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La señorita Conmigo No Contéis 7 страница

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La Palmera, que la había admirado muchas veces en revistas y tarjetas postales, la vio entrar en el palacio como una estrella rutilante, dispuesta a brillar sobre una nube de mujeres guapas, más y menos jóvenes, rubias y morenas, perfectas con sus vestidos de noche y sus pendientes largos, broches de cuentas de cristal que relampagueaban como si fueran brillantes en sus profundos escotes y espaldas desnudas entre una resplandeciente marea de lamé y lentejuelas. Quizás por eso, se fijó en ella más que en ninguna. Aquella muchacha, casi una niña, llevaba un vestidito camisero de percal azul estampado con flores rosas, la cara lavada, las piernas desnudas y, sobre la frente, unas ondas caseras tan mal hechas que los cabellos que seguían en su sitio parecían pegados a la piel con cemento, pero otros se habían soltado para flotar a su aire, encrespados y huecos como los hilos de una redecilla rota.

—¿Quién es esa chica, marqués? —a pesar de eso, era la más guapa de la fiesta.

—Ni idea —Hoyos se paró a su lado, la miró—. Carne de cañón, ¿no?

—¿Por qué lo dices?

El escritor se encogió de hombros mientras la veían desaparecer por la puerta del comedor entre dos amigas de Tórtola, una sastra de teatro vestida de hombre que llevaba el esmoquin más impecable del salón y una rubia oxigenada, espumosa, con túnica de raso, estola de visón y abanico de plumas, todo tan blanco como su piel pálida, casi transparente. Si no la hubiera vuelto a ver, podría haberse cruzado con ella por la calle unas semanas después sin reconocerla, pero el destino se obstinó en ponérsela delante, una y otra vez, durante las últimas horas de 1933, las primeras de 1934. Cuando Claudio, un virtuoso intérprete de Debussy, le sorprendió pidiéndole que le llevara a un sitio discreto, descartó la biblioteca al encontrarla allí, con la estola de visón sobre los hombros y los labios muy pintados. Después, mientras bajaban juntos y medianamente satisfechos desde el único dormitorio del piso de arriba que habían encontrado libre, volvió a verla en el centro de un corrillo, al pie de la escalera. Seguía llevando la estola, pero estaba desnuda de cintura para arriba y una invitada gorda, extranjera de imprecisa nacionalidad, le acariciaba los pechos mientras besaba con languidez su largo cuello. Ella se dejaba hacer, sin dar señales de aprobar ni rechazar lo que estaba pasando, el cuerpo inerme, los brazos caídos, la mirada blanda, ausente, hasta que se encendió en otros ojos, subrayados por gruesos trazos negros.

—¿Y tú qué miras? —al escucharla, la Palmera se dio cuenta de que estaba borracha, seguramente drogada, pero lo que le impresionó no fue eso.

—¿Yo? —sino descubrir que nunca, en su vida, había visto tanta rabia en los ojos de nadie—. Nada.

Carne de cañón, concluyó para sí mismo mientras se alejaba, pero la orquesta había vuelto a tocar y un coro de exclamaciones de admiración le obligó a volver la cabeza. Ella bailaba un charlestón frenético con los pechos desnudos, la parte de arriba de su vestido colgando a su espalda como un polisón desinflado, los brazos y las piernas moviéndose a compás, con mucha gracia. La Palmera se dio cuenta enseguida de que lo que estaba haciendo no era fácil, y no porque los pasos fueran complicados, sino porque nadie se los había enseñado. Para moverse de aquella manera, a su aire, improvisando sin cesar, hacía falta tener un sentido del ritmo muy desarrollado, que en aquella chica debía de ser innato y él no había conseguido alcanzar nunca.

Cuando el baile terminó, la Palmera había cambiado de opinión, y la mantuvo pese a las condiciones en las que volvieron a coincidir. La puerta de aquel baño estaba encajada pero abierta, y al empujarla, la vio de rodillas delante de la taza, vomitando con el peinado deshecho y el vestido sucio, arrugado. Ella giró la cabeza para mirarle y a él le pareció más joven que nunca, una niña perdida, sometida a rituales que no comprendía, engañada por adultos sin escrúpulos, una imagen que tal vez ni siquiera fuera auténtica, pero le inspiró un pudor repentino que le impulsó a cerrar la puerta desde dentro. Sólo pretendía aislarla, defenderla de la curiosidad de los demás, y jamás habría podido calcular la reacción que desencadenaría el ruido de un simple picaporte.

—¡Déjame! —la chica se revolvió como una fiera, aún en el suelo, extendiendo las dos manos hacia delante como si quisiera defenderse de un peligro—. No me toques, ni se te ocurra...

Una nueva arcada la obligó a recuperar su posición inicial y él la dejó vomitar en silencio mientras se preguntaba quién sería, de dónde habría salido, qué clase de cosas le habrían pasado para que se hubieran reunido allí, así, aquella noche. No había encontrado ninguna respuesta cuando la vio levantarse, tambalearse, agarrarse al lavabo con las dos manos para estudiar su aspecto en el espejo. Estaba sucia, despeinada, sudorosa, pálida como una muerta. Y tan guapa que la Palmera apenas podía creerlo.

—Estoy bien —se lavó la cara con agua fría y empapó luego el pico de una toalla para quitarse las manchas de vómito del vestido hasta que toda ella chorreó por igual—. Estoy muy bien, estoy...

—Como nueva, no hay más que verte —él esperó a que llegara a su altura, abrió la puerta y la dejó marchar sin añadir nada.

Un par de horas después, cuando ya había amanecido, la vio mojando churros en una taza de chocolate, relamiéndose los labios con un gesto de glotonería infantil que volvió a desatar un nudo de frío en su espalda.

—¡Ay, Palmera! —Hoyos se dio cuenta de todo—. Si cuando yo digo que eres un sentimental...

Estaba demasiado cansado para comentar esas palabras, así que recogió su abrigo, se despidió de los pocos invitados que no se habían retirado todavía y salió a la calle. Se dio cuenta de que alguien salía tras él, pero no se dio la vuelta para comprobar quién era hasta que la oyó.

—Yo también me voy —la vio parada en un escalón, envuelta en una chaqueta de punto a la que le faltaba un botón, cuatro churros enganchados en el índice de la mano izquierda—. Si no te importa llevarme...

—¿A hombros? —la Palmera se echó a reír.

—¿No tienes coche? —cuando le vio negar con la cabeza, imitó su movimiento como si no pudiera aceptar aquella extravagancia—. ¡Pero si te has besado con el marqués y todo!

—Porque somos amigos. Pero él es rico y yo soy pobre.

—¡Ah! Lo siento, es que, no sé, yo creía...

Seguía parada en el mismo escalón, con la actitud cautelosa de un niño que se enfrenta al mar por primera vez sin haber aprendido a nadar, y en la frecuencia de su pestañeo, las miradas que dirigía en todas direcciones sin decidirse a escoger ninguna, él empezó a entender lo que le pasaba.

—¿Vives muy lejos? —a las siete y diez de la mañana del primer día de 1934, no había nadie en la calle y tampoco se oía el ruido de ningún tranvía.

—No, aquí cerca —por eso le daba miedo volver sola a su casa—. En la calle San Mateo.

—Te acompaño, si quieres. Yo vivo en Atocha, me pilla de camino.

—Bueno, gracias, pero no te hagas ilusiones.

—¿Ilusiones? —la Palmera se rió con más ganas—. No te preocupes, chica, no tenemos los mismos gustos.

—Mejor.

Subieron por Marqués de Riscal caminando al mismo ritmo, sin hablar, sin mirarse, él estudiándola por el rabillo del ojo, ella comiendo churros con la vista clavada en sus zapatos, viejos, azules, con una trabilla que se abrochaba con un botón a cada lado, un modelo de niña todavía. Parecía que su encuentro no iba a dar más de sí pero antes de llegar a la calle Almagro, un jovencito vestido de etiqueta salió corriendo de un portal y se les echó encima. Para esquivarle, la chica se colgó del brazo de la Palmera, él no lo retiró, y siguieron andando tan juntos como una pareja de novios.

—A mí no me gustan las mujeres, ¿sabes? —al llegar a Alonso Martínez le ofreció una explicación que él no le había pedido—. Vamos, que me dan igual. Lo que es gustar, me gustan los hombres, pero no quiero a ninguno cerca. No voy a consentir que ningún cabrón me explote —y en sus ojos volvió a abrirse un doble abismo de rabia—. Eso nunca, jamás, en mi vida.

—Muy bien —aprobó él, y fue sincero—, pero a este paso, si no te andas con ojo, la que acabará explotándote antes o después será una cabrona.

—No, porque las mujeres... —ella se le quedó mirando, muy sorprendida—. Las mujeres no explotan a las mujeres.

—¿Ah, no? ¿Y a ti quién te ha dicho eso? —mientras cruzaban la calle Sagasta, esa pregunta quedó suspendida sobre sus cabezas, y al llegar a la otra acera, le echó encima una más—. ¿Cuántos años tienes?

—Dieciocho.

—Mentira.

Se quedaron quietos, mirándose de frente en el preámbulo de un duelo imaginario que ella desconvocó a tiempo, apartando la vista primero.

—Tengo quince, pero cumplo dieciséis el mes que viene.

—Bien, pues... —esta vez, la Palmera le ofreció su brazo y, cuando ella lo tomó, reanudó el paso—. Ya eres mayorcita para saber que todo el mundo, hombre o mujer, intenta explotar siempre a todo el mundo, hombre o mujer. Así funciona esto, en general, con muy pocas excepciones. Lo bueno es que tú podrías ser una de ellas...

La Palmera era un sentimental, pero no tanto. Era bueno, pero no era tonto, y demasiado pobre para permitirse el altruismo sin condiciones del que se había beneficiado una vez. Por eso, cuando los músicos pusieron punto final al charlestón, ya había adjudicado a aquella belleza un destino muy distinto de la carne de cañón que Hoyos había detectado en ella. Una mina de oro. Eso fue lo que pensó al verla bailar, un segundo antes de empezar a hacer cuentas. Después, la furia con la que ella rechazó la proximidad de los hombres sólo sirvió para confirmarle la exactitud de unos cálculos que fue repitiendo en voz alta hasta que llegaron al portal de su casa.

—Eres demasiado guapa para ir dando tumbos por ahí, dejándote desnudar por cualquiera en una fiesta. Usa la cabeza y sácale partido a lo que tienes, no seas tonta. Yo podría enseñarte a bailar, y con esa cara, con ese cuerpo, te lloverían los contratos. Piénsalo...

Ella le escuchó con atención, sin incentivar ni desmentir las expectativas de su aspirante a mentor, pero cuando él terminó de hablar, le dio la mano.

—Me llamo Eladia —añadió después de prometerle que pensaría en su oferta—, Eladia Torres. Es un nombre horroroso, pero no tengo otro.

Un año después, cuando acudieron juntos a otra fiesta de Nochevieja en el palacio del marqués de Hoyos, eso ya no era cierto. Carmelilla de Jerez había debutado poco antes de Navidad con resultados proporcionales al entusiasmo de don Arsenio, el dueño del tablao de la calle de la Victoria que la contrató en exclusiva el mismo día que la vio bailar.

—Antes de nada, quiero saber qué ganas tú con esto.

Al terminar el segundo pase de una sofocante noche de julio, avisaron a la Palmera de que una chica le esperaba en la puerta de artistas y ni siquiera se acordó de ella. Pero allí estaba, con seis meses de retraso, un vestidito parecido al que llevaba cuando la conoció, y un aire desafiante que la favorecía más que el recelo de aquella madrugada. Tenías razón en lo que me advertiste, reconoció, pero no he venido a hablar de eso. Él se limitó a asentir con la cabeza y extendió una mano en el aire hacia la terraza de La Faena.

—Pues, mira..., Eladia te llamabas, ¿no?, yo tengo ya treinta y cuatro años, y ninguna gana de volver a hacer bolos por los pueblos. Por eso, lo que gano... —la Palmera hizo una pausa para escoger bien las palabras—. Si yo te enseño a bailar, y tú triunfas, lo único que quiero es que me impongas en las compañías que te contraten, sólo eso. Los palmeros... Bueno, ya sabes, nunca podemos estar seguros de nada.

Lo que le dijo era verdad, pero no toda la verdad. Tampoco quería inquietarla, y menos aún hacerse ilusiones antes de ver lo que daba de sí. Después, si había suerte, siempre podría convertirse en su representante y vivir de un porcentaje de sus ingresos, intentarlo, al menos, cuando ella se tranquilizara lo suficiente como para dejar de ver explotadores en todas las esquinas. En cualquier caso, aprobó para sí mientras la veía alejarse desde la puerta del tablao, en el momento en que ese culo estuviera dentro de un traje de flamenca, iban a contratarla seguro, y eso nunca sería malo para él.

Al día siguiente, cuando Eladia llamó al timbre a las cinco de la tarde, ninguno de los dos imaginaba hasta qué punto esa cita iba a cambiarles la vida. La Palmera tampoco podía sospechar que las dotes de aquella chica multiplicaran sus aspiraciones por una cifra tan alta. Como había adivinado cuando la vio moverse por primera vez, Eladia nunca había recibido clases de baile, pero no sólo tenía un sentido innato del ritmo, sino algo más, una condición que su maestro tardó algún tiempo en identificar.

—Lo haces muy bien —también tardó en reconocerlo, porque temía que un exceso de alabanzas la impulsara a buscarse otro profesor—. Tanto que estaba pensando... ¿Tú no tendrás sangre andaluza, o gitana, por casualidad?

—No.

Respondió muy deprisa, sin pensar. Luego se detuvo, le miró, se estudió en la luna de la puerta del armario que él sacaba a la terraza para las clases, paseó la vista por las macetas y volvió a mirarle.

—Bueno, la verdad es que no lo sé. Igual sí, porque no he conocido a mi padre. Mi madre tampoco conoció al suyo, así que... Pero no creo que eso importe. Y desde luego, no es asunto tuyo.

Era rabia. Lo descubrió en aquel instante por su forma de mirarle, de gritar con los ojos que ese era otro tema del que nunca iban a hablar. El talento de Eladia era su rabia, y la rabia, al mismo tiempo, el principal obstáculo para que llegara a convertirse en una artista de verdad. Cuando él lo comprendió, entendió todo lo demás, por qué tenía esa fuerza, aquella intensidad que nacía de la violencia, del irresistible impulso de escupir al mundo. El misterio de Eladia era sólo desprecio, su aparente profundidad, una pasión seca, oscura, que no tenía que ver con el ritmo, con la música, ni siquiera con su cuerpo, sino con un sufrimiento sostenido y secreto, la opaca negrura del espíritu de una muchacha que a los dieciséis años ya era capaz de odiar.

La rabia la hacía bailar, pero el baile la curaba. Cuando terminaba, cansada, sudorosa, se ablandaban sus brazos, sus labios, y podía abrazar a Paco, y hasta sonreír. A él le gustaban sus sonrisas, porque eran muy raras. Y se daba cuenta de que Eladia disfrutaba bailando, pero lo que experimentaba no era auténtico placer, sino la paz de una tregua, el momentáneo alivio de esa rabia que la devoraba por dentro como una fiera hambrienta de dientes afilados, un enemigo íntimo al que sólo sabía echar fuera de sí moviendo los brazos y las piernas con tanta furia como si pretendiera derrotar al aire. No tenía más ambición, y por eso, la Palmera, que había triunfado en la terraza de su casa, fracasó ante el espejo de la sala de ensayos del tablao, intentando corregir en vano los errores que su discípula repetía una y otra vez.

—Mira, Eladia, te voy a decir la verdad —y hasta ahí fue capaz de llegar—. Yo soy muy mal bailarín, pero tú, si te lo tomaras un poquito en serio, podrías llegar a donde quisieras.

—Para eso haría falta que yo supiera adónde quiero llegar, Palmera.

Después le prometía que sí, que se esforzaría, que trabajaría para mejorar, y seguía bailando igual, con la misma fuerza y la misma oscuridad, hasta que su maestro se resignó a aceptar que, cuando se movía al compás de la música, Eladia no estaba bailando, sino actuando como el instrumento de su rabia. Por fortuna, don Arsenio nunca se dio cuenta.

—Es impresionante —dijo cuando logró cerrar la boca, después de verla por primera vez—. Es... tan auténtica, tan honda que hasta da miedo... No sé, parece que sale de la tierra.

Eso era verdad, la Palmera estaba de acuerdo. Lo estuvo, al menos, mientras duraron los ensayos, hasta que la noche antes de su debut se la encontró en la puerta de su casa con una maleta de cartón.

—¿Y eso? —entonces recordó que, en realidad, de donde salía Eladia era de la calle San Mateo—. ¿Qué llevas ahí?

—Mis cosas —le respondió con una naturalidad más asombrosa que su arte—. Me vengo a vivir contigo.

—¿Qué?

Ella no contestó a esa pregunta. Pasó a su lado, dejó la maleta al lado del perchero, se quitó el abrigo, lo colocó con cuidado en un gancho, dio unos pasos hacia el centro del cuarto de estar, se sentó en una butaca y le miró.

—¿No vas a cerrar la puerta? —le preguntó desde allí.

—No.

—Pues nos vamos a quedar helados.

—No —la Palmera miró al descansillo, luego a su mano, se dio cuenta de que no sabía lo que estaba diciendo—. Quiero decir, que sí. O sea, que la puerta sí la cierro, pero tú no vas a quedarte a vivir aquí.

—Claro que sí —Eladia se levantó.

—Claro que no —y él fue hacia ella.

—Mira, Palmera, tú me has metido en esto, ¿o no? Esta casa me gusta mucho, está muy cerca del tablao y a ti te sobra una habitación.

—No me sobra.

—Sí te sobra.

—Es el trastero.

—Pues por eso mismo —le dedicó una sonrisa triunfal para la que él no encontró ningún fundamento—. Ahora tenemos dos sueldos. Alquilamos una buhardilla pequeña para meter tus trastos, lo pagamos todo a medias, y arreglado. En mi casa no puedo seguir y soy demasiado pequeña para vivir sola. Además, si lo piensas, verás que nos conviene mucho a los dos. Así, tú tienes más dinero, yo me ocupo de guisar, a ver si engordas, y vivimos los dos juntos como hermanos, tan ricamente. No voy a darte la lata, no te preocupes. Cuando venga a verte el petardo ese de músico con el que te acuestas, me encierro en mi cuarto y no salgo, ahora, que te voy a decir una cosa...

Al llegar a ese punto, como si el asombro que había congelado a su anfitrión implicara su aquiescencia, volvió a sentarse en la butaca.

—Te convendría mucho darle puerta, ¿sabes? —cogió una revista y empezó a hojearla—. Porque es más feo que tú, que ya es decir.

Siguió pasando páginas hasta que encontró una que le interesó, y él siguió de pie, mirándola, mientras se preguntaba si aquello iba a quedarse así. Se contestó que no, que ni hablar, y cogió una silla, la arrimó a la butaca, enumeró con serenidad todos los motivos que hacían imposible que ella se quedara a vivir allí. Eres menor de edad, tienes una familia que se preocupará, que te reclamará, que acabará mandando a la policía a buscarte, y yo no soy precisamente un modelo de conducta, al contrario, si un juez llega a enterarse de que duermes bajo mi techo, creerá que te he retenido por la fuerza y me buscará la ruina, me meterá en la cárcel, me acusará de proxenetismo...

—¿A ti? —Eladia frunció los labios en una mueca burlona—. ¿Pero qué juez se va a creer que eres mi chulo, con la pluma que vas soltando, Paquito?

Él no se detuvo en aquel comentario y siguió hablando, explicándole que por muy inocente que fuera su relación, nadie aceptaría su inocencia, porque aquello no tenía sentido, no estaba bien, no era lógico, pero en cada frase que decía, le crecía por dentro una misteriosa incredulidad, una paulatina falta de convicción que presagió su derrota antes de tiempo.

—Mira, Palmera —Eladia necesitó menos palabras para consumarla—, tú me explicaste que las mujeres también explotan a las mujeres, ¿te acuerdas? Y mi abuela, que no va a mandar a nadie a buscarme, primero porque no, y después porque no sabe quién eres, ni dónde vives, no se va a llevar ni un céntimo del dinero que me pague don Arsenio —hizo una cruz con los dedos, y la besó con tanta rabia que debió de hacerse daño en los labios al golpearlos con el nudillo del pulgar—, por estas te lo juro.

Aquella noche, después de obligarla a prometer que se buscaría otra casa lo antes posible, se acostaron juntos, vestidos. Creo que es la primera vez que me meto en la cama con una mujer, dijo la Palmera antes de apagar la luz, y los dos celebraron aquella declaración con grandes carcajadas. Antes de dormirse, él se dio cuenta de que también era la primera vez que la oía reír, y por la mañana, al despertarse, la miró. Era tan joven, le pareció tan frágil, tan indefensa mientras dormía como una niña pequeña, que comprendió que echarla sería peor que conservarla a su lado. La noche anterior se le habían ocurrido varias buenas ideas, pero a la luz del sol, todas le parecieron igual de malas y todavía más peligrosas.

La Palmera no sentía ningún respeto por las familias, empezando por la suya. Entregar a Eladia a la policía para que se la devolviera a la misma abuela que le había consentido permanecer durante una noche entera en la casa de un desconocido a los quince años, no resolvería el problema, sólo lo cambiaría de sitio. Pero, además, aunque nunca le hubiera interesado la política, Paco Román era un hombre de tres o cuatro principios inquebrantables, y el primero de todos rezaba que nunca se entrega un fugitivo a la policía. No podría perdonárselo a sí mismo, y en ese punto confluían sus restantes opciones porque, incluso si conseguía colocar a Eladia en una pensión de confianza, o persuadir a alguna chica del conjunto de que compartiera su casa con ella, la sensación de que la estaba exponiendo a toda clase de riesgos no le dejaría dormir por las noches. Su discípula era demasiado guapa, demasiado inexperta, demasiado tentadora como para suponer que nadie iba a tardar más de unas semanas en intentar sacar provecho de ella, la mina de oro que él había sido el primero en descubrir.

—Buenos días —pero lo más decisivo de todo fue que, antes de levantarse de la cama, Eladia ya dejó claro que no tenía la menor intención de marcharse—. Voy a hacer el desayuno y luego me pongo a limpiar mi cuarto.

Así, más de seis años después de que su hermano Bernabé le echara de su casa, Francisco Román Carreño volvió a tener una familia.

—Es mi hermana pequeña —respondía cuando le preguntaban, esquivando la hipótesis de parentesco más obvia.

—¿De verdad? —esa afirmación tenía la virtud de desconcertar a los preguntones, seguros hasta aquel momento de que iban a conocer a otro tío, otra sobrina—. Pues nadie lo diría...

—Es que sólo somos hermanos de padre —remataba ella con idéntico aplomo—. Su madre siguió viviendo en Sevilla cuando él la abandonó, muy jovencilla. Luego, se fue a América, estuvo allí un montón de años, y al volver, conoció a la mía y se quedó aquí. Por eso no tenemos el mismo acento.

Lo hacían tan bien que, con el tiempo, hubo hasta quien acabó encontrándoles parecido, y por lo demás, su convivencia resultó mucho más fácil de lo que la Palmera había esperado. Nadie vino nunca a buscar a Eladia, ni siquiera después del verano de 1935, cuando corrió la voz y el local empezó a llenarse de hombres que sólo iban hasta allí para comérsela con los ojos.

Ella los maltrataba a todos por igual y se apresuraba a devolver los ramos de flores que llegaban a su camerino. Su inaccesibilidad contribuyó a acrecentar su fama con una leyenda de virgen flamenca que las más beligerantes de sus competidoras intentaron minar con perversos cuchicheos. Entre los noctámbulos de Madrid circularon sucesivas versiones, que oscilaban entre los argumentos más vulgares, que tenía el cuerpo cubierto de pústulas o cicatrices, hasta los más elaborados, como el rumor de que era hermafrodita.

—¡Qué tontería! —la Palmera se echaba a reír cuando se lo contaban—. Todo eso es mentira. Ni está enferma, ni le pasa nada raro.

—Eso no se sabe. Nadie la ha visto nunca desnuda.

—¿Que no? La he visto yo, un montón de veces.

—Desde luego, Dios le da pan a quien no tiene dientes...

Las habladurías sólo servían para enardecer a sus pretendientes, mientras ella hacía una vida digna de un manual de decencia para señoritas. Por la mañana, se levantaba temprano, limpiaba el piso, iba al mercado y hacía la comida. Por la tarde, si la Palmera no le proponía algún plan más entretenido, salía un rato sola, a ver escaparates o a pasear. Por la noche, un cuarto de hora después de que terminara el espectáculo, se cambiaba de ropa y Paco la acompañaba a casa mientras las otras chicas se quedaban a tontear un rato con los clientes habituales, todos salvo sus enamorados más tenaces, un estudiante de Bellas Artes que la dibujaba sin cesar y un desconocido al que los camareros habían bautizado como «el hombre misterioso», porque siempre llegaba solo y se quedaba bebiendo en silencio hasta que cerraban, sin hablar con nadie. Sólo sabían dos cosas de él, que era esquiador y que se llamaba Alfonso. La Palmera sospechaba, además, que debía de ser mucho más joven de lo que su cuerpo, una masa enorme, pero bien proporcionada con sus casi dos metros de estatura, hacía suponer.

—Pobrecito... —y le conmovía su devoción, la intensidad de un deseo que, tan grande como era, le hacía parecer pequeño, frágil como un corderito—. También podrías hablar un poco con él, alguna noche. ¿No te da pena?

—¿Quién, ese? —ella respondió con una mueca—. ¿De qué me va a dar pena ese, que me mira como si le debiera algo? Por mí, que le vayan dando...


Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 66 | Нарушение авторских прав


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