Студопедия
Случайная страница | ТОМ-1 | ТОМ-2 | ТОМ-3
АрхитектураБиологияГеографияДругоеИностранные языки
ИнформатикаИсторияКультураЛитератураМатематика
МедицинаМеханикаОбразованиеОхрана трудаПедагогика
ПолитикаПравоПрограммированиеПсихологияРелигия
СоциологияСпортСтроительствоФизикаФилософия
ФинансыХимияЭкологияЭкономикаЭлектроника

La señorita Conmigo No Contéis 18 страница

La señorita Conmigo No Contéis 7 страница | La señorita Conmigo No Contéis 8 страница | La señorita Conmigo No Contéis 9 страница | La señorita Conmigo No Contéis 10 страница | La señorita Conmigo No Contéis 11 страница | La señorita Conmigo No Contéis 12 страница | La señorita Conmigo No Contéis 13 страница | La señorita Conmigo No Contéis 14 страница | La señorita Conmigo No Contéis 15 страница | La señorita Conmigo No Contéis 16 страница |


Читайте также:
  1. 1 страница
  2. 1 страница
  3. 1 страница
  4. 1 страница
  5. 1 страница
  6. 1 страница
  7. 1 страница

Por no verla, se volvió hacia su amigo y estudió la venda que llevaba alrededor de la frente como si no supiera qué significaba. La gasa sucia y reseca, estampada de manchas rosadas y amarillentas, de sangre y de pus, era más aparatosa que el rasguño que cubría, pero los colores de la herida eran auténticos. Delgado hasta la transparencia, la piel macilenta de polvo y de cansancio, las mejillas hundidas, una bolsa violácea bajo los párpados, Antonio miró a Pepe y logró verse a sí mismo tal y como le vería Eladia si girara la cabeza para echar un vistazo hacia la calle. Él también tenía una herida, una venda estampada en tonos semejantes rodeando dos dedos de su mano izquierda, el índice y el corazón dañados por la misma metralla que había matado a Puñales. Mientras volvía a recordar cómo y por qué, dónde había muerto Vicente, se comparó, comparó la pareja que formaba con su camarada, con aquellos dos hombres limpios y bien peinados, sus flamantes uniformes cargados de insignias, las manos limpias, el cuerpo intacto mientras compartían media frasca de vino con la chica más guapa del barrio, en aquel local iluminado cuya temperatura empañaba unos cristales milagrosamente enteros. Hasta que Pepe dio un paso hacia él, le pasó un brazo por los hombros y le obligó a mirarle.

—¿Es esa? —Antonio asintió con la cabeza—. ¡Qué putada, Antoñico!

Él se limitó a asentir, mordiéndose los labios para no romper aquel escaparate con los puños. Era una putada, y tan gorda que cuando el andaluz tiró de él, se dejó hacer con una mansedumbre insensible, casi inerte, como si su cuerpo no dependiera de su voluntad. Pero no pudo evitar que en el mínimo plazo que sus pies necesitaron para arrancar, Eladia le viera, le mirara, y descifrara todos los ingredientes de aquella escena muda, estática, tan pacífica en apariencia, dos soldados en la calle, dos civiles en un bar, una mujer con ellos. Él también la vio, la boca abierta en mitad de una palabra, las manos congeladas en el aire, los ojos agrandados por el asombro, y adivinó que estaba anticipando su propio desprecio. Todo esto ocurrió en un segundo. En el siguiente, ella intentó reaccionar y él no se lo consintió. Al fin y al cabo, hicimos un trato y no lo hemos deshecho todavía, se dijo mientras la furia y la tristeza competían entre sí para alejarlo de allí lo antes posible. Pero a las seis de la mañana del día siguiente, la encontró esperando en su portal.

—Antonio...

La noche anterior, después de presentar a Pepe a su familia, y besarles, abrazarles a todos, los dos se habían bañado, habían liquidado en un cuarto de hora todo lo que había en la despensa y se habían acostado antes de las nueve. El hijo pródigo estaba tan exhausto que, a pesar de todo, había dormido ocho horas de un tirón. Eladia no. Seguramente no había llegado a acostarse, porque tenía los ojos hinchados, los labios resecos, la ropa arrugada. Antonio detectó todo esto y el efecto mate, grisáceo, de la preocupación sobre su piel, pero no logró identificar en su cansancio el desamparo de otras veces, la huella de aquella niña bronca y peluda, indefensa, que antes le enternecía tanto.

—Buenos días —intentó salir y ella bloqueó el umbral con su cuerpo.

—No, espera un momento, tengo que hablar contigo.

—No tengo tiempo para hablar, Eladia. Tengo que volver al frente, ya sabes... A jugarme la vida por los héroes de la retaguardia.

Ella cerró los ojos y se quedó quieta. Él la sorteó y echó a andar, siguió adelante hasta que escuchó unas palabras que no esperaba.

—Tú no sabes nada de mí, Antonio.

Pepe siguió subiendo la cuesta. Él se paró, miró a aquella mujer, afrontó una expresión extraña, mansa y rabiosa a la vez, que ya conocía aunque nunca había sabido interpretar.

—No sabes nada de mi vida. Tendría que contarte...

Eladia no quiso terminar la frase. Él la estaba esperando, esperaba una razón, un milagro, un clavo ardiendo al que agarrarse con el borde de las uñas, pero ella sólo se atrevió a coger un atajo equivocado.

—No tengo nada que ver con esos, de verdad. Les conozco, sí, el enano anda siempre detrás de mí y ayer me los encontré por la calle, pero... —alargó una mano, le cogió del brazo, le sujetó para que no se escapara—. Sé que no son héroes, sé lo que son, pero estoy sola con la Palmera, él es lo único que tengo, y a ninguno de los dos nos conviene que me lleve mal con ellos porque son peligrosos, sobre todo para Paco. No pasa nada más.

Eso no era lo que Antonio esperaba. Lo comprendía, lo aprobaba, pero no era lo que ella tendría que haberse atrevido a decir, así que intentó soltarse, seguir andando. Eladia se lo impidió, fue de nuevo la más rápida de los dos, y antes de que lograra alejarse, le rodeó, se le puso delante, le colocó las manos en el pecho como si estuviera empujando una pared.

—¡Espera un momento, Antonio, por favor! Yo, después de ti, yo... —cerró los ojos, volvió a abrirlos, le miró—. No he estado con ninguno.

—¡Antonio! —Pepe le llamó desde Antón Martín y el conductor del camión subrayó su nombre con un bocinazo—. ¡Venga!

—Me están esperando, Eladia —liberó su pecho de las manos de aquella mujer, y sus dedos las retuvieron un instante más de lo imprescindible aunque él no fue consciente de habérselo ordenado—. Tengo que irme.

Cuando se montó en el camión, se asomó por el borde de la caja como si fuera un balcón para mirarla por última vez, y entonces sucedió. Entonces, mientras un soldado rezagado atravesaba la plaza a la carrera, Antonio la vio con la cabeza hundida entre los hombros, los brazos muy quietos, pegados al cuerpo, una niña pequeña con una pistola demasiado grande, un uniforme tan falso como si lo hubiera robado en una tienda de disfraces, un dolor impreciso, antiguo y nuevo, que era lo único que no había cambiado, lo único que permanecía intacto en ella desde que la conoció. Luego el conductor arrancó, y Eladia se puso en marcha como si el ruido del motor la hubiera despertado.

—¡Antonio! —le llamó y corrió hacia él—. ¡Antonio! —el chófer pisó el acelerador—. ¡Antonio! —la tercera vez que gritó su nombre, ya no pudo verla.

Después, perdió la guerra. Durante un año entero, Antonio Perales García luchó en una guerra perdida, se entregó por entero a una República cada vez más pequeña, más enferma, y pensó en su amor con la misma desesperación que en la victoria. Cada mañana, cada noche la veía, una niña fea y una mujer hermosa, un cuerpo desnudo o enfundado en un vestido verde con lunares negros, una expresión arrogante o triste, siempre feroz, Lali, Eladia o Carmelilla, tan dura, tan suave, tan incomprensible. Todos los días temía que lo mataran antes de volver a verla, y todos los días pensaba que quizás la muerte fuera mejor, más deseable que el tormento de vivir contando los eslabones de la cadena que lo ataba a ella sin remedio. El 7 de marzo de 1939 no fue una excepción. Aquella mañana, antes de que su teniente le pusiera delante cinco cerillas para animarle a sacar la más larga, también pensó en Eladia. Y cuando Pepe corrigió la inclemencia del azar, le dio la oportunidad de poner su vida y su muerte en las mismas manos.

A las tres y media de la madrugada del día siguiente, empujó una pesada puerta de madera y no tuvo miedo. La remota posibilidad de encontrarse por la escalera con alguien que le reconociera le impulsó sin embargo a avanzar los pies con mucho cuidado, tanteando cada escalón antes de pisarlo, aunque subió sin contratiempos hasta el último piso. Al llegar a la puerta, se paró a pensar y decidió tocar el timbre dos veces seguidas, posando apenas la yema del dedo para no despertar a los vecinos que estuvieran durmiendo. Había visto llegar a Eladia sólo diez minutos antes, calculaba que no le habría dado tiempo a acostarse, y el repiqueteo de unos tacones sobre las baldosas no tardó en darle la razón.

—¿Quién es? —reconoció su voz.

—Soy yo —y confió en que ella reconociera la suya.

Durante un segundo no escuchó nada. Después, percibió un chasquido metálico. Eladia aseguró la cadena de la puerta antes de abrirla y se le quedó mirando por el hueco, con los ojos muy abiertos.

—¿Estás solo? —preguntó de todas formas.

—Sí —él asintió—. Has oído la radio, ¿no? —ella le contestó con el mismo gesto—. Entonces, ya sabes lo que está pasando.

—Espera un momento.

Cerró la puerta, quitó la cadena, la abrió de par en par y le miró. A pesar de la gravedad de aquella conversación de medias palabras, él se tomó su tiempo para recorrerla con los ojos, un quimono oriental ajustado con tantas prisas que las solapas dejaban ver las puntillas de su combinación, las piernas desnudas, los pies embutidos en unos zapatos de tacón sin abrochar, una imagen tan conmovedora que le impulsó a levantar los brazos, como si pretendiera rendirse al enemigo.

—Pues aquí me tienes, Eladia... Haz conmigo lo que quieras.

Ella no se apresuró a responder. Antes cerró los ojos, volvió a abrirlos, sonrió. Después, le agarró por las solapas de la guerrera, le atrajo hacia sí, cerró la puerta, le apoyó contra la hoja y le besó.

En aquel momento, Antonio Perales García debería haber sido consciente de que estaba a salvo. Nadie iba a ir a buscarle precisamente allí, a la casa de una mujer que no sólo era anarquista, sino también la que peor le había tratado antes y después de aquella noche en la que se lo llevó del tablao para que no pasara nada, decían algunos, o para que pasara lo peor, según otros habituales del local. En todo Madrid no existía un refugio más seguro para él, pero cuando volvió a besar a Eladia, cuando volvió a tocarla, Antonio no pensó en eso ni en ninguna otra cosa. La emoción que acababa de inaugurar la época más extraña, más intensa de su vida, no le dejó pensar.

Duró treinta y dos días, y fue, de principio a fin, una locura, un paréntesis de irrealidad plena y eufórica como el baile de un condenado camino de la horca. Más allá de las paredes de aquella habitación, el mundo, su mundo, se caía a pedazos, pero él se sentía al margen de cualquier catástrofe, como un viajero de paso en un país ajeno, un turista alojado en un hotel de lujo desde cuyas ventanas se oyera un clamor incomprensible, un corresponsal de guerra aburrido por un conflicto que había dejado de interesarle. Todo lo demás era Eladia.

—Esta noche ha venido Tito al tablao a preguntar por ti.

Cuando entraba en la habitación ya llevaba los zapatos en una mano y se desabrochaba la blusa con la otra, muy despacio.

—¿Ah, sí? —él se enderezaba en la cama, cruzaba los brazos detrás de la nuca para apoyar la cabeza en ellos, sonreía—. ¿Y tú qué le has dicho?

Ella terminaba de desnudarse, se bajaba la cremallera de la falda, se la quitaba para dejarla caer al suelo, apoyaba un pie en la cama para quitarse una media, después la otra, y no dejaba nunca de mirarle.

—Pues que no tenía ni idea de dónde estaba ese cabrón comunista, traidor, vendido a la burguesía y enemigo de la revolución.

Se desprendía deprisa de las bragas, del sostén, pero se demoraba en colocarlo todo, algunas prendas en el armario, otras sobre la silla, para pasearse desnuda por la habitación antes de acercarse a la cama.

—Pero que no se preocupara —añadía mientras se sentaba en el borde—, porque en cuantito que me enterara, iba a ir corriendo a contárselo.

—¡Ohhh! —él abría los brazos, la cogía por la cintura, la arrastraba hasta tumbarla a su lado—. Así que mi vida corre peligro.

—Desde luego —ella separaba un instante la cabeza de la suya, le miraba, levantaba en el aire un dedo admonitorio—. Yo que tú me esmeraría...

Y se reían, se reían mucho, se reían tanto, y tan alto, que la Palmera les regañaba cuando salían de la habitación.

—¿Pero es que no os habéis dado cuenta de que aquí ya no se ríe nadie, joder? —y al verle con el susto pintado en la cara, se reían otra vez—. Sí, vosotros seguid con la juerga, que ya veréis lo que van a tardar en venir los vecinos a preguntar. Más de uno estará pensando que me he vuelto macho por obra del Espíritu Santo...

En algún lugar de su cerebro, un rincón fresco y oscuro, impermeable al júbilo, Antonio comprendía que Paco tenía razón, que no deberían reírse ni hacer tanto ruido, pero eso también sucedía muy lejos, en una zona extranjera de su cabeza, el remoto almacén donde se cubrían de polvo todas las verdades que sabía y debería recordar alguna vez, en aquel momento no. No se le ocurrió pensar que el peligro que estaba corriendo, el que correría cuando Franco entrara en Madrid, el que su presencia en aquella casa representaría entonces para Paco, para Eladia, latía en el fondo de las risas, de las bromas y los besos, multiplicando el placer, la alegría de cada instante, para evitar que una verdad sombría, erizada de espinas, arruinara la fantasía en la que dos amantes se despertaban cada mañana felices, hambrientos y dispuestos a apurar un nuevo día como si no supieran que podría ser el último. Por eso, las únicas concesiones a la realidad que se permitió a sí mismo fueron insignificantes.

—¿Se puede saber qué estás haciendo ahora, requesón?

Desde que vivía allí, la Palmera se encargaba de hacer la compra, porque Eladia tampoco tenía un instante que perder en las largas colas que se formaban ante todos los mostradores. Aquella mañana, sin embargo, tuvo suerte, y cuando volvió, ella no se había levantado todavía.

—¿Pues qué voy a hacer? —al oírle, Antonio se incorporó para sentarse en el suelo—. Flexiones. Como en el ejército hacía tanto ejercicio y ahora no puedo salir a la calle, pues... No quiero engordar, ni ponerme fofo.

—¡Ja! —aquel día, fue la Palmera quien se rió—. Eso sí que es bueno. Con la mierda que comemos y el trajín que te traes, tendría gracia que te echaras un gramo encima —y cabeceó para darse la razón a sí mismo mientras Eladia, somnolienta, despeinada, luminosa, salía de su habitación.

—No le hagas caso, Antonio —se sentó frente a él, en el suelo, y rodeó su cuerpo con las piernas para que su amante la apretara contra sí antes de adoptar la misma posición—. Tú haz gimnasia, que ya me ocuparé yo de que no engordes.

Estaba tan graciosa desde que le favorecía con su ingenio, poniendo a su servicio el descaro con el que siempre le había combatido, que se echó a reír antes de besarla.

—¡Hala, alegría! —la Palmera se fue rezongando a la cocina—. Si lo peor es que al final los curas van a tener razón. Un día de estos, se os va a derretir el cerebro de tanto follar...

Concentrado en la boca de Eladia, Antonio no pudo verle, pero le escuchó, y volvió a pensar que ya encontraría un momento mejor para darle la razón. Aparte de la gimnasia, todas las medidas que el camarada Perales llegó a tomar antes de la entrega de Madrid se redujeron a dos. El tercer día que despertó en su cama, le pidió a su amante que informara a Jacinta de su paradero. Ella se negó porque no le parecía seguro, y a él le conmovió tanto esa objeción, que tardó un rato en volver a la carga. Al final logró convencerla, y hasta la envió una mañana a la calle Santa Isabel a avisar a Manolita. Después, todo lo que hizo fue esperar, disfrutar del regalo de aquella luna de miel que, por momentos, llegó a parecerle un destino perpetuo. No lo fue.

En la madrugada del 9 de abril, estaba acostado y despierto, esperando a Eladia como todas las noches. El último pase del espectáculo terminaba hacia las dos y media, pero había que contar con los bises, con el tiempo que tardaba en desmaquillarse y cambiarse de ropa, así que nunca llegaba antes de las tres y cuarto. A las tres y media, todavía no estaba preocupado, pero dieron las cuatro, las cuatro y media, las cinco y no había vuelto. Cuando oyó el ruido de una llave en la cerradura, ya había empezado a clarear al otro lado de los visillos.

—Han detenido a Eladia —la Palmera llegó con el gesto desencajado, el rostro tan pálido como si no le quedara una gota de sangre en las venas—. Han venido a buscarla y se la han llevado a la Puerta del Sol. Vengo de allí, pero no he podido verla, y tampoco han querido decirme nada.

—¿A Eladia? —Antonio sintió que se tambaleaba, pero llegó a sentarse en una silla a tiempo—. ¿Pero por qué? Si ella nunca ha tenido responsabilidades, no era dirigente de... —hasta que recuperó aquella imagen tan violenta, tan excitante al mismo tiempo, una mujer de bandera marcando el paso con una pistola de medio metro encajada en el cinturón—. No puede ser.

—¿No? —la Palmera le sonrió con tristeza—. ¿Te acuerdas de Alfonso Garrido? Pues ha venido su hermano en persona a por ella. Don Arsenio dice que no hay que preocuparse, que mañana por la mañana empezará a hacer gestiones, pero... —hizo un puchero y se detuvo a tragar saliva—. Ya veremos.

En ese momento se pinchó el globo, la mullida nube de algodón de azúcar en la que se había mecido durante el último mes. Antonio se cayó al suelo y se hizo daño. Había luchado con todas sus fuerzas para evitar lo que acababa de suceder, pero eso no le había impedido vivir en el mismo engaño, la misma trampa amable, benévola, que había empujado a hombres como Besteiro a apoyar el golpe de Casado. Hasta aquel momento, había cedido al espejismo de suponer que los golpistas de su propio bando representaban para él un peligro más grave que el enemigo al que habían combatido juntos durante tanto tiempo. La guerra se había perdido y habría que empezar otra vez desde cero, aguantar el tirón, unos meses, en el peor de los casos quizás años de cárcel, otros tantos de clandestinidad, y luego el perdón, la amnistía, el restablecimiento de la normalidad, el regreso al trabajo político, la espera de una segunda oportunidad. Durante un siglo, siempre había sido así. Cuando un general absolutista daba un golpe de Estado, los liberales se repartían entre los presidios y un exilio temporal, en París o en Lisboa. Cuando el golpe lo daba un liberal, llegaba el turno de la cárcel y el destierro francés o portugués para los absolutistas. Ninguna guerra civil había sido tan larga, tan feroz como la que acababa de terminar, pero hasta la noche en la que Eladia no volvió a casa, no se le había ocurrido pensar que aquellos adjetivos pudieran aplicarse también a la posguerra. Tres días después, ella misma le explicó hasta qué punto estaba equivocado.

—Ten mucho cuidado, Antonio, prométeme que vas a tener mucho cuidado, que no te vas a acercar a las ventanas siquiera... —acababa de entrar por la puerta y le cogió la cara con las dos manos para mirarle de una manera que fulminó la sonrisa con la que él había celebrado su regreso—. Prométemelo. No te imaginas cómo están las cosas, te lo digo en serio.

Desde el 12 de abril de 1939 hasta el 5 de enero de 1942, Antonio siguió viviendo con Eladia, haciendo gimnasia y escandalizando a la Palmera. Ella siguió ocupándose de que no engordara, pero ninguno de los tres volvió a reírse como antes.

La dureza de una represión que, lejos de ceder, se incrementó a medida que iba pasando el tiempo, cambió el ritmo de sus días y sus noches, la monotonía de un encierro que llegó a desesperarle. No tenía miedo, porque se sentía muy protegido, arropado por media docena de mujeres y un hombre dispuestos a todo para garantizar su seguridad. Tampoco se sentía prisionero, sobre todo desde que se mudó con Eladia a un edificio de la calle de la Victoria, otro ático con una terraza enfrentada a un muro macizo, donde podía tomar el aire sin que nadie le viera. Desde allí llegaba con mucha facilidad, cruzando dos azoteas, a la ventana por la que entraba y salía del vestuario del tablao, el escondite adicional que le permitía hablar con gente distinta todos los días y evitaba que se viniera abajo. Era consciente de que, en sus circunstancias, aquella situación era casi inmejorable. Su reclusión le pesaba menos que el riesgo que implicaba para sus benefactores, pero no se sentía culpable sólo por eso.

—¿Qué te pasa, Antonio? —le preguntaba Eladia de vez en cuando.

Ni él ni la JSU ganaban nada con que le detuvieran. Aquel axioma seguía siendo cierto, pero no le consolaba de la inactividad forzosa, el confortable retiro desde el que asistió a distancia al fusilamiento de su padre, al encarcelamiento de sus amigos, de su madrastra, al heroico empeño de su hermana Manolita por sobrevivir, mientras Jacinta le traía cada noche noticias de nuevas detenciones, sospechas siempre equivocadas sobre la identidad del traidor que les estaba diezmando sin remedio.

—Nada —contestaba él siempre—. Estoy bien.

Los dos sabían que no era verdad, pero ella ni siquiera sospechaba que la impotencia de estar recibiendo tanto sin poder hacer nada por nadie, le sumía a ratos en una melancolía que sembraba en su cabeza ideas peligrosas, abrir la puerta de su casa, bajar las escaleras como cualquier vecino, pasearse por la calle a la luz del día, ir al encuentro de la policía, dejarse detener, acabar por fin donde debería haber estado desde el principio, en la cárcel, como todos sus amigos. El Orejas era el único que estaba fuera, pero trabajaba mucho, corría muchos riesgos para reorganizar a los que no habían caído. Él, sin embargo, no podía hacer nada útil, no pudo hacerlo hasta que, a fines de abril de 1941, encontró una oportunidad de sentirse mejor consigo mismo.

—¡Chico, qué mala suerte! —Jacinta subió a verle al vestuario unos minutos antes del segundo pase—. ¿Te acuerdas de Luisa, aquella chica de Bilbao que durmió en mi casa la semana pasada? Pues le gustaba mucho pegar la hebra, y como a mí también me gusta, nos liamos las dos, dale que te pego, y me contó que había venido a Madrid a traer dos multicopistas para el Partido, que no te lo dije porque era secretísimo, pero anoche mi marido llegó a casa con un cabreo que para qué, le pregunté qué pasaba... ¡Y resulta que ahora, con lo que ha costado traerlas, las multicopistas no funcionan!

—¿Cómo que no funcionan?

—Pues que no —Jacinta movió las manos en el aire para disuadirle de pedir más precisiones—, que son muy raras, que nadie ha visto máquinas como esas, que no saben ponerlas en marcha... Que no funcionan.

Yo tengo un amigo que arregla cualquier máquina con dos horquillas y una goma... En febrero de 1937, aquella frase había cambiado el destino de Silverio. Cuatro años después, sin darle apenas tiempo para censurar a su camarada por la alegría con la que acababa de destripar aquel asunto secretísimo, volvió a formarse intacta en su cabeza.

—Yo tengo un amigo que sabría hacerlas funcionar, estoy seguro —y le contó a Jacinta la historia del Manitas, la legendaria habilidad que había bastado para reabastecer de munición todos los frentes de Madrid—. Lo que no sé es cómo podríamos llegar hasta él, porque de esto no se puede hablar en un locutorio lleno de guardias.

—No, claro, aunque se me está ocurriendo... —Jacinta se quedó un rato pensando—. ¿Tú has oído hablar de las bodas que hace el cura de Porlier?

Doscientas pesetas, un kilo de pasteles y un cartón de tabaco por cada pareja, todo multiplicado por dos, porque si no había padrinos, no había boda. Era muy caro pero, desde hacía unos meses, por cuatrocientas pesetas, dos kilos de pasteles y dos cartones de tabaco, dos mujeres podían comprar una hora a solas para encontrarse con dos presos de Porlier. Aquel negocio, que estaba haciendo rico al capellán de la cárcel y a los funcionarios conchabados con él, era un puro invento, una fachada que no comprometía a nada. No hacía falta aportar papeles, no se celebraba ninguna ceremonia y no quedaba constancia alguna de aquellos simulacros de matrimonio.

—¿Estás segura? —cuando Antonio hizo aquella pregunta, ya había escogido a la novia.

—¡Toma! Como que la que me lo contó era la madre de un preso que se había casado con su propio hijo.

Porque no existía otra posibilidad de besarlos, de abrazarlos, de tratar con ellos, sin testigos, asuntos que no se podían hablar a gritos. Ni siquiera los condenados a muerte, ni siquiera en la noche previa a su ejecución, podían recibir visitas sin una alambrada de por medio. Así, algunas madres y hermanas desesperadas se ponían de acuerdo con otras para organizar encuentros muy distintos a los que las mujeres de los presos que podían pagárselo solicitaban para tener relaciones sexuales con sus maridos.

—Se trata de forrarse con el dinero de los rojos, nada más —le explicó Jacinta—. En el cuarto por lo visto no hay nada, ni una triste silla, el suelo, las cuatro paredes y un ventanuco. Yo creo que el director de la cárcel ni sabe lo que pasa allí, fíjate...

—Mejor —el timbre que convocaba a los artistas para el tercer pase puso fin a la conversación—. Cuando bajes, dile a mi mujer que la espero en casa.

Al cruzar la azotea, miró al cielo y se fijó en que aquella noche había luna llena. Pues va a ser verdad que soy un hombre-lobo, se dijo, y celebró aquella casualidad como un guiño del destino, porque Silverio no estaba a su lado para moderar su ambición, pero sus méritos habían desatado los engranajes que rechinaban en su cabeza, y eso era como una garantía de su presencia.

—Es lo mismo que matar moscas a cañonazos —recordó—, pero si te empeñas...

Aquella noche, solo en su casa con un proyecto, un plan, algo que hacer por primera vez en mucho tiempo, Antonio comprendió que la objeción de Silverio tenía más fundamento que nunca, pero el simple hecho de poder cargar un cañón imaginario para matar a una mosca diminuta le dio fuerzas y ánimos, devolviéndole el buen humor que le faltaba desde hacía meses.


Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 66 | Нарушение авторских прав


<== предыдущая страница | следующая страница ==>
La señorita Conmigo No Contéis 17 страница| La señorita Conmigo No Contéis 19 страница

mybiblioteka.su - 2015-2024 год. (0.018 сек.)