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Capítulo 18

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Читайте также:
  1. Capítulo 1
  2. Capítulo 10
  3. Capítulo 11
  4. Capítulo 12
  5. Capítulo 13
  6. Capítulo 14
  7. Capítulo 15

 

13.00 horas. Empujé la puerta de La Tour d’Argent con mi móvil en la mano. Me pellizqué sin querer y decidí guardarlo en mi bolso. Llevaba días pensando en llamar a la Fundación para excusarme por mi ausencia en el funeral de mi tía. Confieso que estaba todavía bajo los efectos del shock, pero llegué a la conclusión de que ya estaba anestesiada al dolor. En el fondo ahora sí que estaba sola en el mundo, completamente. A mí se me moría todo sin aviso. De qué me podía enfadar. Al contrario, esto significaba la completa libertad o la más dolorosa soledad. Opté por lo primero.

—Una mesa a nombre de Teresa Espinosa.

—La están esperando. Venga conmigo.

Un camarero con cierto aire de militar me abrió la puerta y crucé el pasillo. Parecía que estaba entrando en el pasado de una vida que no era mía y que se me hacía familiar. Es como si una legión de fantasmas se hubieran puesto de acuerdo para comunicarme ese día una noticia. El pasillo por el que me condujo el espigado joven erguido de afectación estaba abarrotado de fotografías de personalidades para impresionar, presidentes de gobierno, reyes, generales, coreógrafos, el Aga Kan, estrellas del cine, de la música, de la moda…

Mi sensación fue casi infantil. En los vuelos siempre paseaba por las nubes de forma imaginaria fantaseando con que salía de la ventanilla para hacer un recorrido mullido, esponjoso. Me di cuenta de que para andar por las nubes tampoco hacía falta imaginación. Al contrario, iba hundiendo mis tacones en la moqueta del suelo, esponjosa y exquisita, cosas de la memoria, hasta llegar a un ascensor que me condujo al gran salón. Al abrirse la puerta vi de frente un gran ventanal, tal como aparecía en las fotos, que se abría de lleno a todo Notre Dame e incluso a la torre Eiffel. Enmudecí del impacto. El tiempo y el lujo se habían detenido en un lugar determinado del mundo, todo era excelso, rico, aparatoso y recargado hasta el límite de la sofisticación y el buen gusto francés. Los camareros me saludaban a mi paso como si la vida se hubiera puesto de acuerdo para hacerme feliz. El suelo, apreté los dedos, eran nubes blanditas. Flotaba. Las mesas estaban ocupadas por señores de pelo gris con sus esposas, algunas parejas de turistas enamorados que se miraban en su mundo, ajenos a mi paso; hombres de negocios departiendo en voz baja alrededor de una botella de vino y, al fondo, en la mejor mesa del local, Ardisson. El periodista sonrió al verme y levantó su copa de champán para hacerme un gesto de bienvenida. Fui hasta el ventanal con una sensación de timidez y falsa seguridad que era una pérdida de tiempo porque mi zozobra se hacía evidente en mi temblor de manos y en el frío gélido de mis tobillos. Había asistido a decenas de recepciones en la Fundación desde niña, pero mi currículum diplomático no daba ninguna ventaja en aquel momento, en aquellos metros cuadrados. Estar en París era estar allí.

Llegué frente a la mesa de Ardisson y se levantó a darme dos besos.

—Ya está aquí la bella española —me dijo. Mi mirada nerviosa iba de la mesa a los vasos dorados, a la fachada de la catedral, a la luz del Sena, a la mesa otra vez; y, de pronto, mi incertidumbre ante la posible noticia se sacudió al ver unos papeles con el nombre de «Alice» sobre la mesa. Eso debía bastar para hacerme temblar de emoción.

—¿Y bien?

El camarero apareció por la espalda de forma espontánea y silenciosa.

—¿Han decidido el vino?

Ardisson sonrió.

—Entiendo que «el de siempre».

—Efectivamente.

—Gracias.

El muchacho miró mi escote sin querer, noté que se le escapó en vertical la mirada desde su altura, erguido a mi lado, entre mis pechos. No me molestó, me sentí halagada. Él, en cambio, estuvo a punto de decir «disculpe» cuando coincidí con su mirada impúdica.

—Está bien. Es un vino maravilloso —dijo el chico atropelladamente queriendo decir otra cosa.

Le vi los ojos. Me sentí femenina en su reflejo. Aquella mañana me había despertado coqueta y llevaba un escote digno de un tobogán del deseo, un vestido verde que estrenaba ese día. Algo absurdo para quedar con el jubilado Ardisson, pero me apetecía sentirme femenina en París. En el fondo era un hombre. Era mi mejor terapia en aquellos momentos, semanas antes de abrir mi tienda.

—Si me permite una sugerencia —empezó a hablar el periodista—, le recomiendo que nos vayamos hasta el inicio de los siglos de este restaurante. Pediremos el pato. Es la estrella de La Tour.

—Eso me ha parecido al entrar —dije para romper el hielo a tanta pompa—. Los he visto parpar en la entrada.

Al decirlo, me sentí boba, pero a Ardisson se le iluminó la cara ante mi estupidez. Rió y se puso a toser.

—¿Tiene usted familia? —me preguntó mientras carraspeaba.

—No. Ya no. Mi única conexión al apellido se fue hace poco, mi tía. La hermana de mi madre. Me he criado con ella.

—Vaya, lo siento. No quería importunarla.

—No importa. De hecho, es un alivio —confesé—. Como venir aquí.

Me entendió como si fuera un padre.

—¿Y usted? ¿Tiene familia?

—Pues no sé qué decir…

—Mejor entonces le enseño esta foto y cambiamos de tema.

Saqué una copia que había hecho de mi cartel de madera para que lo viera. Quise insistir en mi compra y en el impulso que tuve a la hora de quedármelo.

—Es una percepción que va más allá de lo racional —le expliqué.

—Dice que uno siente cosas cuando coge objetos antiguos. ¿Está hablando de algo negativo?

—No, no. A veces negativo, a veces bueno. Hablo de sensaciones. No sé si me explico bien, es que esto es algo muy de impresiones y me cuesta…

—… definirlo —terminó él.

—Sí. El recuerdo se queda con los objetos. Por ejemplo, yo llevo este colgante de mi madre, no tiene ningún valor comercial porque no lleva más que un bañito de oro. Pero tiene mucho valor sentimental. Es tocarlo —hice el gesto de apretarlo con la mano— y sentir que ella está conmigo. Una presencia que me dice «tranquila, estoy aquí, a tu lado». Me hace tirar para adelante; me aferro a mi colgante y lo aprieto buscando seguridad. Y la encuentro. Es ella. Me acompaña.

—El valor entonces es grande —me dijo.

—Lo importante es que es de ella. Hasta puedo sentir su olor si me lo acerco. Ya sé que no huele, me ducho con él, no me lo quito nunca…, pero me viene el olor de su piel, su temperatura, el beso que me daba. Le puede parecer una tontería.

—No me lo parece. No me lo parece en absoluto…

—Lo que es seguro es que las cosas que quieren quedarse se quedan. Lo decía siempre mi madre. Si yo ahora llevo su collarcito es porque necesité que se quedara a mi lado, más que una protección es una necesidad. Si me lo quito y no lo encuentro, puedo volverme loca. Tal vez me aferro a cosas que son inanimadas.

—Eso es absurdo. Las cosas, como usted dice, también nos dan vida.

—¿A dónde quiere llegar?

—Me refiero a que lo que usted presiente con el collarcito de su madre o con la compra de ese cartel de madera va más allá. Los objetos nos eligen y se quedan.

Me quedé muda, sugestionada con su frase: «Los objetos nos eligen, los objetos nos eligen, los objetos…».

Temblé mientras me desnudaba ante Ardisson. Estaba cansada de muertes, me había pasado la vida despidiéndome de todo. Habían muerto mis padres, había muerto mi perro, había muerto el amor. Todo se me moría. Y ahora alguien me hablaba de vida.

—Alice es un nombre precioso —arrancó de nuevo para cambiar de conversación.

—¿Sabe que ya tengo todo pensado para reabrir la tienda? He organizado mi cabeza y creo que lo que me pide el cuerpo es un lugar con pequeños objetos de joyería, anillos, pendientes, obras de arte de orfebrería de poco valor, sencillas, todo muy accesible. Ya me he puesto en contacto con varias artesanas de sombreros y broches, todos hechos a mano, que tienen algo especial. Ah, por supuesto, pañuelos. Pañuelos de colores, fulares.

—Por lo que veo, le fascina el color.

—Necesitaba el color. No sabe cuánto.

—La entiendo. La vida ya se encarga de poner el gris. ¿No se ha dado cuenta de que esta ciudad es gris?

—Pues a mí me parece que París está lleno de color.

—Es que somos unos ingenuos. El color no se busca, aparece.

—Aquí me siento mejor.

—Porque está feliz. Por eso ve el color.

—Me alegra oírlo.

Me recordó a las palabras del viejo pintor. Los dos tenían razón, el color aparece si has abandonado los grises, mientras quedan restos de tristeza no hay manera de colorear la vida. Y aunque una se empeñe en tapar y tapar, cubrir de color, vestirse de rojos, de naranjas, de verdes…, la mirada sigue sombría cuando todo sigue sombrío. Solo cuando todo está blanco puede una empezar a pintar. Los niños felices lo pintan todo de color, y en el dolor todo se vuelve apagado, pardo, mate. No puedes ser feliz en el borrón, debes limpiar el lienzo.

—Yo ya veo todo en gris. La edad, supongo, se encarga de mezclar los colores. Y estas malditas cataratas que me velan la vista.

Quise evitar la nostalgia que apareció en sus ojos. Eché vino en las dos copas y levanté la mía para invitarle a brindar.

—Creo que voy a poner también una pequeña colección de objetos para novias, coqueterías para el día más feliz de sus vidas…

—¿Es ese el día más feliz?

—Supongo.

—¿Está casada?

—No, soltera.

—Entonces, ¿cómo sabe si es el día más feliz de una mujer?

—Si todas lo dicen… La verdad es que… para mí —dije clavando la mirada a través del ventanal—, mi día más feliz fue…

Me acordaba perfectamente de cuál había sido el día más feliz de mi vida, pero también me venía a la mente el más infeliz. Así que decidí cortar en seco para quitarme de la cabeza a Laurent.

—¿Esa carpeta?

—Son los documentos que he recopilado para usted de Alice Humbert.


Дата добавления: 2015-11-04; просмотров: 39 | Нарушение авторских прав


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