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Capítulo 83 6 страница

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La directora Sato caminaba ante él dando tranquilas caladas al cigarrillo, algo que en ese entorno tan mimado equivalía a un acto de ecoterrorismo. Su rostro casi parecía demoníaco bajo la luz ahumada de la luna, que entraba por el techo de cristal que se alzaba sobre sus cabezas.

- Entonces -prosiguió Sato-, cuando llegó usted al Capitolio esta noche y descubrió que yo ya estaba allí… tomó una decisión. En lugar de advertirme de su presencia, bajó al subsótano sin hacer ruido y, corriendo un gran riesgo, atacó al jefe Anderson y a mí y ayudó a escapar a Langdon con la pirámide y el vértice. -Se frotó el hombro-. Una decisión interesante.

«Una decisión que volvería a tomar», pensó Bellamy. -¿Dónde está Peter? -preguntó él, enfadado. -¿Cómo voy a saberlo yo? -repuso Sato.

- Parece saberlo todo -espetó Bellamy, sin preocuparse lo más mínimo por ocultar sus sospechas de que, de alguna manera, ella estaba detrás de aquel enredo-. Supo que debía ir al Capitolio, supo dar con Robert Langdon, e incluso supo que tenía que pasar la bolsa de Langdon por el control de rayos X para encontrar el vértice. Es evidente que alguien le está proporcionando mucha información confidencial.

Sato soltó una fría risotada y se acercó a él.

- Señor Bellamy, ¿por eso me atacó usted? ¿Cree que soy el enemigo? ¿Cree que estoy intentando robarle la pirámide de marras? -Sato dio una calada al pitillo y expulsó el humo por la nariz-. Escúcheme bien: nadie entiende mejor que yo la importancia de guardar secretos. Creo, igual que usted, que existe cierta información de la que no debería hacerse partícipe a las masas. Esta noche, sin embargo, han entrado en juego unos factores que me temo usted todavía no ha entendido. El hombre que secuestró a Peter Solomon posee un enorme poder…, un poder del que por lo visto usted aún no es consciente. Créame, es una bomba de relojería andante…, capaz de desencadenar una serie de acontecimientos que cambiarán profundamente el mundo tal y como usted lo conoce.

- No comprendo.

Bellamy se revolvió en el banco, los brazos doloridos por culpa de las esposas.

- No es preciso que comprenda. Es preciso que obedezca. Ahora mismo mi única esperanza de evitar una catástrofe de proporciones colosales reside en cooperar con ese tipo…, y en darle exactamente lo que quiere.

Lo que significa que va usted a llamar al señor Langdon para pedirle que se entregue, junto con la pirámide y su vértice. Cuando Langdon esté bajo mi custodia descifrará la inscripción de la pirámide, obtendrá la información que exige ese hombre y le facilitará exactamente lo que desea.

«¿La ubicación de la escalera de caracol que conduce a los antiguos misterios?»

- No puedo hacerlo. He jurado guardar el secreto.

Sato estalló. -¡Me importa una mierda lo que haya jurado! Lo meteré en la cárcel en menos que canta…

- Amenáceme cuanto quiera -replicó Bellamy con tono desafiante-. No pienso ayudarla.

Sato respiró hondo y dijo en un susurro intimidatorio:

- Señor Bellamy, no tiene ni la más remota idea de lo que está pasando esta noche, ¿no es así?

El tenso silencio se prolongó varios segundos, interrumpido finalmente por el sonido del teléfono de Sato. Ella metió la mano en el bolsillo y lo sacó con impaciencia.

- Habla -repuso, escuchando atentamente la respuesta-, ¿Dónde está ahora el taxi? ¿Cuánto tiempo? Vale, bien. Tráelos al Jardín Botánico.

Por la entrada de servicio. Y asegúrate de que tienes la puñetera pirámide y el vértice.

Sato colgó y se dirigió a Bellamy con una sonrisa de suficiencia en los labios.

- Vaya…, me parece que ya no me es usted de ninguna utilidad.


Capítulo 75

 

Robert Langdon miraba al vacío con cara inexpresiva, demasiado cansado para instar al lento taxista a que acelerara. A su lado, Katherine también había caído en el mutismo, frustrada al no poder entender qué tenía de tan especial la pirámide. Habían vuelto a repasar todo cuanto sabían de la pirámide, el vértice y los extraños acontecimientos que habían sucedido a lo largo de la noche, y seguían sin tener idea de cómo esa pirámide podía considerarse un mapa que llevase a ninguna parte.

«¿"Jeova Sanctus LJnus"? ¿El secreto está dentro de Su Orden?»

Su misterioso contacto les había prometido respuestas si lograban reunirse con él en un lugar concreto. «Un refugio en Roma, al norte del Tiber.» Langdon sabía que la «nueva Roma» de los padres fundadores había sido rebautizada Washington en una etapa temprana de su historia, y sin embargo aún se conservaban vestigios de aquel sueño inicial: las aguas del Tiber seguían afluyendo al Potomac, los senadores todavía se reunían bajo una réplica de la cúpula de la basílica de San Pedro, y Vulcano y Minerva aún velaban por la llama de la Rotonda, extinguida hacía tiempo.

Supuestamente, las respuestas que buscaban Langdon y Katherine los aguardaban tan sólo unos kilómetros más adelante. «Noroeste por Massachusetts Avenue.» Su destino ciertamente era un refugio… al norte del Tiber, el riachuelo que discurría por Washington. A Langdon le habría gustado que el conductor fuese a mayor velocidad.

De pronto Katherine se irguió en el asiento, como si hubiera caído en algo de repente. -¡Dios mío, Robert! -Se volvió hacia él, palideciendo. Titubeó un instante y a continuación afirmó con contundencia-: ¡Vamos mal!

- No, vamos bien -aseguró él-. Está al noroeste por Massachu… -¡No! Me refiero a que no vamos al sitio adecuado.

Langdon se quedó perplejo. Ya le había explicado cómo sabía cuál era el lugar descrito por el autor de la misteriosa llamada. «Alberga diez piedras del monte Sinaí, una del mismísimo cielo y una que tiene el rostro del siniestro padre de Luke.» Sólo había un edificio en el mundo que respondiera a esa descripción. Y allí era exactamente adonde se dirigía el taxi.

- Katherine, estoy seguro de que el lugar es ése. -¡No! -exclamó ella-. Ya no hace falta que vayamos hasta allí. He descifrado la pirámide y el vértice. Sé de qué va todo esto.

Langdon estaba asombrado. -¿Lo has desentrañado? -¡Sí! Y tenemos que ir a Freedom Plaza.

Ahora sí que estaba perdido. La Freedom Plaza, aunque cercana, no parecía venir al caso.

- «Jeova Sanctus Unus» -insistió Katherine-. El único Dios de los hebreos. El símbolo sagrado de los hebreos es la estrella de David, el sello de Salomón, un símbolo importante para los masones. -Sacó un billete de un dólar del bolsillo-. Déjame tu pluma.

Perplejo, Langdon se sacó una estilográfica de la chaqueta.

- Mira. -Ella extendió el billete en el muslo, cogió la pluma y señaló el Gran Sello del dorso-. Si superpones el sello de Salomón al Gran Sello de Estados Unidos… -Dibujó una estrella de David justo sobre la pirámide-. ¡Mira lo que sale!

 

. .

Él miró el billete y luego a Katherine como si se hubiese vuelto loca.

- Robert, mira bien. ¿Es que no ves lo que estoy señalando?

Él observó de nuevo el dibujo.

«¿Adonde demonios quiere llegar?» Langdon ya había visto esa imagen. Gozaba de popularidad entre los teóricos de la conspiración como prueba de que los masones influían secretamente en su joven nación.

Cuando la estrella de seis puntas coincidió con el Gran Sello de Estados Unidos, el vértice superior de la estrella encajaba perfectamente en el ojo que todo lo ve masónico… y, de manera bastante inquietante, los otros cinco vértices claramente apuntaban a las letras M-A-S-O-N.

- Katherine, no es más que una coincidencia, y sigo sin entender qué tiene que ver con Freedom Plaza. -¡Vuelve a mirar! -urgió ella, ahora casi enfadada-. No estás mirando a donde señalo. Justo ahí. ¿Es que no lo ves?

Lo vio un segundo después.

Turner Simkins, el agente de la CIA, se hallaba a la puerta del edificio Adams, el móvil pegado a la oreja en un esfuerzo por escuchar la conversación que se había entablado en la parte posterior del taxi. «Ha pasado algo.» Su equipo estaba a punto de subirse al helicóptero Sikorsky UH60 modificado para dirigirse al noroeste y montar un control, pero por lo visto la situación había cambiado de pronto.

Hacía unos segundos, Katherine Solomon había empezado a insistir en que iban mal. Su explicación -algo relacionado con el billete de un dólar y la estrella de David- no tenía ningún sentido para el jefe de equipo, como al parecer tampoco lo tenía para Robert Langdon. Por lo menos al principio. Ahora, sin embargo, éste parecía haber entendido a qué se refería ella. -¡Dios mío, es cierto! -exclamó-. ¿Cómo no lo he visto antes?

De pronto Simkins oyó que alguien golpeaba la mampara del taxi y ésta se descorría.

- Cambio de planes -informó Katherine al taxista-. Llévenos a Freedom Plaza. -¿A Freedom Plaza? -repitió el hombre, sonando nervioso-. ¿No al noroeste por Massachusetts Avenue? -¡Olvídelo! -chilló Katherine-, A Freedom Plaza. Gire a la izquierda aquí. ¡Aquí! ¡AQUÍ!

El agente Simkins oyó el chirriar de las ruedas al tomar la curva. Katherine hablaba de nuevo con Langdon, presa de los nervios; decía algo sobre el famoso Gran Sello de bronce que había incrustado en la plaza.

- Señora, sólo para confirmar -interrumpió el taxista, la voz tensa-.

Vamos a Freedom Plaza, en la esquina de Pennsylvania Avenue y Thirteenth Street, ¿no?

- Sí -repuso ella-. Dese prisa.

- Está muy cerca. A dos minutos.

Simkins sonrió. «Bien hecho, Ornar.» Mientras salía disparado hacia el ocioso helicóptero, gritó a su equipo: -¡Ya son nuestros! ¡A Freedom Plaza! ¡Moveos!

 


Capítulo 76

 

Freedom Plaza es un mapa.

Ubicada en la esquina de Pennsylvania Avenue con Thirteenth Street, la plaza de la libertad refleja en su vasta superficie de piedra las calles de Washington según fueron concebidas en su día por Pierre 1'Enfant. La plaza es un popular destino turístico no sólo porque es divertido caminar sobre el gigantesco mapa, sino también porque Martin Luther King hijo, por quien recibe el nombre el lugar, escribió gran parte de su discurso «Tengo un sueño» en el cercano Willard Hotel.

El taxista Omar Amirana no paraba de llevar turistas allí, pero esa noche estaba claro que sus dos pasajeros no eran visitantes normales y corrientes. «¿Los persigue la CIA?» Omar apenas se había detenido junto a la acera cuando el hombre y la mujer se bajaron de un salto.

- No se vaya -pidió el hombre de la americana de tweed a Omar-.

Ahora mismo volvemos.

El taxista vio que los dos se lanzaban a los abiertos espacios del enorme mapa, señalando con el dedo y hablando a voces mientras escudriñaban la geometría de las distintas calles. Omar cogió el móvil del salpicadero.

- Señor, ¿sigue ahí? -¡Sí, Omar! -vociferó el aludido al otro lado de la línea por encima de un estruendo que hacía que apenas se lo oyera-, ¿Dónde están ahora?

- Fuera, en el mapa. Es como si buscaran algo.

- No los pierda de vista -ordenó el agente-. Ya casi estoy ahí.

Omar vio que los dos fugitivos daban de prisa con el famoso Gran Sello de la plaza, uno de los medallones de bronce de mayor tamaño del mundo. Permanecieron allí un instante y después empezaron a señalar al suroeste. Acto seguido, el de la americana de tweed volvió al taxi a la carrera. Omar se apresuró a dejar el móvil en el salpicadero cuando el hombre llegó, sin aliento. -¿Por dónde queda Alexandria, Virginia? -preguntó. -¿Alexandria?

Omar señaló en dirección suroeste, justo hacia donde ellos acababan de apuntar.

- Lo sabía -susurró, jadeante, el hombre. Dio media vuelta y le chilló a la mujer-: Tienes razón. ¡Alexandria!

Entonces ella hizo que su acompañante fijara su atención en el otro lado de la plaza, en un letrero iluminado que decía «Metro» y no estaba muy lejos de allí.

- La línea azul va directa. Es la estación de King Street.

A Omar le entró el pánico. «Oh, no.»

El hombre se volvió hacia el taxista y le dio unos billetes, demasiados, por la carrera.

- Gracias. Es todo.

Cogió la bolsa y salió pitando.

- Esperen. ¡Puedo llevarlos! Sé dónde es.

Pero era demasiado tarde. El hombre y la mujer ya cruzaban la plaza a toda velocidad. Desaparecieron por la escalera que bajaba a la estación de Metro Center.

Omar echó mano del móvil. -¡Señor! Han bajado corriendo al metro. No he podido impedírselo.

Van a coger la línea azul en dirección a Alexandria.

- No se mueva de ahí -chilló el agente-. Llegaré dentro de quince segundos.

Omar miró el fajo de billetes que le había entregado el hombre. Por lo visto, el que quedaba encima era el que habían utilizado: se veía una estrella de David sobre el Gran Sello de Estados Unidos. En efecto, las puntas de la estrella señalaban unas letras: MASON.

Sin previo aviso, Omar sintió a su alrededor una vibración ensordecedora, como si un volquete estuviese a punto de chocar contra su taxi.

Alzó la vista, pero la calle estaba desierta. El ruido fue en aumento y, de pronto, un helicóptero negro de líneas depuradas salió de la noche y aterrizó con contundencia en mitad del mapa de la plaza.

De él se bajó un grupo de hombres vestidos de negro, la mayoría de los cuales echaron a correr hacia la estación de metro. Sin embargo, uno fue disparado al taxi de Omar. Abrió la puerta con brusquedad. -¿Omar? ¿Es usted?

El aludido asintió, atónito. -¿Han dicho adonde se dirigían? -inquirió el agente.

- A Alexandria, a la estación de King Street -respondió el taxista-. Me ofrecía llevarlos, pero… -¿Han dicho a qué lugar de Alexandria?

- No. Estuvieron mirando el medallón del Gran Sello de la plaza, preguntaron dónde quedaba Alexandria y me pagaron con esto. -Le entregó al agente el billete de un dólar con el extraño dibujo. Mientras éste estudiaba el billete, Omar cayó en la cuenta. «¡Los masones! ¡Alexandria!» Uno de los edificios masónicos más famosos de Norteamérica se encontraba en Alexandria-. ¡Lo tengo! -espetó-. El George Washington Masonic Memorial. Está justo enfrente de la estación de King Street.

- Es verdad -convino el agente, que al parecer había llegado a la misma conclusión cuando el resto de sus hombres regresaba de la estación a toda marcha.

- Los hemos perdido -informó uno de ellos-. El tren de la línea azul acaba de salir. No están abajo.

El agente Simkins consultó el reloj y se dirigió de nuevo a Omar. -¿Cuánto tarda en llegar el metro a Alexandria?

- Por lo menos, diez minutos. Probablemente más.

- Omar, ha hecho un trabajo excelente. Gracias.

- Claro. ¿De qué va todo esto?

Pero el agente Simkins ya corría hacia el helicóptero, gritando por el camino. -¡Estación de King Street! Llegaremos antes que ellos.

Desconcertado, Omar vio cómo levantaba el vuelo el gran aparato negro, que se ladeó para enfilar hacia el sur por Pennsylvania Avenue y acto seguido se perdió en la noche.

Bajo los pies del taxista, un tren subterráneo cobraba velocidad a medida que se alejaba de Freedom Plaza. A bordo iban Robert Langdon y Katherine Solomon, resoplando, sin decir palabra mientras el tren los acercaba a su destino.

 


Capítulo 77

El recuerdo siempre empezaba de la misma manera.

Cafa…, se precipitaba de espaldas hacia un río helado que corría por el cauce de un profundo barranco. En lo alto, los crueles ojos grises de Peter Solomon miraban más allá del cañón de la pistola de Andros. Mientras caía, el mundo se iba alejando, todo desaparecía a medida que a él lo iba envolviendo la nube neblinosa formada por la cascada que se derramaba río arriba.

Durante un instante todo fue blanco, como el cielo.

Entonces impactó contra el hielo.

Frío. Negrura. Dolor.

Caía en picado, arrastrado por una fuerza poderosa que lo estrellaba sin piedad contra las piedras en un vacío de una frialdad insoportable. Sus pulmones necesitaban aire, y sin embargo los músculos del pecho se habían contraído de tal forma con el frío que él ni siquiera era capaz de respirar.

«Estoy debajo del hielo.»

Cerca del salto de agua, al parecer, el hielo era fino debido a las turbulencias, y Andros lo había atravesado. Ahora era barrido corriente abajo, atrapado bajo un techo transparente. Arañó el hielo por debajo para intentar romperlo, pero carecía de punto de apoyo. El agudo dolor que le producía el orificio de bala que se abría en su hombro empezaba a desvanecerse, al igual que el de las perdigonadas; ambos eran anulados por el paralizante cosquilleo del entumecimiento.

La corriente era cada vez más veloz, lo empujaba hacia un recodo del río. Su cuerpo pedía oxígeno a gritos. De pronto se enredó en unas ramas y quedó encajado en un árbol que había caído al agua. «¡Piensa!» Palpó una rama con desesperación hasta llegar a la superficie y dar con el punto en que la rama perforaba el hielo. Sus dedos hallaron el minúsculo espacio abierto que rodeaba la rama y él tiró de los bordes tratando de agrandar el orificio; una vez, dos, la abertura se ensanchaba, ahora medía varios centímetros de lado a lado.

Tras apoyarse en la rama, echó atrás la cabeza y pegó la boca a la abertura. El invernal aire que entró en sus pulmones se le antojó caliente.

La repentina irrupción de oxígeno alimentó sus esperanzas. Plantó los pies en el tronco e hizo fuerza hacia arriba con la espalda y los hombros.

El hielo que rodeaba el árbol caído, atravesado por ramas y rocalla, ya estaba debilitado, y cuando él clavó las poderosas piernas en el tronco, su cabeza y sus hombros rompieron el hielo y emergieron a la noche de invierno. El aire inundó sus pulmones. Todavía sumergido en su mayor parte, se retorció con vehemencia, impulsándose con las piernas, tirando con los brazos, hasta que finalmente salió del agua y se vio tumbado en el desnudo hielo, jadeante.

Andros se quitó el empapado pasamontañas y se lo guardó en el bolsillo. Acto seguido volvió la cabeza hacia donde suponía que se encontraba Peter Solomon, pero el recodo del río le impedía ver nada. El pecho le ardía de nuevo. Sin hacer ruido, acercó una rama pequeña y la tendió sobre el orificio para ocultarlo. La abertura volvería a estar congelada por la mañana.

Mientras Andros se adentraba en el bosque, comenzó a nevar. No tenía la menor idea de lo que llevaba andando cuando salió del arbolado y se vio ante un terraplén contiguo a una carretera estrecha. Deliraba y presentaba señales de hipotermia. La nieve caía con más ganas, y a lo lejos distinguió unos faros que se aproximaban. Andros se puso a hacer señales como un loco, y la solitaria camioneta se detuvo en el acto. La matrícula era de Vermont. Del vehículo salió un anciano con una camisa de cuadros roja.

Andros se acercó a él tambaleándose, las manos en el ensangrentado pecho.

- Un cazador… me ha disparado. Necesito un… hospital.

Sin vacilar, el anciano de Vermont ayudó a Andros a entrar en la camioneta y subió la calefacción. -¿Dónde está el hospital más cercano?

Andros lo desconocía, pero señaló en dirección sur.

- La próxima salida.

«No vamos a ningún hospital.»

Al día siguiente se denunció la desaparición del anciano de Vermont, pero nadie sabía en qué punto del viaje había podido producirse la desaparición con aquella tormenta de nieve cegadora. Tampoco se relacionó dicha desaparición con la otra noticia que salió en primera plana al día siguiente: el sobrecogedor asesinato de Isabel Solomon.

Cuando Andros despertó, estaba tendido en la desolada habitación de un motel barato que estaba cerrado y entablado durante la temporada.

Recordaba haber entrado, haberse vendado las heridas con unas tiras de sábana y haberse acurrucado en una endeble cama bajo un montón de mantas que olían a humedad. Estaba muerto de hambre.

Fue al cuarto de baño como pudo y vio en el lavabo los perdigones llenos de sangre. Se acordaba vagamente de habérselos sacado del pecho.

Tras alzar la vista al sucio espejo, se retiró de mala gana los sanguinolentos vendajes para calibrar los daños. Los endurecidos músculos del pecho y el abdomen habían impedido que los perdigones penetraran demasiado, y sin embargo su cuerpo, antes perfecto, parecía un colador. La única bala disparada por Peter Solomon al parecer le había atravesado el hombro limpiamente, dejando un cráter ensangrentado.

Para colmo, Andros no había logrado obtener aquello para lo que se había desplazado hasta allí: la pirámide. Las tripas le sonaban, y se acercó con dificultad hasta la camioneta con la esperanza de encontrar algo de comida. El vehículo estaba cubierto de una gruesa capa de nieve, y Andros se preguntó cuánto tiempo habría estado durmiendo en el viejo motel. «Menos mal que me he despertado.» En el asiento delantero no encontró nada que comer, pero sí unos analgésicos para la artritis en la guantera. Se tomó un puñado, que tragó con ayuda de varios montones de nieve.

«Necesito comer.»

Unas horas después, la camioneta que salió de detrás del viejo motel no se parecía en nada a la que había entrado en él dos días antes. Le faltaban la capota, los tapacubos, las pegatinas del parachoques y toda la demás parafernalia. La matrícula de Vermont también había desaparecido, sustituida por la de una vieja camioneta de mantenimiento que Andros encontró aparcada junto al contenedor del motel, en el que se deshizo de las sábanas ensangrentadas, los perdigones y todo lo que apuntaba a su presencia allí.

No había renunciado a la pirámide, pero por el momento tendría que esperar. Debía esconderse, curarse y, sobre todo, comer. Dio con un restaurante de carretera en el que se dio un atracón de huevos, beicon, patatas fritas y tres vasos de zumo de naranja. Cuando hubo terminado pidió más comida para llevar. De nuevo en la carretera, Andros estuvo escuchando la vieja radio de la camioneta. Llevaba sin ver la televisión y leer un periódico desde que sufrió aquella dura prueba, y cuando finalmente oyó una emisora local, las noticias lo dejaron pasmado.

- «Investigadores del FBI continúan su búsqueda del intruso armado que asesinó a Isabel Solomon en su casa de Potomac hace dos días -informaba el locutor-. Se cree que el asesino atravesó el hielo y fue arrastrado hasta el mar.»

Andros se quedó helado. «¿Que asesinó a Isabel Solomon?» Continuó conduciendo callado, perplejo, escuchando la noticia entera.

Era hora de alejarse, y mucho, de ese lugar.

El apartamento del Upper West Side ofrecía unas vistas imponentes de Central Park. Andros se había decidido por él porque el mar de verdura que se extendía bajo su ventana le recordaba a las vistas del Adriático a las que había renunciado. Aunque sabía que debía alegrarse de estar vivo, no era ése el caso. El vacío no lo había abandonado, y se dio cuenta de que estaba obsesionado con el fallido intento de robarle la pirámide a Peter Solomon.

Había pasado muchas horas investigando la leyenda de la pirámide masónica, y aunque nadie parecía ponerse de acuerdo en si la pirámide era o no real, todo el mundo coincidía en la famosa promesa de sabiduría y poder inmensos. «La pirámide masónica es real -se dijo Andros-, La información privilegiada de que dispongo es irrefutable.»

El destino había situado la pirámide al alcance de Andros, y él sabía que cerrar los ojos ante ese hecho era como tener un billete de lotería premiado y no cobrarlo. «Soy el único no masón vivo que sabe que la pirámide es real… y que conoce la identidad de su custodio.»

Habían transcurrido meses, y aunque su cuerpo había sanado, Andros ya no era el gallito que había sido en Grecia. Había dejado de hacer ejercicio y de admirarse desnudo ante el espejo. Tenía la sensación de que su cuerpo empezaba a mostrar los estragos de la edad. Su piel, otrora perfecta, era un mosaico de cicatrices, lo que no hacía sino aumentar su abatimiento. Seguía dependiendo de los analgésicos que lo habían acompañado a lo largo de su recuperación, y sentía que volvía al estilo de vida que lo había llevado hasta la prisión de Soganlik. Le daba lo mismo. «El cuerpo quiere lo que quiere.»

Una noche estaba en Greenwich Village comprándole drogas a un hombre que exhibía en el antebrazo un largo rayo dentado. Andros se interesó por él, y el tipo le dijo que el tatuaje tapaba una gran cicatriz que le había dejado un accidente de coche. «Ver la cicatriz todos los días me recordaba el accidente -explicó el camello-, así que me tatué encima un símbolo de poder personal. Recuperé el control.»

Esa noche, colocado con la nueva remesa de drogas, Andros entró haciendo eses en el local de un tatuador y se quitó la camiseta.

- Quiero tapar las cicatrices -informó.

«Quiero recuperar el control.» -¿Taparlas? -El hombre le echó un vistazo al pecho-. ¿Con qué?


Дата добавления: 2015-10-26; просмотров: 151 | Нарушение авторских прав


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