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Isabel San Sebastián 22 страница



Envenenado por la sospecha, se lavó como pudo con el agua turbia del Nilo antes de ponerse, con la ayuda de un escudero, la ropa de combate que llevaría a su última batalla: túnica de algodón y capucha acolchada; cota de malla, peto, espaldar, guardabrazo, codal y quijote; carajera, escarcela, rodillera y espinillera; gola y yelmo; guanteletes metálicos. Una armadura completa, forjada por los herreros del campo, que bajo el sol inclemente de Egipto habría sido insoportable para hombres menos curtidos. Claro que ellos, los cruzados, eran una raza aparte.

Ese día lucharía bien —se dijo al encaramarse a su corcel desde la escalerilla dispuesta a tal efecto por su ayudante—. Descargaría su ira ante las murallas de Damieta, antes de morir o marchar: Después, si sobrevivía, regresaría a Sicilia.


 

 

Capítulo XXVIII

 

 

En la noche del 16 de julio del año 1216 el papa Inocencio rindió el alma a Dios en su residencia veraniega de Perugia. Su cuerpo fue amortajado con ornamentos preciosos, que incluían manto, báculo y mitra, antes de ser depositado para el velatorio de rigor en la catedral de la ciudad. Al día siguiente yacía desnudo y en trance de putrefacción sobre las losas del suelo. Los ladrones le habían despojado de los atributos de su grandeza terrenal, mientras el calor se cebaba con sus restos mortales.

 

Sic transit gloria mundi.

Al enterarse de la noticia, Federico mandó llamar inmediatamente a Braira. Le había impresionado tanto ese funesto presagio, al que atribuía un significado mucho más complejo que el derivado de la simple codicia aliada con el verano, que necesitaba la guía y consejo de sus cartas. Además, ella empezaba a recuperar sus formas, transcurridos varios meses desde que diera a luz a un niño robusto, por lo que su visita siempre le resultaba grata. Volvía a mirarla con ojos golosos.

Poco después de la partida de Gualtiero a Damieta, Constanza había enviado recado a su dama occitana para que embarcara sin tardanza hacia el norte, desde donde una escolta enviada a buscarla la acompañaría nuevamente hasta Aquisgrán, de donde había marchado apenas unos meses antes.

El desplazamiento, ya de por sí repleto de incomodidades, resultaba casi insoportable unido a las molestias propias del embarazo, tanto más penosas cuanto agravadas por la angustia que suponía la falta de noticias de Gualtiero. No cabía empero otra respuesta que la obediencia inmediata, de modo que Braira se armó de valor, mandó que le cosieran a toda prisa ropa adecuada para ocultar su estado, y escondió con igual esmero su pena, antes de partir rumbo a la ciudad en la que la esperaban sus soberanos.

Por respeto a su preñez la reina la dispensó durante algún tiempo de cualquier tarea, incluido el juego del Tarot, colmándola de atenciones. Luego, sin gran dolor, nació Guillermo, que fue el nombre escogido por la madre para bautizar al pequeño, honrando con él a su hermano y de paso al abuelo favorito del rey, que había sido apodado el Bueno.

¡Cuánto le hubiera gustado a Braira gozar en ese trance de la compañía de su esposo! Le habría presentado orgullosa a su heredero, juntos lo habrían llenado de caricias y luego él la habría besado a ella con dulzura para agradecerle el regalo de un hijo varón. Sí, ¡cuánto habrían disfrutado los dos de ese momento, si el destino hubiese dispuesto las cosas de otra manera! Le extrañaba tanto. Se le hacían tan largas las noches sin él...

Ahora el bebé descansaba tranquilo en brazos de su nodriza, mientras Braira, dócil a la voluntad del monarca, se hallaba ya en su presencia, provista de su estuche de marfil y plata.

—¿En qué puedo serviros, mi señor? —inquirió solícita, disimulando la turbación que le producía una intimidad no deseada, ni mucho menos buscada, con ese hombre al que empezaba a temer.



—Haz que hablen los naipes. Quiero saber qué interpretación hacen ellos de lo acontecido al santo padre, cuyo terrible final no se me va de la cabeza. ¡Ojalá tuviera aquí a Miguel Escoto para conocer su docta opinión!

—Yo me entrevisté con él justo antes de venir —se alegró de informar ella—, y puedo aseguraros que era muy optimista con respecto al futuro.

—¿¡Cómo no me lo habías contado antes, estúpida mujer!? —bramó el emperador—. ¿Qué te reveló exactamente?

Braira recordó su fugaz encuentro con el astrólogo, acaecido de manera fortuita en el palacio de Palermo, coincidiendo con una visita suya a la cancillería real destinada a organizar los pormenores de su viaje.

Ella se había cruzado con él en uno de los pasillos que recorrían el lúgubre edificio y, consciente de su vulnerabilidad ante la ausencia de Gualtiero, había aprovechado la ocasión para intentar vencer la hostilidad del sabio, recurriendo a una estrategia generalmente infalible: la adulación.

—Maestro Escoto —le había interpelado, acentuando el tratamiento que implicaba veneración—. ¿Podríais dedicarme unos instantes de vuestro valioso tiempo?

—¿Y para qué querría una poderosa vidente como tú consultar a un pobre estudioso de las estrellas como yo? —le había respondido él con irónica displicencia.

Entonces Braira había desplegado encanto, humildad, fragilidad y súplicas a partes iguales, hasta convencer al escocés de que realmente necesitaba su ayuda. Estaba sola —le había dicho—, embarazada de su primogénito, sin noticias de un marido enviado a combatir en tierra de infieles y alejada de su señora, la reina, cuya protección le resultaba imprescindible en esa corte extranjera. ¿Qué podía esperar de los designios del cielo?

Escoto, incapaz de resistirse a semejante acumulación de artimañas, había accedido a utilizar su astrolabio, desplegar sus mapas astrales y observar detenidamente el firmamento, antes de responder, con suficiencia paternal, a las demandas de la dama...

—No sabría reproducir exactamente sus palabras —contestó finalmente ésta a Federico, que la apremiaba con gestos de impaciencia—, aunque recuerdo perfectamente que auguraban grandes dichas. Habló de una venturosa conjunción de planetas, citó varios nombres de constelaciones alineadas a vuestro favor y anunció un eclipse de luna inminente, que interpretó como signo inequívoco del declive del Islam y el avance del cristianismo.

—Así será, con la ayuda de Dios y la fuerza de mis ejércitos, descuida. Ahora dime ¿qué misterio encierra el final atroz de nuestro amado pontífice?

Braira procedió a cumplir con el ritual de rigor, invitando al rey a seleccionar cuatro cartas que fue colocando boca abajo en perfecto orden. Como él ya conocía el mecanismo del juego y tenía prisa, prescindió del pasado y urgió a su cartomántica a proporcionarle información útil; es decir, referida al presente y el futuro.

Era un hombre pragmático, acostumbrado a la acción, no por ello ajeno al influjo de lo misterioso. Cualquier elemento o circunstancia que se saliese de lo cotidiano le producía la suficiente fascinación como para llevarle a utilizar todos los medios a su alcance, que eran cuantiosos, con el fin de desentrañar el arcano. Necesitaba respuestas a las innumerables preguntas que llamaban constantemente a las puertas de su curiosidad, y no solía conformarse con las explicaciones al uso, basadas en atribuir a la voluntad divina todo aquello que escapaba a la comprensión humana. Él no se rendía nunca. Era ambicioso hasta para eso.

El primer naipe que destapó estaba invertido y contestaba a sus inquietudes con respecto al difunto papa.

—El Mundo, en esta posición —le dijo la cartomántica—, nos indica que el tiempo del pontífice había llegado a su fin y que éste debía de ser de algún modo conflictivo.

Braira tampoco era ya una muchacha inocente. Había aprendido a sobrevivir en medio del horror, había visto de cerca el rostro más feo de las personas y estaba decidida a utilizar todos sus recursos, empezando por el Tarot, para salir adelante en un universo hostil. Ahora cargaba, además, con la responsabilidad de un hijo, lo que le daba una fuerza y determinación desconocidas.

Si tenía que fingir, fingiría. Si tenía que mentir, mentiría. Si tenía que manipular, manipularía. Si tenía que vengarse, se vengaría. De hecho, según su forma de ver las cosas, había sido Inocencio, precisamente, el instigador de la ola de brutalidad que había devastado su tierra. ¿Le habría castigado el Juez Supremo por ser fuente de tanto dolor? Tal vez sí o tal vez no. En todo caso, era ella quien tenía la potestad de interpretar a su antojo lo que mostraban las cartas.

—Ésta es la última figura de la baraja —prosiguió con la lectura, aunando ambigüedad y prudencia—. Si estuviera al derecho sería sinónimo de inmortalidad, pero de este modo me inclino a pensar que el difunto tenía algún pecado que purgar, algún fracaso por el que le serán pedidas cuentas...

—Fue un gran papa, de eso no hay duda, pero esa forma de acabar, pudriéndose a la vista de todos y exhalando un hedor que, según cuentan, ahuyentaba de la iglesia incluso a sus cardenales... En fin. Prosigue. ¿Qué dice el juego de lo que nos aguarda con el anciano Honorio, a quien atribuyen sencillez y bondad? ¿Será más fácil entenderse con él?

—Veamos lo que os auguran el mañana y el camino con vistas a esta nueva etapa...

Sobre la lujosa mesita que se interponía entre ellos, apareció primero el Ilusionista, con la mirada perdida, provisto de dados, cuchillos, cubiletes y una varita mágica; a su lado, marcando un feroz contraste, la Justicia, una vieja coronada, en actitud hierática, que empuñaba con la diestra la espada azul de la autoridad, el rigor y la disciplina, sosteniendo con la zurda la balanza del equilibrio.

—Vais a tener que librar una gran batalla, mi señor.

—¿Contra qué enemigo? ¿Quién se atreverá a desafiarme?

—Contra vos mismo, me temo. Vuestra naturaleza —explicó Braira, señalando al Ilusionista— os empuja a la acción, a la transformación de cuanto os rodea, a la consecución inmediata de todo aquello que os proponéis, infundiéndoos al mismo tiempo un entusiasmo ilimitado en el empeño de cambiar vuestro destino.

—¿Y por qué debería luchar contra esa energía que tan buenos frutos me ha permitido cosechar hasta la fecha?

Braira no le dijo nada de la enorme carga sexual contenida en ese personaje, anuncio seguro de inminentes aventuras eróticas, que no amorosas. No tenía más que mirarle a la cara para ver el deseo crecer en sus labios carnosos o en esas manos pequeñas, y a pesar de ello fuertes, que a duras penas resistían en ese preciso instante a la tentación de profanar sus más sagrados santuarios. Omitió esa parte de la revelación y se centró en la Justicia, que le abría la posibilidad de influir exactamente en la dirección deseada, sin necesidad de falsear el mensaje cifrado del Tarot.

—No se trata tanto de derrotar cuanto de embridar, majestad. El entusiasmo es un impulso positivo, siempre que se deje dominar por el intelecto, especialmente en un ser tan poderoso como vos —aprovechó para halagarle—. Buscad el encuentro con la verdad y la rectitud. Actuad de la manera justa. No olvidéis que la virtud de un soberano se sitúa a medio camino entre el amor a su pueblo, la severidad, la misericordia y la imparcialidad. Nunca os dejéis arrastrar por el afán de venganza. Como veis, el desafío está a la altura de vuestra grandeza. Si queréis alcanzar el destino que os espera, no despreciéis a vuestros rivales ni los confundáis con vuestros amigos.

—¿Te refieres al papa?

—Eso no puedo desvelároslo yo, pero vos sabéis la respuesta. Lo que indica esta carta —apuntó a la Justicia— es que aún debéis recorrer la senda del aprendizaje, profundizando en dos rasgos indispensables para un emperador: La paciencia y la capacidad de perdonar.

Federico oyó pero escuchó sólo a medias.

Braira recogió su juego, se levantó de la silla y pidió permiso para salir, una vez cumplida la tarea que se le había encomendado. Deliberadamente encorvada, cual gusano a punto de encerrarse en su capullo, con las manos húmedas por el nerviosismo y un molesto tic incontrolable en el párpado izquierdo, oía latir sus sienes como si alguien tocara el tambor dentro de su cabeza. Sabía que algo malo estaba a punto de suceder. Presentía el estallido de un temporal, pero no podía hacer otra cosa que aguardar, impotente, a que su amo se decidiera.

Éste la miraba embelesado, reflexionando sobre las misteriosas palabras que acababa de pronunciar y relamiéndose por dentro ante la miel y la pimienta que intuía bajo el brocado de seda que cubría las formas delicadas de la dama. Su esposa Constanza seguía siendo el mejor de sus consejeros, pero hacía tiempo que había dejado de satisfacerle en otros aspectos no menos importantes de su relación. Por eso recurría habitualmente a una cualquiera de sus concubinas, siempre dispuestas a complacerle a cambio de un pequeño favor, lo que, con el transcurso del tiempo, también había llegado a aburrirle. A él le gustaba lo prohibido. Lo salvaje. Lo vedado.

Y estaba acostumbrado a conseguirlo.

—Acércate —ordenó a Braira con un gesto de la mano derecha, mientras la izquierda recogía del suelo un objeto envuelto en un pañuelo de gasa—. Tengo algo para ti.

Ella obedeció, temerosa, buscando desesperadamente la forma de zafarse de lo que veía venir sin remedio.

—¿Te gusta?

Era un collar de perlas purísimas, cada una de las cuales valía una fortuna, con el cual Federico pensaba comprar la virtud de esa remilgada que aún se le resistía. Si eso no funcionaba, tendría que pasar a mayores.

—Ven, deja que te lo ponga...

—Majestad, no puedo aceptarlo. Es demasiado.

—¡Ven aquí te digo! —endureció el tono—. No agotes mi paciencia.

Fue una inspiración repentina. Una idea que se abrió paso a través del pánico, en una clara demostración de que no hay mejor incentivo a la imaginación que la necesidad absoluta. Con un aplomo que la sorprendió a ella misma, Braira se creció, enderezándose de golpe para advertirle, enérgica:

—Debéis saber, mi señor, que si mantenemos una relación carnal, aunque sólo sea una, perderé definitivamente la capacidad de interpretar las cartas para vos.

—¿Qué cuento es ése? —replicó él tan incrédulo como excitado.

—Es la verdad. Lo juro por lo más sagrado —mintió Braira sin inmutarse—. Por eso tuve que recurrir al maestro Escoto y rogarle que me iluminara sobre la suerte de mi esposo, que a mí me resulta invisible. Ya me lo advirtió mi madre —volvió a mentir—. Si cedo a vuestras pretensiones, lo que me complacería más de lo que me atrevo a confesar —mintió por tercera vez—, desapareceréis para siempre de mis visiones y no seré capaz de ayudaros cuando solicitéis mi consejo.

Federico dudó un instante, sorprendido por ese inesperado argumento que le había dejado frío. Era tal la convicción con la que se había expresado su adivina que parecía sincera. Y le resultaba mucho más útil como augur que como amante; de eso no cabía duda.

Procurando disimular su frustración, por no mostrar más interés del decoroso en un hombre de su rango, la despachó con fingida indiferencia.

—Muy bien. Tú te lo pierdes. Ya habrá otra que acepte mi presente.

Se había salvado por esta vez, aunque estaba segura de que él volvería al ataque. Su naturaleza le empujaría a hacerlo, tan seguro como que le llevaría a enfrentarse al papa. Lo acababa de augurar el Tarot y ella lo leía igualmente en el fuego que desprendían sus ojos. Si no regresaba pronto Gualtiero, cuyo destino ella no se atrevía a consultar sencillamente por miedo a la respuesta que pudieran darle las cartas... sólo Dios sabía lo que se encontraría al llegar.


 

 

Capítulo XXIX

 

 

Los excelentes presagios pronosticados por Braira y Escoto no tardaron en empezar a cumplirse. Sintiéndose próximo a morir, el viejo Otón de Brunswick aceptó resignado su derrota y entregó a Federico la antigua corona forjada en oro esmaltado que habían llevado su padre y su abuelo, así como la lanza sagrada; el bien más preciado de cuantos poseía la Casa de los Hohenstaufen, que, de acuerdo con la tradición, había sido la empleada por el centurión Longino para traspasar el costado del Señor durante la crucifixión.

Era una de las reliquias más veneradas de la Cristiandad. Un tesoro de incalculable valor que ahora, después de tan larga espera, era devuelta al fin a su legítimo propietario. Tocarla, percibir el tacto áspero de su metal, sentir el magnetismo que desprendía, acariciarla, estrecharla contra su pecho, eran gestos que proporcionaba al rey un placer muy superior al que pudiera esperar de cualquier hembra. ¿Acaso existía algo más sensual que el poder ilimitado? No. No a ojos de Federico.

La falta de esos objetos, cuyo significado iba mucho más allá de lo tangible, pues su posesión santificaba y otorgaba prestigio, era el último obstáculo que se interponía entre el emperador electo y su proclamación solemne por el papa. Ya nada le impedía emprender el camino de regreso a su añorada isla, previo paso por Roma para cumplir con ese gozoso trámite.

Y así, a mediados del 1220, partieron de Aquisgrán los soberanos, junto a su nutrido séquito, dejando tras ellos a su hijo Enrique, de apenas nueve años de edad, bajo la custodia de vasallos leales. Constanza se alejó del niño con un desgarro que aceleraría lo que estaba próximo a suceder, tal como había entrevisto tiempo atrás su dama del Tarot sin atreverse a desvelárselo. ¿Para qué? La reina suplicó a su esposo que no le infligiera esa herida, pero él tramaba sus propios planes; planes de gobierno y de perpetuación de la estirpe, en los que el amor no tenía cabida.

La verdad era que aunque el monarca había reiterado recientemente al santo padre la promesa de respetar las libertades de la Iglesia y mantener separados los tronos de Sacro Imperio y de Sicilia, tal como había exigido siempre la Santa Sede, sus auténticos proyectos no contemplaban tal renuncia. El divisaba un futuro grandioso para su único vástago legítimo, que ya ostentaba el título de heredero al solio siciliano. Por eso había sugerido a algunos nobles de su confianza que el pequeño Enrique fuese coronado rey de los romanos en cuanto él se hubiese ido; es decir, en su ausencia y aparentemente al margen de su voluntad. Así pudo declararse inocente ante el vicario de Cristo sin faltar abiertamente a la verdad.

Los vientos, en todo caso, soplaban a su favor. Incluso la climatología se puso de su parte, pues el sol lucía en la Ciudad Eterna con mucha más intensidad de lo normal esa mañana del 22 de noviembre, cuando, desde lo alto del Monte del Gozo, emprendió su camino de gloria hacia la basílica de San Pedro y la culminación de sus aspiraciones, recorriendo a caballo la antigua vía Triunfal en la que antaño eran aclamados los césares victoriosos.

La ciudad se recogía tras las murallas Aurelianas, que delimitaban un espacio gigantesco, en su mayor parte vacío, poblado de ruinas y descampados. La urbe, que en la Antigüedad albergara un millón largo de almas, había quedado reducida a poco más de treinta mil habitantes, lo que le confería un aspecto un tanto decadente pese a la magnificencia de ciertos monumentos, como el formidable Coliseo, que asomaban aquí y allá sus moles desafiantes.

La mayoría habían sufrido siglos de expolio de sus mármoles y adornos, destinados a dar vida a otras obras igualmente admirables, aunque esta norma general tenía algunas excepciones. Así, las termas de Caracalla habían proporcionado el material necesario para la construcción de la iglesia de Santa María in Trastevere, mientras la columna de Trajano, considerada «un bien que habrá de permanecer íntegro mientras exista el mundo, en salvaguarda del honor del pueblo romano y de su Iglesia», gozaba de la protección de un edicto municipal que amenazaba con terribles castigos a quien la dañase.

Así era la Roma imperial, la Roma misteriosa y única, magna en sus luces y en sus sombras.

Las calzadas pavimentadas para las legiones del Imperio seguían estando abiertas, al igual que las calles, con una amplitud infinitamente superior a las de cualquier otra villa, incluida Palermo. Allí hundía sus raíces la Historia, inasequible al olvido de los hombres, y allí se asentaba igualmente la Iglesia de Dios, cuya autoridad indiscutida era la única capaz de investir de poder temporal a un soberano cristiano. Ésa era Roma, la Eterna.

A su llegada a la plaza sobre la que se elevaba el templo dedicado a San Pedro, Federico, sumido en un profundo trance, fue recibido por un cortejo de notables digno de su rango. A su derecha se colocaron los senadores, que en señal de respeto le sujetaron las bridas del corcel mientras él descendía de la montura con elegancia, para subir hasta lo alto de los escalones donde le aguardaba el papa, rodeado de sus cardenales.

A esas alturas de la ceremonia apenas podía contener la emoción, consciente de haber logrado alcanzar todas las metas que se había fijado, incluida la de ser proclamado emperador.

Siguiendo la usanza habitual, besó los pies del pontífice a la vez que le ofrendaba oro, que éste aceptó con un abrazo fraternal. Luego ambos se encaminaron hacia la capilla de Santa María in Turribus, donde tuvo lugar la unción sagrada de la espalda y brazos del monarca, como protector de la verdadera fe. Finalmente, Honorio impuso sobre su cabeza la corona, que el rey sintió tan de su medida como si hubiese sido forjada para él, y, tomando en sus manos la espada, le nombró soldado de San Pedro con los mismos gestos empleados en armar a los caballeros. Todos los presentes unieron entonces sus voces para entonar el cántico de rigor:

 

Salud y victoria a Federico invicto, emperador de los romanos y siempre augusto.

Tenía veintiséis años.

 

 

Bajo el influjo de los sentimientos que le embargaban, el soberano renovó públicamente su juramento de tomar cuanto antes la cruz y partir a Tierra Santa, lo que llenó de esperanzas a Braira, quien anhelaba marchar con él a fin de reunirse con Gualtiero. A continuación, pronunció otros votos bien distintos, que helaron la sangre de la dama. Los herejes capturados en sus tierras —juró— serían expulsados de inmediato y verían confiscados sus bienes. Los recalcitrantes arderían en la hoguera. Su edicto se aplicaría en todas sus posesiones, que abarcaban ya buena parte del orbe conocido.

¿Es que no iba a terminar nunca la pesadilla? Braira volvió a notar cómo se le erizaba el vello, mientras que un escalofrío le recorría la espalda. El miedo se le agarró a las entrañas como el fruto de una violación diabólica.

Preso de una necesidad imperiosa de reafirmar su autoridad, Federico dictó, nada más pisar su viejo reino, un conjunto de leyes que abarcaban todas las facetas de la vida. Desde la confiscación de los castillos levantados tras la muerte de su abuelo materno, hasta la imposición de su derecho de veto a cualquier matrimonio de la nobleza. Desde la revocación de los privilegios que le habían sido arrancados durante sus años de debilidad, hasta la marginación de ciertos colectivos considerados peligrosos para la moralidad pública, como los judíos y las prostitutas. A los primeros se les obligó a vestir ropas específicas y dejarse barba. Las rameras se vieron abocadas a abandonar los núcleos urbanos con la prohibición expresa de acercarse a ellos, excepto para una única visita semanal a los baños públicos. La ordenanza no afectó, por supuesto, a las integrantes del harén real, que se desplazaban con el monarca a donde quiera que fuera.

El emperador se sentía pletórico de vigor, lo que le otorgaba aún más fortaleza de la que ya de por sí detentaba. En su descenso hacia la Sicilia insular muchas fortalezas se le rindieron sin combatir, mientras los hombres y mujeres del pueblo llano le bendecían al grito de «¡Viva nuestro David! ¡Viva el Doncel de Apulia!». Y esa veneración le resultaba más suculenta que cualquiera de los manjares preparados por su cocinero. Era pura ambrosía para su espíritu ególatra, cuya inflamación enfermiza causaba hondo pesar en las personas de su entorno íntimo, empezando por su esposa.

Constanza cabalgaba a su flanco, visiblemente cansada y entristecida, sostenida en la medida de lo posible por Braira, quien intentaba consolarla con las gracias de su pequeño Guillermo, anécdotas rescatadas de los tiempos felices o engaños piadosos que elaboraba sobre la marcha leyéndole las cartas. Hacía tiempo que no le auspiciaban nada bueno a su señora las figuras del Tarot, pero no sería ella quien ensombreciera más su amargura. Ella no. Aquello no hubiese sido signo de lealtad, sino de crueldad gratuita. Y ella no se merecía eso.

Cruzaron el estrecho por Mesina, empleando enormes barcazas para transportar a la tropa con sus pertrechos, pero no se dirigieron inmediatamente a Palermo, como habría sido el deseo de la reina. Antes quería pasar el soberano por Siracusa, para ajustar definitivamente las cuentas a aquellos genoveses que, desde los tiempos de Marcoaldo, habían instalado allí su base de operaciones sin pagar el diezmo debido a su señor.

Ya Gualtiero había llevado a cabo una primera operación de castigo contra ellos, frustrada antes de concluir por su precipitada marcha a Egipto e insuficiente para aplacar el rencor del emperador. No pensaba tener piedad con esas gentes que se habían aprovechado de él en la infancia, chupándole la sangre como vampiros, y, a decir verdad, no la tuvo.

Braira recordaba la paz del lugar apenas unos años antes, cuando había disfrutado de sus aguas claras al llegar junto a su esposo. En esta ocasión, sin embargo, nada resultó como en aquel entonces. Vio al rey expulsar violentamente de allí a los mercantes que, según él, se daban a la piratería. Vio quemar sus almacenes y expropiar sus tierras sin contemplaciones. Vio cómo un rey absoluto impone su potestad. El puerto de Siracusa sería a partir de entonces una propiedad de la corona, que percibiría en exclusiva las tasas correspondientes a los derechos de aduana. Y para garantizarlo mandó construir Federico un castillo imponente, que llevaría su impronta grandiosa y serviría de aviso a navegantes.


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