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Elizabeth M. Gilbert 5 страница

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Aun así, voy a la oficina de correos un par de veces para intentar averiguar qué le ha pasado a mi caja, pero es inútil. La funcionaría de correos romana no está dispuesta a que mi presencia interrumpa la charla telefónica con su novio. Y mi dominio del italiano —que ha ido mejorando, la verdad sea dicha— me falla por lo estresante de las circunstancias. Intento hablar con cierta lógica sobre mi caja desaparecida, pero la mujer me mira como si estuviese haciendo pompas de saliva.

—¿Puede que llegue la semana que viene? —le pregunto en italiano.

Se encoge de hombros y dice:

—Magari.

Otra expresión coloquial intraducible, que está a medio camino entre «Ojalá» y «Más quisieras, capulla».

Bueno, pues no hay mal que por bien no venga. La verdad es que ya ni me acuerdo de qué libros me había mandado a mí misma. Serían cosas que pensé que me convenía estudiar para entender Italia bien del todo. Había llenado la caja hasta arriba de documentación pendiente sobre Roma, pero ahora que estoy aquí tampoco me parece tan importante. Creo que hasta había metido todos los volúmenes de la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, de Gibbon. Puede que sea más feliz habiéndome quedado sin todo ello, la verdad. Con lo corta que es la vida, ¿realmente quiero pasarme una nonagésima parte de la mía en esta tierra leyendo a Edward Gibbon?


27

La semana pasada conocí a una chica australiana que —mochila al hombro— está recorriendo Europa por primera vez. Le indiqué dónde está la estación de tren. Iba hacia Eslovenia sólo para echarle un vistazo. Cuando me contó sus planes, acuciada por un tonto arrebato de envidia, pensé: ¡Quiero ir a Eslovenia! ¿Por qué a mí nunca me toca ir a ningún sitio?

Tal vez a primera vista parezca que lo que yo estoy haciendo es viajar. Y querer viajar cuando ya se está de viaje es, lo admito, una especie de exceso avaricioso. Es un poco como fantasear con hacértelo con tu estrella de cine favorita mientras te lo haces con tu otra estrella de cine favorita. Pero el hecho de que esa chica me preguntara a mí (considerándome una ciudadana normal) indica que, técnicamente, no estoy de viaje por Roma, sino que vivo aquí. Por pasajera que sea mi estancia, de momento soy una paisana más. Es más, cuando me topé con la chica por la calle, había salido para pagar la factura de la luz, que no es precisamente a lo que se dedica la viajera típica. La energía-para-viajar-a-un-sitio y la energía-para-vivir-en-un-sitio son esencialmente distintas y, cuando me encontré a esa chica australiana de camino hacia Eslovenia, me entró el gusanillo de la carretera y manta.

Por eso llamé a mi amiga Sofie y le dije:

—¡Vámonos a Nápoles a pasar el día y a comernos una pizza!

Inmediatamente, en cuestión de horas, estamos en el tren y de repente —como por arte de magia— ya hemos llegado. Nápoles me gusta desde el primer momento. Precisamente por lo salvaje, estridente, sucia y desvergonzada que es. Un hormiguero metido en una madriguera, todo el exotismo de un bazar de Oriente Medio con un toque del vudú de Nueva Orleans. Un manicomio desquiciado, peligroso y jaranero. Mi amigo Wade vino a Nápoles en la década de 1970 y lo atracaron... en un museo. La ciudad entera está decorada con la ropa que cuelga de todas las ventanas y ondea en todas las calles; las camisetas y los sujetadores recién lavados de todo el mundo aletean al viento como las banderolas místicas de los tibetanos. No hay en todo Nápoles una sola calle sin un muchachote de pantalón corto y calcetines desparejados berreando desde abajo a otro gamberro subido a un tejado. Como no hay un solo edificio en toda la ciudad sin al menos una anciana enclenque atisbando recelosa desde su ventana todo cuanto sucede en la calle.

Todos ellos están increíblemente sintonizados con su ciudad ¿y por qué no iban a estarlo? Ésta es la ciudad que nos dio no sólo la pizza, sino también el helado. Las mujeres napolitanas, en concreto, son un tropel de señoras gritonas, malhabladas, generosas y entrometidas que te mangonean, se cabrean y siempre te la arman, pero resulta que sólo quieren ayudarte; por Dios, ¿es que nadie ve lo hartas que están de cargar ellas con todo, todo, todo? El acento de Nápoles es como un golpe burlón en la oreja. Es como pasearse por una ciudad llena de camareros de barra, todos desgañitándose a la vez. También conservan un dialecto propio y tienen un diccionario líquido del efervescente argot local pero, por algún motivo, los napolitanos son los italianos con los que mejor me entiendo. ¿Por qué será? Pues porque ellos quieren que los entiendas, maldita sea. Hablan en voz alta y enfáticamente y, si no consigues entenderlos por lo que les sale de la boca, puedes acabar deduciéndolo por el gesto. Como esa colegiala canija que iba de paquete en la moto de su primo y que me dedicó un gesto obsceno con la mano —eso de enseñar el dedo central— mientras me sonreía encantada, como diciendo: «Eh, que no pasa nada, señora. A mis 7 años ya puedo decirte que eres una imbécil total, pero, tranqui, que no estás mal del todo y, aunque tengas cara de lerda, me caes bien. Las dos sabemos que te encantaría ser como soy yo, pero lo siento, es imposible. Así que trágate mi chulería del dedo, que te diviertas en Nápoles y ¡ciao!».

Como pasa en toda Italia, en cualquier lugar público hay un grupo de niños pequeños, quinceañeros y hombres jugando al fútbol, pero en Nápoles la cosa tiene su miga. Hoy, por ejemplo, me he encontrado con unos niños —me refiero a un hatajo de niños de 8 años— que, con unas destartaladas cajas de verduras, habían hecho unas mesas y unas sillas y estaban jugando al póquer en plena piazza con tanta concentración que llegué a temerme que uno de ellos pudiera morir acribillado a balazos.

Giovanni y Darío, mis gemelos del «Intercambio Tándem», son de Nápoles, cosa que me cuesta creer. No consigo imaginarme a Giovanni —tan tímido, estudioso y sensible— pasando su niñez en este entorno tan mafioso, y nunca mejor dicho. Pero es napolitano, de eso no hay duda, porque estando aún en Roma me dio el nombre de una pizzería napolitana que tenía que probar, porque es donde dan la mejor pizza de Nápoles, según él. Aquello me llenó de alborozo porque, dado que la mejor pizza italiana se come en Nápoles y la mejor pizza del mundo es la italiana, la pizzería en cuestión tendría que tener... por superstición casi no me atrevo ni a decirlo... ¿la mejor pizza del mundo? Giovanni me dijo el nombre del sitio con tal seriedad y apasionamiento que por un momento me pareció estar entrando en una sociedad secreta. Escribió el nombre en un pedazo de papel, me lo puso en la palma de la mano y me dijo, como si me confiara un grave secreto: «Por favor, ve a esta pizzería. Pide la pizza margarita con doble ración de mozzarella. Si vuelves de Nápoles sin haber probado esta pizza, por favor, miénteme y dime que sí la has probado».

Así que Sofie y yo hemos venido a la Pizzería da Michele y las pizzas que acabamos de pedir —una para cada una— nos tienen loquitas. Lo mío ha sido un caso de amor a primera vista y, en pleno delirio, estoy convencida de que mi pizza también se ha enamorado de mí. Vamos, que estoy interactuando tanto con esta pizza que lo nuestro parece una historia de amor. Mientras tanto, Sofie, al borde del llanto y en plena crisis metafísica, me pregunta:

—¿Cómo se atreven a llamar «pizza» a lo que hacen en Estocolmo? ¿Y cómo nos atrevemos los suecos a comerlo?

La Pizzería da Michele es un sitio pequeño con dos salas y un horno que funciona sin parar. Está a un cuarto de hora de la estación de tren y, si te coge lloviendo, no te lo plantees: date el paseo. Más te vale llegar a media mañana, porque a veces se quedan sin harina, cosa que te parte el alma. A la una del mediodía las calles que rodean la pizzería están abarrotadas de napolitanos que intentan entrar, abriéndose paso a codazos, como si quisieran subirse a un bote salvavidas. El sitio no tiene un menú. Sólo hay dos tipos de pizza: normal y con doble ración de queso. Aquí no se andan con tonterías; nada de aceitunas y tomates secados al sol, ni esas pijadas new age del sur de California. La masa —cosa que descubro cuando llevo media pizza comida— sabe más a nan indio que a otra cosa. Es suave y maleable y chiclosa, pero la superficie es increíblemente ligera. Siempre había pensado, en cuanto a pasta de pizza, que sólo teníamos dos opciones: la ligera y crujiente, y la amazacotada y tierna. ¿Cómo iba yo a imaginar que en este mundo había una masa ligera y tierna a la vez? ¡Loados sean los cielos! El paraíso de la pizza ligera, tierna, consistente, chiclosa, sabrosa y condimentada. Encima de eso va una salsa de tomate dulce y cremosa que burbujea al derretir la mozzarella de búfala fresca, y la ramilla de albahaca colocada justo en el centro parece dar a todo el invento un resplandor campestre, del mismo modo que una radiante estrella de cine contagia su glamour a todos los invitados de una fiesta. Eso sí, debo decir que es técnicamente imposible comerse esta pizza. Cuando intentas dar un mordisco a la porción de turno, la masa chiclosa se dobla y el queso fundido se desparrama como la capa de arena superior en un corrimiento de tierras, poniéndote hecha una cerda a ti y a todo lo que te rodea, pero te aguantas y sigues comiendo.

Mientras, los tíos responsables de este milagro meten y sacan de un horno de leña una pala cargada de pizza; y la verdad es que parecen unos caldereros cargando de carbón los ardientes fogones de las bodegas de un enorme barco. Con las mangas remangadas asomando bajo los antebrazos sudorosos y la cara roja del esfuerzo entrecierran el ojo más cercano al fuego y tensan los labios para sujetar el cigarrillo que les cuelga de la boca. Sofie y yo pedimos otra ronda —una pizza entera para cada una— mientras ella intenta recuperarse de la emoción, pero es un manjar tan rico que estamos abrumadas.

Unas palabritas sobre mi cuerpo. Día tras día voy engordando, por supuesto. Aquí en Italia estoy haciendo cosas tremendas a mi cuerpo, como tomar cantidades pantagruélicas de queso y pasta y pan y vino y chocolate y masa de pizza. (Alguien me ha dicho que en Nápoles también hay un engendro llamado pizza de chocolate. Pero ¿qué tontería es ésa? El caso es que acabé probándola y resultó que estaba buenísima, pero seamos serios... ¿Pizza de chocolate?) No estoy haciendo nada de ejercicio, no estoy tomando suficiente fibra, ni vitaminas de ningún tipo. En mi vida real era de las que desayunaba yogur ecológico de leche de cabra espolvoreado con germen de trigo. Ya no queda nada de aquellos viejos tiempos. Sé que, allá en Estados Unidos, mi amiga Susan va diciendo a la gente que estoy haciendo el típico viaje de una «mujer light reciclada». Pero la verdad es que mi cuerpo se está tomando muy bien todo el asunto. Haciendo caso omiso de mis deslices y vilezas, parece decirme: «Vale, tía, a vivir, que son dos días. Ya sé que esto es transitorio. Tú avísame cuando acabes de hacer experimentos con el placer y ya veré cómo arreglo los desperfectos».

El caso es que al mirarme en el espejo de la mejor pizzería de Nápoles veo una cara alegre y sana, de piel tersa y ojos relucientes. Hacía mucho tiempo que no me veía esa cara.

—Gracias —susurro.

Después Sofie y yo salimos a buscar una pastelería bajo la lluvia.


28

Supongo que será esta felicidad (que nació hace dos meses) la que me hace pensar, a mi regreso a Roma, que tengo que solucionar lo de David. Y que quizá haya llegado el momento de acabar con la historia de una vez por todas. Ya lo habíamos dejado, eso era oficial, pero seguía existiendo la esperanza de que un buen día (después de mis viajes, al cabo de un año) pudiéramos volver a intentarlo. Nos queríamos. Eso nunca lo habíamos puesto en duda. Lo que no sabíamos era qué teníamos que hacer para no destrozarnos la vida uno al otro de una manera tan dolorosa y brutal que nos dejábamos el alma partida.

La primavera anterior David —medio en broma— me había propuesto esta increíble solución para nuestros problemas: «¿Por qué no admitimos que esta relación es una mierda, pero seguimos adelante? ¿Por qué no admitimos que nos sacamos de quicio mutuamente, discutimos sin parar y apenas tenemos relaciones sexuales, pero que no podemos vivir uno sin el otro? Así podríamos pasar el resto de la vida juntos, hundidos en la miseria, pero contentos de no habernos separado».

Para ilustrar lo enamorada que estoy de este tío, diré que me he pasado los últimos diez meses planteándome su oferta seriamente.

La otra posibilidad que se nos pasaba por la cabeza, por supuesto, era que uno de nosotros fuese capaz de cambiar. Él podría ser más abierto y cariñoso sin retraerse, ante la mujer que le quiere, por miedo a que ella le devore el alma. O yo podría aprender a... no intentar devorarle el alma.

Cuántas veces he deseado ser con David como es mi madre en su matrimonio: independiente, fuerte, autosuficiente. Capaz de retroalimentarse. Capaz de existir sin dosis regulares de cariño ni adulación por parte de mi padre, el granjero solitario. Capaz de plantar alegres margaritas entre los inexplicables muros de silencio que mi padre a veces construye a su alrededor. Mi padre es, sencillamente, la persona a la que más quiero del mundo, pero hay que admitir que es un poco extraño. Un ex novio lo describía así: «Tu padre sólo tiene un pie en la tierra. Pero tiene unas piernas larguísimas...».

Lo que yo veía en mi casa de pequeña era una madre que recibía el amor y el cariño de su marido cuando a él le daba la gana de dárselo, pero que se ponía en un segundo plano y se las arreglaba sola cuando él se encerraba en su peculiar universo de abandono inconsciente y torpe. Así lo veía yo, al menos, teniendo en cuenta que nadie (y los hijos mucho menos) conoce jamás los secretos de un matrimonio. Lo que yo creía haber visto era una madre que nunca pedía nada a nadie. Y así era mi madre, la verdad, una mujer que aprendió a nadar sola de pequeña en un lago de Minnesota y sin ayuda de nadie: con un libro de la biblioteca local llamado Aprende a nadar. Desde mi punto de vista no había nada que esa mujer no supiera hacer sola.

Pero entonces tuve una reveladora conversación con mi madre poco antes de venirme a Roma. Había ido a Nueva York a comer conmigo antes de que me fuera y me preguntó abiertamente —ignorando la férrea tradición social de nuestra familia— qué me había pasado con David. Saltándome yo también el Procedimiento Comunicativo Oficial de la Familia Gilbert, se lo conté. Se lo conté entero. Le expliqué lo mucho que quería a David, pero lo sola y enferma que me sentía estando con una persona que se pasaba la vida desapareciendo... de la habitación, de la cama, del planeta.

—Me recuerda un poco a tu padre —dijo con una valentía y una honestidad admirables.

—Lo malo es que yo no soy como mi madre —le contesté—. No soy tan fuerte como tú, mamá. Yo necesito tener un nivel constante de cercanía con la persona a la que quiero. Ojalá me pareciese más a ti, porque así podría tener una historia de amor con David. Pero me mata no poder contar con ese afecto cuando lo necesito.

Entonces, mi madre me dejó atónita. Me dijo:

—¿Sabes qué te digo de todo eso que echas de menos en tu relación, Liz? Que son cosas que yo también hubiera querido tener.

Fue como si mi madre —esa mujer tan fuerte— pusiera la mano encima de la mesa, la abriera y me enseñara el puñado de balas que ha tenido que morder todos estos años para poder seguir felizmente casada (y sigue felizmente casada, la verdad sea dicha) con mi padre. Nunca había visto este lado suyo, nunca. Jamás me había parado a pensar en lo que hubiera podido desear o echar de menos, o a qué cosas había decidido renunciar en favor de otras. Al enterarme de aquello, me di cuenta de que mi filosofía de la vida iba a sufrir un cambio radical.

una mujer como ella quiere lo mismo que quiero yo, entonces...

Siguiendo con esta confesión insólita de intimidades, mi madre me dijo:

—Tienes que entender que a mí me han educado en la convicción de que hay una serie de cosas que no me merezco, cariño. Ten en cuenta que yo procedo de una época y un entorno distintos de los tuyos.

Cerré los ojos y vi a mi madre a los 10 años en la granja familiar de Minnesota, trabajando como un ranchero, cuidando de sus hermanos pequeños, llevando la ropa de su hermana mayor, ahorrando moneda a moneda para poder salir de ahí alguna vez...

—Y también tienes que entender lo mucho que quiero a tu padre —dijo a modo de conclusión.

Mi madre ha elegido una serie de cosas en la vida, como nos toca hacer a todos, y está en paz consigo misma. Esa paz se le nota al mirarla. No es una mujer que se haya engañado a sí misma. Los resultados positivos de sus decisiones son evidentes: un matrimonio largo y estable con un hombre al que considera su mejor amigo; una familia que incluye ahora a unos nietos que la adoran; la seguridad que le da su propia fortaleza. Quizá tuvo que renunciar a ciertas cosas y mi padre también, pero ¿quién de nosotros vive sin hacer ciertos sacrificios?

Y la pregunta que me hago yo ahora es: ¿Qué me conviene elegir a mí? ¿Qué cosas creo merecerme en la vida? ¿Qué sacrificios puedo hacer y cuáles no? Me ha costado mucho llegar a imaginarme una vida sin David. Hasta me cuesta aceptar que no volveré a irme en coche con mi compañero de viaje preferido, que jamás volveré a llegar a su casa con las ventanillas bajadas y Springsteen en la radio a todo meter, con un arsenal de risas y chucherías entre los dos asientos y la perspectiva de un destino marítimo al final de la autopista. Pero cómo voy a aceptar ese enorme placer si va acompañado de un contrapunto siniestro: el aislamiento desgarrador, la inseguridad destructiva, el rencor soterrado y, por supuesto, la destrucción total de la identidad que se produce cuando David se pone en plan «lo que el Señor nos da el Señor nos lo quita». Me siento incapaz de seguir haciéndolo. La felicidad que he descubierto en mi reciente viaje a Nápoles me ha convencido de que no sólo puedo hallar la felicidad sin David, sino que debo. Por mucho que lo quiera (y lo quiero con una intensidad ridícula), tengo que despedirme de esta persona, pero ya. Y que sea algo definitivo.

Así que le escribo un correo electrónico.

Estamos en noviembre y no hemos tenido contacto desde julio. Yo le había pedido que no intentara localizarme mientras estuviera fuera, sabiendo que mi enganchón con él era tan fuerte que no conseguiría centrarme en mi viaje si me daba por estar atenta al suyo. Pero ahora vuelvo a entrar en su vida con este correo.

Le digo que espero que esté bien y le cuento que yo estoy bien. Hago un par de bromas. Las bromas siempre se nos dieron bien. Entonces le explico que creo que deberíamos acabar con lo nuestro de una vez por todas. Que quizá haya llegado el momento de admitir que la cosa no va a funcionar y que más vale no empeñarse. La carta no es demasiado dramática. Dios sabe que de drama ya vamos bien servidos. Procuro ser breve e ir al grano. Pero hay una última cosa que tengo que decirle. Conteniendo la respiración, tecleo: «Por supuesto, si quieres buscar otra compañera con la que compartir la vida, te deseo lo mejor del mundo». Me tiemblan las manos. Me despido cariñosamente, intentando tener un tono lo más optimista posible.

Estoy como si me hubieran golpeado en el pecho con un palo.

Esa noche duermo poco, porque la paso imaginándolo mientras lee mis palabras. Al día siguiente voy corriendo al cibercafé un par de veces para ver si me ha contestado. Intento ignorar ese yo mío que está deseando leer una respuesta tipo «¡Vuelve! ¡No te vayas! ¡Cambiaré!». Procuro ignorar a esa chica que llevo dentro, la que sería capaz de abandonar este plan genial de viajar por el mundo a cambio de las llaves del apartamento de David. Pero en torno a las diez de la noche por fin me llega una respuesta. Un correo electrónico maravillosamente escrito, por supuesto. David siempre ha escrito maravillosamente. Está de acuerdo en que sí que ha llegado el momento de despedirnos para siempre. Él también lo había estado pensando últimamente, dice. No puede ser más amable de lo que es y me habla de la pena que le da perder esa capacidad de alcanzar las cotas altísimas de ternura a las que llegó conmigo por mucho que le costara. Espera que yo sepa lo mucho que me adora aunque le cueste hallar palabras para expresarlo. «Pero no somos lo más conveniente el uno para el otro», dice. A pesar de todo sabe que yo lograré encontrar el amor auténtico alguna vez en mi vida. Está seguro de ello. Al fin y al cabo, me escribe, «la belleza atrae a la belleza».

Cosa bien bonita para que te la digan, la verdad. Vamos, que es lo más bonito que te puede decir el amor de tu vida si no te dice eso de «¡Vuelve! ¡No te vayas! ¡Cambiaré!».

Paso un buen rato ahí sentada, mirando la pantalla del ordenador. Un rato largo y triste. Pero es lo mejor. Lo sé. He elegido la felicidad en lugar del sufrimiento. Lo tengo clarísimo. Estoy haciendo hueco para que mi futuro desconocido me llene la vida de las sorpresas que me depare. Todo esto lo sé. Pero aun así...

Estamos hablando de David. Y me he quedado sin él.

Me llevo las manos a la cara durante un rato aún más largo y triste. Cuando al fin levanto la vista, veo que una de las mujeres albanesas que limpian el cibercafé ha dejado de pasar la fregona y está dedicando una parte de su turno de noche a mirarme, apoyada en la pared. Nuestros ojos cansinos se encuentran durante unos segundos. Entonces la miro, sacudo la cabeza con el mismo gesto serio y digo en voz alta: «A tomar por culo». Ella asiente amablemente. No me entiende, por supuesto, pero a su manera me entiende perfectamente.

Suena mi móvil.

Es Giovanni, que parece desconcertado. Dice que lleva más de una hora esperándome en la Piazza Fiume, que es donde quedamos los jueves por la noche para hacer nuestro intercambio de idiomas. Está perplejo, porque suele ser él quien llega tarde o se olvida de ir a la cita de turno, pero esta noche ha llegado puntual y estaba bastante seguro de que... Pero ¿no habíamos quedado?

A la que se le había olvidado era a mí. Le digo dónde estoy. Dice que pasa a recogerme en su coche. No estoy de humor para ver a nadie, pero no sé explicarlo por telefonino, dadas nuestras correspondientes limitaciones idiomáticas. Salgo a la calle y lo espero pasando frío. Pocos minutos después veo aparecer su cochecillo rojo y me siento a su lado. En un italiano coloquial me pregunta qué me pasa. Abro la boca para contestarle y me echo a llorar. Perdón, quiero decir que me pongo a aullar. Me refiero a esa llantina tremenda y entrecortada a la que mi amiga Sally llama una «llorera con doble bufido», que es cuando inhalas dos boqueadas histéricas de oxígeno con cada sollozo. Como estaba totalmente desprevenida, esta avalancha de tristeza fue algo incontrolable.

¡Pobre Giovanni! Me pregunta en un inglés titubeante si la culpa la tiene él. ¿Me he enfadado con él, o qué? ¿Ha dicho algo que me ha sentado mal? Incapaz de contestarle, sólo consigo sacudir la cabeza y seguir gimoteando. Estoy muy avergonzada y lo siento mucho por el pobre Giovanni, atrapado en un coche con una señora llorosa e incoherente que está totalmente a pezzi, hecha trizas.

Por fin consigo farfullar que mi tristeza no tiene nada que ver con él. Tragando aire, me disculpo por el número que estoy montando. Giovanni se hace cargo de la situación con una madurez encomiable.

—No te disculpes por llorar. Sin sentimientos, no somos más que robots —me dice, dándome unos klínex de una caja que lleva en el asiento de atrás, y añadiendo—: Vamos a dar una vuelta en coche.

Tiene razón. La puerta del cibercafé es un sitio demasiado público y bien iluminado como para tener un ataque de nervios. Giovanni recorre un par de calles y aparca en el centro de la Piazza della Repubblica, uno de los espacios abiertos más agradables. Para justo delante de la hermosa fuente de las ninfas desnudas, que retozan corpórea y pornográficamente con su rebaño fálico de cisnes gigantes, todos con el cuello tieso. Para los estándares romanos, esta fuente es bastante reciente. Según mi guía de Roma, las mujeres que posaron para las ninfas eran un par de hermanas, dos artistas de vodevil populares en sus tiempos. Y se hicieron aún más famosas al terminarse la fuente, pues durante meses la Iglesia se negó a destapar la obra por considerarla demasiado descocada. Las hermanas llegaron a tener muchos años, y bien entrada la década de 1920 era fácil ver a un par de señoras muy dignas que paseaban del brazo hasta la piazza para ver «su fuente». Y una vez al año, durante toda su vida, el escultor francés que había inmortalizado su lozanía en mármol venía a Roma y las invitaba a comer para recordar juntos los tiempos en que todos ellos eran jóvenes y bellos y bohemios.

Como decía, Giovanni aparca delante de esa fuente y espera a ver si se me pasa. Lo único que puedo hacer es restregarme los ojos con la palma de la mano para ver si logro contener las lágrimas. Giovanni y yo jamás hemos hablado de temas personales. Durante todos estos meses las numerosas veces que hemos cenado juntos sólo hemos hablado de filosofía y arte y cultura y política y comida. No sabemos nada de la vida privada del otro. Él ni siquiera sabe que yo estoy divorciada, ni que tengo otro amor en Estados Unidos. Yo sólo sé de él que quiere ser escritor y que ha nacido en Nápoles. Pero mi llorera está a punto de forzar un nuevo nivel de conversación entre estas dos personas. Ojalá no fuera así. Al menos no en estas circunstancias tan tremendas.

—Lo siento, pero no lo entiendo —me dice—. ¿Has perdido algo hoy?

Pero yo aún no sé muy bien qué decir. Giovanni sonríe y me dice para animarme:


Дата добавления: 2015-09-02; просмотров: 84 | Нарушение авторских прав


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