gualtiero, asqueado ante la posibilidad de pagar semejante precio por su feudo—. Hay otras formas...

—Tú tienes más capacidad que yo para anticiparte a sus movimientos, pero piensa bien en lo que vas a decir porque responderás con tu vida de otra traición.

—Tal vez podríais mandar prender y trasladar a los cabecillas más beligerantes. Eso pacificaría a los demás, que seguirían sirviéndoos como súbditos leales...

—Nunca me han sido leales y tú lo sabes tan bien como yo. No obstante, es posible que a partir de ahora lo sean. A la fuerza ahorcan... Voy a enviarles lejos de esos valles abruptos en los que se emboscaban como culebras al acecho, al otro lado del estrecho. En la península hay sitio de sobra para que desbrocen monte y resulten útiles. A partir de ahora, tal como ocurría en tiempos del gran Roger, los hombres más aptos de esa cantera inagotable integrarán mi guardia personal mientras sus familias permanecen como rehenes en su nuevo asentamiento. Serán la inexpugnable empalizada humana que me proteja. No hay en la Cristiandad jinetes ni arqueros mejores que ellos. La decisión está tomada.

 

 

Fue Gualtiero el encargado de organizar la deportación de hombres, mujeres y niños, en número cercano a los veinte mil, a la localidad de Lucera, situada en una planicie de Apulia, donde serían confinados de por vida.

Allí serían libres de practicar su religión y sus costumbres, siempre que no amenazaran al trono y pagaran los impuestos con los que fueron gravados. Allí fabricarían para su amo y señor fundíbulos, catapultas, mangonels, espadas y cuchillos sólo comparables a los forjados por los artesanos toledanos, empleando para ello la fórmula secreta del acero de Damasco. De allí saldrían igualmente la mayoría de las concubinas del serrallo real, así como los eunucos encargados de vigilarlas.


Дата добавления: 2015-11-04; просмотров: 25 | Нарушение авторских прав







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