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La señorita Conmigo No Contéis 11 страница

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—Buenos días, don Marcelino.

—¡Manolita! —el anticuario frunció las cejas al mirarme por encima de las gafas—. No te esperaba hasta el jueves que viene.

—Ya, es que hoy no vengo a limpiar.

El día que se llevaron a María Pilar, las dos nos pusimos tan nerviosas que se me olvidó pedirle las llaves, pero un policía se rió de ella cuando la vio coger el bolso.

—Esto no te hace falta —se lo quitó de las manos y me lo dio antes de esposarla—. No vas a poder usarlo durante una buena temporada.

Aquella noche, cuando conseguí que los niños se durmieran, abrí todas las puertas que estaban siempre cerradas con llave y no encontré gran cosa. Todo lo que quedaba de su fortuna eran noventa y siete pesetas, cinco libras esterlinas, un jarrón de cristal tallado con la base de plata, un juego de servir la mesa del mismo metal, algunas figuritas de porcelana y una caja de música de madera lacada en cuyo interior había más huecos que joyas. De lo poco que quedaba, la mayoría me pareció bisutería incluso a mí, antes de que don Marcelino renunciara a la lupa para examinarlas.

—Esto es quincalla, no vale nada —hizo un montón con ellas sobre la bandeja de fieltro verde y lo empujó en mi dirección—, y lo demás... Sólo me has traído una pieza de valor, y no puedo comprártela.

—¿Por qué?

—Porque no sé de dónde la has sacado. Nunca la he visto, tu madrastra nunca me habló de ella.

Cuando le di a María Pilar el recado de Hoyos, Eusebio se negó a hacer negocios con su antiguo patrón. A mi madrastra tampoco le gustó aquella oferta, pero después de desperdiciar un par de días preguntándose en voz alta por quién la habría tomado ese maricón, su codicia pudo más y me preguntó, en el tono más inocente, si me importaría ir con ella a ver al marqués. Creí que había decidido hacer ese negocio por su cuenta, pero me equivoqué. Un Eusebio muy silencioso, con el ceño fruncido de preocupación, nos llevó hasta la puerta en el coche que usaban para moverse por Madrid, y Epifanio se quedó con él mientras Antonia y mi madre bajaban conmigo.

—Salud —el chico que me había acompañado a casa unos días antes, abrió la puerta—, ¿cómo estás?

—Muy bien, gracias. ¿Y tú?

—Bien —asintió con la cabeza y sonrió—. Antonio está arriba, esperándote.

Al oír aquel verbo en singular, fruncí las cejas y me volví para encontrarme con que María Pilar y Antonia seguían en la acera, cogidas del brazo, examinando las losas de granito con el mismo temor que les habría inspirado la frontera de un bosque tenebroso.

—¿Se puede saber qué hacéis ahí? —se miraron la una a la otra, pero ninguna me respondió—. ¿No vais a entrar?

Las dos avanzaron al mismo tiempo un pie, después el otro, sin levantar la vista de sus zapatos. Con la misma actitud de sigiloso recogimiento me siguieron por la escalera y después, a través del campamento instalado en los salones, hasta la puerta de la biblioteca, que aquella mañana estaba cerrada.

—No tengáis miedo, ¿eh? —me volví a mirarlas antes de llamar con los nudillos—, que no muerde.

María Pilar levantó por fin la cabeza para dedicarme una mirada asesina en el instante en que la puerta se abrió por dentro.

—¡Manolita! Me alegro de verte —Hoyos sonrió mientras rebuscaba en sus bolsillos—. Te había guardado una chocolatina, por si acaso...

Me senté en el borde de una mesa para comérmela mientras asistía a una transacción insólita, en la que el vendedor ponía los precios y las compradoras los aceptaban sin discutir. Antonio de Hoyos y Vinent fue, durante aquel cuarto de hora, un hombre distinto del extravagante filántropo a quien yo había conocido unos días antes en el mismo lugar. Su elegante mono azul no le impidió deslizarse en una naturaleza anterior con la misma facilidad con la que se habría envuelto en una capa, resucitando a un aristócrata consciente de que su presencia bastaba para inspirar en sus visitantes la mansedumbre temerosa y servil que más le convenía. Ellas, que desde el primer momento se habían dirigido a él por su título, se comportaron como las criadas de esas novelas que no me dejaba leer, y después de admirar en voz alta los objetos en venta sin dejar de adornarse con las florituras verbales a las que eran tan aficionadas, le agradecieron con vehemencia la confianza que había tenido la generosidad de otorgarles, antes de decirle a todo que sí. Al mirarlas, comprendí por qué Eusebio se había negado a bajar del coche, por qué ellas se habían detenido en el umbral, sin atreverse a entrar. En aquella habitación, había un marqués y dos sirvientas. Que el revolucionario fuera él me pareció aún más divertido al pensar en los motivos de aquella representación.

—Entonces, estamos de acuerdo. Les doy ocho horas de plazo para reunir el dinero. De lo contrario, tendré que recurrir a otras personas.

—No se preocupe, señor marqués —el ama de llaves de los Ruiz Maldonado inclinó la cabeza como si no supiera que la cantidad que iban a entregarle estaba destinada a alimentar a un montón de desgraciados—. Y no dude de que le quedamos eternamente agradecidas.

—Ha sido un verdadero placer —añadió María Pilar.

Él no respondió a estos halagos. Se acercó a mí, me vio sonreír, y sonrió a su vez antes de tender una mano en mi dirección.

—Tengo una cosa para ti, Manolita, ¿quieres venir conmigo? Seguro que a estas señoras no les importa esperarte un momento abajo —se volvió a mirarlas y señaló hacia una figura plantada en el umbral—. Narciso estará encantado de acompañarlas hasta la puerta.

Ninguna de las dos reaccionó a esas palabras, pero cuando ya había empezado a subir por la escalera del fondo, María Pilar dio un grito que me detuvo entre dos peldaños.

—¡De ninguna manera! —había avanzado hasta el centro de la biblioteca y nos miraba con una expresión furiosa, los brazos en tensión, los puños cerrados—. ¿Pero qué se ha creído? No pienso dejar a esta niña sola en su casa ni un momento. ¡Pues no faltaría más!

Hoyos retocó la posición de su monóculo, miró a mi madrastra desde muy arriba y la puso en su sitio.

—Si a esta niña no le ha pasado nada malo en su casa, señora —hizo una pausa para subrayar el tratamiento—, menos le va a pasar en la mía. Por ese lado, puede estar usted tranquila.

Me cogió de la mano y me llevó hasta arriba. Desde allí pude comprobar que mi madrastra todavía no había logrado cerrar la boca.

—Chisst... No hagas ruido, que hay gente durmiendo en mi cama.

Era la una de la tarde, pero nadie había retirado aún los ceniceros llenos, las copas vacías en el salón desierto. Hoyos lo cruzó de puntillas hasta su despacho, y cerró la puerta después de invitarme a pasar. No me fijé en el paquete de papel de estraza y forma irregular que reposaba sobre una balda de la librería, hasta que lo cogió para dármelo.

—Toma. No vaya a ser que algún día te encuentres por ahí con una caja de latas de caviar y no sepas cómo comértelo —se echó a reír con tantas ganas como la primera vez que pronunció aquella frase.

—Gracias, pero... —extendí las manos en su dirección—. Yo no creo que vaya a comer eso nunca, es mejor...

—No —él empujó mis manos con las suyas hasta pegármelas al pecho—. Es para ti. Da igual que no vayas a usarlo nunca. Cuando lo mires, te alegrarás de verlo, ¿o no? Tú me dijiste que las cosas bonitas, aunque sean inútiles, sirven para algo.

Me pidió que esperara un momento y miró a su alrededor, abrió una vitrina, después otra, negó con la cabeza y se agachó para abrir los armarios que ocupaban la zona inferior de su biblioteca. Allí encontró lo que estaba buscando, una decena de libros pequeños, muy usados, y una bolsa de papel marrón.

—A ver, dame la caviarera... —la puso en al fondo de la bolsa y amontonó los libros encima—. Así está mejor. No quiero que esas arpías te la quiten, y además, estas novelas sí que te convienen.

—¿Son muy edificantes?

—Pues... Según se mire —volvió a sonreír—. Sobre todo, son muy buenas. Luego renegué de ellas, pero las leí cuando tenía tu edad y me encantaron.

Me despedí de él en la puerta de sus habitaciones, le prometí que volvería a verle de vez en cuando, y atravesé el palacio con la bolsa en brazos y tanta tranquilidad como si estuviera andando por mi propia casa, pero no encontré a nadie en el portal. María Pilar estaba sentada en el asiento trasero del coche, inclinada hacia delante, sosteniendo una conversación que parecía muy animada hasta que mi llegada la interrumpió.

—¿Qué te ha dado? —me preguntó sin más preámbulo, después de empujar a Antonia para hacerme sitio.

—Unos libros.

No hice el menor ademán de enseñárselos, pero ella metió la mano en la bolsa, sacó el primero y le dirigió una mirada desdeñosa.

—Benito Pérez Galdós —recitó en voz alta—. Episodios Nacionales, Trafalgar... ¡Bah! Y en rústica, encima —lo dejó caer dentro de la bolsa, sobre los demás—. Pues sí que se ha estirado, el tío, menudo regalo, esto no vale nada, hija mía...

Cuando le expliqué a don Marcelino cómo había llegado hasta mis manos la pieza que reposaba en su mostrador, añadí que el marqués me había regalado también unos libros que tenían su nombre escrito en la primera página, que si desconfiaba de mí, podía ir a buscarlos, pero no hizo falta.

—Antonio de Hoyos y Vinent —porque al escucharle pronunciar aquel nombre como si fuera un ensalmo, me di cuenta de que me había creído—. Qué hombre más loco, ¿verdad?

No quise comentar esas palabras y él permaneció en silencio, mirando al techo, como si pudiera contemplar allí su propio pasado.

—Yo le conocí bastante —añadió después de un rato—, en los felices años veinte. Ya era un caso perdido, un niño malcriado, escandaloso, un manirroto dispuesto a llamar la atención a toda costa, pero lo que hizo luego, tirar su fortuna por la borda de esa manera... ¡Con lo bien que le vendría ahora el dinero en la Costa Azul!

—Pero él no está en la Costa Azul, don Marcelino.

—Bueno, pues en el Trópico, donde sea...

—No, señor, tampoco está en el Trópico —la segunda vez que le llevé la contraria, me dirigió una mirada impaciente—. Está preso en la cárcel de Porlier, condenado a treinta años. Lo sé porque voy a verle de vez en cuando.

—No puede ser —y negó con la cabeza varias veces—. No puede ser... ¡Qué hombre más loco!

—Es un hombre muy bueno.

A finales de abril de 1940, cuando estaba a punto de salir de la tienda de don Marcelino con más dinero del que había visto junto en toda mi vida, le dije en voz alta lo que pensaba yo de Hoyos y Vinent con las mismas palabras que había usado unos meses antes, en la cola de la cárcel, para interceder por él.

—Le he contado a mi padre lo de tu amigo, pero me ha dicho que está muy mal, muy enfermo —Rita me miró con sus ojos egipcios, grandes, oscuros, brillantes como si fueran líquidos y tan rasgados en los extremos que daban la impresión de ver de perfil—. Me ha prometido que hará lo que pueda, pero dice que lo peor es que ya no tiene ganas de vivir, y él de eso sí que entiende, Manolita.

Las primeras veces que fui a Porlier a ver a mi padre, sentí que yo misma estaba sentenciada, condenada a la confusión de no saber qué hacer, adónde ir, cómo moverme en aquella angustiosa muchedumbre integrada por pocos hombres, casi siempre demasiado mayores para ganarse un jornal, y una multitud de mujeres de todas las edades, todos los tamaños y acentos imaginables. Las puertas de la cárcel desprendían una pestilencia que se desparramaba por la acera, y era difícil distinguir el olor a cebolla del sudor fermentado de otros aromas hediondos e imprecisos, paredes húmedas, coles hervidas, una suciedad espesa, vieja y de un origen remoto, olvidado de sí mismo. Mientras me preguntaba por qué correrían las mujeres que habían entrado antes que yo, procuré respirar por la boca. Después me topé con una muralla de cuerpos presurosos que no me dejaron ver más allá de sí mismos, pero a fuerza de empujar, encontré un resquicio por el que me escurrí como una anguila hasta conquistar un pedazo de alambrada al que me aferré con los dedos de ambas manos. Había vuelto a respirar por la nariz sin darme cuenta, pero busqué a mi padre entre el tropel de desconocidos que se abrían paso a codazos para ganar su propio espacio en la verja de enfrente y no lo encontré. Él me vio primero, gritó mi nombre, movió los brazos, y tuve que abandonar mi posición para volver atrás, desplazarme unos cuantos metros a la derecha y repetir la operación. Cuando al fin lo tuve delante, le encontré tan pequeño, tan solo mientras sonreía, apretujado entre muchos hombres que sonreían con la misma decisión a otras mujeres, que me arrepentí de haberme compadecido de mí misma mucho antes de salir a la calle.

Al volver a casa estaba tan cansada como si hubiera escalado una montaña. No era sólo la tristeza de ver a mi padre al otro lado de una reja, ni siquiera el miedo, los nervios de haber penetrado en un territorio hostil, desconocido, el desconcierto de reconocer, en los uniformes de sus guardianes, un modelo muy parecido al que había vestido él durante los últimos años. Era también el tumulto, la prisa, los golpes involuntarios de las mujeres que me habían clavado los codos en las costillas mientras se aplastaban contra mí como si pretendieran arrebatarme hasta el aire que respiraba. La cárcel de Porlier era el infierno dentro y fuera de sus muros, un hormiguero de desesperación que agravaba la condena de los internos con la implacable humillación de sus familias. Aunque el reglamento pretendía repartir las visitas para evitar aglomeraciones, el hacinamiento de aquel edificio desbordaba con creces tanto la capacidad del locutorio como la de los siete días de la semana, abocando a centenares de personas a competir entre sí para conquistar unos pocos centímetros de alambrada en unas condiciones insuperables para los más débiles, ancianos, embarazadas, enfermos de todas las edades que se veían forzados a abandonar antes o después. Era un recurso eficaz. Una semana después, yo misma lo comprobé al salir del metro, mientras caminaba deprisa, las mejillas ardiendo de vergüenza, la vista clavada en las baldosas por no ver mi infamia reflejada en las caras de los transeúntes con los que me iba cruzando por la acera, mira a esa, seguro que va a ver a un preso, hasta que una vergüenza distinta nació de la conciencia de mi sonrojo para hacerme sentir todavía peor. Creí que nunca me acostumbraría, pero el tercer día me coloqué en la cola detrás de una muchacha de mi edad, ni alta ni baja, tan delgada como todas las demás, una chica corriente en la que no me habría fijado si no hubiera tenido unos ojos que parecían dos zafiros muy oscuros, tan raros, tan bonitos como si alguien los hubiera dibujado. Tenía un año menos que yo, pero tres semanas más de experiencia, porque habían detenido a su padre el último día de marzo. Después de adivinar que era nueva, me dijo su nombre, me preguntó el mío, y me explicó cómo funcionaban allí las cosas.

—¡Alegra esa cara, chica! Yo, en casa, me harto de llorar, pero aquí, tan fresca, pues ya ves. Estoy muy orgullosa de mi padre y él no ha hecho nada malo, así que... Anda y que les den.

—¡Rita!

—Lo siento, mamá.

La expresión de escándalo de la mujer que acompañaba a aquella chica me llamó menos la atención que su aspecto distinguido, la desnuda elegancia que se asociaba con los cigarrillos que fumaba discretamente para producir un efecto erróneo en aquella acera. En la primavera de 1939, Caridad Martín, pálida y delgada, el pelo corto, peinado con audacia, la piel cuidada y una curva trágica suspendida en las cejas, aún llevaba pendientes en las orejas y sortijas en varios dedos, pero no dejaba que nadie la llamara doña, ni que las mujeres de su edad la trataran de usted. Aquí sí que somos todas iguales, decía siempre, de momento para mal, y ojalá pronto sea para bien. Sin embargo, cuando terminó de vender todas sus joyas y un abrigo forrado de piel que no llegó a las navidades de aquel año, hasta con una simple toquilla de punto cruzada sobre el pecho seguía pareciendo lo que era, una señora.

Caridad era muy amable pero hablaba poco, como si necesitara todas sus energías para repasar, una y otra vez, la crónica de una ruina que la había fulminado con tal saña que su imaginación no alcanzaba a concebirla. Esa extrañeza, la forzosa necesidad de afrontar a los cuarenta años una situación para la que su vida no la había preparado, y el empeño de no empeorar la condena de su marido con la menor queja, la convertían en un caso singular, tan raro como respetable en aquella comunidad donde abundaban las mujeres que se habían criado en las colas de las cárceles, entre otras tan curtidas en la desgracia que se tomaban aquella como una más.

Ellas no impresionaban por su dignidad, aquel dolor sereno, íntimo, que la esposa del doctor Velázquez apuraba a solas, sin compartirlo siquiera con su hija, pero eran más sabias, y no sufrían menos mientras se empeñaban en encontrar temas de conversación, intercambiando en voz alta trucos, recetas, remedios caseros para los orzuelos, las diarreas, las lombrices de los niños, o desmenuzando en un susurro las leyes, los procedimientos procesales, los reglamentos en los que algunas se habían convertido en auténticas especialistas sin haber leído en su vida un libro entero. Aquellas mujeres le habían enseñado a Rita a decir tacos, y todo lo que ella me enseñó a mí. Yo me adapté con la misma facilidad a una rutina en la que la vida triunfó rotundamente sobre el desolado anonadamiento de los primeros días.

—Mi marido me ha pedido que le traiga pescadilla hervida.

Al poco tiempo de conocernos, en el pasillo por el que salíamos a la calle con la garganta en carne viva, después de desgañitarnos durante veinte minutos para hacernos entender por los hombres que nos gritaban con todas sus fuerzas desde la alambrada de enfrente, las dos asistimos por casualidad al estupor de una mujer con la que ya habíamos coincidido un par de veces.

—¡Qué raro! —la oímos murmurar para sí misma mientras se alejaba—. Si a él nunca le ha gustado la pescadilla...

—¿Te acuerdas de Julita, la de la pescadilla del otro día? —me contó Rita una semana después—. ¡Pues resulta que lo que quería el marido eran empanadillas! Por lo visto, ayer le dijo... —hizo una pausa cuando la risa no la dejó seguir—. ¿Para qué me traes pescadilla, Julita, si sabes que no me gusta?

—La pobre, con lo cara que está.

—¿Y de dónde habrá sacado que la quería hervida?

Aquella mañana, las dos nos reímos con tantas ganas que Caridad nos miró mal, pero ni siquiera así conseguimos recobrar la compostura. Desde entonces, nos apuntábamos siempre para el mismo día y hacíamos la cola juntas, al acecho de la menor ocasión de divertirnos, hasta que su madre dejó de regañarnos para empezar a sonreír a nuestras carcajadas.

—¿Y lo de Merche, esa tan alta, que el otro día le dijo a su marido que estaba acatarrada? Él entendió que estaba embarazada y como el niño no podía ser suyo, se ha cabreado y ha roto con ella por carta...

Hasta el pretexto más tonto era bueno para romper el cerco de la muerte, para neutralizar la tristeza que su implacable avance sembraba entre nosotras, para resistir las mentiras de esos hombres quebrantados, frágiles y hambrientos, a quienes la derrota había convertido en embusteros profesionales.

—Estoy muy bien, hija —me aseguraba mi padre cada vez que le veía—, de verdad. Tú hazme caso y no te preocupes por mí.

No estaba bien, pero estaba, y su simple presencia era un bien incomparable. Durante los dieciséis meses en los que estuvo preso en Porlier, nunca temí nada tanto como las ausencias.

Rita y yo no éramos las únicas que nos armábamos mutuamente de compañía para soportar mejor la cola de la cárcel. Todas las mañanas llegaban grupos de mujeres que venían juntas en el metro desde el mismo barrio o desde más lejos, en las camionetas que las traían de los pueblos de los alrededores. Éramos tantas que ninguna de nosotras podía conocer a todas las demás con la excepción de algunas tristemente famosas, familiares de dirigentes políticos unidos, más allá de las discrepancias que los habían separado durante la guerra, por la pena de muerte que compartían. Sin embargo, con el tiempo me fui fijando en ciertas desconocidas que me llamaban la atención por cualquier cosa, un moño alto, unas alpargatas desteñidas, el pelo blanco de los albinos. A algunas las saludaba con un gesto, a otras ni eso, pero llevaba su cuenta igual, y no me quedaba tranquila hasta que comprobaba que estaban todas. Sabía que todos los días faltaba alguna, pero si no estaba en mi lista, ni siquiera me asustaba.

—Esta madrugada han fusilado al marido de Eugenia, esa chica bajita, de Toledo, que tiene tres niños. Si podéis dar algo, lo que sea...

Mientras mi madrastra estuvo en casa, siempre dejé caer alguna moneda en aquella bolsa, pero cruzaba los dedos al ver llegar a la chica que la llevaba para no oír que la viuda era la del moño alto, la de las alpargatas desteñidas, la que es tan rubia que parece albina. Esas tres seguían en la cola una mañana de mayo de 1940, cuando la que faltó fue Rita.

—No llores, mujer —entonces recordé las palabras con las que me había consolado un día—, si a tu padre no lo van a matar, ya verás como no. Total, un guardia de asalto, que no podía hacer otra cosa que cumplir órdenes... Lo del mío es peor. Al mío no le perdonan, porque le conocen.

Para su padre, Andrés Velázquez Herrera, afiliado al PSOE desde finales de los años veinte, la guerra consistió en cambiar de despacho. En otoño de 1936, abandonó el que ocupaba como catedrático de Psiquiatría en la Universidad Central, y se mudó a la sede de la Junta de Defensa. Allí compartió con otros dos colegas un despacho más grande y la responsabilidad de coordinar la asistencia sanitaria en la ciudad sitiada. Su actuación en aquel puesto había sido irreprochable, pero sus ideas eran ya tan conocidas antes del golpe de Estado, su firma tan habitual en manifiestos y cartas abiertas que pedían el voto para el Frente Popular, que cosechó una pena de muerte de todas formas. La sentencia no habría sido distinta si nunca hubiera hecho pública su ideología política. Las posiciones que había sostenido en varios libros y casi un centenar de artículos sobre la sexualidad femenina, las enfermedades mentales y la influencia del medio socioeconómico sobre las conductas anormales, habrían bastado para clasificarle como un enemigo visceral de la Iglesia Católica, un sujeto peligroso, indeseable e indigno de vivir en la nueva España. El padre de Rita ni siquiera encajaba en la categoría de preso político. Ocupaba un eslabón inferior, y aún más penoso. Era un preso ideológico, pero yo no me enteré hasta que el mío me contó que había visto a Hoyos en el patio de Porlier.

—Todo se ha perdido, Manolita.

En aquella cárcel, donde la miseria de los reclusos labró más de una fortuna personal, no sólo podía visitarse a los presos por la mañana. Había también una lista de pago que permitía acceder a lo que se llamaban «las comunicaciones del libro». Nunca supimos si aquel libro existía o no, pero aunque sospechábamos que en el Ministerio de Justicia tampoco sabían que los presos más afortunados podían volver a comunicar a media tarde, quienes podían reunir la peseta que costaba ese privilegio la pagaban sin rechistar, porque las visitas duraban treinta minutos y era más fácil entenderse a ambos lados de las alambradas en un locutorio medio vacío. Yo me apuntaba al libro una vez al mes, para que Isa pudiera ver a padre, hablar con él sin el tumulto de las visitas generales, pero en septiembre de 1939, pagué una peseta para enfrentarme a solas con un anciano al que apenas le quedaban fuerzas para sonreír. En el último verano de su vida, la cabeza de Hoyos era ya su calavera, su cuerpo, un esqueleto recubierto de piel seca, cenicienta, sus movimientos, los de un inválido que sin embargo fue capaz de sacar de alguna parte un resto de energía para movilizar su antiguo ingenio.

—Contéstame con gestos porque no oigo nada. ¿Cómo estáis en casa? Supongo que tu hermano bien, porque seguirá en Flandes, ¿no?

—Pues... —cuando logré atar cabos, me reí con ganas—. Sí, ahí sigue.

Le pregunté qué necesitaba y me contestó que nada. Le prometí que la próxima vez le traería algo de comer y me pidió que no me molestara. Le conté que había empezado a leer los libros que me regaló y me dijo que se alegraba. Sólo al final, cuando un funcionario estaba a punto de tocar el timbre que pondría fin a la visita, se permitió ser sincero.

—Qué pena, ¿verdad, querida? —y pude verla condensada en sus ojos, multiplicada por el cristal rajado de su monóculo—. Todo se ha perdido. Podría haber sido tan hermoso... ¡Qué pena!

Aquella tarde salí de la cárcel con tan mal cuerpo como el primer día. En los cinco meses que habían pasado desde entonces, había visto demasiadas cosas, muchas más de las que habrían bastado para convencerme de que no me quedaba ni una fibra de compasión que repartir. Cabalgaba sobre las ruinas ajenas con la misma naturalidad con la que sabía que otros cabalgarían pronto sobre la mía, y no me paraba a pensar, no podía. En el instante en que me detuviera, me vendría abajo, y por eso lo hacía todo deprisa, con esa alegría impostada que desde fuera parecía frívola, pero me sostenía por dentro como un armazón de acero. La estampa de Hoyos, frágil, solo, abandonado, abrió en aquella estructura una grieta que no volvería a cerrarse.


Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 57 | Нарушение авторских прав


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