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Isabel San Sebastián 8 страница



Esta vez Constanza se quedó muda, desconcertada por el calado de lo que acababa de escuchar. ¿Cómo podía saber aquella muchacha lo que ni siquiera sus damas más próximas conocían ni habrían de conocer mientras no hubieran llegado a buen puerto las negociaciones en curso? ¿Cómo podía estar al tanto de las discretísimas conversaciones entabladas a través de embajadores entre su madre, doña Sancha, y el papa Inocencio? ¿Quién le habría dicho que se estaba conviniendo su matrimonio con el joven Federico de Hohenstaufen, rey de Sicilia? Y, sobre todo, ¿cómo, en nombre de Dios, podía intuir esa chica que ella, la que fuera reina de Hungría, veía ese enlace como la mejor salida posible a su situación de soberana sin reino, ni marido, ni derechos ni descendientes, acogida, muy a su pesar, a la hospitalidad de su hermano? ¿Era todo eso posible o acaso le estaba adjudicando a Braira un talento inexistente, cuando lo que decía la cartomántica, bien mirado, no pasaba de ser un cúmulo de generalidades?

En todo caso, concluyó para sus adentros, esforzándose por mantener la cabeza fría, la chica era agraciada, discreta, de noble cuna y exquisita educación, lo que le otorgaba méritos sobrados para ser tenida en cuenta como dama de compañía. Por otro lado, ese juego de interpretación resultaba ser, tal como le habían anunciado, de lo más divertido que había hecho en mucho tiempo. Por eso, al cabo de un buen rato, sentenció en voz alta:

—Lo que dices no va del todo desencaminado. Parece que tu fama está bien ganada, aunque aún me falta por saber lo que me augura... ¿Cómo dices que se llama este pasatiempo?

—Tarot, majestad. Y me alegro de que hoy se muestre certero. Tened la bondad de destapar la carta que nos indica lo que está por acontecer, e intentaré desvelaros su mensaje.

La elegida era la marcada con el número XVII; la Estrella: un jardín paradisíaco, presidido por una enorme estrella rojigualda rodeada de siete astros de menor tamaño, en el que una doncella desnuda, hermosa y sonriente alimentaba el caudal de un arroyo con el agua de dos jarras doradas que llevaba en las manos.

Braira no trató de ocultar su satisfacción.

—Lo que os aguarda es luminoso, señora. Vuestro destino fluye a favor de la corriente celeste, resplandece bajo la gran bóveda. Veréis días de magnificencia, conoceréis el amor puro y seréis madre.

—¡No te atrevas a engatusarme con promesas vanas! —amenazó la reina, que a esas alturas de la tirada, pese a todas las reservas con las que había armado sus defensas, comenzaba a temer que su invitada fuese realmente capaz de leer en su interior hasta descubrir sus pensamientos—. Si me mientes, te arrepentirás.

—Yo sólo traduzco lo que ellas escriben —se justificó Braira, sorprendida y asustada por ese cambio de actitud—. Puedo equivocarme, por supuesto, pero os aseguro que la Estrella constituye el mejor de los pronósticos. Claro que esto es solamente un juego sin importancia, un mero entretenimiento. Será mejor que lo dejemos y regrese a casa de doña Alzais, que estará preocupada por mí. Os ruego que perdonéis mi atrevimiento.

—¡Deja de disculparte y levanta la cabeza! —le reconvino Constanza, cuyo corazón luchaba a brazo partido entre la necesidad de guardarse de esa occitana, probablemente interesada en embaucarla, y la simpatía espontánea que le inspiraba, acaso por recordarle a ella misma unos años atrás, recién llegada a Hungría, huérfana de afectos y rodeada de extraños—. ¿De verdad ves en mi futuro un hijo?

—Os lo juro, majestad.

—En tal caso, dejemos para luego la conclusión de esta partida y dime qué le deparará la suerte a esa criatura.



—Es que resulta muy complejo, debería de ser ella quien...

—¡Deja de disculparte, he dicho! No me gustan las excusas. Pregunta a esos extraños personajes de tu baraja lo que será de ese hijo que te has atrevido a anunciarme. ¡Y no me engañes!

Braira volvió a encomendarse a todos los santos que había venerado desde la infancia antes de realizar las oportunas manipulaciones. Alineó y fue destapando naipes en silencio, profundamente concentrada, una, dos y hasta tres veces seguidas, pues lo que atisbaba le resultaba imposible de transmitir a doña Constanza. Tampoco podía mentirle. Ella lo habría notado al instante en el temblor de sus manos y la mirada huidiza de sus ojos. De modo que le dijo la verdad, aunque no toda la verdad. Únicamente la que sabía que querría oír su señora.

—Vuestro hijo nacerá con salud y será rey.

—¡Júrame por la salvación de tu alma que lo que dices es cierto!

—Os juro que es lo que dice el Tarot. Pero os reitero que puede equivocarse en sus augurios y a menudo lo hace.

¿Hay argumento mejor para hacernos creer en algo que el hecho de que esa creencia coincida con nuestros deseos? ¿Existe algo más deseable que la bendición de un hijo, la promesa de la paz tanto tiempo anhelada o el anuncio de un periodo de abundancia? La reina de Hungría no pensó que las cartas erraran. Es más, se convenció de que no habría de tardar en ver a un vástago suyo coronado. Con veintitrés inviernos a las espaldas, sin embargo, el tiempo corría en su contra, lo que la obligaba a darse prisa en conseguirlo.

—¿Y qué he de hacer yo para ver cumplidos los felices acontecimientos que me anuncias?

—Tened la bondad de descubrir el último naipe de los cuatro que habéis elegido.

Mientras lo hacía, Constanza rebajó nuevamente el tono para mostrarse casi maternal, a pesar de que, según sus cálculos, apenas cuatro o cinco años podían separarla de esa cátara, que ella creía conversa a la religión verdadera, cuya compañía le estaba resultando más grata aún de lo que había esperado.

—Si has de sobrevivir en un mundo hostil —le aconsejó, a modo de explicación de su anterior arrebato de irritación—, tendrás que mostrarte valerosa incluso ante gente como yo. La experiencia me ha enseñado que los grandes desprecian a quienes se consideran a sí mismos pequeños y tienden a abusar de cualquiera que les muestre su debilidad. No permitas que nadie te intimide, dulce Braira. Veo en tus ojos una fuerza que sólo espera ser liberada... Ahora, dime, ¿qué nos anuncia esta... Rueda de la Fortuna, según reza el nombre de la carta?

—Que os dejéis llevar sin oponer resistencia —concluyó Braira, desconcertada ante la abierta manifestación de estima que acababa de expresarle la reina y temerosa de adentrarse en mayores profundidades sobre los vaivenes de la suerte y el modo mejor de hacerles frente—. El Tarot, majestad, anuncia cambios que habréis de aceptar, pues en ellos estará vuestra fortuna.

—Sea pues. Aguardaremos hasta ver en qué se traducen esos cambios, que tú verás conmigo, puesto que vas a trasladarte a palacio para entrar a formar parte de mi séquito. Me ha picado la curiosidad y siento el deseo de seguir jugando. Enviaremos recado a doña Alzais para que te haga llegar tus pertenencias, y tendréis ocasión de despediros, descuida. Estarás a gusto aquí. Sígueme y te presentaré a las otras damas.

 

 

La fortuna de Braira se fundió así en un mismo engranaje con la de su nueva señora, uniendo los destinos de dos mujeres marcadas por una idéntica sentencia: vagar por el mundo de aquí para allá, solitarias, traspasando una y otra vez las fronteras de lo desconocido.

La hija de Fanjau, que intentaba con todas sus fuerzas abrirse paso en esa corte de gente tan diferente de la de su tierra natal y a la vez tan parecida, no tenía la posibilidad de volver atrás. Por eso se integró en el estrecho círculo que rodeaba a doña Constanza, poniendo lo mejor de sí para aprender a comportarse como una más. Antes dijo adiós al hogar de sus padres adoptivos, quienes le habían enseñado la cara más amable de la condición humana.

—No olvides que siempre nos tendrás de tu parte, pase lo que pase —le insistió Tomeu, emocionado, tratando en vano de estrecharla entre sus brazos pese al obstáculo que suponía su enorme barriga de glotón. Conocía demasiado bien los caprichos de los príncipes como para fiarse de sus deslumbramientos, por lo que temía que la chica fuese devuelta a su casa el día menos pensado, acaso después de un susto—. Si necesitas cualquier cosa, lo que sea, envíanos un recado. Y ven a visitarnos alguna vez, siempre que tus obligaciones te lo permiten.

—Pues claro que vendrá —terció doña Alzais—. ¿No ha de venir? Ella sabe cuánto la queremos...

—Claro que sí —prometió Braira, convencida de que cumpliría su palabra—. Nos veremos con frecuencia.

—Haz honor a tu sangre y a la nuestra —añadió su benefactora, sacando a relucir una faceta de su personalidad desconocida hasta entonces para Braira—. Pórtate como la gran dama que eres. Aunque vayamos a echarte de menos más de lo que te imaginas, nos alegramos de tu suerte y creemos ciegamente en ti.

Como le ocurriera ante su padre tiempo atrás, cuando la traición de Lucas unida a la suya habían llevado la ruina a su familia, esa manifestación de fe en ella, tan incondicional como inmerecida, la desarmó por completo hasta el punto de que se puso a llorar a pesar de lo afortunada que se sentía. ¿Cómo podría jamás corresponder a tanta bondad?

Don Tomeu, que le había abierto su casa cuando llegó con las manos vacías, y doña Alzais, que la había consolado en los peores momentos de soledad, que la había visto vulnerable, escondida en lo más profundo de sí misma, la querían más precisamente por eso; porque ella necesitaba su amor. Esa era la gente de cuyo lado se alejaba para emprender una nueva aventura en la corte, donde, según le habían advertido, todo eran intrigas, maniobras, estrategias destinadas a ganar posiciones en el tablero de un juego despiadado. Ese era el desafío que tenía ante sí, y lo aceptaba gustosa.

A esos padres tan postizos como auténticos —se dijo— les debería siempre el milagro de haberle devuelto la confianza en sí misma y en los demás... aunque con reservas.

 

 

—¿Querríais compartir conmigo vuestro arte? —le pidió una tarde Laia de Tarazona, desplegando una deslumbrante sonrisa.

Era la tal Laia una de las favoritas de la reina, porque sabía cantar como nadie y había aprendido de las esclavas moras una forma de bailar que triunfaba en todas las fiestas. Ocupaba un puesto destacado entre las damas de la corte, del que era plenamente consciente. No estaba acostumbrada a recibir un no por respuesta.

—¿Qué queréis decir? —inquirió Braira.

—Si me enseñaríais a hacer hablar a las cartas.

—Eso lleva mucho tiempo, años de observación y experiencia.

—Puedo esperar y esforzarme.

—Es que se trata de un lenguaje complejo... —trató de escaparse la cátara, intuyendo que aquello no llevaría a buen puerto.

—Decid más bien que no queréis y terminaremos antes.

—No se trata de eso...

—Escuchad, Braira de Fanjau —la cortó en seco su interlocutora—. Vos sois nueva por aquí, pero no creo que os chupéis el dedo. Ese juego que habéis enseñado a la reina la tiene encandilada hasta el punto de haberos convertido en su confidente, lo que evidentemente os halaga. ¡No os hagáis ilusiones! Se le pasará. Y cuando eso ocurra, lamentaréis no haberme aceptado por amiga.

 

 

¿Cambia realmente la naturaleza de las personas en función de su origen y su posición, o es en el fondo la condición humana la que prevalece, marcándonos el alma a todos con pasiones casi idénticas? En la Aljafería, rodeada de lujos propios de leyendas orientales, Braira conoció de cerca ese universo con el que tantas veces soñara. Olió sus perfumes y también sus cloacas. Aprendió que una actitud obsequiosa suele esconder un corazón mezquino, capaz de arrastrarse por el fango a recoger las migajas sobrantes del banquete de la opulencia. Constató hasta qué punto envenena las conciencias el dolor del bien ajeno. Vio el rostro del mal cubierto de afeites carísimos... y también gozó del aprecio de quienes la quisieron bien sin razón alguna, como había ocurrido con los Corona.

La primera y principal fue la reina, a la que pronto habría llamado amiga de no ser por la diferencia de sangre y de cuna que imponía entre ellas dos una distancia insalvable. Pese a ello, doña Constanza y su nueva dama tejieron lazos estrechos que iban más allá de la práctica de un entretenimiento palaciego y se adentraban en profundidades difíciles de explicar. Eso no tardó en despertar el recelo de quienes se consideraban, por nacimiento, posición y veteranía, más merecedoras de las atenciones que la soberana dispensaba a su nueva dama.

Laia, a quien la occitana nunca introdujo en los misterios del Tarot, fue desde el principio quien manifestó más abiertamente su hostilidad hacia ella, aunque ni mucho menos la única. Otras en cambio la arroparon con su afecto. Braira nunca dudó de que estar en ese círculo mereciera la pena.

La fascinación que ejercía en ella su señora nada tenía de sorprendente. Veía el modelo a imitar, la imagen de lo que siempre había querido ser, una mezcla de madre y matriarca cuya seguridad y templanza le parecían la culminación de las más altas virtudes. Por eso la servía con devoción, no sólo agradecida, sino entregada en cuerpo y alma. Únicamente le hurtaba ese pequeño espacio en el que guardaba su secreto más odiado; la mentira sobre su verdadero credo, convertida ya irremediablemente en un callejón sin salida cuya oscuridad se agigantaba a medida que pasaba el tiempo. Se despreciaba a sí misma por esa deslealtad, pero estaba condenada a perpetuarla si quería conservar la posición privilegiada que había alcanzado a su lado. Y lo deseaba con toda el alma.

La soberana, a su vez, se preguntaba a menudo cuál sería la razón por la que esa joven extranjera había logrado calar tan hondo en su corazón. Entre todas las personas de su entorno era la única que nunca la aburría, lo cual constituía de por sí un argumento de peso. Tampoco la adulaba con el mismo descaro que las otras y, cuando lo hacía, lograba que sus lisonjas sonaran como algo espontáneo. Pero había mucho más. Más que sus cartas y sus augurios, casi siempre certeros. Más que su dulzura, su carácter alegre o su habilidad para tañer el laúd a la vez que desgranaba versos en su preciosa lengua occitana.

Seguramente Braira la había conquistado desde el primer día porque se le parecía tanto...

En un universo gobernado por y para los hombres, donde las mujeres eran meras actrices secundarias, ella había decidido trocar la resignación por astucia. No se conformaba con su papel natural. Ni siquiera era consciente aún de esa postura desafiante ante la vida, aunque la infanta de Aragón, que la aventajaba en edad, estaba convencida de no equivocarse. Se había mirado en el espejo de esa chica y sorprendido al reconocerse de inmediato.

—¿Dónde nos lleva este día? —interrogaba cada mañana a su protegida, bromeando con las dotes adivinatorias que la habían cautivado al principio.

—Adonde vos queráis ir, majestad —respondía la cartomántica, tomándose en serio la pregunta y esforzándose por dar solemnidad a sus palabras—. No hay mejor guía que la voluntad ni camino más seguro que el de la perseverancia.

Sí, se le parecía tanto...


 

Segunda parte

1209 – 1211

 


 

 

Capítulo IX

 

 

Las bodas de Constanza con el soberano de Sicilia, un muchacho de catorce años, estaban prácticamente concertadas. Doña Sancha había encontrado una nueva corona para su hija, con el auxilio del Papa, quien había propuesto como novio a su pupilo, Federico de Hohenstaufen, cuya custodia ejercía desde que le fuera encomendada por la madre del niño, viuda del emperador Enrique VI, poco antes de morir.

El arreglo, fraguado a través de embajadores, contemplaba el envío inmediato a Sicilia de doscientos exponentes de la mejor caballería aragonesa, cuya fama, ganada en la guerra contra los sarracenos, traspasaba con creces los confines del reino hispano, así como la aportación posterior de otros quinientos jinetes, que viajarían desde Barcelona junto a la prometida para incorporarse a los ejércitos de su esposo.

En la isla más hermosa, más rica y más codiciada del Mediterráneo un adolescente obligado a convertirse prematuramente en hombre aguardaba a la que sería su mujer con el ansia de quien espera simultáneamente a una amante, a una consejera y a una aliada indispensable.

Trataba de imaginársela a partir del retrato que le habían hecho llegar sus diplomáticos, preguntándose si, pese a su avanzada edad, sería realmente tan atractiva como le aseguraban. Consultaba a sus astrólogos sobre el momento más propicio para celebrar los esponsales y la manera de asegurarse un descendiente varón, a ser posible en el primer intento. Repasaba mentalmente su situación, que otro cualquiera en su lugar habría calificado de desesperada, trazando planes detallados sobre el modo de aprovechar ese matrimonio para cumplir el grandioso destino que, estaba seguro, le había reservado la fortuna.

Su reino meridional, las Dos Sicilias, conquistado a los mahometanos por los antepasados normandos de su madre, se deshacía en luchas intestinas entre facciones enfrentadas. La herencia germánica de su padre, un imperio que abarcaba desde Polonia hasta Dinamarca e incluía a Inglaterra, Borgoña y una gran parte de las ciudades de la Italia septentrional sometidas por el Barbarroja, era objeto de disputas enconadas entre su tío y regente, Felipe de Suavia, y Otón de Brunswick, candidato de la Santa Sede. Su legado estaba sumido en el caos, pero él estaba seguro de saber deshacer los entuertos. ¡Por supuesto que lo lograría!

La partida acababa de empezar y él estaba empeñado en ganarla.

Su espíritu había sido forjado en el crisol de la soledad. A base de golpes, amenazas e intrigas había aprendido a trocar el temor por ira, tras darse cuenta de que no hay emoción más útil cuando se trata de acumular energía a fin de seguir adelante. Siendo pequeño, en el transcurso de sus correrías de caza o mientras le instruía alguno de sus maestros en las artes de la poesía, las ciencias o la conversación en las múltiples lenguas necesarias para comunicarse con sus súbditos, se había preguntado a menudo quién le defendería de los lobos que le acechaban si sus propios progenitores le habían abandonado a su suerte al poco de ser destetado. ¿Quién sino él mismo?

El miedo le había llevado a la rabia, antesala del odio, y éste le había hecho fuerte a la vez que egoísta. Lo suficientemente fuerte y egoísta como para dejar de buscar culpables y hacer frente a sus circunstancias.

Su padre, cuya crueldad con los súbditos normandos de su esposa no conoció límites, había fallecido repentinamente antes de nacer él, a los pocos días de desarticular una conjura en la que las malas lenguas involucraban a la propia reina. Su última aparición en público había coincidido con la ejecución del cabecilla de la trama, que tardó horas en morir después de que el verdugo le clavara en la cabeza una corona de hierro calentada al rojo vivo.

Constanza de Altavilla, su madre, una anciana de cuarenta años en el momento de traerle milagrosamente al mundo en Jesi, un 26 de diciembre del año 1194 de Nuestro Señor, apenas había sobrevivido un año y medio al alumbramiento. El tiempo suficiente como para asistir al arranque de la guerra civil entre alemanes y normandos que siguió a la muerte del rey, y poner a su retoño bajo la tutela del único soberano con suficiente poder como para garantizar su supervivencia en un mundo de barbarie despiadada: el papa.

Él era el único fruto de esa unión, que nunca conoció el amor, y se recordaba a sí mismo siempre zarandeado por unos y por otros, utilizado como moneda de cambio, privado de caricias, de cariño, de ternura.

¿Realmente había sido alguna vez niño? ¿Había podido darse ese lujo? En sus pesadillas revivía aquel episodio acaecido cuando tenía seis o siete años, no podía recordarlo exactamente, en pleno fragor de la ofensiva desencadenada por Marcoaldo de Anweiler, un antiguo feudatario de su padre que se había aliado con los sarracenos de la isla, sojuzgados aunque no vencidos, para hacerse con un poder que no le pertenecía.

—¿Dónde estás, ratoncillo? —gritaba el enorme guerrero teutón por los pasillos del gran palacio real, vestido de hierro, cubierto con un yelmo en forma de cabeza de dragón y empuñando una espada ensangrentada—. Sal de tu agujero, no tengas miedo, no voy a hacerte daño...

Federico había corrido hasta quedarse sin aliento, arrastrado por su preceptor, en busca de un refugio seguro en el que esconderse.

—¿Por qué huyes, pichoncito? ¿No quieres ser un águila y volar alto, como tu papá? De todas formas, te encontraré, y cuando lo haga, te arrepentirás de haberme causado tantas molestias...

El felón jamás habría conseguido penetrar en la fortaleza levantada por el gran Roger, su bisabuelo, vencedor de los ismaelitas y descendiente de los vikingos que llegaron a poner en jaque al mismísimo rey de Francia, pero un miserable renegado, a cambio de oro, había abierto para él un portón lateral por el que se habían colado sus tropas de élite. Y no contento con ello, le acompañaba por los pasadizos más recónditos del castillo, donde sabía que se ocultaba él.

—Federico, criatura escurridiza, ya estoy aquí, ya puedo oler tu miedo... ¡Da la cara de una vez!

—Aquí me tienes, traidor —se había encarado entonces el príncipe con el gigante, pese a no llegarle ni siquiera a la cintura—. ¿Te crees más hombre por haberme capturado? ¡Mátame aquí y ahora, si tienes redaños!

—Eso sería una estupidez por mi parte, fierecilla. No necesito un rey muerto sino un rey cautivo, que haga lo que yo le ordene si es que quiere seguir vivo.

—Pues no te daré ese gusto. Ya que tú no te atreves a terminar conmigo, yo te ayudaré a hacerlo.

Ante la perplejidad de los presentes, el niño se había despojado de sus vestiduras y había comenzado a golpearse la cabeza contra la pared, al tiempo que se infligía heridas por todo el cuerpo con una daga que utilizaba con soltura impropia de su edad.

—¡No pisotearás mi dignidad, villano! —espetaba a su captor—. ¡Antes me arrojaré al fuego que dejarme manejar por un infame como tú! ¿Ves lo que hago? ¡No tengo miedo, no te tengo miedo, ven y remátame ya con esa espada que ha derramado la sangre de mis leales!

Habían pasado siete años desde entonces. Marcoaldo no se había atrevido a provocar la ira del papa asesinando a su pupilo, y había sido finalmente derrotado en una cruzada en la que participó lo más granado de la nobleza normanda y destacó por su bravura un joven caballero, llamado Francisco de Pietro de Bernardone, hijo de un próspero mercante de tejidos de la ciudad de Asís. Un hombre grande, de corazón bondadoso, que más tarde cambiaría la armadura por el sayo.

Siete años de zozobra, de violencia continua, de fiera resistencia a los embates de sus enemigos. Siete años durante los cuales la defensa a ultranza de Inocencio salvó la vida de Federico.

Según el calendario era todavía un muchacho, aunque había vivido ya lo que muchos hombres curtidos habrían sido incapaces de soportar. Por eso no estaba dispuesto a seguir siendo tutelado. Nada más cumplir los catorce, proclamó su mayoría de edad y aceptó la esposa que le proponía el pontífice. Dijo sí a la infanta aragonesa, sabedor de que casi le doblaba la edad, porque no tenía la fuerza necesaria para oponerse a la voluntad de su tutor. Todavía no. Y porque su reina venía acompañada de un contingente de guerreros aragoneses bregados en cien batallas y célebres por su arrojo.

 

 

Constanza apenas sabía nada de esta historia. Sólo que se disponía a desposar a un rey-niño de facciones correctas y gesto decidido, según el dibujo que le habían hecho llegar los representantes de su prometido, con quien, a decir de Braira, engendraría un hijo varón. Era consciente de que sería su última oportunidad, por lo que estaba decidida a emplearse a fondo para conquistar su corazón.

Si él quería una madre, madre sería. Si lo que deseaba era una esposa ardiente, sabría utilizar su experiencia para complacer sus más íntimos caprichos. Y si resultaba ser una aliada fiable lo que buscaba en ella como hija de la Casa de Aragón, honraría ese acuerdo de mutuo auxilio. Estaría a la altura de las circunstancias. Convertiría Sicilia en un verdadero hogar, para lo cual se llevaría consigo todo aquello que embellecía su vida en Zaragoza: a sus damas favoritas, entre las que destacaba la misteriosa occitana, a sus cocineros, a dos o tres de los juglares cuyas trovas ensalzaban como ninguna la belleza de la mujer... Sí, se aferraría a lo mejor de su tradición. No volvería a repetir la insufrible experiencia húngara.

Antes de marchar, sin embargo, era menester ocupar las largas jornadas de asueto que se repetían, monótonas, lo que conseguían las personas de su séquito a base de juegos de salón como el ajedrez o las cartas; música, poesía, lectura de vidas de santos, bordado, rezos y, sobre todo, chismorreo. Una de las pocas aficiones que todas sin excepción compartían.

—Dicen que nuestro señor don Pedro ha tomado una nueva amante más joven que la anterior —apuntaba esa mañana una de las más lenguaraces integrantes del círculo íntimo de la soberana.


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