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Isabel San Sebastián 25 страница



—¿Braira? ¿Eres tú?

—Y aquí está también Guillermo —contestó ella, señalando al mozo alto, esbelto y bien vestido que permanecía en pie a su lado, con el ceño fruncido por la preocupación.

—¿Es cierto que sois vosotros? —repitió él, incrédulo, cegado por la tenue luz que se filtraba a través de la tela—. ¿No se burla de mí el Maligno?

—Somos nosotros, amor mío, somos reales y vamos a quedarnos contigo hasta conseguir que sanes. Ahora duerme, reposa, tiempo tendremos de hablar.

—¡No! —se incorporó él unas pulgadas, a base de férrea voluntad. El sudor le corría por el cuello tenso como la cuerda de un arco, una barba grisácea poblaba sus mejillas hundidas, hasta alcanzar los surcos oscuros de sus ojeras, las venas de sus brazos parecían las raíces de un olivo centenario y todo su cuerpo temblaba, preso de convulsiones, como si estuviese a punto de romperse. No se habría tenido en pie, pero necesitaba saber. Era, de hecho, el ansia de saber lo que le hacía agarrarse a la vida.

Braira comprendió lo que él quería sin necesidad de más palabras, aunque veía que no estaba en condiciones de mantener una conversación serena. Por eso sacó de una bolsa de cuero que llevaba colgada al cinto un frasquito que contenía solución de teriaca concentrada, vertió una generosa dosis en la copa de la que bebía Gualtiero y se lo acercó a los labios, a la vez que le hablaba como a un niño:

—Todo se aclarará, confía en mí, déjame hacer, no te empeñes en luchar contra los fantasmas que te acechan...

Y él cayó derrotado por la droga.

 

 

De haber visto en persona la gravedad del mal que aquejaba a los cruzados, acaso el papa se hubiera compadecido de ellos concediéndoles una nueva prórroga. Eso era lo que pretendía el emperador al enviarle una embajada con el encargo de presentarle sus disculpas, explicarle lo dramático de la situación e invocar su paciencia. Mas Gregorio estaba harto de excusas, mentiras y pretextos, harto de dilaciones que por una u otra razón llevaban retrasando la salida de la expedición desde hacía casi una década, harto de incumplimientos por parte de ese vasallo desagradecido que gravaba al clero siciliano con elevados impuestos e ignoraba la promesa tantas veces reiterada de respetar sus privilegios. Harto, en suma, de Federico de Hohenstaufen. Por eso le fulminó con la excomunión: el más severo castigo que podía infligirse a un cristiano.

Convaleciente aún de la enfermedad que había matado a muchos de los suyos y abrumado por una condena que consideraba injusta, el rey dio rienda suelta a su naturaleza indómita a través de una serie de cartas enviadas a todos los soberanos del orbe católico en las que lanzaba acusaciones gravísimas no ya contra el pontífice, sino contra la propia Iglesia, a la que tildaba de madrastra disfrazada de madre nutricia.

En ese vómito, surgido de sus entrañas como la piedra ardiente que de cuando en cuando arrojaba la montaña de fuego de su isla, el excomulgado proclamaba, tan indignado como convencido, que la institución fundada por Jesucristo oprimía al mundo, robaba a naciones e individuos, incitaba a la violencia como un auténtico lobo con ropajes de cordero, castigaba a justos o pecadores a su albedrío y aterrorizaba a los pueblos tanto como a los monarcas, sin otro afán que el de someterlos.

Imputaba el emperador a los eclesiásticos la práctica sistemática de la simonía y la usura que oficialmente condenaban; la búsqueda de oro a cualquier coste, el abandono de las enseñanzas del Nazareno y de los santos, hasta el extremo de acumular riquezas con avidez, despreciando la pobreza de los humildes. Denunciaba, en fin, la hipocresía de los sucesores de San Pedro, cuyas palabras de miel ocultaban peligrosas maniobras destinadas a pervertir el mensaje evangélico hasta convertirlo en un arma de guerra.



Aquello no era un simple desahogo sino un acta formal de acusación. Una declaración de guerra que rompía definitivamente cualquier puente de entendimiento posible, máxime cuando el acusador anunciaba, además, sin rubor, su inquebrantable voluntad de seguir adelante con la Cruzada al margen de lo que opinara Roma.

Así era el hombre más poderoso de cuantos poblaban la tierra conocida. Valiente hasta la temeridad, encaramado permanentemente a su orgullo, excesivo en todo y con todos, carente del más elemental sentido de la prudencia, explosivo, incontinente, de emociones ingobernables, genial en lo que se propusiese, colérico hasta la locura. Constanza había sido el freno que domeñaba esos impulsos a base de paciencia y mano izquierda, encauzándolos en la dirección correcta con enorme inteligencia. Desaparecida ella, el diablo que habitaba en su viudo se había adueñado de él.

Una vez arrojada la andanada, sin embargo, Federico se asustó de su propia osadía. Era demasiado listo como para ignorar las consecuencias de sus actos, y acababa de lanzar un desafío sin precedentes al mismísimo rey de reyes, al vicario de Cristo a quien todas las testas coronadas veneraban. Había ignorado por completo el consejo que en su día le diera su mujer: «No se te ocurra enfrentarte al papa —le había dicho ella tajante—. Nunca podrías vencerle».

Pues bien, el enfrentamiento estaba servido. Sólo quedaba por saber si la sentencia sería o no inapelable.

Necesitaba luz para su espíritu confuso. La que fuera su compañera y amante ya no podía brindársela, pero allí mismo, en las termas de Pozzuoli en las que se restablecía de su dolencia, paseando entre pinares y bañándose en las charcas sulfurosas que manaban agua caliente, estaba la dama que sabía leer las cartas. Le habían informado de que se hallaba a la cabecera de Gualtiero, tratando de arrancárselo a la muerte de las garras con la ayuda de ese hijo de ambos que destacaba como jinete.

Ella también le había prevenido tiempo atrás de las infaustas consecuencias que le traería un choque directo con el pontífice, recomendándole prudencia. ¿Podrían ahora sus naipes indicarle el camino a seguir? Mandó en su busca al mismísimo jefe de su guardia mora, con instrucciones de llevarla de inmediato a su presencia sin admitir excusas. Se lo estaban comiendo los nervios por dentro, y él nunca había sido paciente.

Braira acudió a la llamada de su señor de mala gana, pues odiaba verse obligada a separarse de su hombre cuando éste seguía debatiéndose entre dos mundos. Su mente, por otro lado, no estaba especialmente clara. Le corroía la angustia por su marido sumada a la tensión derivada de la confesión que muy pronto tendría que hacer, pese a lo cual se mostró obediente. Los golpes recibidos a lo largo de los años habían terminado por domarla.

—¿En qué puedo serviros, majestad? —Se inclinó con elegancia ante el emperador.

—Supongo que estarás al tanto de las dificultades que han surgido en torno a esta misión con la que pretendo liberar los Santos Lugares —le informó él, con aire displicente y sin el menor deseo en los ojos. Estaba preocupado, muy preocupado, demasiado como para pensar en otra cosa que no fuera la Cruzada—. ¿Qué dicen tus dibujos parlantes del trance en el que nos hallamos?

—Tened la bondad de sacar cuatro cartas...

—Ahórrame el pasado y los reproches, querida. Vayamos a lo práctico. Necesito algo que me ayude a tomar decisiones.

—Está bien —se sorprendió ella de verlo en ese estado de tensión—. Veamos entonces lo que os deparará el futuro...

Los dos se quedaron de piedra cuando al destapar la carta escogida por el consultante apareció el Papa, del revés, con la mitra apoyada en el suelo, el rostro invertido, irreconocible, y las manos en primer plano, mostrando claramente sobre cada uno de los dorsos una cruz griega.

—Es un mal presagio, mi señor —se limito a constatar Braira.

—¿Qué clase de presagio? —inquirió el soberano, atónito ante ese personaje que consideraba la representación de un Gregorio más maléfico todavía que el de carne y hueso.

—Es un anuncio de desunión e incomunicación. Lo que os disponéis a emprender no será comprendido por quienes han de apoyaros, ni tampoco por aquellos a quienes deseáis salvar. Vais a estar solo en vuestra empresa, sin el auxilio que esperáis ni el consuelo de encontrar un oído que os escuche.

—No será la primera vez... —se enrocó Federico, huraño.

—Hay una cosa más. Guardaos de cualquiera que exhiba este símbolo —advirtió ella, mostrando con el dedo las cruces de Malta, de aspas idénticas, tatuadas en las manos de la figura.

—¡Pero es el símbolo de los cruzados! —protestó él.

—No puedo deciros más. Únicamente percibo que esas manos os harán daño. ¡Estad alerta!

—¿No hay modo de que veas más allá?

Braira destapó otro naipe, que resultó ser la Justicia. Su semblante sereno miraba al frente, coronado de sabiduría, sosteniendo con la izquierda una balanza en perfecto equilibrio y con la derecha la espada de la ley.

—Éste ha de ser vuestro camino, mi señor —señaló a la carta—. Actuad con arreglo a lo que es justo, dejaos guiar por la verdad y sed sincero. Las normas os servirán de luz en la oscuridad. Sólo desde la rectitud afianzaréis vuestro poder. Huid de los abusos y de la prepotencia. Mostraos respetuoso con la palabra dada y cumplid la ley. La de Dios tanto como la de los hombres.

—Sigo sin saber de quién debo guardarme las espaldas —se impacientó Federico, irritado en lo más hondo por ese discurso confuso y moralista.

—Lo siento —se disculpó Braira, fingiendo un sincero pesar. Luego, apostando el todo por el todo, añadió—: Tal vez estando más cerca de la fuente del peligro pudiera el Tarot hablar más claro...

—¡Hecho! Vendrás con nosotros a Tierra Santa. Quiero tenerte cerca si es que debes alertarme de algo. ¡No te despistes ni te alejes! Sé que estás inquieta por tu esposo, pero esto es más importante, infinitamente más importante que ese asunto. Enviaré a mi galeno a visitarle para que tú puedas descansar y estar disponible. Ahora ve y mantenme al tanto de cualquier augurio.

Con astucia y osadía, sin necesidad de recurrir al engaño, Braira había conseguido justo lo que se proponía; que el monarca le permitiera viajar junto a su marido y su hijo, que era ya un escudero experimentado, en esa nueva aventura que se disponían a emprender.

 

 

Gualtiero empezó a recuperarse más rápidamente gracias a los remedios prescritos por el médico judío de Federico así como a los cuidados de Braira, que le alimentaba con caldos de gallina grasa, carne de venado, huevos frescos, tocino en abundancia y pan blanco, que pagaba a los campesinos del lugar a precio de incienso y mirra. También le daba de comer naranjas o limones azucarados, que ella misma pelaba e introducía en su boca, convenciéndole para que venciera su repugnancia y se los tragara, pues notaba que le sentaban bien.

A medida que la piel y los huesos se le fueron rellenando, pudo levantarse, caminar e incluso darse baños curativos en esas piscinas naturales que hedían como el fuego griego y quemaban casi lo mismo, pero tonificaban el cuerpo. Con las fuerzas, como el revés de una moneda, regresó también empero la embestida de la duda. El veneno de la sospecha corriendo libre por su mente. Un ansia incontenible de saber. La desconfianza hacia esa mujer amada y aborrecida, que volvía a encender en sus entrañas el deseo con el mismo ardor que los celos.

Habían charlado poco durante esos días, aunque ambos eran conscientes de tener una conversación pendiente. Estaban esperando el momento oportuno, haciendo acopio de valor, buscando el modo de abordar al otro... Hasta que la forma en que él empezó a mirarla hizo que ella se derrumbara.

Estaban los dos sentados sobre un tronco caído, contemplando un paisaje de colinas sembradas de olivos y palmeras, entre los cuales surgían aquí y allá antiguos vestigios de las monumentales edificaciones levantadas por el Imperio del Águila para aprovechar un lugar bendecido con propiedades medicinales, cuando Braira dejó salir al fin la confesión que le oprimía el alma:

—La muerte de Alicia fue culpa mía.

—¿Cómo dices ese disparate? —se enfadó él, pues no era de eso de lo que quería hablar—. Fue la voluntad de Dios.

—Dios quería castigarme a mí y se la llevó a ella. ¡Angelito! Le rogué, le supliqué que me tomara en su lugar, pero no me escuchó.

—¿Y por qué quería castigarte Dios de esa forma tan severa? —la interrogó Gualtiero con aspereza, al constatar que después de todo sí eran ésos los derroteros a los que quería llevarla—. ¿Qué pecado podría merecer tal penitencia?

—El más grave que puedas imaginar —respondió ella, bajando la mirada avergonzada.

—¡Con el rey! —exclamó él.

—A nuestro soberano también le he mentido. Y a mi señora doña Constanza, y a ti, a todos...

—¡Ramera! —la increpó él fuera de sí, alejándose para no golpearla—. ¡Puta! ¡Yo te maldigo!

—Escúchame, por favor —le siguió ella, cayendo de rodillas a sus pies—. No tenía otra salida, estaba aterrada...

—¿Aterrada? —la miró con desprecio su marido mientras permanecía en el suelo—. ¿Aterrada de qué? Yo te habría protegido, me habría enfrentado a él, le habría matado con mis propias manos en caso necesario, pero tú lo negaste. Te dije que lo había visto en mis sueños y juraste que no era cierto. ¡Embustera! ¿De quién es hijo Guillermo? ¿Qué sangre era la que corría por las venas de la niña?

Braira comprendió de pronto la confusión a la que había inducido a su esposo y por un instante se sintió aliviada.

—No es lo que estás pensando —aclaró, algo más tranquila, levantándose y recomponiendo los pliegues de su vestido.

—¿Ahora vas a decirme que te forzó, que tú no querías?

—Es que simplemente no ha sucedido nada entre el emperador y yo. No es eso lo que estoy tratando de decirte.

—¿Y qué puede haber peor que esa traición?

Tras un instante de vacilación, clavando sus pupilas tristes en los lagos oscuros de él, le espetó:

—Soy una hereje. Ése es el secreto que nunca he confesado a nadie. La razón por la que me ha castigado Dios e imploro sinceramente tu perdón. Ahora que lo sabes, haz conmigo lo que quieras.

—¿Una hereje?

Gualtiero se quedó de piedra. De todas las posibilidades que había barajado en sus días de agonía delirante, ninguna se acercaba ni remotamente a ésa. Estaba convencido de que su mujer le había engañado, por supuesto, aunque no en lo concerniente a la religión. Siempre se había mostrado devota, generosa en las limosnas, asidua a los oficios, cumplidora escrupulosa de ayunos, abstinencias y vigilias...

¿Una hereje? ¿Cómo tenía que tomarse aquello?

—Ya te conté cuando nos conocimos que crecí en una familia cátara —dejó fluir ella las palabras, como si al manar le limpiaran la conciencia de una mancha largo tiempo incrustada—. Mi padre y mi madre lo eran y no por ello dejaban de ser excelentes personas, te lo aseguro. Ella vive todavía, según creo, en el castillo de Montsegur, entregada a la oración. Nunca ha hecho mal a nadie.

—¿Pero por qué me lo has ocultado hasta ahora?

—Por miedo. ¿Por qué iba a ser? Cuando se desató la Cruzada contra los que profesaban nuestra fe, a quienes los franceses llamaban albigenses, mi padre nos envió a mi hermano Guillermo y a mí a Aragón, con el fin de alejarnos del peligro que se cernía sobre Occitania. Mi hermano se había convertido poco antes, siguiendo las enseñanzas de un fraile llamado Domingo de Guzmán, pero yo tenía muchas dudas, estaba asustada y enfadada por tener que exiliarme, había sido acusada de brujería por unos arrieros que confundieron mis cartas vete tú a saber con qué instrumentos perversos, y casi acabé en la hoguera. Era tan joven... —prosiguió con el relato, justificándose ante su propia conciencia tanto como ante Gualtiero—. Luego llegamos a Zaragoza, nos acogió un matrimonio de antiguos cátaros reconciliados que dio por hecho nuestra condición de conversos, Guillermo calló por protegerme, yo fui introducida en la corte, la reina me trajo a Sicilia, me enamoré de ti...

—¿Te enamoraste? ¿Por eso te casaste conmigo ante un Dios en el que no crees?

—¡Por supuesto que creo en Él! Y te juro que el amor que siento por ti no ha dejado de crecer desde el día de nuestra boda. Los cátaros rezan al mismo Dios que los católicos. Y también a Jesucristo. Es la Iglesia, y sobre todo la ambición de los hombres, el motivo de discordia entre ambos; no el amor ni mucho menos la fe.

—¿Y tú a quién elevas tus plegarias? —la desafió Gualtiero con una mirada fría—. ¿En qué crees para ser capaz de mentirnos de ese modo a todos?

—Creo en ti, en nuestro hijo, en la misericordia de un Padre que quiere a todos sus hijos y tiene que sufrir al contemplar los horrores cometidos en su nombre, en la humildad que nos enseña la vida, en el cariño que nos permite perdonar, en el que nos hermana... ¿En qué creo? Llevo toda una vida preguntándomelo, y me hacía la ilusión de haber hallado una respuesta satisfactoria, aunque la muerte de Alicia me sacó brutalmente de mi error. Ahora creo que no se puede engañar a Dios y que Él me ha castigado.

—Tal vez debas confesar tu pecado y cumplir la penitencia que se te imponga.

—Lo haría si con ello no os pusiese en riesgo a vosotros. Conociendo a su majestad, no obstante, estoy convencida de que sólo conseguiría condenarnos a todos al destierro, o acaso a una suerte aún peor.

—Tienes razón. El rey no perdonaría una conducta semejante y menos ahora que ha dictado leyes implacables contra los seguidores de cualquier herejía. En cuanto a Dios...

—Jamás pretendí ofenderle, bien lo sabe Él. Si pequé de algo fue de cobardía. Y cuanto más horror presencié en los escenarios de las matanzas, más angustia creció en mi corazón. Fui pusilánime. ¡Ojalá hubiera tenido el coraje de mi padre o la certeza inquebrantable de mi hermano!

—Tal vez no sea Dios quien te ha infligido la pena de llevarse a Alicia, sino tú misma quien se mortifica con ese pensamiento —apuntó Gualtiero sombrío—. Te sientes culpable y tienes motivos para ello.

—Soy culpable, sí. Y bien que lo estoy pagando...

—¿Por qué no confiaste en mí? —le preguntó él lleno de pena.

—Porque no soportaba la idea de perderte. Me faltó la valentía de tu madre, en la que pienso constantemente. Cuánto la admiro por haber tenido el coraje de ser fiel a su religión sin máscaras de ninguna clase, arrostrando las terribles consecuencias de su elección. Yo opté por el camino fácil.

La mención de su madre encendió una luz en Gualtiero, que sintió de pronto una inmensa ternura hacia la mujer que lloraba a su lado. En lugar de ver en ella a una embustera fría, guiada por el cálculo, se dio cuenta del tormento que debía haber supuesto para su espíritu disimular constantemente, resolver la pugna entre dos creencias brutalmente enfrentadas entre sí y pese a todo coexistentes en su interior, hacer frente a sus temores, y no digamos asistir al exterminio de quienes habían sido sus hermanos de fe allá en su tierra natal.

Algo parecido le había sucedido a su madre, que, bien lo sabía él, sufrió lo indecible la mayor parte de su existencia. Pagó con dolor y soledad infinitos tres amores: el que sentía hacia su dios y el que la unía a su hombre y a su hijo, imposibles de conciliar. Se convirtió en una anciana cuando su rostro era todavía hermoso, víctima de una batalla interior de la que salió derrotada. Murió amarga, como las naranjas pasadas de sazón, cuando había sido el fruto más jugoso y dulce del huerto siciliano. ¿Era ése el destino que él habría deseado para Braira?

—¿Me quieres? —La cogió de la mano.

—Sabes que sí. Nunca he querido ni querré a otro.

—Pues tu secreto es ahora mío también. Nadie tiene por qué saberlo jamás. Ni siquiera Guillermo, que ha de convertirse en un caballero católico. Yo seré tu apoyo cuando te falten las fuerzas, pero no vuelvas a mentirme. ¡Júrame que no lo harás!

Braira habría dado su vida por el calor de la caricia que le hizo él en la mejilla. Habría firmado su condenación eterna por obtener ese perdón. Sin vacilar, le abrazó como si quisiera fundirse con él, a la vez que repetía:

—Lo juro, te lo juro por mi salvación, nunca, nunca, lo juro.

—Una cosa más —zanjó Gualtiero—. No quiero volver a oírte decir que la muerte de Alicia fue un castigo. El cielo está repleto de ángeles como ella que hacen de ese lugar un jardín de risas. Nuestra niña vive feliz, y muy pronto tendremos a otra que llevará el mismo nombre.

 

 

Federico interpretó a su peculiar manera el llamamiento de su cartomántica a seguir el camino recto. La meta que se había fijado era la liberación de Jerusalén, para lo cual, a su modo de ver las cosas, era tan lícita la utilización de la amenaza militar como la exploración de vías diplomáticas, o una sagaz combinación de ambas. Lo único importante era conseguir el objetivo. ¿Alguien podía discutirle semejante obviedad?

Sus fuerzas se habían visto considerablemente mermadas como consecuencia de la fatalidad unida a la excomunión papal, hasta verse reducidas a menos de la mitad de las previstas en un principio. Eran muchos los señores que habían regresado a sus feudos junto a sus mesnadas, temerosos de participar en una empresa condenada por la Iglesia. Otros, como el landgrave de Turingia, estaban muertos. ¿Bastaban las tropas concentradas en la costa para lanzar una ofensiva capaz de reconquistar Palestina? Era dudoso.

En el bando contrario las cosas no andaban mucho mejor. El sultán egipcio, Al Kamil, estaba enfrentado a sus dos hermanos por el control del mundo musulmán, sin que las alianzas coyunturales tejidas entre unos y otros hubiesen logrado establecer un claro vencedor de la contienda. Cada uno de ellos disponía de amplio territorio, fruto de la herencia acumulada por Saladino, pero todos querían más o temían que su parte del pastel fuese codiciada por el vecino. De modo que se tentaban, se espiaban, tramaban conjuras y buscaban el modo de destruirse, aún a costa de debilitarse ante el enemigo cristiano.

¿No existe acaso un único Dios a cuya imagen y semejanza ha sido creado el hombre? —se había repetido muchas veces Braira tratando de hacer frente a sus contradicciones. La naturaleza humana es la misma, al margen de las religiones, motivo por el cual lo más mezquino convive naturalmente con lo más excelso. No había más que volver la vista hacia dentro o echar un vistazo a su alrededor.

El emperador y Al Kamil llevaban años negociando en la sombra. Desde los tiempos de Damieta, mientras soldados de la cruz y guerreros de la media luna caían en el campo de batalla, ellos se intercambiaban mensajes, acompañados de regalos, con el fin de alcanzar un acuerdo satisfactorio para ambas partes. Eran gentes civilizadas —solían recordarse a través de sus embajadores; gobernantes ilustrados cuyos intereses podían conciliarse, siempre que ambos estuviesen dispuestos a ceder un poco.

¿No había subrayado la dama del Tarot la necesidad de dejarse guiar por la justicia? Eso era exactamente lo que buscaba el rey. Un arreglo justo.

—Si vuestro soberano quisiese entregarnos la Palestina —proponía a su interlocutor el legado imperial, que había llevado como presentes para el sultán un pavo real de plumaje multicolor y un oso enorme de color blanco que únicamente se alimentaba de peces, para estupor de quienes jamás habían visto tal prodigio—, estaríamos en condiciones de ayudarle a consolidar su poder sobre toda Siria...

—Mi amo no podría ofender de manera tan grave a sus hermanos musulmanes sin perder su prestigio —se escandalizaba el árabe, escenificando su repulsa con gestos elocuentes de las manos—. Sin embargo, tal vez pudiéramos concertar una tregua que incluyera la devolución temporal de la ciudad que os interesa, siempre que las mezquitas fuesen respetadas, por supuesto. En prueba de nuestra buena voluntad he traído conmigo estos modestos objetos, que confiamos agraden a vuestro rey...

Y Federico sumaba a su colección de rarezas un elefante, un planetario, un laúd indio cuyo tañido arrancaba notas sublimes y un extraordinario árbol de plata articulado, cuajado de pajaritos de increíble realismo, que piaban como gorriones al menor soplo de viento.

Finalmente se rubricó el tratado el día 18 de febrero del 1229. Los cristianos recuperaban las plazas de Jerusalén y Belén, con un pasillo que las unía al mar en el puerto de Jaffa, si bien la parte del Templo, con la Cúpula de la Roca y la mezquita de Al-Aqsa, lugares sagrados para el Islam, permanecían en poder de los muslimes, a quienes se garantizaba la libertad de culto. Se autorizaba a Federico a reconstruir las murallas de la Ciudad Santa, como merced personal destinada a premiar su buena disposición, y se estipulaba que los cautivos de ambos bandos serían liberados sin pagar rescate.

La Cruzada parecía felizmente concluida antes de comenzar, sin derramar una gota de sangre. El emperador exultaba de gozo, considerándose el ganador de la contienda diplomática, a la vez que cursaba órdenes para zarpar de inmediato hacia la tierra reconquistada. Se proponía tomar posesión del lugar en calidad de dueño y señor, apelando a su matrimonio con la difunta Yolanda. Sus vasallos caerían rendidos a sus pies. Levantarían estatuas en su honor. Elevarían cánticos de alabanza en su nombre.

De nuevo la fortuna le era favorable, se decía eufórico. Cambiaban las tornas en su beneficio. El papa podía rabiar cuanto quisiera, pues él, Federico de Hohenstaufen y Altavilla, estaba a punto de ceñirse la corona del Reino de Jerusalén y pasaría a la Historia como el libertador del Santo Sepulcro de Cristo.


Дата добавления: 2015-11-04; просмотров: 29 | Нарушение авторских прав







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