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Un grano de trigo 16 страница

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—Mira, guapa —se limitó a decir—, vete a tomar un rato por el culo.

Sally no se inmutó, porque estaba demasiado familiarizada con el registro coloquial del español que hablaban los madrileños como para dejarse impresionar por esa frase.

—Pues si no te gustan esos títulos, pongo otro, pero quiero hablar de ti, comprender por qué la solidaridad internacional... —no paró de hablar, ni Silverio de escucharla hasta que el ruido de la máquina inundó sus oídos como una caricia.

Una vez más, pensó que no volvería a verla, y una vez más, se equivocó. Aquella misma noche aprendería que dos rechazos consecutivos no eran suficientes para desanimar a aquella mujer.

—No he traído nada.

Eso fue lo primero que oyó al salir de la imprenta. Al levantar la cabeza, la vio avanzar hacia él con las manos en alto y la misma expresión desvalida con la que habría intentado apelar a su compasión si la estuviera apuntando con una pistola. Aquella mirada estableció entre ellos una relación de fuerzas tan peculiar que Silverio llegó a sentirse desagradable, incluso cruel por no haber atendido a su petición, aunque lo único que pretendía era que le dejara tranquilo. Pero Sally parecía afectada de verdad, y por eso, él también se rindió, y dejó caer los brazos mientras ella se acercaba con precaución.

—No tengo cámara. No he traído pluma, ni libreta, nada de entrevista... Sólo quiero que me lo expliques.

—Que te explique, ¿qué?

—No sé, dónde he metido la pata. Por qué me insultáis, tú y esa... —cerró los ojos y apretó los párpados con tanta fuerza que sus sienes se llenaron de arrugas—. Esa horrible mujer.

—¡Uf!

Aquella exclamación condensó a la perfección su estado de ánimo. Aquella noche, Silverio estaba muy cansado y no era una novedad. Todas las noches salía de la imprenta tan consumido que al pisar la calle ni siquiera se acordaba de comparar su cansancio con el de los soldados que dormían vestidos dentro de las trincheras. Cuando Sally fue a su encuentro, lo último que le apetecía era dar una conferencia en la mesa de un café para una oyente exclusiva y pesadísima, pero un instinto sin nombre le disuadió de contestar deprisa. Después de advertirse a sí mismo que lo que quería era irse a casa, cenar y meterse en la cama, asintió con la cabeza, la cogió del brazo y empezó a caminar a su lado, porque había adivinado a tiempo dos cosas. La primera era que no le resultaría difícil acostarse con aquella chica. La segunda, que Sally Cameron no sería la mujer de su vida.

Nunca lo eran. Unas horas más tarde, cuando volvió a abrir la imprenta, y guió a la escocesa a tientas hasta la máquina más grande, y la encaramó en un reborde plano de dimensiones ideales, lo bastante ancho como para que ella pudiera sentarse y rodear su cintura con las piernas, ni tan bajo como para que él necesitara agacharse, ni tan alto como para que tuviera que estar de puntillas mientras la penetraba, Silverio no había cumplido aún veinte años, pero ya había desarrollado un sistema propio para fracasar con las mujeres.

En realidad eran las mujeres quienes fracasaban con él, porque siempre empezaban ellas. Desde que la Luisi, la hija de la portera de los Perales, le trincó una tarde por el brazo, le arrastró hasta el chiscón y le preguntó a bocajarro si era marica para posterior regocijo de Manolita, que se partía de risa cada vez que imaginaba aquella escena, Silverio nunca se había atrevido a tomar la iniciativa con una chica. Siempre había sido muy tímido, pero había algo más y él lo intuía, aunque no acababa de entenderlo. Con el tiempo llegó a vislumbrar que el origen de aquella dificultad no era el defecto, sino el exceso de sus expectativas. Las mujeres le gustaban demasiado, tanto que no podía soportar la facilidad con la que le decepcionaban. Mientras sus amigos se lanzaban como perros hambrientos sobre la primera que amagara con dejarse, él siempre se quedaba un paso por detrás. Nunca se atrevió a contarles que prefería esperar la aparición de una compañera definitiva, porque se daba cuenta de que aquel sentimiento de idealismo exacerbado, estrictamente romántico, era incompatible con su ideología marxista. Eso le hacía sentirse todavía peor, aunque se consolaba pensando que el padre de Marx no había abandonado a su familia por la taquillera de un cine de la Gran Vía.

El suyo le regaló el juguete más bonito que llegaría a tener en su vida cuando cumplió nueve años. Era un autobús de hojalata pintado a mano, en el que la poderosa tracción de las ruedas, capaces de impulsarlo por el pasillo a toda prisa, competía con la gracia de los pasajeros, figuritas también de hojalata, también pintadas a mano y cada una con su propio aspecto. Había dos parejas, una joven y otra de ancianos, una madre con un niño, una señora gorda, un campesino, un cura tocado con una teja y, en los asientos libres, cestos y paquetes semejantes a los que se amontonaban en la baca del techo. Todos los pasajeros estaban vueltos hacia las ventanas excepto el conductor, y como la trasera estaba cerrada, aquella extravagante perspectiva ocultaba la endeble condición de sus cuerpos planos. Mientras hacía girar entre sus manos aquel vehículo tan exótico como el nombre de la línea, México-Cuernavaca, escrito en sus dos flancos, Silverio comprendió que nadie le había hecho nunca un regalo que le gustara tanto, y abrazó a su padre con todas sus fuerzas. Él lo levantó del suelo y le besó muchas veces, como si quisiera compensarle por su ausencia en todos los cumpleaños que le quedaban.

Aquella noche, se llevó el autobús a la cama, lo escondió bajo las sábanas hasta que su madre le dio las buenas noches, y encendió la luz de la mesilla para seguir mirándolo. Durante la cena, había descubierto unas pestañitas de metal en la base de la plataforma. No se había atrevido a levantarlas delante de testigos, pero después, a solas, empujó una hacia arriba con la uña y mucho cuidado, y aunque estaba muy dura, no hizo nada peor que un clic. Repitió el procedimiento una vez, y otra, hasta que el chasquido de la cuarta pestaña coincidió con el ruido que hacía la puerta de la calle al cerrarse. No era muy tarde. Silverio pensó que sus padres habrían salido a dar una vuelta y levantó la carcasa del autobús por un lado para comprobar que el suelo también estaba pintado. En su excitación, no fue capaz de interpretar otro portazo, que sonó dentro de la casa, y el eco de un ruido más extraño, sordo, sofocado. A toda prisa, con la destreza de la experiencia, levantó todas las pestañas del lado opuesto y se maravilló al comprobar que los pasajeros de su autobús tenían piernas, faldas, pantalones, zapatos dibujados sobre las primorosas láminas de metal que los constituían. Al cerrar de nuevo todas las pestañas, paladeó por adelantado el placer que sentiría al compartir con su padre aquel prodigio, y cayó fulminado por la alianza del cansancio y la emoción.

A la mañana siguiente, su madre no se levantó a hacerles el desayuno. En la cocina estaba sólo Primi, que era apenas unos meses mayor que su hermana Marta pero se empeñaba en tratarle como a un crío. Aquel día tenía los ojos hinchados y suspiraba más de la cuenta, pero eso no era una novedad o, al menos, él no quiso verla, ni preguntarse por qué parecía más empeñada que nunca en acariciarle la cabeza como si fuera un bebé. La gozosa perspectiva de enseñar el autobús en el patio del colegio, con y sin carcasa, le absorbía por completo, tanto que logró arrinconar los portazos de la noche anterior en el desván de los recuerdos sin importancia. Hasta que se encontró con Ernestina, la mujer que cuidaba de su abuelo Silverio desde que se quedó viudo, en la puerta del colegio.

—¿Qué haces tú aquí?

Ella no le contestó enseguida. Antes, le acarició la cabeza con la misma detestable conmiseración que Primi había exhibido en el desayuno, y después le cogió de la mano para guiarlo en una dirección distinta a la que recorría todos los días. Sólo cuando Silverio la soltó, Ernestina accedió a explicarse.

—Hoy vais a comer en casa de tu abuelo.

—¿Quiénes?

—Todos.

Aquella palabra le tranquilizó porque aún no era capaz de interpretarla. Pero cuando llegó a la imprenta, y siguió a Ernestina hasta la trastienda donde siempre había creído que vivía su abuelo, encontró una mesa puesta con dos cubiertos menos de los que esperaba. Su madre no tenía ganas de comer, le dijeron. De su padre, nada.

Silverio nunca volvió a aquel piso de la calle Preciados que seguramente no era tan grande, ni tan bonito, ni tan luminoso como lo recordaría durante el resto de su vida. A partir de entonces, vivió con su madre y con su hermana en la casa de su abuelo, un tercer piso del mismo edificio donde estaba la imprenta y cuya existencia había ignorado hasta aquel día. La primera noche, durmieron los tres juntos en una cama grande, porque la casa había estado cerrada desde que su abuela murió, antes de que él naciera, y Ernestina sólo había tenido tiempo para limpiar un dormitorio de aquel hogar que al niño le pareció un almacén de bultos cubiertos de sábanas sucias, un destierro inhóspito, helado y polvoriento. Las contraventanas habían estado cerradas a cal y canto durante más de una década, pero a lo largo de aquella semana volvieron a abrirse una por una para que Silverio comprobara que el sol también sabía atravesar unos visillos finísimos, desgastados por la oscuridad de tantos años, y entrar en aquellas habitaciones tan tristes por las rendijas que dejaban las cortinas oscuras, pesadas como la madera de los muebles. Era, sin embargo, un sol distinto, más pálido, casi frío, quizás porque su madre también había perdido calor, y color, desde que se resignó a contemplarlo a través del balcón de su dormitorio.

—¿Y ahora vamos a vivir aquí?

Sólo se atrevió a hacer esa pregunta cuando se cumplió una semana de la misteriosa enfermedad que la retenía en la cama durante la mayor parte del día, aliviando a sus hijos de la inquietud de verla vagar por el pasillo con pasitos de anciana, la cara tan blanca como los vaporosos volantes de su bata.

—Sí —aunque su voz fina, quebradiza, parecía haber retrocedido hasta la infancia.

—¿Y por qué?

—Pues para hacerle compañía al abuelo.

—¿Y papá?

—Ha tenido que irse de viaje.

—¿Y se ha marchado así, sin despedirse?

—Sí, es que tenía mucha prisa.

—¿Y por qué?

—¡Ay, Silverio, hijo mío! —sólo entonces su madre volvió a ser ella, su voz la de antes cuando abrió los brazos para invitarle a tumbarse a su lado—. No me hagas más preguntas, por favor te lo pido...

Siete años después, Laura Guzmán volvió a pedirle a su hijo que no le hiciera preguntas. Para aquel entonces, Silverio tenía ya dieciséis y creía que lo sabía todo, que su padre se había largado con una taquillera, que su abuelo siempre había sabido que acabaría pasando algo así y que su madre había cometido el error de su vida al casarse con un señorito.

Cuando se mudaron a la calle de San Agustín, el abuelo repetía a todas horas que Rafael les había destrozado la vida. Le llamaba así, por su nombre de pila, como si no quisiera recordar a los niños que hablaba de su padre, y Silverio pensaba que tenía razón, porque su madre no acababa de levantarse de la cama, no se vestía, no se peinaba, no salía a la calle, y aquella tristeza sin límite le estaba cambiando hasta la cara, la piel arrugada, seca como los pétalos de una flor mustia. Hasta que un día se cansó de estar acostada y volvió a parecer la misma de antes, aunque no lo era, porque la pena no la abandonó. Seguía estando ahí como un velo transparente, una sombra de melancolía en los atardeceres, un brillo húmedo que sólo afloraba a sus ojos cuando estaba sola y su gato se acomodaba en su falda para que lo acariciara hasta que llegaba alguien. En ese instante, los dos, el gato y aquella pena domesticada, casi confortable, se esfumaban a la vez. Silverio se acostumbró a verla así, y a echar de menos a su madre de la calle Preciados, aquella chica joven, guapa, graciosa, que cantaba muy bien, y bailaba sola, y se reía todo el rato. Por eso no entendió por qué, cuando el proceso de recuperación de Laura Guzmán la devolvió a esa alegría que era su auténtica naturaleza, el abuelo volvió a repetir a cada paso que Rafael le había destrozado la vida.

—Bueno, ¿qué? —entró en su cuarto hecha un figurín, y su hijo pensó que ninguna taquillera de la Gran Vía podría competir con ella aquella tarde—. ¿Vas a convidarme a merendar o me busco a otro acompañante?

El curso 1932-1933 acababa de terminar y la tarde anterior, al verle volver del instituto con el título de bachiller entre las manos, Laura le había regalado diez duros con esa condición. Él sabía que le tocaba invitar, la estaba esperando y se había arreglado para salir con ella. Lo que nunca se habría atrevido a esperar fue la naturaleza de la conversación que sostuvieron frente a frente, en una terraza del paseo del Prado.

—Mira, Silverio, yo quería hablar contigo porque... —sacudió la cabeza como si no le gustara aquel principio, y escogió otro—. Me ha dicho el abuelo que quieres trabajar en la imprenta. ¿Es verdad?

Él frunció el ceño. Estaba seguro de que su madre ya conocía sus planes, pero le miraba con tanta atención que se lo confirmó con palabras.

—Sí, eso es lo que quiero. Me gusta mucho, ya lo sabes.

—Lo sé —ella asintió con la cabeza—, y me parece estupendo. Es un trabajo precioso, vas a tener el mejor maestro del mundo y, además, lo lógico sería que acabaras heredando el negocio, así que... Tendrías la vida resuelta.

Silverio también había pensado en eso, porque su madre tenía una hermana que no había tenido hijos, y un hermano que vivía en Valencia y había montado allí su propia imprenta, pero la expectativa de la herencia no había influido en su decisión. Él quería trabajar en la imprenta por la misma razón por la que conservaba, pese a todo, el autobús que le regaló su padre cuando cumplió nueve años, porque nada le gustaba más. Era muy fácil de entender, pero ella se resistió a aceptarlo y levantó las cejas antes de volver a la carga.

—Yo lo único que quiero es que lo pienses bien, porque... Bueno, tu padre es abogado, lo sabes, ¿no? A él le gustaría... Le habría gustado que fueras a la universidad, y lo que me da miedo...

Volvió a detenerse, y esta vez fue su hijo quien levantó las cejas. La pausa anterior, con su correspondiente corrección del tiempo verbal, no le había pasado desapercibida, pero aunque percibía el nerviosismo de su madre, el esfuerzo que le costaba deshacer los silencios para seguir hablando con naturalidad, aún estaba tranquilo.

—Verás, hijo, yo... Voy a ser sincera contigo. Lo que te ha contado siempre el abuelo no es verdad. Tu padre no es un cabrón, ni un golfo, nada de eso. A mí siempre me trató muy bien, fue un buen marido, yo le quería con el alma y fuimos muy felices hasta que conoció a aquella mujer. Entonces ya no hubo remedio, aunque tampoco te creas, porque no duraron ni un año... De todas formas, yo sabía que eso podía pasar, que hasta podría haberme pasado a mí, los dos lo sabíamos, lo teníamos muy hablado. Pero como tu abuelo...

En aquella pausa, Silverio ya estaba más nervioso que ella y, sobre todo, muy asustado. El insospechado elogio de su padre había reventado en sus oídos como una blasfemia terrible, una fuente de temor situada más allá del asombro, una grieta recién nacida que amenazaba con partir el mundo, su mundo, por la mitad. Lo que pasaba era más fácil y mucho más difícil, pero todavía no había empezado a sospecharlo.

—En fin, ya sabes cómo es, estricto, inflexible, muy honrado, eso sí, muy bueno, pero también muy puritano, a su manera, desde luego, aunque en el fondo... —Laura sonrió, y dejó escapar una risita antes de continuar—. Si me oyera, nunca me lo perdonaría, pero la verdad es que es como un cura, ¿no? De la iglesia de los obreros socialistas, eso sí, pero un cura. Si fuera por él, yo no saldría de casa, no podría trabajar, ni arreglarme, ni hacer nada, tendría que estar todo el día encerrada, cosiendo en mi habitación, por estar separada, por haberme atrevido a desafiarle. Él quería que me casara con un oficial de la imprenta, un trabajador igual que él, decía, como si los abogados no trabajaran. Eso lo sabes, ¿no? —Silverio asintió, aunque aún no se había dado cuenta de todo lo que sabía—. Y eso que tu padre también es socialista, son del mismo partido, pero claro, tenía el pecado original de haber nacido en una familia burguesa, de haber ido a la universidad, y por eso quiero estar segura de que si renuncias a seguir estudiando es por tu voluntad, por tu propia voluntad, y no por las ideas que el abuelo te haya metido en la cabeza.

—Pero yo voy a seguir estudiando, mamá —contestó muy despacio, como si le trajeran sin cuidado la palabras que decía, o necesitara toda su voluntad para bloquear las que empujaban ya desde el fondo de su garganta—. Aunque me quede en la imprenta, tendré que estudiar, aprender muchas cosas, ¿no?

—Sí, supongo que sí, y además eres muy joven. Tienes mucho tiempo para rectificar, pero yo... —le miró, sonrió, y en ese momento Silverio vio la verdad en sus ojos con tanta claridad como si un haz de luz hubiera bajado del cielo para iluminarle—. Quería estar segura, y no por mí, sino por tu bien. Lo entiendes, ¿verdad?

—Claro —buscó una transición, una forma de enlazar la conversación que acababa de expirar con la única que le interesaba, pero no la encontró—. Oye, mamá, ¿puedo hacerte una pregunta?

Laura Guzmán levantó la vista de su plato con la boca llena de tarta, miró a los ojos de su hijo, masticó lentamente, se limpió los labios con la servilleta antes de contestar, y a lo largo de aquel proceso, Silverio se dio cuenta de que ella también disponía de su propio haz de luz celestial.

—No —pero sonrió, y su hijo halló fuerzas en la curva de sus labios para llegar hasta el final.

—Tú le ves, ¿verdad?

Ella volvió a empuñar el tenedor, cortó una porción de tarta demasiado grande, la embutió en su boca, se manchó los labios de merengue y los dos se rieron a la vez.

—¡Ay, Silverio! —se limitó a decir después—. Con lo orgullosa que estoy yo de ti, tan inteligente, tan estudioso, tan responsable... ¡Qué lástima que estés tan sordo, hijo mío!

Una mañana de marzo de 1935, cuando su hijo acababa de cumplir dieciocho años, Laura Guzmán se levantó temprano, se bañó, se arregló, estrenó un sombrero que se había comprado la tarde anterior, advirtió que no la esperaran para comer, tiró de la puerta y nunca volvió. Pasaron más de veinticuatro horas hasta que su familia empezó a preocuparse. A los cuarenta y tres años, la ausente seguía manteniendo con su padre el mismo feroz pulso por su independencia que había jalonado la vida de ambos, pero ahora ganaba todos los asaltos. Cuando se recuperó de su abandono y encontró un misterioso trabajo que la requería algunas tardes, otras no, para imponerle a cambio viajes aún más misteriosos, que la obligaban a dormir fuera de casa cada dos por tres, a veces una noche, a veces más, a veces una semana entera, contaba con una baza de la que había carecido en su adolescencia. Mira, papá, ya soy muy mayor, así que si me obligas a vivir como cuando era una cría, me voy y me llevo a los niños... El día que desapareció ni siquiera le había hecho falta recurrir a esa amenaza. A aquellas alturas, su hija se había casado, su hijo ganaba su propio sueldo, y estaban todos tan hartos de broncas que ni Laura pedía permiso ni su padre amagaba con negárselo. Silverio esperó hasta el atardecer del día siguiente para denunciar la desaparición. Su abuelo se empeñó en ir con él, pero no insistió en acompañarle al Anatómico Forense, donde se custodiaba el cadáver de la víctima de un accidente de tráfico cuya descripción coincidía con la de Laura.

Cuando llegó, el horario de atención al público estaba a punto de expirar. En la comisaría le habían recomendado que se diera prisa, lo peor es la incertidumbre, musitó el agente que les atendió. Por eso cogió un taxi, corrió hacia la puerta, y al cruzarla se fijó en un señor que parecía a punto de marcharse. Ya tenía el abrigo puesto, debía de haberse parado a contarle algún chiste al portero, porque los dos se reían con muchas ganas hasta que le vieron entrar, desencajado por el miedo y la carrera. Después, el hombre del mostrador siguió riéndose solo. Su interlocutor, repentinamente serio, se dirigió al visitante con la mano extendida en el aire.

—Lo siento mucho —Silverio la estrechó por un acto reflejo, sin atreverse a interpretar aquel saludo—. Uno de mis ayudantes está todavía con él —se volvió hacia el portero, que ya había recuperado la circunspección propia de su oficio—. Avisa a Camilo, ¿quieres? —y empujó al visitante con suavidad hacia un pasillo—. Por aquí, siga hasta el fondo y doble a la derecha. Es la segunda puerta a la izquierda, la sala 3 B, ¿se acordará?

Lo que estaba a punto de pasar habría pasado igual si el forense que acababa de examinar el cadáver de Rafael Aguado Betancourt no hubiera levantado la liebre. Pero las cosas sucedieron así, aquel médico le reconoció, le saludó y podría no haberlo hecho, podría haberse marchado a su casa tres minutos antes, o después, de que el único hijo varón del último cadáver de su turno entrara en el vestíbulo, pero lo que pasó fue lo contrario. Al llegar a la mitad del pasillo, Silverio se volvió para comprobar que seguía allí plantado, mirándole como si no albergara duda alguna de quién era, ni del parentesco que le vinculaba al cadáver que le había convocado a sus dominios. Su aplomo le abrumó de tal manera que ni siquiera se atrevió a decir que él no había venido a identificar a ningún hombre, que buscaba a una mujer morena, de estatura y complexión medianas, ojos castaños, un lunar en el pómulo izquierdo, cuarenta y tres años de edad. No abrió la boca, porque ya intuía que ninguna de esas palabras podría cambiar las cosas.

—Lo siento mucho...

Camilo, estudiante del último curso de medicina legal, no era mucho mayor que él, pero reaccionó igual que el forense. Con un gesto contenido, levemente contrito, que debía de formar parte del aprendizaje de su profesión, cogió a Silverio por el codo con la fuerza justa para dirigirle y sostenerle a la vez mientras tiraba con la otra mano del asa de un cajón que se deslizó mansamente sobre unas guías de acero, dejando a la vista el bulto de un cuerpo cubierto con una sábana. Cuando la levantó para descubrir la cabeza, Silverio lo entendió todo y dejó de entender lo que estaba pasando.

La última vez que vio a su padre, tenía exactamente la mitad de su edad, pero le identificó con la misma aplastante certeza con la que habría reconocido su propia imagen en un espejo. Tenía el pelo un poco más oscuro, los hombros más anchos, el cuello grueso y una sombra de papada adecuada a su edad aunque había seguido siendo un hombre delgado, pero mientras lo miraba, su hijo pensó que se estaba mirando a sí mismo al cabo de treinta años, y durante un instante no se le ocurrió nada más.

—Murió a mediodía, en una curva de la carretera de El Pardo —Camilo malinterpretó su anonadamiento y se lanzó a hablar como si pudiera levantar un dique de palabras capaces de protegerle de la realidad que contemplaba—. Por la hora y el lugar, lo más lógico es pensar que iba a comer a algún merendero y se salió de la carretera. Quizás iba distraído, o patinó por culpa de la lluvia, o se le cruzó algún animal, eso no lo sabemos, pero estamos seguros de que fue un accidente. Hemos examinado el cuerpo a fondo porque su partido nos ha pedido que descartáramos un atentado... No se preocupe por mí, quédese con él todo el tiempo que quiera.

—No.

Cuando retuvo al ayudante del forense, Silverio Aguado Guzmán estaba llorando, pero no sabía muy bien por qué, ni por quién lloraba. Las lágrimas brotaban simplemente de sus ojos mientras pensaba que su padre, sin haber sido nunca guapo, era menos feo que él. Intentaba averiguar la razón, descubrirla en sus rasgos, en sus proporciones, y lloraba, y se daba cuenta de que su pensamiento iba por un camino y su llanto por otro, pero no podía reunirlos en un solo punto, no podía evitar la acción de sus ojos ni la de su cerebro. Tampoco había olvidado el motivo de su presencia en aquel lugar.

—Iba con una mujer, ¿verdad? —el sonido de su voz, eco de una humedad viscosa, gruesa y apagada, le sorprendió más que la respuesta.

—Sí, pero no la hemos identificado todavía porque... Está mucho peor. Él se rompió la nuca por el golpe, pero el coche volcó, y se incendió por el lado del acompañante. Aunque la lluvia apagó el fuego antes de que los rescataran, tiene medio cuerpo quemado.

—¿Puedo verla?

—Claro, aunque... —tiró de otra asa, abrió otro cajón, descubrió otro cadáver, pero antes de destapar su rostro le hizo una advertencia—. ¿Cree que la conoce? —Silverio asintió y los labios del forense se contrajeron en una mueca—. Pues prepárese, porque puede ser muy desagradable.


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