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Un grano de trigo 11 страница

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Mientras bajaba la cuesta cogida del brazo de Silverio, vigilando sin hablar la distancia que mediaba entre nuestros cuerpos rígidos, inmóviles como estatuas, recordé la silenciosa explosión de euforia que había convertido el locutorio de Yeserías en otro distinto, modificando los rostros, los cuerpos que veía al otro lado de otra alambrada para devolverme a un verano remoto que de repente me pareció tan próximo como si respirara pegado a mi sombra. Aquel espejismo me impidió valorar las condiciones de una felicidad que a cualquier otra chica de mi edad, en tiempos buenos, incluso malos, le habría parecido miserable, tan triste que aún le habría dado más pena evocarla. Pero yo había sido feliz en el locutorio de una cárcel en los tiempos peores, y eso habría bastado si María Pilar me hubiera dejado a solas con mi certeza, o si yo hubiera tenido la precaución de no contarle toda la verdad.

—¿Qué es eso de que te casaste de mentira? No sabía nada...

La noticia de que Silverio estaba tan cerca me absorbió hasta el punto de que no presté atención a lo que iba diciendo, y cuando mi madrastra reaccionó, tardé mucho tiempo en procesar lo que acababa de escuchar.

—Desde luego, yo tan tranquila, en Burgos, pensando que no tenía de qué preocuparme, y tú arriesgándote como una imbécil. ¿Y si te hubieran detenido? ¿Qué habría pasado con tus hermanos? ¡Qué decepción, Manolita! No me podía figurar que fueras tan irresponsable, tan...

En ese momento, la miré y se calló. En ese momento, la miré pero no la vi, porque estaba viendo una silueta escuálida, un traje raído, un pañuelito rojo y la sonrisa de la Palmera cuando se sacaba de los bolsillos aquellos paquetes de papel de estraza, blanquecinos de sal. La memoria de la desesperación encendió en mis ojos una luz salvaje, que tan pequeña como era yo, como había sido siempre, bastó para amedrentar a María Pilar. Su silencio resultó sin embargo una recompensa mezquina, incapaz de colmar su ingratitud. No hay derecho, pensé, no tiene derecho a hablarme así. No lo dije, porque cuando aún no había logrado ver del todo la cara de Jero el tonto babeando delante de mis tetas, recordé que yo sí había recibido visitas en el número 7 de la calle de las Aguas. Habían venido Rita y la Palmera muchísimas veces, habían venido Martina y Tasio, había venido Jacinta, y la señorita Encarna, que lloraba a mi padre como a la única cosa buena que le había pasado en muchos años. María Pilar tenía razón, pero no la tenía. Haberme arriesgado sin pensar en los mellizos había sido una irresponsabilidad. No hacerlo habría sido algo mucho peor, tanto que ni siquiera acerté a ponerle nombre.

Por mí y por todos mis compañeros, recordé, y todas las cosas buenas que me habían pasado en el infierno de Porlier, pestilencia, cucarachas y tristeza, pero también Rita, la emoción, la compañía, aquella sensación de formar parte de algo mucho más grande que yo, una fantasía muy parecida al amor. Mi madrastra no era consciente del proceso que había puesto en marcha, y sin embargo, la insoportable arbitrariedad de su comentario acababa de explicarme en qué país me había tocado vivir y algo aún más importante, quién era yo, en qué clase de mujer me había convertido. Porque existen hambres mucho peores que no tener nada que comer, intemperies mucho más crueles que carecer de un techo bajo el que cobijarse, pobrezas más asfixiantes que la vida en una casa sin puertas, sin baldosas ni lámparas. Ella no lo sabía, yo sí, y nunca me arrepentiría de haber tomado el camino que me lo había enseñado, que me había mostrado la dignidad despojada e incólume de la viuda del doctor Velázquez y otras maneras de sobrevivir, chistes, recetas, remedios caseros para caminar en una cuerda floja sobre el cuchillo de la desgracia sin tropezar jamás, anda y que os den, palabras para gritar que no, maneras de decir que nunca, jamás, podréis contar conmigo.

En 1944, en un vagón de metro que circulaba entre Acacias y La Latina, comprendí que aquel era un viaje sin retorno. Lo que el Orejas no había conseguido en los tiempos heroicos de la victoria posible, lo habían logrado las mujeres de la cola de Porlier en el pozo sin fondo de una derrota absoluta. Con ellas había aprendido que renunciar a la felicidad era peor que morir, y que el anhelo, el deseo, la ilusión de un porvenir mejor, aunque fuera tan pequeño como el que cabe entre una pena de muerte y una condena a treinta años de reclusión, era posible, era bueno y legítimo, era digno, honroso hasta en aquella sucursal del infierno donde había hecho cola todos los lunes del mejor verano de mi vida. Aspirar a ser feliz en una cárcel era una forma de resistir, y eso, aunque mi madrastra jamás lo entendería, no era una renuncia a la normalidad, a la comodidad, al destino apacible de la gente corriente, sino una elección libre y soberana. El fruto de la única libertad que me quedaba.

Yeserías estaba mucho más cerca de mi casa que Porlier. Entre Acacias y La Latina sólo había dos estaciones, pero bastó con que las puertas del vagón se cerraran una vez para que me encontrara pensando en el futuro, la vida a la que una chica como yo podía aspirar, un trabajo aburrido, mal pagado, un noviazgo arduo y eterno, de lunes en lunes, con un muchacho triste y acobardado, una boda con cura y sin convite, una existencia dócil, mansa, carente por igual de riesgos y de brillos. Esa era, en apariencia, la vida que yo había deseado tantas veces mientras miraba a las mujeres jóvenes y embarazadas que recorrían las calles de Madrid al mediodía con una tartera y dos cucharas. Pero eso había sucedido en otra ciudad, otro país donde la pena y la alegría se formulaban en otras condiciones, con reglas diferentes que implicaban la oportunidad de escoger una vida entre muchas posibles.

En 1944, para una chica como yo sólo había una vida disponible, y antes de salir del metro decidí que no la quería. La única elección a mi alcance era negarme a aceptarla, escoger la dureza, la miseria, las dificultades de una existencia sujeta a las reglas de una prisión. No me engañaba. Sabía muy bien lo que me esperaba, era toda una experta en el sistema penitenciario español, en el frío, en la miseria, en el hambre, en la pestilencia y la insalubridad de las cárceles. También en su calor, ¡ohhh, mira a los tortolitos!, en la entereza de las mujeres desnutridas que se quitaban la comida de la boca para alimentar a sus presos, en la fortaleza de los brazos que sostenían a las que se venían abajo y la intensidad de las pocas, pequeñas alegrías que se multiplicaban hasta hacerse inmensas en el número de las sonrisas que las compartían. Al salir a la calle, la nostalgia de aquella luz posaba sobre todas las cosas un reflejo pálido, dorado, tan débil y tenaz como el último rescoldo de una vela casi consumida, dispuesta pese a todo a seguir ardiendo. Cuando entré en mi casa, sentí que no lo era, que aquel piso ya no era un hogar, ni siquiera un refugio para mí, por más que yo lo hubiera encontrado, por más que lo hubiera pintado con mis propias manos, por más que aún recordara el precio de las esteras y las cortinas, de cada grifo y cada cristal. Estaba entrando en casa de María Pilar, y si no salía corriendo enseguida, sólo lo haría muchos años después para casarme con un muchacho triste y cobarde. Eso sentí, después de que mi madrastra me enseñara lo que no había querido aprender en los últimos cinco años, y en aquel momento, mientras me dejaba arrebatar por el orgullo de haberme atrevido a ser feliz en el centro de la capital de la tristeza, todo me pareció muy sencillo.

Seis días después, Silverio me recomendó que me quitara los zapatos para subir por un sendero apenas esbozado entre las rocas y esa sencillez estaba en el centro de todas las dificultades. La realidad se nos había caído encima y hacía daño, pero a mí me dolían más las palabras que no me atrevía a decir en voz alta, que no podía volver a Madrid, a una casa que ya no era mi casa. A aquellas alturas, Isabel estaba tan lejos como si nunca hubiera vuelto de Bilbao. Su salud, la fragilidad de aquel pajarito consumido y pálido cuyo aspecto me estrujaba el estómago cuando la miraba, ya no era importante. Nadie habría podido creerlo, yo tampoco. Llevaba tantos años pendiente de mis hermanos que pensar en mí me parecía una monstruosidad de egoísmo imperdonable, pero Isa de repente no importaba, no importaban Pilarín ni los mellizos, sólo Silverio, que caminaba en silencio, a mi lado, sólo yo, que no me atrevía a mirarle mientras vigilaba el suelo para no clavarme una piedra en las plantas de los pies. Así, atrapada en una encrucijada insoluble, un laberinto donde mi existencia dependía de la voluntad de un hombre que no sabía cómo salvar el abismo que le separaba de mí mientras caminaba a mi lado, como no sabía yo atravesar el desierto que le mantenía tan lejos mientras escuchaba el ritmo de su respiración, levanté la cabeza y miré a mi alrededor.

El paisaje que me rodeaba era grandioso y feísimo, unas cuantas casuchas desperdigadas, paredes de ladrillo o listones de madera, techos improvisados con un toldo recubierto de ramas de pino, a ambos lados de un sendero apenas aplanado, miseria y suelos de tierra en la ladera de una montaña majestuosa e inhóspita, una belleza perfecta donde hasta entonces sólo habían vivido las águilas. Era un pésimo escenario para un final feliz. Era también la vida que me esperaba si las cosas iban bien, y aunque no había previsto nada mejor, hundí los dedos en la manga de Silverio sin darme cuenta. Esta vez, él ni siquiera necesitó mirarme. Pasó su brazo derecho por mis hombros, los apretó, y murmuró una frase ambigua, una orden camuflada en el tono de una súplica, cuatro palabras que hallaron un camino para penetrar en mí y supieron hacerse fuertes para fortificarme por dentro.

—No te desanimes, Manolita.

Percibí que aquellas palabras eran importantes, pero no logré entender por qué. Tampoco que aquel día decisivo, agotador y extraño, se estaba deslizando hacia un nuevo terreno, un paisaje más abrupto que las montañas que nos rodeaban, habitable sin embargo como una paradoja con dos caras, una helada, la otra cálida, incluso confortable. No te desanimes, Manolita. Eran sólo cuatro palabras, una frase amable, corriente, que expresaba más de lo que decía porque Silverio jugaba con ventaja. Él sabía que la verdad que nos había aplastado un rato antes no era definitiva porque no era plana, simple, sino un poliedro con muchas más caras de las que se apreciaban a simple vista. Estábamos a punto de entrar en otra versión de la realidad, una cárcel sin rejas y sin guardias, pero una cárcel, un lugar donde sí nos conocíamos, donde él era otro hombre al que le dolían las mandíbulas de tanto sonreír, y yo una novia de Porlier, de esas que podían con todo.

Allí había sido fácil y a la vez muy difícil. Aquí sería mucho más duro, pero posible, y él lo sabía. No te desanimes, Manolita. Ante aquella fila irregular de chabolas construidas de mala manera, Silverio mantuvo su brazo sobre mis hombros hasta que yo deslicé el mío alrededor de su cintura. Sólo después sentí el cansancio de aquella mañana, mis pies maltratados por la caminata, y mi cabeza se apoyó sobre su hombro como si estuviéramos estudiando un plano a la luz de un ventanuco. Acababa de cerrar los ojos para apurar esa breve tregua cuando una voz de mujer gritó su nombre.

Miré en su dirección para descubrir a una chica morena, delgada y graciosa, más guapa que yo, pensé en aquel instante, y mayor, más hecha, más cuajada... Antes de que extrajera otras conclusiones, una mancha blanca, como un brochazo de inesperada claridad en una superficie muy oscura, atrajo mi atención con el reclamo de una imagen remota, familiar. Julián, el primogénito de los lecheros de la calle Tres Peces, aún no había terminado de crecer cuando le brotó un manojo de canas encima de la frente, y ahí seguía.

—¿Dónde te habías metido? Ya estábamos preocup...

Al fijarse en mí renunció a terminar la frase. En su lugar abrió mucho los ojos mientras chocaba las manos para expresar su asombro con una palmada. Después, pronunció mi nombre como si fuera el de una actriz famosa.

—¡Manolita Perales! —e hizo una pausa que no supe rellenar—. Pero bueno, ¿qué haces tú aquí? ¿Cómo estás? Me alegro mucho de verte...

Yo también me alegré de verle, de saber que estaba bien y con Silverio, los dos juntos, a salvo de la cuenta que a aquellas alturas seguía sumando como un grifo averiado, incapaz de cerrarse del todo, el número de los chicos de Antón Martín que habían muerto desde julio de 1936. Pero todavía me alegró más la fórmula con la que me presentó a aquella chica morena después de abrazarme.

—Mira, esta es Lourdes, mi mujer... —ella se adelantó y me dio dos besos, como si no fuera la primera vez que nos veíamos—. Y Manolita... Bueno, ya sabes quién es.

Había conocido a Julián mucho antes que a Silverio. Él fue el primer amigo que hizo Toñito en Madrid y durante años le había visto a diario, en el colegio Acevedo primero, y en la puerta de mi casa, cuando empezó a encargarse de los repartos de la lechería, después. Quizás por eso, al oír que daba por sentado que su mujer ya me conocía, capté en su voz un eco risueño, una hebra de complicidad que me excluía y sin embargo le vinculaba con ella, con su amigo, alrededor de mí. Al mirar a Silverio, le encontré sonriendo para el suelo con las mejillas ligeramente coloreadas, y comprendí que les había hablado de Porlier, de nuestras bodas, pero una vez más, la memoria de aquel noviazgo extraño, tan chapucero como la operación de la que había nacido, me tranquilizó en lugar de avergonzarme. Había empezado a sospechar qué significaba conservar el ánimo en aquel lugar, y aquel empeño iba a absorber todas mis capacidades.

La casa donde entramos no tenía puerta. Una tabla apoyada en la fachada debía servir para cerrarla cuando no había nadie dentro, pero entretanto sólo una cortina de una tela muy rara, de un color impreciso, entre el gris y el verde, la separaba de un camino que ni siquiera merecía ese nombre. Al entrar en su interior sentí sobre todo frío, la humedad penetrante del cemento fresco, ese olor tan triste, a musgo y tierra mojada, que perfuma los edificios en construcción. Era una habitación cuadrada y no muy grande, con una sola ventana que proporcionaba luz suficiente para vislumbrar un cable blanco, sujeto con clavos al techo de madera, del que colgaba en vano un casquillo desnudo y bailarín. El suelo estaba seco, misteriosamente mullido, e hizo un ruido pequeño, crujiente como el de las hojas secas, para quejarse de mis tacones. Al mirarlos, me asombró comprobar que se apoyaban en una especie de alfombra confeccionada con la misma tela que colgaba del hueco de la puerta, las lonas enceradas que cada semana llegaban a Cuelgamuros por docenas, envolviendo las varillas metálicas que se utilizaban para construir los pilares. Los presos las guardaban debajo de sus colchones hasta que a alguno le hacían falta, recortaban los bordes para que sus ángulos encajaran con las esquinas de cada chabola, y como eran largas pero estrechas, las empalmaban con un sistema muy ingenioso, abriendo en el borde de cada tira una hilera de agujeros rematados con arandelas corrientes, que se superponían para clavarlas en el suelo con piquetas de metal, igual que el suelo de una tienda de campaña. Las mismas piquetas recorrían los extremos de los muros para tensar un revestimiento de varias lonas superpuestas que aislaban los pies del frío y la humedad de la tierra.

—Adivina a quién se le ocurrió —me dijo Julián cuando me vio seguir con los ojos aquellas pintorescas costuras de clavos.

—Y porque no me hacen caso —Silverio me miró con un gesto de desánimo—, porque haciendo dobles los tabiques y forrando el interior con la misma lona, se aislarían muy bien las paredes, incluso el techo.

—Sí, hombre —su amigo se echó a reír—, pues no faltaba más, con lo que cuesta levantar una...

—Pues ya verás en invierno, cómo os acordáis de mí.

No te desanimes, Manolita. A pesar de que dos de las paredes y un tercio de otra estaban revocadas pero sin pintar, los ladrillos a la vista en el resto, la campana de la chimenea era larga, cónica y tan perfecta como el hogar, fabricado con tres hileras de ladrillos refractarios, muy bien dispuestos. A su alrededor, en el suelo, un zócalo de madera hecho con tablones iguales que los del techo, resultaba hasta bonito, porque alguien se había tomado el trabajo de biselarlos, en lugar de colocarlos en ángulo recto.

—Otro invento de Silverio —me aclaró Julián cuando estaba a punto de preguntar—, para que no prenda una chispa y se incendie la lona.

El fuego estaba encendido, y en una rejilla, sobre las brasas, había una cazuela que olía muy bien, a ajo, a pimentón y a tocino. Aparte de eso, el mobiliario consistía en una mesa pequeña, tres sillas muy viejas, el asiento de anea tan gastado que la paja asomaba por debajo como el flequillo tieso de una bruja, y una cama sin armazón de ninguna clase, un somier con cuatro patas y un colchón encima, pero tan bien hecha que una moneda habría podido surcarla de punta a punta sin tropezar en ninguna arruga, las mantas remetidas con tanto primor que me explicaron mejor que Silverio cómo era posible mantener el ánimo en aquella implacable y amorosa penuria.

—Pero pasa, siéntate, por favor... —Lourdes quitó una pila de ropa de una silla y la colocó sobre la cama—. Aquí, ven, cerca del fuego. Esto no es muy acogedor, que digamos, pero todavía no nos hemos mudado, ¿sabes?

—¿Y cómo es que has venido? —Julián se sentó frente a mí—. Le habrás dado a Silverio una buena sorpresa.

—Sí... Yo... Bueno... No... No sabía dónde... Y... —ya está bien, me dije a mí misma, y lo afirmé con la cabeza para soltar el resto de un tirón—. Mi hermana Isa está muy enferma. El clima de Madrid no le sienta bien, y estamos pensando en venirnos a vivir aquí.

Julián levantó en el aire el cuchillo con el que estaba a punto de cortar media barra de pan y me miró con la boca abierta, no tanto como su mujer, que soltó el cazo con el que removía el guiso para volverse hacia mí sin darse cuenta de que seguía dando vueltas hasta que el mango desapareció dentro de la cazuela. ¿Qué he dicho?, pensé, y busqué a Silverio con los ojos pero no le encontré, porque se había acuclillado ante el fuego sólo por darme la espalda.

—Bueno, esto... —Lourdes me miró como habría mirado a un novillo en la puerta del matadero—. Esto es muy duro, ¿sabes? Aquí no hay nada, ni agua, ni luz, ni alcantarillas, así que...

Pero Julián dejó escapar una carcajada a tiempo.

—Mira qué suerte, Manitas, que ocasión más buena vas a tener de aislar las paredes de una casa.

Silverio no se movió, no dijo una palabra, ni siquiera nos miró hasta que añadí algo más con la esperanza de que comprendiera que estaba hablando con él, para él, aunque me dirigiera a Julián en apariencia.

—Y el techo —no voy a desanimarme tan fácilmente—. Si él quiere...

Al escucharme se quedó quieto. Luego levantó la cabeza, se puso de pie y me miró como si de repente hubiera brotado una alambrada entre su cuerpo y el mío. Habíamos pasado juntos casi tres horas, pero hasta ese momento no volví a ver al hombre que sonreía para darme la bienvenida al locutorio de Porlier.

—Pero, no entiendo... ¡Coño! —Lourdes había intentado pescar el cazo con los dedos, se quemó, soltó el mango al mismo tiempo que el taco y volvió a intentarlo con un tenedor—. No entiendo nada, porque las lonas son demasiado estrechas y en una pared... ¿Cómo vas a clavar las piquetas?

—De ninguna manera —Julián volvió a reírse—. No lo va a hacer con piquetas. Va a atarlas, me lo ha explicado un montón de veces.

—Claro —Silverio se acercó a ella, muy animado, para devolverme el gesto, porque me estaba contando a mí lo que aparentaba explicarle a Lourdes—. Es el mismo sistema, los agujeros, las arandelas, pero en lugar de las piquetas se mantienen unidas con dos sogas entrecruzadas, igual que las velas de algunos barcos. En las cuatro esquinas se deja una arandela vacía para sujetarla a un gancho fijado con cemento al primer muro, se tensan bien y luego se levanta otra pared en paralelo. No es tan difícil.

—Anda que, lo que no se le ocurra a este hombre... —Lourdes me tendió un plato de judías blancas con tocino—. Ya verás qué ricas. Las ha hecho mi madre, que siempre se trae un saco cuando va a Turégano, a ver a una hermana que tengo casada allí.

Mientras la veía repartir el guiso en tres platos, me dije que tenía un nombre muy raro para ser hija de un rojo. No lo era, pero eso sólo me lo explicó después de decidir cómo íbamos a organizarnos, Silverio sentado en el suelo con un plato para él solo, Julián y ella frente a mí, compartiendo una ración que no llegaba al doble de las demás, y yo con plato y una silla propios, porque para eso eres la invitada y ni se te ocurra llevarme la contraria, me advirtió con el dedo levantado.

—Mi padre está aquí con un contrato de la empresa encargada de las obras del monasterio. Tenía un taller metalúrgico en La Granja, y hace un par de años, cuando pidieron herreros, nos vinimos de allí. Vivimos en la colonia de abajo, ¿la has visto?

Negué con la cabeza mientras deducía de la sonrisa de su marido, la sorna con la que se quedó mirándola, los motivos que la habían impulsado a escoger un eufemismo tan laborioso, y hasta la discusión que iba a provocar.

—En la colonia de los hombres libres —al escuchar ese nombre, Lourdes estudió la cuchara con tanta concentración como si estuviera leyendo un mensaje escrito en ella—. Se llama así, ¿no?

—Sí, la llaman así —hasta que vació su contenido y se la pasó a Julián, como si de pronto hubiera perdido el apetito—, pero es un nombre muy feo.

—No estoy de acuerdo —Silverio discrepó desde el suelo—. A mí me parece un nombre bonito.

—Bueno, no empecemos...

—Si la que empieza siempre eres tú, Lourdes —Julián volvió a mirarla, a sonreír con una expresión distinta, tierna y melancólica, amorosa, pero un poco triste también—. Estar libre no es una ninguna deshonra, sino una cosa estupenda. Ojalá estuviéramos libres nosotros —llenó la cuchara, la acercó a su boca y golpeó con la punta sus labios cerrados hasta que consiguió que sonriera—. Come, anda, que estás muy malcriada...

El suegro de Julián habría preferido que su hija no se enamorara de un preso, porque él siempre había sido gente de orden y su ideología política se reducía a que el gobierno de turno garantizara la paz, el trabajo que a él nunca le había faltado. Casado con una católica ferviente que había bautizado a sus tres hijas, Fátima, Guadalupe y Lourdes, con nombres de vírgenes célebres y milagrosas, no se había movido de La Granja en su vida, y desde allí, donde el triunfo del golpe de Estado del 36 había aislado su vida de los horrores de una guerra lejana, había seguido con alegría los avances del ejército franquista, abanderado del nuevo orden que iba a devolverle a España la paz y el trabajo. Con esa convicción había llegado a Cuelgamuros, dispuesto a dar lo mejor de sí mismo por el salvador de la patria.

—Hasta que se calló —su hija lo recordó en voz alta mientras yo descubría lo ricas que estaban las judías que hacía su madre—. Ahora ya no habla de Franco. Sólo cuenta los días que le faltan para marcharse de aquí.

El padre de Lourdes era una persona de orden. Por eso no aprobaba que dos hombres que hacían el mismo trabajo no cobraran el mismo sueldo. Ni que a los presos les descontaran, en concepto de alojamiento y manutención, las cuatro quintas partes de un jornal que no llegaba a la mitad del mío. Ni que el precio de la comida que les daban, legumbres, patatas y arroz, jamás huevos, ni carne, ni fruta, ni pescado, representara una mínima parte de esas dos pesetas diarias por hombre y día con las que más de uno se estaba forrando. Ni que los obreros penados tuvieran que comprarlo todo, tabaco, papel de carta, medicinas o un par de alpargatas nuevas, a través de guardias y capataces que les cobraban lo que les daba la gana para forrarse ellos también. Ni que los picadores que perforaban una montaña con cartuchos de dinamita y un simple pico, trabajaran las mismas horas que los demás, sin huecos de ventilación ni rutas de emergencia. Ni que las mujeres de los presos criaran a sus hijos en chabolas construidas a toda prisa al borde de un barranco, en condiciones semejantes a las madrigueras de los animales. En Cuelgamuros, el padre de Lourdes dejó de entender, de aprobar tantas cosas que su concepto del orden se hizo más complejo en la misma medida en que su ideología política se simplificaba para resumirse en un único punto. Si son peligrosos, que los metan en la cárcel, y si no lo son, que les paguen por su trabajo y les dejen vivir como personas.

Cuando su hija menor le escuchó repetir aquella frase media docena de veces, dejó de mantener su noviazgo en secreto. Todas las noches, poco después de las nueve, Julián iba a buscarla a la puerta de su casa y paseaba con ella hasta que sonaban las sirenas que obligaban a los presos a volver a sus barracones para estar acostados antes de que se apagaran las luces. Su madre se disgustó mucho, porque había planeado casar a Lourdes con un cuñado de su hermana Lupe, la que vivía en Turégano, pero una noche de invierno, cuando estaba empezando a nevar, su marido salió a la puerta y le dijo a Julián que entrara. Era su jefe desde hacía más de un año, había visto cómo miraba a su hija, cómo sonreía ella al pasar a su lado cuando bajaba a la obra a llevarle la comida y cómo se las arreglaban para cruzar un par de frases a la menor ocasión. También sabía que era un buen chico, así que sólo le hizo una pregunta que no era la que él esperaba. Al padre de Lourdes no le inquietaban las intenciones con las que cortejaba a su hija, sino cómo era posible que teniendo su familia una lechería en Madrid, un negocio suficiente para vivir con holgura, se le hubiera ocurrido hacerse republicano.


Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 52 | Нарушение авторских прав


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