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Isabel San Sebastián 3 страница



—Tenéis toda la razón —repitió—, y precisamente por eso estamos aquí, sin más equipaje que estos sayos que nos cubren.

No se combate el mensaje de los falsos profetas cátaros dándoles argumentos con una dignidad mal entendida, sino luchando en su propio terreno, empleando sus mismas armas, siendo ejemplo de humildad y de auténtico espíritu católico. La coherencia ha de ser nuestra mejor arma contra la herejía.

—Esa que llamáis herejía es la fe de nuestros padres —le cortó tajante el noble occitano, incapaz de soportar más—. Pero no temáis. —Suavizó el gesto—. Os abrirán de par en par las puertas de nuestra casa y tratarán como se merecen a quienes han socorrido a su hija. Será un honor para todos nosotros que os convirtáis en nuestros huéspedes, tanto tiempo como lo requieran vuestros negocios en la región.

Un silencio tenso se instauró a partir de ese instante entre los miembros de la extraña comitiva y les acompañó durante el resto del trayecto. El único tema de conversación en el que pudieron coincidir, sin por ello sentirse cómodos, giró en torno a la suerte que correrían los tres malhechores capturados, que habían sido atados a la cola de un palafrén y se arrastraban, magullados por los golpes recibidos, al encuentro de un final que preveían horrible.

—Apiadaos de ellos, os lo ruego —intercedió fray Diego, que por su edad avanzada había visto morir a demasiada gente—. Al fin y al cabo, no han hecho nada irreparable...

—¿Se habrían apiadado ellos de mi hermana y del pobre escudero que la acompañaba, de no haber mediado vuestra intervención? No, no me pidáis que renuncie a verles colgar de una soga. Será mi padre el que decida, aunque no creo que tampoco él muestre compasión hacia esta escoria.

Las súplicas se repitieron más tarde, dirigidas en esa ocasión al señor de Belcamino, ante el cual se presentaron los dos monjes en una actitud fríamente educada, poniendo especial empeño en marcar las distancias. Ellos estaban allí precisamente para convertir a los nobles que, como ese barón, persistían en el error sin intención de redimirse. Eran, no obstante, sus huéspedes, lo que les obligaba a todos a guardar las formas. La buena crianza de unos y otros ayudó en la tarea, especialmente al principio, mientras se rompía el hielo.

Braira, entretanto, había empezado a sacar provecho de las noticias transmitidas por los invitados de su padre de un modo que a éste, de haberlo conocido, le habría hecho enfurecer y probablemente encerrarla. Pero aún iba a tardar un tiempo en enterarse.

En cuanto a los dos bandidos capturados, pasaron una corta temporada en la mazmorra de la torre, hasta que su dueño se dejó convencer y pagó la deuda contraída con el de Osma accediendo a escuchar sus ruegos.

En la plaza de armas de su castillo no se levantó una horca, como habría sido su derecho, sino una tarima elevada a fin de que el pueblo viera con claridad el destino que aguarda a quienes desafían las leyes. Eso serviría de advertencia a los que tuvieran la tentación de convertirse en malhechores. A las gentes bajas locales y también a las foráneas, que, en opinión del barón, proliferaban últimamente como las ratas en los graneros.

No fueron muchos, mal que le pesara al señor, empeñado en escarmentar a sus súbditos, los curiosos que quisieron asistir al castigo, pues ese mismo día otros acontecimientos concitaban el interés de los lugareños en la ciudad. Tampoco Braira aceptó estar presente, porque la sangre siempre le había producido un rechazo visceral y lo que se disponían a hacer los guardias con esos desgraciados iba a ser, sin duda, muy sangriento.



Por eso se negó a mirar, pero no pudo evitar oír. Hasta sus habitaciones, situadas en la primera planta de la fortaleza, a través de las ventanas abiertas, llegaron nítidamente los alaridos proferidos por los ajusticiados cuando fueron marcados con los estigmas de los ladrones: se les cortó la nariz, a fin de que su vergüenza fuese pública, y después se les amputó la mano derecha, con la que habían perpetrado su delito. El fuego, aplicado directamente sobre las heridas, evitó que se desangraran.

Vivirían, en virtud de la piedad de su juez, aunque tal vez desearan estar muertos. Así era la justicia de los poderosos.

 

 

Enseguida se dispersó el gentío, satisfecho del espectáculo que acababa de contemplar y con prisa por llegar a la ciudad, engalanada esa mañana calurosa para una ceremonia largo tiempo esperada: la consagración como perfecta de Esclaramunda de Foix, que iba a recibir de Guillaberto de Castres, puro entre los puros, la máxima distinción alcanzable en su fe.

El evento había reunido en la plaza a más de un centenar de nobles, villanos, burgueses, campesinos acomodados, artesanos, juglares y creyentes de toda condición, acudidos desde muy lejos a contemplar cómo la hermosa hermana del conde Raimundo Roger, uno de los más altos dignatarios del país, se consagraba a Dios recibiendo el consolamentum; un bautismo de fuego y de espíritu llevado a cabo a través de la imposición de las manos, que se administraba a todos los cátaros en el trance de la muerte, pero que sólo algunos escogidos tenían el privilegio de aceptar en vida. Aquellos que resultaban dignos de ser llamados perfectos.

—Bendíceme, Señor, perdóname —recitó la neófita la fórmula que conocía de memoria, vestida de negro riguroso y con la voz quebrada por la emoción.

—Debes comprender la razón por la cual estás ante la Iglesia de Jesucristo —replicó con rigidez Guillaberto, entregándole una copia de los Evangelios—. Es el momento de recibir el perdón de tus pecados, pero también de comprometerte a mantener una conciencia limpia que se encamine hacia Dios haciendo de ti una buena cristiana. Debes amar a Dios con verdad, dulzura, humildad, misericordia, castidad y todas las demás virtudes.

La postulante escuchaba con el mayor recogimiento.

—Debes comprender, de igual modo, que tu fidelidad ha de ser idéntica en las cosas espirituales y en las temporales, pues si no lo fuera en estas últimas, no creeríamos en tu buena fe y no podrías salvarte. Por eso debes prometer a Dios que jamás cometerás homicidio, ni adulterio, ni robo, ya sea pública o privadamente. Que jamás, de manera consciente, tomarás leche, ni queso, ni huevos, ni carne de ave o de reptil o de cualquier otro animal prohibido por la Iglesia de Dios. Que habrás de aguantar sin queja, por el bien de la justicia de Cristo, el hambre, la sed, el escándalo que te achaquen, la persecución de que seas víctima, y hasta la muerte si llegara el caso. Que soportarás cualquier prueba con mansedumbre, por amor a Dios y por la salvación de tu alma...

 

 

Perdida entre la muchedumbre, Braira aprovechó que todo el mundo estaba en ese momento concentrado en seguir el desarrollo del ritual para dedicarse, con cierta tranquilidad, a los menesteres que la habían mantenido ocupada en las últimas semanas, arriesgando la propia vida. Así al menos lo percibía ella, que experimentaba la primera gran aventura de su existencia como si fuera la protagonista de una canción de gesta.

Lucas, su querido y buen Lucas, injustamente despachado de Belcamino, según su modo de ver las cosas, se las había arreglado para ponerse en contacto con ella a través de uno de los mozos de cuadras. En la misiva que le había hecho llegar, además de declararle su cariño incondicional, suplicaba que le ayudara a llevar a cabo una misión secreta de la máxima importancia para Occitania y para su propia familia, por más que el barón, en ese momento, no fuese capaz de percibirla con claridad. Con el tiempo, le aseguraba, también él se sumaría a la causa que estaba fraguando en los dominios de algunos hombres valientes, dispuestos a luchar por su fe, su pan y su patria. Pero para que la cosa llegara a buen fin era necesaria la contribución de su niña adorada, Braira, a la que pedía que llevara a cabo algunas gestiones y citaba en un rincón tranquilo de Fanjau, ese día y a esa hora, con el fin de exponerle el asunto en profundidad...

—¡Mi ángel, has venido! —la recibió Lucas cuando se encontraron en un lugar apartado, abriendo los brazos para estrecharla en ellos—. ¡Cuánto te he echado de menos!

—Y yo a ti, ayo —respondió ella algo asustada, a punto de llorar por la excitación—. ¿Cómo no iba a venir si me lo pedías tú? Ahora, que si me pilla mi padre...

—No lo hará, si tú no le dices nada, y dentro de un tiempo nos agradecerá lo que estamos haciendo. No puedo darte muchos detalles, por tu propia seguridad, pero sí garantizarte que es algo bueno y que nadie sufrirá daño alguno. ¿Cuento contigo?

Aquel hombre, a quien amaba como a su propia sangre, apelaba a su corazón, invocaba su fe, su patria, su pan, y le prometía emociones fuertes. Le ofrecía protagonismo en una hazaña sin par. ¿Cómo iba a decirle que no? Era una trampa en la que cualquier chica de su edad se habría metido de cabeza, aunque todas las alarmas de la tierra hubieran saltado al unísono.

Lucas sabía bien lo que se traía entre manos. Braira no.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó ella, dispuesta a todo.

—Por ahora, cuéntame hasta la última palabra de lo que han dicho esos dos enviados del papa que se alojan en tu casa, a los que te pedí que espiaras. Aunque te parezca que algo carece de importancia, la tiene a los efectos que nos ocupan. Haz memoria.

La joven habló durante un buen rato, esforzándose por recordar lo que con tanto interés había escuchado. Se sentía un poco culpable, especialmente al pensar que estaba perjudicando a los hermanos que le habían salvado la vida, pero se decía que nadie sufriría daño, tal como le había asegurado Lucas, y que, con su contribución, estaba haciendo algo realmente importante que su propio padre le agradecería. No podía poner en cuestión las promesas de quien le había llevado de la mano para enseñarle a caminar. ¿Cómo iba a sospechar de él? Su ayo era, para ella, el paradigma de la lealtad.

La desconfianza es un mecanismo de defensa, una reacción aprendida, que se adquiere en el transcurso de la vida a base de golpes y de traiciones. Braira, a la sazón, no estaba en condiciones de imaginar siquiera que una persona tan querida llegara a utilizarla sin recato. Tal infamia no encajaba en ninguno de sus esquemas mentales. Lucas, por el contrario, estaba curado de espanto. Por eso escuchó, tomó nota de todo y se marchó por donde había venido, no sin antes anunciar a la chica que le haría llegar nuevas instrucciones por el mismo conducto empleado la vez anterior. Entretanto, le instó a tener ojos y oídos abiertos a fin de no perder detalle.

Tenía en ella a la mejor de las cómplices posibles. A una aliada incondicional, movida por la arrogancia de una juventud ambiciosa, manejable, e inconsciente de la repercusión de sus actos. Una auténtica bicoca.

 

 

Al mismo tiempo, en la plaza de la villa, la consagración de Esclaramunda de Foix como perfecta tocaba a su fin tras un larguísimo ceremonial. Cuando Braira regresó al lugar que ocupaba entre las demás muchachas cátaras de Fanjau, sin que nadie se hubiese percatado de su ausencia, Guillaberto estaba tomando las Escrituras de manos de la aspirante, a la vez que le preguntaba:

¿Estás dispuesta a servir a Jesucristo en la forma que te acaba de ser recordada y a no faltar a tus votos, sean cuales sean las circunstancias?

—Lo estoy —contestó ella.

—Así pues, que Dios te bendiga y derrame sobre ti su gracia.

No podía imaginar Guillaberto hasta qué punto esa gracia les iba a ser indispensable a ambos en un futuro inmediato.

 

 

Los castellanos venidos de Roma no tardaron en abandonar la comodidad de la mansión de Belcamino para instalarse en la antigua iglesia en ruinas de Prouille, que se proponían levantar de nuevo.

A pesar de todo, antes de marchar habían entablado cierta amistad con sus anfitriones, tejida con hilos de prudencia sobre una urdimbre de buena voluntad. A lo largo de varios días con sus noches, los hombres de la casa y los frailes habían ido lanzándose ganchos mutuamente, como marineros al abordaje de una nave enemiga que no se quiere dañar, hasta entablar un debate apasionado sobre la verdad del Evangelio y sus distintas interpretaciones.

En la misma estancia, algo apartadas, aparentemente afanadas en sus labores de bordado, Mabilia había ocupado una posición de segundo plano, una vez cumplida su tarea de hacer que todo el mundo se sintiera cómodo, mientras Braira se embebía de argumentos, datos, fechas y nombres.

Domingo evitaba en lo posible cualquier contacto con ellas, porque, como había confesado a su maestro, las mujeres eran una especie extremadamente peligrosa cuya frecuentación le turbaba en grado sumo, lo cual constituía una dificultad añadida a su proyecto de fundar un convento de monjas allí mismo, a dos pasos de Fanjau, en el corazón de la tierra albigense. Una prueba dura para su naturaleza ardiente, que, sin embargo, superó a base de penitencias. No fue la única.

Pasaron Diego y Domingo los dos años siguientes soportando vejaciones, escupitajos y desprecios de todo tipo, aunque también lograron las conversiones suficientes como para crear una congregación de damas entregadas a la oración y el trabajo silencioso. Unas actividades casi idénticas a las que practicaban las perfectas, con la diferencia de que éstas salían a predicar por los caminos y administraban el consolamentum a los moribundos, igual que sus compañeros varones. Por lo demás, las residencias, la comida e incluso la ropa de las esposas de Cristo en una y otra religión eran muy parecidas. Cuando se encontraban en una encrucijada, de hecho, se saludaban con respeto, sin la menor animadversión. Pero, para mal de todos, había quien dedicaba todo su empeño a quebrar los caminos de la paz transitados por esas mujeres e imponer a sangre y fuego lo que Diego y Domingo intentaban cosechar como buenos hortelanos, a base de tenacidad en el cultivo.

 

 

En plena canícula del año 1207, mientras el papa se hallaba ocupado en medir sus fuerzas con las de los distintos aspirantes al solio imperial, su legado, Pedro de Castelnau, fulminó con la excomunión a Raimundo de Tolosa lanzando a la vez sobre sus tierras un interdicto que impedía a los fieles a la Iglesia de Roma impartir o recibir sacramentos.

Fue un decreto inesperado, brutal e inapelable, que condenó a justos por pecadores y sembró el desconcierto en toda Occitania.

—Hay que pasar al ataque, excelencia —clamaba esa misma tarde el antiguo senescal de Belcamino, refugiado entre los cortesanos del conde, hincando la rodilla en tierra en señal de sumisión—. No podemos tolerar más vejaciones por parte de esos enemigos de la verdadera fe que vienen aquí, a nuestra propia casa, a decirnos cómo hemos de servir a Dios y cómo debemos gobernarnos. Tenemos que pararles los pies. Llevo años preparándome para este momento, señor. Dadme la orden y no os defraudaré. Cuento con los medios necesarios para vengar vuestra honra, creedme.

—Recurriré al Vaticano —voceaba el católico señor de los occitanos en el amplio salón de audiencias de su palacio, sin escuchar a nadie, dando zancadas de un lado a otro en un intento vano de calmar su cólera—. Apelaré al mismo Inocencio. No puede hacerme esto. De hecho, estoy seguro de que esto no es obra suya, sino de ese obispo, Castelnau, que se arroga excesivos poderes. Yo he cumplido con todas las exigencias que se me formularon en su día. ¿Qué más quieren de mí?

—De acuerdo con la misiva que os ha dirigido el legado —medió el secretario—, se os acusa de no haber observado la tregua de Dios durante la Cuaresma, de haber transformado algunas iglesias en fortalezas, de haber dado cargos públicos a judíos, para vergüenza de la religión cristiana —son las palabras textuales— y de brindar vuestra protección a la herejía por negaros a golpearla sin misericordia, con todo el peso de vuestras fuerzas, en las personas de sus adeptos.

—¿Y qué sugiere que haga? ¿Que me enfrente a la mayoría de mis súbditos? ¿Que emplee la violencia contra quienes me rinden vasallaje, traicionando con ello mi honor de caballero? ¿Qué diablos quiere ese maldito legado de mí?

—Dicen que el papa ya ha llamado a las armas a todos los barones franceses para que vengan a haceros la guerra —insistió Lucas, vislumbrando al fin la oportunidad de llevar a cabo su venganza—. Desea destruiros a vos y a todo lo que os es querido. Robaros vuestra herencia. Desposeeros de lo que os pertenece y confiscar con este pretexto las tierras de vuestros nobles para entregárselas a segundones franceses. ¿A qué esperáis para levantar un ejército? Si permanecéis quieto, aguardando a que esos lobos disfrazados de corderos muestren al fin sus dientes, será demasiado tarde.

En su fuero interno él ya había tomado una decisión que le llevaría a la gloria o a los infiernos. Llevaba años urdiendo su plan. Él, Lucas de Reims, caballero occitano por la gracia del Señor y la bondad del barón Bruno de Laurac, sería el instrumento de la gran revancha. Un golpe a tiempo en la persona adecuada bastaría, estaba seguro, para cambiar el curso de los acontecimientos. ¿Y quién mejor que él para asestarlo? Ya sabía incluso el nombre de su víctima: el mismo que el de su difunto hermano.

 

Capítulo IV

 

 

Frente a la rueca que tantas veces manejaran juntas, era Braira quien leía en esta ocasión las cartas a su madre. Se había ido convirtiendo poco a poco en una experta en este juego, que le fascinaba, aunque procuraba no tomárselo demasiado en serio. Gozaba intensamente, eso sí, de la sensación de control que le proporcionaba ese ejercicio de adivinación. ¿Cómo no iba a hacerlo? Era poder en estado puro. Aun así, le asustaba un poco el alcance de lo que podían llegar a descubrir las figuras parlantes, tan familiares ya como su propia familia. Pese a ello, de pocas cosas disfrutaba tanto como de compartir con su madre ese código secreto que había creado entre ellas nuevos y sólidos lazos. Únicamente un rincón de su vida permanecía al margen de esa intimidad, escondido en el secreto de su conspiración con Lucas, y estaba persuadida de que era por la mejor de las causas... —¡El Colgado! —exclamó sonriente, al destapar en la posición correspondiente al mañana a un personaje colgado por el pie izquierdo, con las manos atadas a la espalda y un montón de monedas, seguramente robadas, escapándosele del bolsillo—. ¿No pensarás renunciar a tu posición, a tu esposo y a nosotros, para lanzarte a una vida de depravación asaltando a las gentes por los caminos del condado, verdad?

—Podría ser... —le siguió la corriente su madre—. Nunca es tarde si el botín es bueno, aunque dudo que ése sea el mensaje que nos quiere transmitir nuestro amigo...

—Ya sé, ya sé, el sacrificio, la transformación, la serenidad que precede a la última despedida... ¿Qué tiene todo eso que ver contigo? Tu salud es inmejorable y no existe razón alguna por la que este naipe pueda representar un augurio sombrío.

—Tal vez se refiera a las oportunidades galantes que he dejado pasar por amor a vosotros —prosiguió Mabilia con cierta coquetería, empeñada en ignorar lo que de inquietante pudiera querer decirle el Tarot. Bastante tenía con las noticias que traían los viajeros procedentes de Francia, lo que se decía en el pueblo sobre un enfrentamiento inminente, que estaría preparando el conde de Tolosa al llamar a las primeras levas, o lo que su marido comentaba en voz baja con los otros señores de la zona cuando coincidían en algún evento. Era mejor tomarse a broma el juego—. De haberlo yo querido —presumió ante su hija—, más de uno habría caído rendido a mis pies, te lo aseguro.

—¡¡Madre!! —fingió escandalizarse Braira—. ¿Cómo puedes decir tales cosas? En fin, si tanto te preocupan los asuntos del corazón, veamos qué nos dice la baraja sobre lo que te deparará el destino.

La propia Braira palideció cuando, al ofrecer a Mabilia el mazo para que ella misma escogiera, ésta sacó al azar el Ermitaño: un anciano parecido a Diego de Osma, sin su fuerza ni su alegría, envuelto en una gruesa capa y alumbrado por un farol, que se apoyaba, cansado, en su báculo de peregrino. Un anuncio cierto de soledad, viudedad, declive.

Adivinando la turbación de su aprendiza, la baronesa cambió los papeles.

—Ahí tienes la respuesta. Me aguardan días de reflexión que culminarán con un feliz encuentro. Tal vez halle ahora, en la madurez, la sabiduría que despreciaba cuando tenía tu edad. Para ello, indican los naipes, debo apartarme un poco del ruido en el que vivimos. El Eremita me dice que busque la luz, que sea prudente y me prepare para descubrir lo que se esconde en mi interior. ¡No quiere que asista a más bailes, el muy rufián —cambió el tono—, con lo que a mí me gusta la música de la zanfona, el laúd o la viola! Aunque ¿quién sabe? Tal vez se refiera a otra clase de encuentro, de índole más carnal... Pero basta ya de hablar de mí —zanjó bruscamente un asunto que intuía mucho más grave de lo que podía reconocer—. Es tu turno. Baraja despacio para que cada figura se coloque en el sitio que le corresponde.

Tras revolver meticulosamente las cartas, situadas boca abajo sobre la mesita que tenía delante, Braira extrajo al azar cuatro de ellas que dispuso lentamente en su sitio. La última, la de mayor trascendencia, era la primera y principal de la baraja: el Loco. Un viajero errante, condenado a vagar por el mundo sin meta ni destino, hoy aquí, mañana allá, en busca de respuestas para preguntas no formuladas. La carta de la libertad. Una promesa inequívoca de movimiento y experiencias inéditas.

—Parece que te aguardan gratas sorpresas, hija —profetizó Mabilia con recobrado optimismo—. ¡Cómo te envidio! Ya te imagino cruzando fronteras y surcando los mares al encuentro de aventuras fascinantes.

—¡Tonterías! —replicó Braira, temerosa de que el Tarot terminara desvelando una «aventura» muy peculiar que, según le había dicho Lucas, nadie debía conocer todavía—. La última vez que me alejé de Fanjau el encuentro que tuve no fue precisamente agradable, con lo que tengo pocas ganas de volver a marchar, la verdad. Y empiezo a estar cansada de este juego. ¿Por qué no llamamos a Beltrán para que nos recite algo hermoso o, mejor aún, nos deleite con su flauta?

—Una última tirada y así lo haremos. Veamos lo que nos dicen los naipes del futuro de Occitania, ahora que el viento de la discordia parece arreciar con fuerza. Tengo para mí que, en ciertos salones no muy lejanos, hay quien en este mismo instante urde una infame conjura. Ojalá me equivoque. En todo caso, interroguemos a la baraja. Acaso hallemos esperanza o cuando menos consejo.

Mientras Braira palidecía ante el riesgo de ser descubierta, Mabilia efectuó las maniobras necesarias para hacer hablar a las cartas, con especial meticulosidad.

¿Puede estirarse tanto el tiempo? A la muchacha se le hizo eterno ese movimiento. Incluso empezó a transpirar, cosa extraña en ella, incapaz de aguantar la tensión derivada de la angustiosa espera. ¿Qué le diría a su madre si ésta le preguntaba directamente? ¿Qué excusa inventaría? ¿Traicionaría a Lucas contándole toda la verdad? ¿Sería capaz de mentir abiertamente?

La mentira era la peor de las muestras de vileza. Algo impropio de gentes de elevada condición como la suya. Así se lo habían enseñado sus padres desde que era muy pequeña y así lo había asimilado ella hasta incorporar esa creencia al código de valores que regían habitualmente su conducta. La mentira era el recurso de los débiles, de los cobardes incapaces de asumir sus propios actos. Y sin embargo, todo el mundo mentía. ¿Podía alguien sobrevivir a los avatares del destino sin recurrir a la mentira?

En esas cavilaciones se debatía su mente, cuando los naipes formularon al fin su diagnóstico, que no fue precisamente el esperado.

Siempre que el Tarot quiere avisarnos de que estamos a punto de dar un mal paso invierte las figuras. Nos las muestra del revés para que el poder de esa imagen abra nuestra mente estrecha y nos haga comprender. De esa manera sabemos que sucederá lo contrario de lo que indica la carta.

Pues bien, lo que Braira y Mabilia descubrieron al hacer su consulta fue a una dama como ellas, delicada y pensativa, que abría sin dificultades las fauces de un fiero león: la Fuerza. El símbolo de la armonía, del alma que domina al cuerpo. De la paz. La esencia misma del credo de los puros, representado en una mujer tan bella como poderosa. La figura que aconseja tacto, mesura, prudencia, diplomacia..., invertida.

El pronóstico era tan evidente como terrorífico: lo que les aguardaba era brutalidad, incontinencia, ira, furor... Todos los desastres que cabalgan con la guerra.

 

 

Y sin embargo, un desesperado último intento de diálogo, un gran debate cuyos ecos llegarían lejos, estaba convocado en aquel otoño en la villa de Montreal, plaza fuerte de la fe albigense, situada a medio camino entre Tolosa y Carcasona. Una contienda verbal que enfrentaría a cátaros y católicos con la finalidad de escuchar los argumentos de unos y otros en busca de la verdad incontestable. Un duelo dialéctico al que se habían prestado con gusto Domingo y Diego, además de Pedro de Castelnau, en el bando de los seguidores del papa, en pugna con Guillaberto de Castres, Pons Jourdá y Arnaldo Hot, en representación de los perfectos locales.

Quien convenciera a un número mayor de espectadores podría proclamarse vencedor y recoger su cosecha de conversos, logrado sin más armas que la pasión depositada en los alegatos. Cuatro árbitros laicos, escogidos de común acuerdo por ambas partes, garantizarían la limpieza del combate.

La expectación era inmensa. El emplazamiento elegido para albergar el encuentro, una de las salas más grandes de cuantas poseían allí las comunidades cátaras, olía a sudor y a humanidad hacinada en un espacio pequeño. En el centro de la estancia, calentada por una gran chimenea, había sido dispuesto un atril al que se encaramaban por turnos los oradores, sentados a ambos lados en modestos taburetes, a fin de desgranar sus discursos. Los oyentes permanecían de pie, ocupando hasta el último rincón e incluso intentando oír desde fuera a través de las puertas abiertas.


Дата добавления: 2015-11-04; просмотров: 29 | Нарушение авторских прав







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