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Isabel San Sebastián 24 страница



Cuando llegó la hora de repartir el botín, el caballero de Girgenti pidió y obtuvo un señorío modesto, cuyas rentas darían apenas para vivir con decoro, que incluía, eso sí, los acantilados de paredes blancas en los que por primera vez había amado a Braira. Allí se llevó a su esposa en cuanto obtuvo licencia de su majestad, con el fin de rememorar esos días lejanos, y cerca de un templete sabio, rodeado de naranjos, mandaron los dos construir su casa.

Recorriendo sus dominios sin prisa, ya fuera a pie o a caballo, se sentía en paz con el mundo. Las aguas trasparentes que lamían las rocas poseían la virtud de limpiar cualquier herida, así del cuerpo como del alma, devolviéndole la ilusión a la vez que la salud. Habría dado cualquier cosa por poder permanecer allí indefinidamente, junto a la mujer que amaba, pero el dueño de sus vidas no pensaba en modo alguno prescindir de los servicios de su capitán, y menos aún de los de su dama del Tarot. Mucho antes de lo previsto les mandó llamar con prisas, como era su costumbre, lo que no les dejó otro remedio que regresar inmediatamente a la corte, de la que para entonces habían desaparecido prácticamente todas las damas de doña Constanza, incluida Laia. Eso al menos liberó a la occitana de su abierta hostilidad.

Flaca compensación por la pérdida de su señora.

 

 

Braira estaba nuevamente encinta, lo que llenó a Gualtiero de alegría. Guillermo, por su parte, con siete años cumplidos, se defendía bien con la espada de madera empleada por su instructor y soportaba el peso del correspondiente escudo. Ya montaba sin temor palafrenes grandes y se las arreglaba aceptablemente incluso entre los escuderos de mayor edad, a quienes no era extraño verle superar tanto en valor como en destreza.

El pequeño era, pese a su corta edad, una persona con las ideas claras. Le gustaba pelear mucho más que leer o estudiar aritmética, aunque en el palacio de Palermo todos los chicos de alta cuna debían ser tan duchos en un arte como en los otros. Por eso él, que ya hablaba ala perfección el árabe y el italiano vulgar, además de chapurrear algo de latín, se esforzaba en aprender a fin de merecerse, con el tiempo, ser armado caballero.

Cuando sus obligaciones le daban descanso, se escapaba hasta el territorio que comandaba Guido, donde se movía como pez en el agua y conocía a la perfección el nombre, costumbres, procedencia y necesidades de cada uno de los habitantes del zoológico.

Sus favoritos eran sin duda los leones, que el rey mandaba renovar, a medida que morían o se hacían viejos, pagando por ellos fortunas, pero otros animales resultan igual de fascinantes a sus ojos. Los cocodrilos del Nilo, por ejemplo, instalados en un estanque construido especialmente para ellos, trituraban con sus fauces los huesos más duros y hacían las delicias del chiquillo en las raras ocasiones en las que su amigo le permitía acercarse lo bastante como para darles de comer. El elefante, que extendía su trompa hasta recoger la fruta de sus manos, le producía ternura por la soledad en la que transcurrían sus días, atado por una de las patas a una gruesa cadena anclada al suelo. Y sin embargo, parecía indestructible. Cerca de él moraban unos bichos enormes, con forma de pájaro pero incapaces de volar, que habrían corrido muy deprisa de haber dispuesto de espacio para hacerlo, según aseguraba Guido, quien incomprensiblemente no sentía hacia ellos la menor simpatía. Completaban la colección dos jirafas, otras tantas cebras, algunos monos y otras piezas de menor valor, como un oso similar a los que obligaban a bailar los titiriteros en sus espectáculos.

Todos los dignatarios extranjeros que pasaban por Palermo eran invitados a visitar ese tesoro viviente, del que Federico estaba particularmente orgulloso, por más que mantenerlo supusiera un dispendio considerable para el peculio real. Nada satisfacía más al emperador que ver la cara de asombro o espanto que ponían sus huéspedes ante la visión de algunas de sus criaturas. Eran su sello personal. La expresión de una excentricidad alimentada con esmero. Una de las razones que le valía el apelativo de Estupor del Mundo, cuya mera mención henchía su pecho de orgullo.



A Braira también le había llegado a gustar esa parte del parque de palacio que tantas veces recorriera con su hijo, aunque ahora tenía otras preocupaciones.

Había jurado a doña Constanza velar por el futuro del príncipe Enrique, amenazado a la sazón en sus derechos sucesorios por el deseo del emperador de contraer un nuevo matrimonio que garantizara su descendencia, y no sabía cómo hacerlo. Mejor dicho; se le ocurría una manera, una única vía posible, ciertamente repugnante aunque efectiva. De ahí que, por primera vez en todos los años que había permanecido junto al emperador, manipulara abiertamente las figuras de sus cartas para hacerles decir lo que convenía a su causa.


 

 

Capítulo XXXI

 

 

El rey había pedido consejo a su cartomántica, como hacía siempre ante la necesidad de tomar una decisión trascendente. En este caso, acuciado por las presiones que recibía de unos y otros a fin de que acelerara la elección de una candidata digna de su sangre.

Ella decidió jugar fuerte y se guardó un naipe en la manga, que colocó con disimulo en el lugar correspondiente al futuro. Controlando a duras penas su nerviosismo, profetizó:

—La Emperatriz, invertida, no constituye el mejor augurio en vísperas de un casamiento. Si hubiese aparecido en su posición natural, como le sucedió a doña Constanza justo antes de su enlace con vos, sería un anuncio seguro de amor sincero...

—Pero Constanza ya no está aquí —la interrumpió enojado Federico, quien desde la muerte de su esposa había dedicado largas horas a meditar sobre la muerte—, ni podrá regresar, por mucho amor que existiera entre nosotros. ¿O acaso un alma que ha cruzado al más allá puede ser inducida de algún modo a retornar al mundo de los vivos, a comunicarse, hablar, o preocuparse de los seres queridos que quedaron atrás? No ¿Verdad? Ninguno de los sabios que me rodean es capaz de responder a esa cuestión crucial. He fundado una universidad en Nápoles en la que imparten sus enseñanzas los pensadores más insignes, financio con generosidad el trabajo de las mentes más brillantes, y, a pesar de todo, no hay un hombre capaz de despejar las dudas que me atormentan. ¿Dónde van exactamente las almas de los difuntos y en qué forma se manifiestan una vez allí? ¿Existe algún modo de recuperarlas? ¿En qué consiste su inmortalidad? ¿Lo sabes tú?

—¡Ojalá fuera así, mi señor! Creo que la única respuesta a esos misterios está en Dios.

—¿Y dónde está Dios? ¿Cómo es ese cielo en el que habita?

—Os ruego que me perdonéis, pero estáis interrogando a la persona equivocada. Tal vez el maestro Escoto pueda daros las respuestas que buscáis.

—Sí, él suele tener respuesta para todo... Y en el caso que nos ocupa, el de mi posible boda, recomienda celebrarla cuanto antes. En su docta opinión, no es bueno que el hombre permanezca célibe por espacios prolongados de tiempo, ni tampoco posible, añado yo. La abstinencia, pensamos ambos, conlleva graves peligros para la salud. Claro que, ante la ausencia de una esposa, no me queda otro remedio que caer en el pecado de la carne, por el que mi confesor me impone después severas penitencias.

—En tal caso... yo sólo advierto que las cartas anuncian probables conflictos, frialdad, cálculo por completo ajeno al afecto que merecéis e incluso riesgo de infertilidad.

Braira había tocado la tecla adecuada. La infertilidad en una futura reina era la peor de las taras posibles, máxime cuando lo que el novio buscaba en ella era únicamente acrecentar su descendencia a fin de garantizar la perpetuación de su linaje. Sus palabras de advertencia quedaron por tanto grabadas a fuego en la mente del monarca, quien, a pesar de sus temores, acabó por ceder a los intereses de la dinastía al concertar sus esponsales con la jovencísima Yolanda, heredera al trono de Tierra Santa.

El mismísimo papa, que había amenazado al emperador con excomulgarle si no cumplía sus votos de cruzado antes de dos años, apadrinó el acuerdo nupcial que culminó en una boda por poderes celebrada en Acre. Allí acudió un enviado de Federico, al mando de una flota de catorce galeras imperiales, a recoger a la novia a fin de conducirla hasta Brindisi, donde la recibió el rey para llevarla hasta el altar un gélido nueve de noviembre del año 1225.

Ni Yolanda, que acababa de cumplir catorce años y jamás había salido de Siria, era comparable a Constanza de Aragón, ni Federico, un hombre de treinta y uno, en pleno apogeo físico e intelectual, se parecía al muchacho algo inseguro que se había esforzado tiempo atrás por impresionar agradablemente a su esposa. Ella llegó con los ojos llenos de lágrimas y él la recibió con cortés altanería, demostrándole claramente desde el primer momento que esa unión era para él sólo un negocio. Su objetivo no era otro que proclamarse en ese acto dueño y señor del Reino de Jerusalén, con vistas a la Cruzada que se preparaba. A sus ojos, esa adolescente asustada que habría de engendrarle un hijo no significaba nada; nada más que otra corona que ceñir a su cabeza.

Braira asistió a la ceremonia nupcial con el corazón dividido entre la lealtad debida a la memoria de su señora Constanza y la pena que le inspiraba aquella muchacha, cuyo destino intuía desdichado, no ya por el augurio de las cartas trucadas, sino porque conocía bien al hombre que la desposaba: un animal hermoso, sensual, deslumbrante por su ingenio, brillante al exhibir su don de lenguas (para entonces dominaba a la perfección latín, griego, árabe, francés, alemán e italiano) o su erudición, aunque igualmente cruel, astuto, implacable con sus enemigos, calculador y ególatra..., por no mencionar su insaciable apetito de sexo.

¿Era el ejercicio de un poder desmesurado, absoluto, lo que había corrompido su ser hasta el extremo de hacerlo irreconocible —se preguntaba la dama que rebuscaba en su futuro—, o acaso siempre había sido ésa su auténtica naturaleza? ¿Pudiera ser que el desprecio por todo lo ajeno a uno mismo fuera la materia espiritual de la que estaban hechos los reyes? No. Pedro de Aragón no había sido así, lo que demostraba que la transformación no resultaba inefable ni tenía que ver con el hecho de ocupar un trono, sino más bien con la necesidad de escalar hasta él a cualquier coste.

«Tú aún no le conoces todavía —recordó haber oído a su marido advertirle hacía una eternidad—, pero ya aprenderás a temerle. No te dejes engañar por sus ademanes corteses y la atracción que siente por ti. Es un hombre terrible. Fascinante en su soberbia, ambicioso hasta la locura, grandioso en su valentía, pero dispuesto a todo con tal de aferrarse al poder. Un hombre al que sólo se puede amar con reverencia o aborrecer. No hay medias tintas posibles».

Ella había dejado de amarle, pero aún no le aborrecía. Simplemente le servía con lealtad por su bien y el de su familia, que pronto se vería acrecentada por la criatura que llevaba en su seno, sin la devoción de antaño, aunque con idéntico afán de supervivencia. Estaba ligada a él por lazos indestructibles, exactamente igual que esa muchacha de ojos tristes a la que habían arrancado de su hogar para convertirla en pieza menor y prescindible del ajedrez de la Historia.

No tuvo Yolanda siquiera el regalo de una noche de bodas hermosa. Cuando se apagaron las luces del convite, durante el cual Federico no le había prestado la menor atención, fue conducida a una alcoba a la que poco después acudió él, a fin de consumar su unión sin la menor delicadeza. Al día siguiente fue obligada a salir muy temprano de la ciudad, de manera casi clandestina, camino de la isla que se convertiría en su celda.

No le permitieron despedirse de su padre, Juan de Brienne, a quien el emperador había empezado ya a despojar de todas sus posesiones, incluida su única heredera y el dinero que le había donado Felipe de Francia para la reconquista de su feudo. Anciano, aunque todavía vigoroso, el regente de Jerusalén comprendió entonces que había sido desplazado por ese joven arrogante, que se consideraba ya investido de plenos derechos para decidir sobre los destinos de una tierra que jamás había pisado. Arrepentido, corrió en pos de su pequeña, quien le contó, deshecha en lágrimas, que su esposo había seducido a una de sus primas mayores prácticamente al mismo tiempo que la desvirgaba a ella.

Era la gota que colmaba el vaso. Únicamente le quedaba una carta por jugar, y no pensaba desaprovecharla.

Mientras la nueva pareja real navegaba hacia Sicilia en la misma galera que Gualtiero y Braira, Juan se dirigió a Roma en busca del auxilio del papa. Honorio le escuchó y reprochó a su pupilo su actitud desvergonzada en una carta severa, aunque paternal, que denotaba más preocupación por la Cruzada que por el futuro de la reina-niña. Como compensación al padre agraviado, le buscó un destino influyente en Constantinopla, que colmaba sus aspiraciones y relegaba a un rincón oscuro la preocupación por su hija. ¿Qué otro valor tenía una descendiente hembra, sino el de servir como moneda de cambio?

Yolanda vivió, casi siempre recluida, el tiempo necesario para dar a luz un heredero que fue bautizado como Conrado. Seis días después falleció, una vez cumplido su deber, antes de alcanzar los diecisiete años.

 

 

No muy lejos de allí, con su preciosa hijita en brazos, Braira no pensaba en otra cosa que dar gracias por cada nuevo día, olvidando cualquier problema.

Su esposo había vuelto a marcharse, en esta ocasión al norte de la península, donde el emperador trataba de someter a las ciudades rebeldes integradas en la Liga Lombarda. Ella se había trasladado a su nuevo hogar en Girgenti, donde ocupaba una casa de estructura árabe, construida alrededor de un patio amplio y soleado en el que crecían tres jazmines que perfumaban el aire en verano. Las heridas de su alma casi estaban ya sanadas, si bien un resquicio de desazón imposible de desarraigar le impedía disfrutar de una paz completa.

Guillermo se había quedado en la corte, prosiguiendo con su instrucción bajo la supervisión de sus maestros, por decisión de su padre. Dejarle allí, tan pequeño, tan vulnerable aún, le dolía en ese lugar invisible en el que toda madre lleva a sus hijos de por vida, aunque se consolaba pensando en que crecería fuerte, diestro en el manejo de las armas e instruido, hasta convertirse en un caballero ejemplar. Ella y Alicia, entretanto, gozaban de la tranquilidad del campo, de los paseos a la orilla del mar, de una existencia plácida, semejante a la que había disfrutado en su infancia allá en Fanjau...

Hasta que la pequeña enfermó.

Todavía no andaba. Dormía como un ángel, sonreía, gateaba, se amamantaba con glotonería a los pechos de su fornida nodriza normanda... Parecía la viva imagen de la salud, pero un mal día empezó a sufrir el flujo; ese maldito flujo de vientre asesino; ese emisario que la muerte enviaba con despiadada frecuencia a la caza de sus presas más menudas, ante el cual nada sabían hacer los galenos.

Desesperada, Braira envió un jinete a Palermo a suplicar la ayuda de Miguel Escoto, quien, para su sorpresa, respondió inmediatamente a su llamada acudiendo a visitar a la paciente. No habían pasado cuatro días desde que la niña empezara a mostrar síntomas de diarrea e inapetencia, pero el médico la encontró tan debilitada que tuvo que declararse impotente. Con la frialdad del astrónomo acostumbrado a estudiar estrellas lejanas, sin el menor atisbo de un sentimiento, sentenció:

—Los humores de esta pobre criatura se hallan en tal desequilibrio que sólo cabe esperar el fatal desenlace.

—Os lo ruego, maestro —le contestó Braira—. ¿Por qué si no habéis venido? Emplead vuestra ciencia para salvarla, intentadlo, vos conocéis los secretos del cuerpo tanto como los de los astros...

—He respondido a vuestra súplica porque nuestro señor, el rey, jamás me habría perdonado que no lo hiciera. En cuanto a lo demás, únicamente Dios posee la facultad de dar o de quitar la vida, señora. Nosotros apenas vislumbramos resquicios de luz en las estrellas que nos permiten intuir Sus designios. Vos deberíais saberlo. ¿No os anunciaron vuestras cartas el destino de esta niña?

—Salvo raras excepciones, las cartas revelan únicamente aquello que queremos descubrir... —concluyó ella, tratando de contener las lágrimas, más para sí que en respuesta a la pregunta que le había formulado Escoto con cierta curiosidad malsana—. Os doy las gracias en cualquier caso. Ahora, si me disculpáis, quisiera aprovechar el tiempo que nos queda a ambas para despedirme de mi hija.

 

 

¿En virtud de qué siniestro sentido del humor se divierte el azar zarandeando nuestra existencia a su capricho? Braira volvía a interrogarse sobre los mismos misterios de siempre, sabiendo que no hallaría contestación.

«La vida te enseñará que la justicia de Dios casi nunca nos resulta comprensible» —le había advertido hacía una eternidad su reina. ¡Cuánta razón tenía!

Así como el contacto con la suave piel de Alicia había constituido siempre un remedio infalible contra la ansiedad, los últimos instantes que pasó estrechando contra su pecho a su bebé, cada vez más pálida, cada vez más liviana, aunque siempre sonriente, fueron una tortura para su espíritu.

¿Por qué se llevaba el Todopoderoso a su niña en lugar de tomarla a ella? Esa pregunta taladraba su mente noche y día, igual que le había sucedido al venir desde Aragón la primera vez, cuando una terrible epidemia se abatió sobre la mayor parte del pasaje pasando a su lado sin rozarla. ¿Por qué la castigaba de manera tan implacable, cargando sus pecados sobre la carne de su carne, inmaculadamente inocente? No tenía la menor duda de que se trataba de una penitencia. Una penitencia feroz, aunque merecida por la gravedad de sus ofensas. Y sin embargo... ¿Qué culpa tenía Alicia?

 

 

La vida siguió su curso. Enrique, el infante a quien Braira había jurado proteger desde la lejanía, se casó con una noble austríaca sin que la noticia aliviara en lo más mínimo su luto. En cuanto a Gualtiero, se enteró de la muerte de su hija mucho más tarde, a través de una carta desgarrada en la que su esposa aseguraba, a modo de explicación, que tenía muchas cosas que confesarle y lo haría cuando estuviesen juntos. Su mente volvió a padecer el suplicio de la duda, como en las interminables noches de Damieta.

¿Confesar? ¿Confesar qué? ¿Le habría sido infiel después de todo, tal y como había sospechado él desde un principio? Las fechas, aparentemente, no cuadraban. Pero ¿qué sabía él de preñeces? Las mujeres solían ser arteras para esas cosas. El veneno de la desconfianza corrió nuevamente por sus venas como un torrente de agua glacial. Confesaría, sí. Él la obligaría a confesar, en cuanto Federico le permitiera regresar a Sicilia.

 

 

Prácticamente a la vez que la recién nacida, murió el venerable Honorio, cuyo pontificado se había caracterizado por la mansedumbre. Su sucesor, Ugolino Segni, quien tomó el nombre de Gregorio, no tenía la menor intención de seguir sus pasos, especialmente en lo concerniente a ese soberano del Sacro Imperio de Roma que se atrevía a discutir las decisiones del papa e incluso a reírse de él. ¿Qué otra cosa llevaba haciendo desde hacía más de diez años, al aplazar una y otra vez con mil excusas el momento de cumplir con su promesa de encabezar la definitiva guerra santa?

Gregorio era primo de Inocencio y, al igual que éste, un hombre de carácter rígido, puro en sus costumbres, coherente con sus creencias y de convicciones firmes. Era un experto en las leyes relativas al poder temporal tanto como al de la Iglesia, determinado a hacer valer la supremacía de esta última sobre cualquier mortal. Por eso, en la primera misiva que dirigió al emperador, le advertía:

 

No os coloquéis en una posición que me fuerce a tomar disposiciones contra vos; poneos en marcha sin demora al frente de la Cruzada, tal y como prometisteis, o ateneos a las consecuencias.

 

Federico se asustó de verdad. No había olvidado los consejos recibidos de su añorada Constanza ni tampoco los augurios de su cartomántica, que le prevenían de las terribles consecuencias que le acarrearía enfrentarse al santo padre. No podía arriesgarse a sufrir una excomunión que amenazaría seriamente su trono, por lo que ordenó a sus lugartenientes que aceleraran los preparativos para la sagrada tarea que les aguardaba. Y una vez más fue Gualtiero el encargado de precederle al frente de la expedición, en esta ocasión a las órdenes del landgrave de Turingia y como capitán de un ejército compuesto por millares de guerreros, que poco a poco fueron concentrándose en la costa de Apulia, junto a otros tantos peregrinos atraídos por la perspectiva de viajar a Tierra Santa sin pagar el pasaje, transportados en los barcos de la flota imperial a costa de las arcas regias.

Hacía un calor sofocante ese verano en el extremo meridional de la península itálica. Hombres y bestias se hacinaban en campamentos improvisados, sin agua suficiente, ni letrinas, ni capacidad para organizar la intendencia de semejante masa humana. Aunque ellos no pudieran saberlo, la muerte rondaba muy cerca.

Cuando las naves empezaron a llenar lentamente sus vientres con aquella abigarrada carga, los que lograban hacerse un hueco en las chalupas de embarque, entre corceles de batalla, barriles de vino o carne en salazón, haces de paja para el ganado y cestos enormes repletos de espadas, arcos, escudos, armaduras, piezas de artillería y demás objetos indispensables para la misión, se consideraban afortunados. Al fin, se decían unos a otros, iban a cumplir el sueño de peregrinar en busca de la redención. ¡Qué equivocados estaban!

Antes de que zarpara la armada, hizo su irrupción el morbo asesino a bordo de las galeras y simultáneamente en tierra. La fiebre empezó a hacer estragos entre aquellas gentes, sin distinción de rango o de sangre. Se cebó con los nobles igual que con los plebeyos, campesinos y soldados, hasta alcanzar al mismísimo comandante en jefe, que cayó gravemente enfermo. Lo mismo le sucedió a Gualtiero, su segundo, víctima como él de violentas convulsiones y accesos de calentura tan fuertes que les provocaba delirios.

Ninguno de los dos estaba en condiciones de combatir, ni mucho menos mandar a un ejército de espectros aquejados de esa dolencia tan familiar para los habitantes de las regiones tórridas, pese a lo cual Federico no mostró piedad. Recién llegado al campamento, sordo a cualquier protesta, dio la orden de levar anclas.

En Girgenti, a esa hora, Braira se topaba una y otra vez en sus tiradas con la guadaña de la parca, iluminada por la luna. Luna y Muerte, Muerte y Luna. Amenaza. Separación. Dolor. Oscuridad. Nefastos presagios. ¿No había recibido suficiente castigo? ¿Tendría que padecer todavía más?

Si era así, al menos intentaría besar por última vez a su marido y confesarle la verdad de su fe, para lo cual debía darse mucha prisa. Era menester recoger a Guillermo en Palermo, correr hasta Mesina, hallar el modo de cruzar el estrecho y desde allí alcanzar lo antes posible el tacón de la bota que formaba la península, donde le habían asegurado que encontraría a Gualtiero.

El tiempo galopaba en su contra. Cada grano de arena que se deslizaba de un compartimento a otro en su reloj era un instante robado a los que anhelaba compartir con el hombre que amaba y que sabía en peligro.

Éste, a esas alturas, había dejado de pensar. Sólo le quedaban fuerzas para combatir el mal que le hacía temblar sin control bajo un sol de justicia, mientras a su alrededor el mundo se volvía loco. El landgrave estaba muerto y Federico agonizaba en un balneario cercano, no sólo enfermo sino a punto de ser excomulgado.

Era hora de rendir cuentas.


 

Quinta Parte

1229 – 1251

 


 

 

Capítulo XXXII

 

 

Cuando oyó la voz cálida de Braira susurrarle al oído algo así como «ya estamos aquí contigo, nada tienes que temer», Gualtiero pensó que la fiebre le jugaba una mala pasada. Llevaba tantos días postrado en un camastro de campaña, dentro de esa tienda mugrienta donde el calor sofocante contribuía a agravar su ya precario estado de salud, que veía peligrar su cordura. ¿Qué otra cosa podía ser ese sonido tan fuera de lugar allí, sino un sarcasmo de su delirio?

—Guillermo está conmigo —siguió diciéndole el engaño de su imaginación—. Hemos venido tan rápido como hemos podido para cuidar de ti y ahora todo irá bien. No te preocupes, tranquilo, descansa...

—¡No me tortures, malnacida! —bramó él sin abrir los ojos, dirigiéndose a la calentura que le provocaba esa alucinación. Luego, con un resquicio de aliento, añadió—: Déjame morir en paz.

—Todavía no ha llegado tu hora —respondió Braira desconcertada, ante la mirada atenta de su hijo, que aún comprendía menos.

Aquello era demasiado. Con gran esfuerzo, Gualtiero entreabrió los párpados para descubrir, en la penumbra de la que creía su última morada en este mundo, el rostro familiar de su esposa situado a un palmo apenas del suyo. Le miraba con infinita dulzura, arrodillada a los pies de su yacija, aliviándole el ardor de la frente con un paño húmedo.


Дата добавления: 2015-11-04; просмотров: 26 | Нарушение авторских прав







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