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Capítulo 83 5 страница

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Silencio.

Bellamy se dio cuenta de que temblaba.

La portezuela trasera del todoterreno se abrió ruidosamente. Bellamy notó un dolor intenso en los hombros cuando alguien tiró de él por los brazos y después lo obligó a ponerse de pie. Sin mediar palabra, una poderosa fuerza lo condujo a través de una amplia zona pavimentada. Había un extraño olor a tierra que él no era capaz de ubicar. Se oían las pisadas de alguien más, pero quienquiera que fuese aún no había abierto la boca.

Se detuvieron ante una puerta y Bellamy oyó un pitido electrónico. La puerta se abrió con un clic. Llevaron a Bellamy de malos modos por varios corredores, y éste no pudo evitar percatarse de que el aire era más cálido y húmedo. «¿Una piscina climatizada? No.» No olía a cloro…, sino a algo mucho más térreo y primario.

«¿Dónde demonios estamos?» Bellamy sabía que no podía encontrarse a más de una manzana o dos del Capitolio. Se detuvieron de nuevo y volvió a oírse el pitido electrónico de una puerta de seguridad, que se deslizó con un siseo. Cuando lo hicieron entrar de un empujón, el olor que lo recibió le resultó inconfundible.

Bellamy ahora sabía dónde se hallaban. «¡Dios mío!» Acudía allí a menudo, aunque nunca por la entrada de servicio. El espléndido edificio de cristal sólo estaba a unos trescientos metros del Capitolio, y técnicamente formaba parte del complejo del mismo. «¡Yo dirijo este sitio!»

Bellamy cayó en la cuenta de que el acceso se lo estaba proporcionando su propia llave electrónica.

Unos brazos fuertes lo obligaron a cruzar el umbral y lo guiaron por un familiar sendero serpenteante. El calor pesado y húmedo de ese sitio solía proporcionarle consuelo. Esa noche, en cambio, estaba sudando.

«¿Qué hacemos aquí?»

De pronto su avance se vio interrumpido y lo sentaron en un banco.

El hombre musculoso le quitó las esposas sólo lo bastante para volver a afianzarlas al banco, a la espalda. -¿Qué quieren de mí? -exigió Bellamy, el corazón desbocado.

Por toda respuesta recibió el sonido de unas botas que se alejaban y la puerta de cristal que se cerraba.

Luego se hizo el silencio.

Un silencio absoluto.

«¿Es que van a dejarme aquí? -El Arquitecto del Capitolio sudaba más profusamente ahora mientras forcejeaba para desasirse-. ¿Ni siquiera puedo quitarme lu venda?» -¡Ayuda! -exclamó-, ¡Que alguien me ayude!

Aunque gritaba presa del pánico, sabía que nadie lo oiría. La ingente habitación de cristal -conocida como «la Jungla»- era completamente hermética cuando se cerraban las puertas.

«Me han dejado en la Jungla -pensó-. No me encontrarán hasta mañana.«Entonces lo oyó.

Algo apenas perceptible, pero que aterrorizó a Bellamy más que cualquier otra cosa que hubiese oído en su vida. «Algo respira. Muy cerca.»

No estaba solo en el banco.

Notó tan cerca del rostro el repentino siseo de una cerilla que hasta sintió el calor. Bellamy se echó hacia atrás, tirando instintivamente de las cadenas con todas sus fuerzas.

Entonces, sin previo aviso, una mano le quitó la venda.

La llama que tenía delante se reflejó en los negros ojos de Inoue Sato cuando ésta acercó el fósforo al cigarrillo que le colgaba de los labios, a escasos centímetros del rostro de Bellamy.

La mujer lo fulminó con la mirada bajo la luz de la luna que se colaba por el techo de cristal. Parecía encantada de verlo aterrorizado.

- Bueno, señor Bellamy -dijo Sato mientras sacudía la cerilla para apagarla-, ¿Por dónde empezamos?

 


Capítulo 70

«Un cuadrado mágico.» Katherine asintió mientras observaba el recuadro numérico del grabado de Durero. La mayoría de la gente hubiera pensado que Langdon había perdido el juicio, pero ella no tardó en darse cuenta de que tenía razón.

La locución «cuadrado mágico» no hacía referencia a algo místico, sino a algo matemático: era el nombre que recibía una cuadrícula de números consecutivos dispuestos de tal forma que la suma de todas las filas, las columnas y las diagonales arrojaba el mismo resultado. Creados hacía unos cuatro mil años por matemáticos egipcios e indios, hay quien todavía pensaba que los cuadrados mágicos poseían poderes. Katherine había leído que incluso en la actualidad indios devotos dibujaban cuadrados mágicos de tres por tres llamados kubera kolam en los altares de sus casas.

Aunque, básicamente, el hombre moderno había relegado los cuadrados mágicos a la categoría de matemática recreativa, y a algunos todavía les satisfacía buscar nuevas configuraciones mágicas. «Sudokus para genios.»

Katherine analizó a toda prisa el cuadrado de Durero y sumó los números de varias filas y columnas.

. .

 

- Treinta y cuatro -dijo-. Todas las sumas dan treinta y cuatro.

- Exacto -apuntó Langdon-, Pero ¿sabías que este cuadrado mágico es famoso porque Durero consiguió lo que parecía imposible? -Sin pérdida de tiempo le demostró a Katherine que, además de lograr que las filas, las columnas y las diagonales sumasen treinta y cuatro, Durero también dio con el modo de hacer que los cuatro cuadrantes, el cuadrado central e incluso las cuatro esquinas dieran ese mismo número-. Sin embargo, lo más asombroso es que Durero fue capaz de situar los números 15 y 14 juntos en la fila inferior para dejar constancia del año en que consiguió tan increíble proeza.

Katherine revisó los números y se quedó atónita al confirmar todas aquellas combinaciones.

El nerviosismo de Langdon iba en aumento.

- Lo increíble de Melancolía I es que es la primera vez en la historia que aparecía un cuadrado mágico en el arte europeo. Algunos historiadores creen que así fue como Durero expresó, de forma codificada, que los antiguos misterios habían salido de las escuelas de misterios de Egipto y se hallaban en poder de las sociedades secretas europeas. -Langdon hizo una pausa-. Lo que nos trae de vuelta a… esto.

Señaló el papel con la cuadrícula de letras de la pirámide.

. .

 

- Supongo que ahora te resultará familiar, ¿no? -inquirió él.

- Un cuadrado de cuatro por cuatro.

Langdon cogió el lápiz y trasladó con cuidado el cuadrado mágico de Durero al papel, justo al lado de las letras. Katherine observaba; aquello iba a ser muy fácil. Él estaba sereno, el lápiz en la mano, y sin embargo…, por extraño que pareciese, tras todo aquel entusiasmo dio la impresión de vacilar. -¿Robert?

Él se volvió hacia ella, la preocupación reflejada en su rostro. -¿Estás segura de que queremos hacer esto? Peter pidió expresamente…

- Robert, si no quieres descifrar la inscripción, lo haré yo. -Extendió la mano para que él le diese el lápiz.

Langdon supo que no habría forma de detenerla, de modo que se dio por vencido y volvió a centrar su atención en la pirámide. Con suma cautela, colocó el cuadrado mágico sobre la cuadrícula de letras de la pirámide y asignó a cada uno de los caracteres un número. Después trazó otra cuadrícula y dispuso las letras de la clave masónica en el orden que definía la secuencia del cuadrado mágico de Durero.

Cuando terminó, ambos observaron el resultado.

. .

El desconcierto de Katherine fue inmediato.

- Sigue siendo un galimatías.

Langdon permaneció callado largo rato.

- Lo cierto es que no. -Sus ojos brillaron de nuevo con la emoción del descubrimiento-. Es… latín.

En un largo y oscuro pasillo, un anciano ciego se dirigía a su despacho todo lo rápido que podía. Cuando por fin llegó se desplomó en su silla, los viejos huesos agradeciendo el alivio. El contestador automático emitía un pitido. Pulsó un botón y escuchó el mensaje.

- «Soy Warren Bellamy -dijo su amigo y hermano masón en un susurro, Me temo que tengo muy malas noticias…»

Los ojos de Katherine Solomon volvieron a clavarse en la cuadrícula de letras, analizando de nuevo el texto. Sí, sin duda, allí había una palabra en latín: «Jeova.»

Katherine no había estudiado latín, pero esa palabra le resultaba familiar por sus lecturas de antiguos textos hebreos: Jeova, Jehová. Al seguir la cuadrícula con la vista como si de la página de un libro se tratara, le sorprendió darse cuenta de que era capaz de leer todo el texto de la pirámide.

«Jeova Sanctus Unus.»

Supo de inmediato lo que significaba: la locución era omnipresente en las traducciones modernas de las Escrituras hebreas. En la Torá, el Dios de los hebreos recibía muchos nombres -Jeova, Jehová, Joshua, Yavé, la Fuente, Elohim-, pero numerosas traducciones latinas habían fundido la confusa nomenclatura en una única locución latina: «Jeova Sanctus Unus.» -¿Un único Dios? -musitó ella para sí. Sin duda no daba la impresión de que eso les fuese a ayudar a encontrar a su hermano-, ¿Éste es el mensaje secreto de la pirámide? ¿Un único Dios? Yo creía que se trataba de un mapa.

Langdon parecía igualmente perplejo, la emoción de sus ojos desvaneciéndose.

- A todas luces, la decodificación es correcta, pero…

- El hombre que tiene a mi hermano quiere un lugar. -Se colocó el pelo tras la oreja-. Esto no le va a hacer ninguna gracia.

- Katherine -dijo él, lanzando un suspiro-. Ya me lo temía. Llevo toda la noche con la sensación de que estamos tratando como reales una serie de mitos y alegorías. Puede que esta inscripción nos remita a un lugar metafórico; es posible que nos esté diciendo que el verdadero potencial del hombre sólo se puede alcanzar a través de un único Dios.

- Pero no tiene sentido -objetó ella, la mandíbula apretada en señal de frustración-. Mi familia ha protegido esta pirámide durante generaciones. ¿Un único Dios? ¿Ése es el secreto? ¿Y la CIA considera que este asunto es de seguridad nacional? O ellos mienten o a nosotros se nos escapa algo.

Langdon, de acuerdo con ella, se encogió de hombros.

Justo entonces sonó el teléfono.

En un despacho desordenado y lleno de libros antiguos, el anciano se encorvó sobre la mesa, sosteniendo un teléfono en la artrítica mano.

El aparato sonó y sonó.

Finalmente una voz vacilante repuso: -¿Sí?

La voz era grave, pero insegura.

El anciano musitó:

- Me han dicho que solicita usted asilo.

Al otro lado de la línea, el hombre pareció sobresaltarse. -¿Quién es usted? ¿Lo ha llamado Warren Bell…?

- Nada de nombres, por favor -pidió el anciano-. Dígame, ¿ha logrado proteger el mapa que le fue confiado?

A la sorpresa inicial siguió una pausa.

- Sí…, pero creo que da igual: no dice gran cosa. Si es un mapa, parece más metafórico que…

- No, el mapa es real, se lo aseguro. Y apunta a un lugar muy real. Ha de mantenerlo a salvo. No sé cómo decirle lo importante que es. Lo están siguiendo, pero si es capaz de llegar hasta aquí sin que nadie lo vea yo le daré asilo… y respuestas.

El hombre titubeó, al parecer indeciso.

- Amigo mío -empezó el anciano, escogiendo las palabras con cuidado-, Existe un refugio en Roma, al norte del Tiber, que alberga diez piedras del monte Sinaí, una del mismísimo cielo y una que tiene el rostro del siniestro padre de Luke. ¿Sabe dónde me encuentro?

Tras una larga pausa, el hombre contestó:

- Sí, lo sé.

El anciano sonrió. «Eso creía, profesor.»

- Venga inmediatamente. Y asegúrese de que no lo siguen.


Capítulo 71

Mal'akh estaba desnudo en medio del calor de la ducha. Volvía a sentirse puro, tras haberse desprendido del olor a etanol. A medida que el vapor de eucalipto iba impregnando su piel, sentía que sus poros se abrían. Entonces comenzó el ritual.

En primer lugar se extendió una crema depilatoria por el tatuado cuerpo y el cuero cabelludo, eliminando cualquier rastro de pelo. «Los dioses de las siete islas de las Helíades no tenían vello.» A continuación se masajeó la ablandada y receptiva piel con aceite de Abramelín. «El Abramelín es el aceite sagrado de los grandes magos.» Después giró el mando de la ducha hacia la izquierda y el agua salió fría. Permaneció bajo la congelada agua un minuto entero para cerrar los poros y retener el calor y la energía en su interior. El frío le servía para recordar el río helado donde comenzó su transformación.

Cuando salió de la ducha tiritaba, pero al cabo de unos segundos el calor acumulado fue atravesando las capas de su cuerpo hasta reconfortarlo. Era como si tuviese un horno dentro. Mal'akh se plantó desnudo delante del espejo y admiró sus formas…, tal vez fuera la última vez que se vería siendo un simple mortal.

Sus pies eran las garras de un halcón; sus piernas -Boaz y Jachin-, los antiguos pilares de la sabiduría; sus caderas y su abdomen, el arco del poder místico, y, colgando debajo de éste, su enorme órgano sexual lucía los símbolos tatuados de su destino. En otra vida esa poderosa verga había sido su fuente de placer carnal, pero ya no era así.

«Me he purificado.»

Al igual que los monjes eunucos místicos cátaros, Mal'akh se había extirpado los testículos. Había sacrificado la potencia física por una más encomiable. «Los dioses no tienen sexo.» Tras despojarse de la imperfección humana del sexo, así como del furor terrenal que iba unido a la tentación carnal, Mal'akh había pasado a ser como Urano, Atis, Esporo y los grandes magos castrados de la leyenda artúrica. «Toda metamorfosis espiritual va precedida de una física.» Ésa era la lección aprendida de todos los grandes dioses…, de Osiris a Tamuz, Jesús, Shiva o al propio Buda.

«He de despojarme del hombre que me viste.»

De repente miró hacia arriba, más allá del fénix bicéfalo del pecho, del collage de antiguos sigilos que ornaba su rostro, directamente a la parte superior de su anatomía. Bajó la cabeza en dirección al espejo, apenas capaz de ver el círculo de piel lisa que aguardaba justo en la coronilla. Ese lugar del cuerpo era sagrado. Se lo conocía como fontanela, y era el único espacio del cráneo humano que permanecía abierto al nacer. «El ojo del cerebro.» Aunque este portal fisiológico se cierra en cuestión de meses, sigue siendo un vestigio simbólico de la conexión perdida entre los mundos exterior e interior.

Mal'akh examinó el sagrado redondel de piel virginal, que estaba circundado, a modo de corona, por un uróboros, una serpiente mística que engulle su propia cola. La carne desnuda parecía devolverle la mirada…, una mirada radiante, cargada de promesas.

Robert Langdon no tardaría en descubrir el gran tesoro que necesitaba Mal'akh. Y una vez fuera suyo, ese vacío que se abría en lo alto de su cabeza sería cubierto y él finalmente estaría preparado para la transformación definitiva.

Mal'akh cruzó el dormitorio y sacó una larga tira de seda blanca del cajón inferior. Como tantas otras veces, cubrió con ella las ingles y las nalgas y fue abajo.

Ya en el despacho vio en el ordenador que acababa de recibir un correo electrónico.

Era de su contacto.

 

LO QUE NECESITA ESTÁ CERCA.

ME PONDRÉ EN CONTACTO CON USTED ANTES DE UNA HORA.

PACIENCIA.

 

Mal'akh sonrió: había llegado el momento de hacer los últimos preparativos.

 

 


Capítulo 72

 

El agente de la CIA estaba de un humor de perros cuando bajó del balcón de la sala de lectura. «Bellamy nos ha mentido.» El agente no había visto ni una sola señal térmica en la parte de arriba, cerca de la estatua de Moisés, ni ahí ni en ningún otro sitio.

«Entonces, ¿adonde diablos ha ido Langdon?»

El agente volvió sobre sus pasos hasta el único sitio en que habían detectado señales térmicas: la consola de la biblioteca. Descendió de nuevo la escalera, situándose bajo el eje octogonal. El ruido sordo de las cintas transportadoras resultaba enervante. Mientras avanzaba por el lugar se colocó las gafas de visión térmica y escudriñó la habitación. Nada. Miró hacia las estanterías, donde la malparada puerta todavía reflejaba calor debido a la explosión. Aparte de eso no vio…

«¡Joder!»

El agente dio un salto atrás cuando una luminiscencia inesperada entró en su campo de visión. Como si de un par de fantasmas se tratase, de la pared, en una cinta transportadora, acababan de aparecer las huellas tenuemente brillantes de dos humanoides. «Señales térmicas.»

Pasmado, el agente vio que las dos apariciones daban la vuelta a la estancia en la cinta y desaparecían cabeza arriba por un angosto orificio que se abría en la pared. «¿Han salido por la cinta? Menuda locura.»

Además de caer en la cuenta de que acababan de perder a Robert Langdon por un agujero practicado en la pared, el agente comprendió que ahora tenía otro problema. «¿Langdon no está solo?»

Iba a encender el transmisor para avisar al jefe de equipo, pero éste se le adelantó.

- A todas las unidades, tenemos un Volvo abandonado en la plaza, delante de la biblioteca. A nombre de una tal Katherine Solomon. Un testigo ocular dice que la mujer ha entrado en la biblioteca no hace mucho.

Sospechamos que está con Robert Langdon. La directora Sato ha ordenado que demos con ellos inmediatamente. -¡Tengo señales térmicas de los dos! -gritó el agente en la sala de distribución. Y acto seguido explicó cómo estaban las cosas.

- Por el amor de Dios -replicó el jefe de equipo-, ¿Adonde demonios va la cinta?

El agente ya estaba consultando el plano de referencia para los empleados que figuraba en el tablón de anuncios.

- Al edificio Adams -contestó-, A una manzana de aquí.

- A todas las unidades: diríjanse al edificio Adams. ¡Inmediatamente!

 


Capítulo 73

 

 

«Asilo. Respuestas.»

Las palabras resonaban en la cabeza de Langdon cuando Katherine y él salieron del edificio Adams por una puerta lateral para ser recibidos por la fría noche invernal. El autor de la misteriosa llamada había revelado su ubicación enigmáticamente, pero Langdon lo había entendido. La reacción de Katherine al saber adonde se dirigían había sido de lo más optimista: «¿Qué mejor sitio para encontrar a un único Dios?»

Ahora la cuestión era cómo llegar hasta allí.

Langdon giró sobre sus talones para intentar orientarse. Reinaba la oscuridad, pero por suerte el cielo se había despejado. Se encontraban en un pequeño patio. A lo lejos, la cúpula del Capitolio parecía asombrosamente distante, y Langdon se percató de que era la primera vez que salía al exterior desde que llegó al Capitolio hacía varias horas.

«Pues vaya con la conferencia.»

- Robert, mira -Katherine señaló la silueta del edificio Jefferson.

Al verlo, la primera reacción de Langdon fue de asombro por haber llegado tan lejos bajo tierra en una cinta transportadora. La segunda, sin embargo, fue de alarma: el edificio Jefferson bullía de actividad, con furgonetas y coches que entraban, hombres que gritaban. «¿Es eso un reflector?»

Langdon cogió de la mano a Katherine.

- Vamos.

Cruzaron el patio a la carrera en dirección nordeste, ocultándose rápidamente tras una elegante construcción en forma de U que Langdon reconoció: la biblioteca Folger Shakespeare. Esa noche el edificio en cuestión parecía el escondite perfecto para ellos, ya que albergaba el manuscrito original en latín de Nueva Atlántida, de Francis Bacon, la visión utópica según la cual los padres de la nación supuestamente forjaron un nuevo mundo basándose en los conocimientos de la antigüedad. Así y todo, Langdon no tenía intención de detenerse.

«Necesitamos un taxi.»

Llegaron a la esquina de Third Street con East Capitol. El tráfico era escaso, y Langdon sintió que sus esperanzas se desvanecían cuando se puso a buscar un taxi. Echaron a correr hacia el norte por la Third Street, alejándose de la biblioteca del Congreso. Por fin, después de recorrer una manzana entera, Langdon divisó un taxi que daba la vuelta a la esquina.

Lo llamó y el vehículo se detuvo a su lado.

En la radio sonaba música de Oriente Próximo, y el joven taxista árabe les dedicó una sonrisa amistosa. -¿Adonde los llevo? -inquirió éste cuando ellos se subieron al coche.

- Vamos a…

- Al noroeste -intervino Katherine al tiempo que señalaba a Third Street en dirección contraria al edificio Jefferson-. Vaya hacia Union Station y gire a la izquierda en Massachusetts Avenue. Allí ya le indicaremos.

El taxista se encogió de hombros, cerró la mampara de plexiglás y volvió a poner música.

Katherine lanzó una mirada reprobadora a Langdon, como diciendo:

«No dejes pistas.» A continuación indicó la ventanilla, haciendo que Langdon reparara en un helicóptero negro que volaba bajo, aproximándose a la zona. «Mierda.» Por lo visto, Sato iba muy en serio en lo que respectaba a recuperar la pirámide de Solomon.

Mientras observaban cómo el helicóptero tomaba tierra entre los edificios Jefferson y Adams, Katherine se volvió hacia él, cada vez más preocupada. -¿Me dejas un segundo el móvil?

Él se lo dio.

- Peter me dijo que tienes memoria eidética, ¿es cierto? -quiso saber ella mientras bajaba la ventanilla-. Y que recuerdas cada número de teléfono que marcas.

- Es verdad, pero…

Katherine lanzó el teléfono a la noche, y Langdon volvió la cabeza a tiempo de ver cómo el móvil salía rodando para romperse en mil pedazos en medio de la calzada. -¿Por qué has hecho eso?

- Para desaparecer del mapa -replicó ella, la mirada grave-. Esa pirámide es nuestra única esperanza de dar con mi hermano, y no tengo intención de dejar que la CIA nos la quite.

En el asiento delantero, Omar Amirana meneaba la cabeza y canturreaba. La noche había sido muy tranquila, y daba gracias por tener al fin pasajeros. Justo cuando pasaba por Stanton Park oyó por radio el crepitar de la familiar voz de la operadora de su compañía.

- Aquí central. A todos los vehículos que se encuentren en las proximidades del National Mall. Acabamos de recibir un comunicado de las autoridades en el que se informa de la presencia de dos fugitivos en el área del edificio Adams…

Omar escuchó asombrado mientras la central describía precisamente a la pareja que iba en su taxi. Echó una ojeada intranquila por el retrovisor y hubo de reconocer que aquel tipo alto le sonaba. «¿Lo habré visto en la tele, en el programa ese de los delincuentes más buscados?»

Omar agarró la radio con cautela. -¿Central? -dijo, hablando en voz baja-. Aquí uno, tres, cuatro. Las dos personas de las que habla están en mi taxi… ahora mismo.

La operadora se apresuró a decirle lo que tenía que hacer, y a Omar le temblaban las manos cuando marcó el número de teléfono que le había proporcionado la central. La voz que contestó era tensa y eficiente, como la de un soldado.

- Le habla el agente Turner Simkins, de la CIA. ¿Quién es usted?

- Esto… ¿el taxista? -replicó Omar-. Me han dicho que llamara por las dos… -¿Están los fugitivos en su vehículo en este momento? Responda únicamente sí o no.

- Sí. -¿Pueden oír esta conversación? ¿Sí o no?

- No, la mampara… -¿Adónde los lleva?

- Al noroeste, por Massachusetts Avenue. -¿La dirección concreta?

- No me la han dicho.

El agente vaciló. -¿Lleva el hombre una bolsa de piel?

Omar miró por el espejo retrovisor y abrió unos ojos como platos. -iSí! Esa bolsa, ¿no tendrá explosivos o…?

- Escuche con atención -ordenó el agente-. Usted no correrá ningún peligro siempre y cuando siga mis instrucciones al pie de la letra, ¿está claro?

- Sí, señor. -¿Cómo se llama?

- Omar -contestó el taxista, rompiendo a sudar.

- Escuche, Omar -dijo el agente con calma-. Lo está haciendo muy bien. Quiero que conduzca lo más despacio posible mientras sitúo a mi equipo delante de usted, ¿entendido?

- Sí, señor. -¿Lleva el taxi un intercomunicador para hablar con ellos en el asiento trasero?

- Sí, señor.

- Bien. Esto es lo que quiero que haga.


Capítulo 74

 

La Jungla, tal y como se la conoce, constituye el eje del Jardín Botánico de Washington (USBG) -el museo vivo de América-, situado junto al Capitolio. Estrictamente hablando una selva tropical, la Jungla se integra en un imponente invernadero del que forman parte altísimos cauchos, higuerones y una pasarela elevada para los turistas más osados.

Por lo general, Warren Bellamy se sentía reconfortado con los olores a tierra de la Jungla y el sol que se colaba a través de la bruma que generaban los inyectores de vapor instalados en el techo de cristal. Esa noche, sin embargo, iluminada únicamente por la luna, la Jungla se le antojaba aterradora. Sudaba a mares y se retorcía para combatir los calambres que sentía en los brazos, todavía sujetos dolorosamente a la espalda.


Дата добавления: 2015-10-26; просмотров: 145 | Нарушение авторских прав


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