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Un extraño noviazgo 4 страница

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—Pobrecillo —murmuró mi hermano por la noche—. Tiene que estar muy solo. He pensado muchas veces en mandar a buscarle, no creas.

—Ni hablar —Eladia, que estaba probándose un traje, se bajó de la tarima con tanta energía que casi se llevó a Dolores detrás—. No me fío un pelo de ese.

—¿Adónde vas tú? —la sastra protestó, levantando en la mano los dedos que unos segundos antes sostenían la aguja que acababa de perderse entre los volantes de la cola—. Vuelve aquí ahora mismo...

—¿Por qué? —pero mi hermano salió en defensa de su amigo.

—¿Porque ha tardado dos años en echarte de menos? —y ella misma se respondió—. Ya te digo...

—No te pongas chula, Eladia, porque tú no sabes nada. No sé qué os pasa con Roberto, si pudiera oíros, con lo que le gusta a él cacarear del éxito que tiene con las mujeres —y se volvió para señalarme con el dedo—. Porque esta está siempre con lo mismo.

—Pues sí —respondí—. Y también es raro que ahora, después de no haberme hecho caso en su vida, se dedique a bailarme el agua.

—¿Lo ves? —Eladia se dio la razón con la cabeza mientras volvía a subirse en la tarima—. No es trigo limpio.

—Porque tú lo digas —Toñito se enfadó—. Es mi amigo y le conozco mucho mejor que vosotras. ¿Que le gustan las chicas? ¿Que es muy simpático? ¿Y qué? Mejor para él, eso no es nada malo. Pero hay muy poca gente en este mundo tan digna de confianza como el Orejas.

—Natural —su novia asintió sin mirarle—. Por eso no está en la cárcel.

—¡Joder, Eladia! Para ser ácrata, te pareces un montón a algunos comisarios que yo me sé...

—Haya paz —después de imponer silencio, Dolores miró a mi hermano—. De todas formas, Antonio, tú no eres el único que se está arriesgando aquí, y desde el principio estuvimos de acuerdo en que la única persona que iba a entrar y a salir de este cuarto sería tu hermana. Eso sin contar con que Jacinta y tú os tiráis las horas muertas buscando al chivato que ha ido entregando a todos los de tu grupo, ¿o no? No habláis de otra cosa. Así que, si quieres ver a ese chico, quedas con él en la calle. Pero si te interesa mi opinión, lo mejor que puedes hacer, por ti, por tu amigo y por nosotras, es seguir como hasta ahora.

Volvió a agacharse, enterró la cabeza en un océano morado con lunares amarillos, y cuando nadie lo esperaba, dijo algo más.

—Y a ti, Manolita, te iría mejor si no te dieras siempre tanta lástima. A mí me parece muy normal que un chico te corteje, pregunte por tu hermano o no.

Aquellas palabras, que cualquier otro día de la semana me habrían dado vueltas en la cabeza durante horas, apenas resistieron el plazo que tardé en apoyarla sobre la almohada. Al salir del tablao, estaba segura de que tendría que pagar el precio de las horas que había dormido a destiempo con una noche en vela, pero el sueño me fulminó como una gracia, una condena que se repetiría sin falta un lunes tras otro, durante muchos meses.

La mañana siguiente, más que un día frío o cálido, borrascoso o despejado, amaneció martes, una jornada tranquila, rutinaria, de trabajo y descanso programados, veinticuatro horas de monotonía sin sustos, sin emoción, sin sorpresas, como el miércoles que vendría después para dejar tras de sí un jueves igual de aburrido. Entre lunes y lunes, mi vida consistía en levantar a los niños, ir a trabajar y ocuparme después en unas pocas tareas fáciles y tranquilas, hacer la compra, los recados, la comida, vigilar que Juanito acabara los deberes, coser coderas, o rodilleras, o coderas y rodilleras en su ropa y en la de Pablo, y caer rendida en la cama justo después de acostarlos. Sabía que al otro lado del domingo me esperaba otro lunes, un día de descanso en el que iba a cansarme más que en cualquiera de trabajo, pero cuando pensaba en él, o recordaba los que le habían precedido, me parecían tan improbables como el delirio de una imaginación ajena, entregas sucesivas de un folletín escrito por un desconocido. Sabía muy bien que no era así, que los riesgos que corría eran reales, pero el trabajo clandestino tenía tan poco que ver con mi vida verdadera, que no lograba tomármelo en serio. Y aunque nunca olvidé mi compromiso, conseguí alojarlo en el trastero de mi cabeza, un lugar donde no estorbaba mientras yo me ocupaba de mis asuntos.

—No sé qué ha pasado hoy con las pastas de té, que no ha salido del horno ni una viva —el viernes, mi jefa me sonrió como si le encantara darme aquella noticia—. Corre, anda, que hoy te toca repartirte las migas con Juanita...

Ni siquiera los dueños de la Confitería Arroyo estaban a salvo de las estafas y las trampas que redondeaban las ganancias de los estraperlistas. Por muy cara que la pagaran, no podían estar seguros de comprar harina de verdad, de que la mantequilla que les ofrecían no fuera una extraña grasa teñida de amarillo, o de que la leche no estuviera adulterada. Por eso, de vez en cuando las recetas fallaban y las tartas no subían, los pasteles se deformaban o las pastas se deshacían en el instante en que se posaban sobre la pala que las sacaba del horno. Aurelia, la jefa del obrador, había recibido instrucciones precisas para actuar en esos casos, parar inmediatamente la producción y tirar el producto defectuoso a la basura, pero la primera vez que tuvimos delante una plancha de magdalenas hechas migas, nos congregamos a su alrededor como si estuviéramos dispuestas a defenderlas con la vida.

—Hablad vosotras con la encargada —Aurelia, que se las daba de simpática pero era incapaz de hacer nada por nadie, se lavó las manos—. Yo no asumo esa responsabilidad.

Meli nos escuchó en silencio, miró las magdalenas, luego a nosotras.

—Sabéis por qué ha pasado esto, ¿no? A lo mejor os ponéis malas después de coméroslas —nadie dijo nada y ella asintió despacio con la cabeza—. Bueno, pero que no salga de aquí.

Juanita, que había sido delegada sindical antes de la guerra, hizo una lista de turnos que se cumpliría escrupulosamente desde aquel día y, como yo era la más joven y tenía dos niños pequeños a mi cargo, me emparejó con ella para que nadie me pasara por encima. Pocas veces tendríamos tanta suerte como aquel día.

—Toma —cogió un resto que todavía tenía pegada una guinda roja y me lo metió en la boca—. Ha sido la harina, que era muy floja, pero la mantequilla es fetén y están muy ricas...

Era verdad que estaban ricas, y además había muchas, más de un kilo. Las repartimos en dos cajas de cartón defectuosas, de una pila que había salido de la imprenta con todas las letras fundidas en una mancha rojiza, y aproveché para coger también unos cuantos cartuchos de celofán transparente, de los que usábamos para envasar los bombones. Aquella tarde, al llegar a casa, separé los trozos más grandes y volqué el resto en un plato sopero. Mientras mis hermanos se las comían como si fuera un juego, haciendo un cuenco con la palma de una mano para llenarlo de migas y pellizcarlas con los dedos de la otra, devolví a la caja el resto, añadí tres nísperos y metí en un cartucho de celofán seis pitillos que le había comprado a una pipera al salir de trabajar. Después, envolví la caja en papel de estraza, dejé a mis hermanos en casa de Margarita con las migas que no habían sido capaces de comerse, y me fui a Porlier.

—¿Nombre? —me preguntó un funcionario.

—Silverio Aguado Guzmán.

Pronuncié aquellas palabras de un tirón, sin pararme a pensar en lo que significaban, porque era viernes, un día corriente, tan vulgar como el sábado que amanecería después, y el domingo que traería consigo, sin embargo, la promesa de un nuevo desorden.

—Mañana, a las diez y media —al salir de trabajar, me encontré a la Palmera en la puerta del obrador—, te espera el dibujante en la esquina de la calle Lista con Claudio Coello.

—Muy bien —sonreí porque aún era domingo—. ¿Vas al metro? —asintió con la cabeza y me colgué de su brazo, tranquila y confiada—. Voy contigo...

Al día siguiente, cuando me desperté, todavía era de noche. Mientras contemplaba la oscuridad con los ojos abiertos, una luz potente, incómoda, me iluminó por dentro para enfocar todo lo que no había querido ver desde que salté de la cama el martes anterior. Había llegado otro lunes, pero no era un lunes cualquiera. Antes de volver a machacar la acera de Porlier saludando a unas y a otras, antes de entrar en un locutorio tan familiar, a aquellas alturas, como la cocina de mi casa, tendría que acudir a una cita con un desconocido que me acompañaría al escondite donde un partido clandestino, al que yo ni siquiera pertenecía, guardaba unas máquinas destinadas a imprimir propaganda ilegal. Al pensarlo, sentí que todos mis huesos se ahuecaban de golpe, y me pareció mentira haber llegado tan lejos. Después de dejar a los niños en el colegio, me asaltó la tentación de abandonar, volver a casa, meterme en la cama, taparme la cabeza con las sábanas y decirle a mi hermano que se ocupara él de sus asuntos. Todavía lo estaba pensando cuando oí llegar un tren y aceleré el paso para no perderlo.

Fui escrupulosamente puntual, pero no encontré a ningún hombre en aquella esquina. No quería llamar la atención, y crucé la calle para curiosear un escaparate, hasta que distinguí en los cristales el reflejo de una figura familiar en la otra acera. Qué raro, me dije, y antes de clasificar aquel encuentro entre las casualidades afortunadas o indeseables, moví la mano para saludar a Rita.

—Hola —ella me besó en una mejilla, luego en la otra, muy sonriente—. Siento llegar tarde, pero he tenido que dejar hecha la comida, porque mi madre tiene clases toda la mañana.

—No, yo... —aquella explicación me dejó tan atónita que de repente no supe por dónde seguir—. Estoy esperando a alguien.

—Me estás esperando a mí.

—Pero, tú... —la miré y asintió con la cabeza—. ¿Y sabes dibujar?

—Mejor que hablar. De pequeña pintaba y todo, paisajes, bodegones... El retrato de mi padre que hay en el salón de mi casa lo hice con carboncillo, a los trece años.

—Lo siento —entonces me fijé en que llevaba una carpeta de cartón bajo el brazo—. No me fijé en él. Aquella mañana...

—No importa. La próxima vez que vengas, te lo enseño. El caso es que cuando mi madre empezó a traducir aquellos manuales, te acuerdas, ¿no? —asentí con la cabeza y me cogió del brazo para echar a andar—. Bueno, pues hay que repetir algunos diagramas, porque los nombres de las piezas están dentro del dibujo y no se pueden reproducir con las palabras inglesas, y eso también lo hago yo. Tengo mucha experiencia, no te preocupes. Pero vamos a lo importante. Ya me estás contando qué es eso de que te has casado.

Todavía tardé un par de segundos en reaccionar. Durante un par de segundos, sólo pude volver a verla, a escucharla aquella mañana ya lejana en la que Caridad apareció en la cola con gafas de sol aunque estuviera nublado. Si supieran cómo les odio me tendrían miedo, eso había dicho, porque es imposible odiar más de lo que odio yo a estos hijos de puta.

—Bueno, te has tragado la lengua, ¿o qué?

La sonrisa con la que me miraba era el fruto de ese odio, la consecuencia de una pasión feroz que tal vez ellos no habrían temido, pero que a mí me asustó cuando la vi en sus ojos. Ahora está dentro, me dije, la han reclutado, la han convencido o seguramente no, seguramente no ha hecho ni falta, habrá sido ella la que se ha movido, la que se ha ofrecido, la que ha llegado hasta aquí para acatar la voluntad de su odio. Era un razonamiento sencillo, pero me pareció tan asombroso que tardé un instante en pensar en mí misma, en mirarme por dentro para verme como me habría visto ella cuando se enteró de mi boda. Hasta ese instante, no había querido comprender que yo también estaba dentro, pero ese lugar, cualquiera que fuese, me gustaba más con Rita a mi lado. Por eso me apreté contra su brazo, la miré y sonreí.

—Te advierto que te he echado mucho de menos —así, aquel temible lunes dejó de serlo—. Te habrías divertido de lo lindo.

—Espero que por lo menos sea guapo.

—Pues no mucho, la verdad —recurrí a un chascarrillo que a las dos nos hacía mucha gracia desde que lo aprendimos juntas en la cola de Porlier—. Pero es muy esbelto, eso sí —entonces soltó una carcajada y repitió conmigo la segunda parte de la frase—, no le sobra ni un gramo de grasa.

Seguimos andando y hablando durante casi media hora. El lugar de la cita estaba bastante lejos de nuestro destino pero ni siquiera esa distancia, planificada para que tuviéramos tiempo de comprobar que nadie nos seguía, requirió el tiempo que habría necesitado para contárselo todo.

—¿Pero estamos hablando de la misma Martina? —me preguntó al doblar a la derecha por Zurbano—. ¡No te puedo creer!

—¿Que no? —sonreí—. Una fiera. Tendrías que haberla visto, y eso...

—Espera un momento, que tengo que recoger una blusa.

La tintorería, un local oscuro, sin más luz que la que recibía a través del cristal de la puerta, olía a calor, y a humedad. Cuando entramos no había ningún cliente, pero un viejecillo encorvado nos miró desde el otro lado del mostrador como si nos estuviera esperando.

—Buenos días —Rita le enseñó un resguardo con tanta naturalidad que por un momento creí que íbamos a recoger una blusa de verdad.

El anciano cogió el papel, se puso las gafas, lo leyó.

—Un momento.

Levantó la tapa del mostrador y la dejó abierta mientras iba hasta la puerta para darle la vuelta al cartel que anunciaba que el establecimiento estaba abierto. Después hizo caer una cortina de tela marrón sobre el cristal y, sin encender la luz, nos guió en la penumbra hasta la trastienda, donde dos enormes máquinas de limpieza funcionaban a tope, a juzgar por el estrépito de sus motores. Al entrar allí, sólo vi la brasa de un cigarrillo encendido. Luego, el viejecillo cerró la puerta y activó un interruptor para que las bombillas que alumbraban aquel cuarto sin ventanas revelaran la presencia de dos hombres.

—Hola, preciosas —el más joven, un chico delgado que hablaba con acento valenciano, nos dio la mano antes de señalar un armatoste de metal macizo que reposaba sobre una mesa, en el centro de la habitación—. Aquí la tenéis. La otra es igual que esta.

El fumador se limitó a saludarnos con un gesto de la mano. Tenía algo más de treinta años y un rostro extraño, quizás porque sus cejas sobresalían más de lo normal o porque sus ojos, los párpados rasgados, casi plegados en los extremos, parecían tristes. Iba vestido de señor, con un traje de tela cara, bien cortado, mucho mejor que la camisa y el pantalón de su camarada incluso sin contar el sombrero que había enganchado en el respaldo de la silla. Pero después de integrar todos esos rasgos en su imagen, siguió resultándome extraño y no averigüé por qué.

—Manolita —Rita, que había empezado a darle vueltas a la multicopista, me llamó—. Vamos.

—Sí... —a no ser que fuera porque no parecía español, pensé, antes de darme cuenta de que acababa de pensar una tontería.

De todas formas, el misterio del hombre silencioso se disipó en el instante en que me fijé en la máquina, un artefacto complicadísimo con un par de rodillos en alto, a cada lado, y un quinto, el que Silverio me había dicho que no podía servir para imprimir, encajado en el fondo. Mientras mi amiga empezaba a dibujarla, yo intenté conocerla igual que si fuera una persona, fijarme en sus piezas como si fueran los rasgos de una cara, y la toqué, como mi hermano me había contado que solía hacer el Manitas, acariciando los rodillos, las palancas, la carcasa, pero no adelanté mucho. Rita, sin embargo, iba por el tercer dibujo cuando me acerqué a ella.

—Oye, guapa, no gastes tanto papel que luego me lo tengo que meter en el moño.

—Ya —sonrió, sin dejar de trabajar—. No te preocupes. Estoy dibujando los planos por separado. Luego, en casa, te haré un dibujo en el que salga cada cosa en su sitio.

—Bueno, pues dame un papel a mí. Voy a hacerme una lista de piezas para aprendérmela de memoria, porque si no...

—No es tan difícil —el valenciano se acercó, me sonrió—. Mira, te voy a contar lo que sabemos. Parece que hay un mecanismo doble, ¿no? El papel debe entrar por aquí, y por aquí, ¿lo ves?, y después...

Unos minutos más tarde, su camarada se acercó a nosotros sin hacer ruido y le puso una mano en el hombro.

—Me tengo que ir, Luis —escuché y no fui capaz de identificar su acento.

—Muy bien, ya me quedo yo con ellas.

Interrumpió sus explicaciones mientras el hombre del sombrero caminaba hacia la puerta y así pude escuchar la extravagante fórmula que escogió para despedirse de nuestro anfitrión.

—Hasta la vista, ilustre.

—Salud, Heriberto —contestó el viejecillo, pero su interlocutor se paró a su lado para negar con la cabeza.

—Salud no —y le corrigió en un tono que bastó para convencerme de que era el jefe de todos ellos—. Adiós.

—Eso, adiós —el tintorero apretó los ojos e improvisó un gesto de desánimo antes de volverse a mirarle—. Si es que no me sale...

—Pues te tiene que salir, Ceferino.

—Ya... —asintió con la cabeza como si pretendiera darse fuerzas a sí mismo—. Adiós entonces.

—Adiós a todos —dijo Heriberto antes de marcharse.

Rita y yo le respondimos inclinando la cabeza al mismo tiempo y me di cuenta de que su autoridad la había impresionado tanto como a mí. El viejecillo salió tras él, y sólo cuando volvió a entrar mi profesor retomó el hilo.

—Lo que no sabemos es cómo coge la tinta, porque parece que el mecanismo funciona, pero el papel sale tan blanco como cuando entra...

Lo apunté todo muy bien mientras me sentía incapaz de contarle a Silverio lo que estaba viendo, y arrastré aquella vaga sensación de fracaso hasta que me lo encontré a las cinco de la tarde en un locutorio casi vacío.

—Me mimas demasiado, Manolita —me saludó con una sonrisa que no pude descifrar—. No sé qué voy a hacer cuando te canses de mí.

—¿Qué? —me acordé de las pastas y sonreí yo también—. ¡Ah! Si no es nada. Pasa de vez en cuando, ¿sabes?, y nos regalan lo que se estropea. Otro día igual te traigo pasteles o magdalenas, todo hecho migas, eso sí... —pero teníamos algo más importante de lo que hablar—. He ido a ver la máquina.

—¿Y qué tal?

—¡Uf! Será una ganga, no digo que no, pero es complicadísima —hice una pausa mientras el funcionario pasaba por delante de nosotros—. No sé si voy a ser capaz de coser con ella, porque parece que funciona, pero la aguja no coge el hilo, y ni siquiera la dueña sabe por qué...

—Bueno, será cuestión de estudiar el mecanismo, y aquí me sobra tiempo para eso, no te preocupes —se calló mientras el guardia se acercaba a nosotros—. Cuando veas a Martina, dile que Tasio ya se ha puesto bien.

—Eso, que me dijo que había estado vomitando, ¿no?

—Sí. Bueno, con la porquería que nos dan de comer, estamos todos igual —el guardia se paró y le miró, pero él siguió hablando en el mismo tono—. Cuando no son vómitos, son diarreas, aunque yo esta semana no puedo quejarme —y volvió a sonreír—, gracias a ti.

En ese momento, volvió a ocurrir. La sonrisa de Silverio encendió una luz, abrió una puerta, y de repente me encontré con él en otro lado, un lugar que era y no era el locutorio de la cárcel, una realidad paralela donde la verdad y la mentira se fundían en una frontera imprecisa, una tierra de nadie donde creer sin pensar, y sentir sin pensar, y hablar sin pensar, apurando unos minutos de algo semejante al placer de gustar, de coquetear, de mirar al otro con una intensidad capaz de fulminar las alambradas, de borrar cada nudo, cada clavo, hasta deshacerlos con los ojos.

—Pues a ver si hay suerte y sigue fallando la harina —y las alambradas seguían estando ahí—. Aunque en el obrador somos muchas, y hasta que me toque el turno otra vez...

—Con tal de que sigas viniendo a verme —y todo seguía siendo mentira.

—Claro —pero nada lo parecía—. Todos los lunes.

Yo tenía dieciocho años y una vida horrible. Silverio tenía veintitrés, y una vida más horrible que la mía en aquel agujero donde ya llevaba dos años encerrado. A mí casi nunca me pasaba nada bueno. A él, jamás. Si hubiera tenido algo con lo que comparar aquella historia, un novio, un trabajo que me gustara, alguien capaz de hacerse cargo de mí, habría podido comprender lo que me estaba pasando, pero estaba sola, aburrida, cansada. Él esperaba un juicio, la muerte o una condena larga, un traslado a un penal, una prisión aún más penosa, y tampoco podía comparar con nada, con nadie, mis visitas de los lunes. No era culpa mía. No era culpa de Silverio. Era sólo que aquella ficción, aquel amor inocente y fingido que las alambradas protegían del contacto físico, de los peligros de mi confusión y su tartamudez, era mejor que mi vida verdadera, mucho mejor que la suya. Debería haberlo comprendido a tiempo, pero la condición de lo peor es que no se puede comparar con nada, y en mi pobreza, en la del hombre que me sonreía desde el otro lado de una tela metálica, aquellos minutos eran preciosos, balsámicos como una medicina para un enfermo, una ilusión tibia, insensata, o esos sueños donde los muertos siguen estando vivos. Silverio nunca me había gustado, y lo sabía, pero me gustaba deslizarme dentro de una Manolita que no era yo, pero era más feliz que yo, mientras sonreía al hombre del que se estaba enamorando, un preso que tampoco era Silverio, pero era más feliz que él. Tendría que haberme dado cuenta de lo que estaba pasando, pero aquella tarde me lo pasé tan bien que ni siquiera tuve tiempo para preguntarme por qué.

—Cuídate mucho —metí todos los dedos en la alambrada para despedirme.

—Tú también —él volvió a responderme de la misma manera.

Me quedé mirándole mientras hacía la fila y después, aunque el funcionario de la puerta ya estaba dando palmadas para reclamarnos. Antes de salir, se volvió a mirarme. Levanté la mano en el aire para decirle adiós y salí del locutorio despacio, remoloneando sólo por joder. En el camino de vuelta no extrañé nada, y sólo al llegar a casa, mientras subía las escaleras con un brío casi atlético, me di cuenta de que aquel lunes, en contra de todas mis previsiones, no me había cansado en absoluto.

Aquella semana, la otra Manolita le llevó a Silverio dos paquetes, pero los hice yo, uno el martes, con seis nueces, un trozo de bacalao y un bocadillo de queso, y otro el viernes, con unos cuantos pitillos, un poco de membrillo y dos manzanas. Cuando volví a casa, Rita me esperaba en el portal con su carpeta debajo del brazo. Así llegó a mis manos una cuartilla dibujada con tinta china por las dos caras, la multicopista de frente en un lado, desde arriba en el otro, con tanto detalle que en algunos lugares había una flecha que señalaba hacia un recuadro donde había copiado los engranajes o mecanismos que le habían parecido más importantes a una escala mayor.

—Enhorabuena, Rita, porque yo no entiendo nada —le confesé mientras miraba sus dibujos como si fueran el retrato de una persona a la que hubiera conocido el lunes anterior—, pero me parece... No sé, te han salido perfectos.

—Eso espero, porque me he tirado tres noches sin dormir, para que no se enterara mi madre —me quitó el papel de la mano con suavidad y señaló unas rayitas marcadas en el borde—. Esto de aquí son unas guías para que sepas por dónde conviene doblarlo. Las he calculado para que los pliegues tapen las zonas menos complicadas... —me miró y sonrió al interpretar la expresión de mis ojos—. ¿Quieres que lo doble yo?

—Pues sí, mejor.

—¡Ah! Y nada de laca, ¿eh? No vaya a ser que se corra la tinta.

—¡Pues la Palmera se va a poner contento!

Se rió mientras doblaba la cuartilla una y otra vez, hasta plegarla en un fuelle delgado y estrecho.

—Ya está —y me miró como si de repente ella también fuera otra Rita, una desconocida atrapada en el romanticismo de una historia de amor auténtica y ajena—. Me encantaría ir a Porlier a conocer a tu novio, pero ya no tengo a nadie dentro, así que igual voy a buscarte a la salida.

El lunes, cuando llegué a la cárcel, me la encontré saludando a unas y a otras mientras hablaba con ellas de mí, de Silverio, de la rabia que le daba no haberse fijado a tiempo en aquel elemento que me había hecho espabilar tan deprisa. Sus interlocutoras no necesitaban más para lanzarse a hablar como cotorras, y aquel guirigay me pintó una sonrisa que llegó hasta la alambrada.

—Qué bien —Silverio se dio cuenta—. Hoy estás de buen humor.

—Sí, bueno, lo que pasa... ¿Tú llegaste a conocer a Rita?

—La hija de... —no acabó la frase, no hacía falta.

—Justo —le respondí—, mi amiga. Pues está en la calle, esperándome, porque se muere de ganas de entrar a conocerte, pero como no puede, pues...

—¿Ah, sí? —sonrió como si su humor se hubiera igualado con el mío—. ¿Y eso?

—Pues ya ves. Nos hemos convertido en unos enamorados muy famosos dentro y fuera de aquí, no creas... —nos reímos juntos mientras los ¡ohhh! se multiplicaban a nuestro alrededor—. Total, que ha estado preguntando a las demás y te han puesto por las nubes, por cierto.

Era verdad que las mujeres habían hablado bien de él, que era muy majo, muy buen chico, serio, sensato, responsable, como si algún preso tuviera la oportunidad de hacer el golfo. Teodora, incluso, había llegado a decir que se veía que estaba muy enamorado de mí, pero yo no me enteré de eso hasta que salí a la calle para que Rita se colgara de mi brazo, muy sonriente.


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