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Isabel San Sebastián 2 страница



—Me quedarán anchos y se notará que no son nuevos. Su corte está anticuado. Les faltan pliegues y adornos. Las faldas son demasiado cortas, sin vuelo...

—Te ceñirás el que más te guste con el cinturón que te trajo tu padre de Barcelona. Recuerda que está bordado por los mejores artesanos moros de aquellas tierras. Nadie tendrá uno igual. ¿Tú te crees que todas las damas pueden permitirse un atuendo nuevo para cada acontecimiento? ¡Dios nos asista! No habría bolsa capaz de sufragar semejante gasto. ¡Con el precio que alcanzan las buenas telas! Para aprovechar lo que hay están las costureras y la imaginación. Con tu figura, además, estarás radiante te pongas lo que te pongas.

—¿Y qué zapatos llevaré? ¿Cómo me arreglaré el cabello? No habrá modo de ocultar esos horribles granos que arrasan mi frente... ¡No iré, no me mostraré ante todos así, hecha un adefesio!

Llegadas a ese punto y colmada su paciencia, la señora del castillo se puso seria y recriminó a su hija con severidad una frivolidad más propia de sus años que de su religión y de su clase.

—Ya eres una mujer —le dijo—. ¡Compórtate como tal!

Estaba decidida a educarla de acuerdo con el código rígido que tendría que regir a partir de entonces su conducta, en la que no habría espacio para semejantes rabietas. Era su manera de mostrar amor a esa hija de cabellos color avellana, ojos alegres y mejillas de seda, nacida bajo el signo de la Rueda de la Fortuna: la carta de los cambios constantes, las aventuras y la superación.

Las vivencias que aguardaban a Braira a lo largo de su vida desbordarían ampliamente las murallas de Fanjau y las de su regazo, como intuía claramente Mabilia, incluso sin necesidad de recurrir a la adivinación, por el modo en que miraba a su alrededor siempre hambrienta de experiencias nuevas. A fin de que pudiera desenvolverse en los distintos escenarios que iba a depararle el futuro, era menester que aprendiera a actuar cuanto antes con arreglo a su condición social. Y para ello era indispensable la disciplina que aplicaba su madre. De momento, sin embargo, la excursión que iban a emprender las llevaría juntas, por el mismo camino, hasta Montpellier, en un recorrido de dos o tres días que no planteaba la menor dificultad. ¿Qué era entonces lo que tenía así de desazonada a la señora de Belcamino?

Los naipes, esos endiablados naipes cuya voz la cautivaba, que se empeñaban en augurar acontecimientos desagradables.

—Dejémonos de tonterías y observa detenidamente lo que voy a mostrarte —propuso a su hija, que se había quedado mustia tras la reprimenda—. Estoy cansada de tejer. Cierra la puerta para que nadie nos moleste y presta atención. Tienes que aprender a descifrar este lenguaje.

Ante la mirada de Braira, cuya curiosidad había eclipsado cualquier otra inquietud, sacó de un escondite disimulado en un arcón una baraja que conservaba como el mayor de sus tesoros, y se dispuso a consultar al Tarot.

Cada carta, hasta un total de veintidós, tenía el tamaño de una mano abierta y estaba cortada en piel de cordero nonato, curtida, tratada y pulida hasta convertirla en pergamino de la mejor calidad. Las figuras, pintadas con esmero por manos sabias, representaban a distintos personajes, encarnación de una intrincada simbología. Destacaban los colores rojo, oro, verde y azul añil.

Braira, que había convivido con ese juego desde la cuna, observaba las tiradas de su madre con una mezcla de diversión y respeto, esforzándose por memorizar comprendiendo. Mabilia la consideraba ya lo suficientemente madura como para adentrarse en el misterio de su interpretación, por lo que ponía su mejor empeño en abrirle esa puerta a la vez lúdica y mágica.



—Las cartas encierran un código que sólo las iniciadas como nosotras podemos penetrar. Esfuérzate en dominarlo. Ellas te ayudarán a tomar decisiones que de otra forma te resultarían imposibles. Te contarán historias fascinantes. Te permitirán ayudar a los demás, orientándoles en la oscuridad. Te revelarán sus secretos más íntimos. Te otorgarán el conocimiento necesario para solucionar conflictos aparentemente irresolubles. Te iluminarán el corazón V le darán igualmente acceso a pensamientos, emociones, pasiones y temores que anillan en nuestro interior sin que seamos capaces de expresarlos o incluso reconocerlos.

—¿No es contrarío este juego a las enseñanzas de nuestra Iglesia, madre? —constató la alumna, que captaba de un modo instintivo la contradicción existente entre lo que le contaba su maestra sobre esos objetos misteriosos y la fe que ella misma le había inculcado en un Dios omnipotente, principio y fin de todas las cosas.

—En absoluto, hija mía. Todo lo que nos rodea está escrito por la mano del Creador. La disposición de los astros, el zodiaco, el Tarot. Todos ellos son lenguajes que nos ofrece el Todopoderoso. Sólo hay que saber leerlos. Y en todo caso siempre puedes jugar sin dar trascendencia al juego, aunque a medida que te sumerjas en sus profundidades te será difícil tomártelo a broma.

—¿Quién te enseñó a ti?

—Mi madre, quien había recibido a su vez ese don de una esclava nacida y criada en las lejanas estepas de Panonia.

—¿De dónde?

—De tierras gélidas, paganas, donde habita el misterio.

—¿Qué he de hacer? —inquirió la chica, cautivada por esa intriga.

—Observar lo que yo hago y fijarte en las cartas, en las figuras que van apareciendo, su mirada, su posición recta o invertida, el orden que guardan con respecto a la que la precede y la sigue... Tus ojos se irán abriendo hasta que un día veas todo claro. Y ese día, hija, habrás adquirido un poder que habrás de administrar con cuidado. Un poder que los hombres buscarán y temerán, que te podrá encumbrar o que será tu ruina. En cualquier caso, serás la reina de las fiestas —concluyó, quitando hierro deliberadamente a lo que acababa de decir.

—¡Sí! —Se entusiasmó Braira—. Quiero llegar a ser tan hábil como tú. Estaré atenta.

Tras barajar lentamente durante un buen rato, Mabilia sacó cuatro cartas del montón y las dispuso ante sí en una mesita baja, una a continuación de la otra, separadas por un estrecho margen: el ayer, el hoy, el mañana y el camino. Con horror, descubrió que esta última era la Muerte, del revés. Una figura que borró instantáneamente la sonrisa de su rostro y le quitó las ganas de jugar.

La segadora aparecía con su guadaña ensangrentada, su osamenta al descubierto y su dentadura hambrienta, rodeada de cabezas y miembros amputados, con la calavera apuntando hacia el infierno. Un augurio seguro de dolor. El anuncio de hechos violentos, incluso trágicos, incomprensible en vísperas de una boda.

¿A qué vendría ese aviso?

—Otro día seguiremos —dijo a su hija—. Acabo de recordar que me esperan en la cocina para decidir lo que se servirá en la cena. —¡Por favor! —suplicó la niña. —Ahora no. No insistas. Por tu propio bien debemos dejarlo.

 

 

Con un sabor agridulce en el paladar y el anhelo de haber equivocado la lectura, Mabilia cabalgaba un par de días más tarde, junto a su familia, hacia la propiedad de unos conocidos, cercana a la capital del condado de la Provenza, donde se alojarían para asistir al enlace real que recogerían los historiadores.

Toda la nobleza local había sido convocada a presenciar el evento, pues, además de su carácter festivo, suponía una promesa de paz y prosperidad que el pueblo recibía con júbilo. Si no se producían guerras, como las que habían devastado la región en las décadas precedentes, no habría levas forzosas, ni incendios de cultivos, ni saqueos indiscriminados. Si la paz fuese esta vez posible... Ese sueño repicaba en los ánimos con más alborozo aún que las campanas de las iglesias.

La ciudad estaba a rebosar. En las posadas sobresaturadas de curiosos no cabía un alfiler y los más avispados hacían su agosto alquilando una cama o un balcón con vistas a la calle por precios astronómicos. Todos querían ver de cerca a ese rey apuesto, valiente, galante, amante de los bailes y del juego, libertino y derrochador, cuyas glorias en los campos de batalla y del amor cantaban en sus trovas los juglares. A ese gigante rubio, ascendido al trono antes de cumplir los veinte años, llamado a devolver a su reino la honra tras la derrota sufrida por la Cristiandad hispana frente a los sarracenos en Alarcos.

Ahora, en el esplendor de su juventud, Pedro se casaba con María a fin de incorporar a sus dominios la ansiada villa de la que ella era dueña, entregándole a cambio el Rosellón y la promesa de no repudiarla nunca. Quedaba de esa forma sellado un pacto formal que obligaba a los soberanos de Aragón y Tolosa a prestarse mutuo socorro en caso de conflicto, respaldarse, aconsejarse, unirse y asistirse ante cualquier enemigo. Un acuerdo que no tardaría en ser puesto a prueba por la fuerza brutal de los hechos, hasta las últimas consecuencias.

Pero en el día de sus esponsales nada permitía presagiar que algo malo pudiese suceder al feliz esposo. Su cuñado por partida doble, el conde Raimundo, le había prestado ciento cincuenta mil sueldos, suficientes para pagar un convite digno de su rango que haría las delicias de todos los presentes. Gracias a ellos correría el mejor vino, se asarían terneros, corderos y cabritos suficientes para saciar el apetito de nobles y villanos, los reposteros se lucirían preparando dulces de miel y almendra, perfumados con aromas de romero, e incluso habría marisco y pescado fresco, traídos entre hielos desde el litoral en carros tirados por caballos veloces, que los invitados recibirían, seguro, entre exclamaciones de admiración. ¿No era eso lo más parecido a la dicha que podía alcanzarse en esta vida? En opinión del rey, lo era sin lugar a dudas.

La familia de los De Laurac carecía de la dignidad necesaria para acceder al interior de la iglesia de los Templarios en la que los novios se juraron fidelidad, pero estaba lo suficientemente cerca de la puerta como para contemplar sus rostros a la salida. Pedro caminaba erguido, serio, con el orgullo reflejado en la mirada altiva y una media sonrisa burlona. María parecía, en cambio, triste. Pese a la riqueza de sus vestiduras de brocado y terciopelo, al resplandor de sus joyas y a la belleza de sus rasgos casi infantiles, su gesto denotaba una pena lejana. Como si se supiera arrastrada por un destino decidido a zarandearla como a una muñeca de trapo.

 

 

De tan delicada cuestión iban hablando unos días más tarde Braira y Beltrán, joven escudero a su servicio, mientras regresaban a Belcamino tras apurar el festejo.

El campo olía a tomillo y hierbabuena, cuyo aroma alimentaban las lluvias recién caídas. Todavía no apretaba el calor y la calzada estaba desierta. Aquel paseo era un regalo que disfrutaban los chicos ensayando con deleite el arte de la galantería, pues no eran muchas las ocasiones que tenían para hablar a solas.

Braira era la única hija del señor de la heredad, mientras Beltrán había nacido en las caballerizas, vástago de un palafrenero sin nombre ni fortuna. Pese a ello, ambos se frecuentaban desde muy pequeños, pues a nadie en Belcamino se le ocurría pensar que pudieran llegar a ser algo más que compañeros de juegos.

A nadie más que a Beltrán.

El chico era apuesto, espabilado, tenía ingenio y aprendía deprisa, lo que le había hecho acreedor a un puesto en la escuela de Fanjau sufragado por su amo. Bruno le tenía afecto y quería hacer de él un caballero, por lo que, una vez que había aprendido cuatro rudimentos de gramática, retórica y matemática, le obligaba a entrenarse en el manejo de las armas. A él la espada le atraía decididamente menos que los libros o la flauta, por los que descuidaba su formación militar, lo que le valía buenas reprimendas a cargo de su señor. A cambio, recitaba con verdadera pasión, era ameno al conversar e incluso bailaba mejor que la mayoría. Un perfecto trovador.

Caminaban muy juntos, llevando a sus monturas del ronzal, bajo el sol gozoso de junio. Habían partido al amanecer, con el resto de la familia y los sirvientes, pero se habían ido rezagando hasta perderles de vista, distraídos con la conversación que mantenían.

—Ninguna mujer debería ser obligada a casarse violentando a su corazón —sostenía la muchacha con firmeza, frunciendo el ceño en un gesto que a Beltrán le parecía irresistible.

—Es que el amor nada tiene que ver con el matrimonio, mi señora. De todos es conocido que una cosa son los negocios de la tierra, el patrimonio o los apellidos, y otra muy distinta los de la pasión.

—¿Y por qué han de estar reñidos? ¿No es legítimo aspirar a encontrar el amor verdadero en un esposo al que se pueda respetar, honrar y obedecer ante los ojos de Dios?

—Claro que sí, hermosa Braira, aunque no es frecuente que tal prodigio acontezca. Además sabéis tan bien como yo que a los ojos de nuestro Dios cualquier deseo carnal ha de ser combatido hasta la derrota. ¿Es posible tal sacrificio? ¿Está al alcance de nuestra flaqueza o conviene que aceptemos cuanto antes nuestra condición de pecadores, dándonos a los goces y al placer en el corto espacio de nuestra vida?

—¿Qué responde a esa pregunta vuestra trova? —le provocó ella con ingenuidad fingida.

—Os lo diré con poesía:

 

Es propio del amante

de una buena dama

que sea sabio y prudente

y cortés y moderado

y que no se preocupe ni se lamente...

En ésas andaban, ensimismados el uno en el otro, cuando se dieron de bruces con un tronco caído que obstruía el sendero por el que transitaban.

Al principio no le dieron importancia, ocupados como estaban en sus coqueteos, pues ninguno de los dos tenía aún desarrollado el sentido del peligro. Pero cuando vieron a un grupo de forajidos descolgarse con cuerdas de los árboles que les rodeaban, con intenciones claramente aviesas, comprendieron, demasiado tarde, que habían sufrido una emboscada.

Beltrán animó a Braira a que montara, en un intento desesperado de emprender la huida. El aspecto de esos desarrapados resultaba muy inquietante. Iban armados con cuchillos, alguno llevaba una vieja cota de malla sobre el jubón y, para empeorar las cosas, no hablaban la lengua occitana, sino la de Oil, propia de franceses. Mal indicio.

Desde hacía algún tiempo, los legados papales, Pedro de Castelnau, Raúl de la Fontfría y Arnau de Amaury, antiguo abad de Poblet ascendido hasta la cabecera de la orden del Císter, recorrían la región instando a los cátaros a que regresan al redil católico y animando a sus protectores a castigar a los que se negaran a hacerlo. La propia Montpellier acababa de aprobar un decreto de expulsión de los herejes albigenses, que no se aplicaba con excesivo rigor y del cual los dos jóvenes viajeros no tenían, por supuesto, la menor noticia. Lo que sí sabían, por haberlo oído comentar en sus casas, era que esos dignatarios se desplazaban en carruajes lujosos, rodeados de boato y recubiertos de alhajas, lo cual no sólo gustaba poco a los habitantes de esa tierra que apreciaba la sencillez, sino que constituía una invitación explícita al robo para una legión de harapientos procedentes de todas partes. Chusma contratada para garantizar su seguridad y chusma de bandidos, maleantes y salteadores atraída por sus riquezas. Chusma, al fin al cabo, acudida al olor de una muerte inminente. Buitres hambrientos de carroña.

—¡Vámonos de aquí enseguida! —urgió el escudero a Braira.

—¡¿Cómo?!

Aterrada, la muchacha se puso a gritar a voz en cuello pidiendo auxilio, mientras intentaba subir a su caballo con la ayuda de un Beltrán entumecido por el miedo e incapaz de vencer el engorro de las faldas, sayas y demás ropajes que entorpecían los movimientos de su dama.

El primer golpe tumbó al chico. Le habían dado con una maza en la cabeza antes de que pudiera reaccionar, dejándole tendido en el polvo con un hilillo de sangre manando de la herida abierta. A ella la sujetaron entre dos, mientras se defendía a patadas, mordiscos y arañazos.

Sin dejar de forcejear, vio cómo revolvían sus alforjas y las de su compañero en busca de botín, cómo rebuscaban en los bolsillos de éste y cómo la miraban a ella, con más que codicia en los ojos. Uno de los asaltantes, que olía a establo y exhalaba un aliento tan podrido como sus dientes, la tiró al suelo de un empujón, a la vez que se bajaba los calzones entre gorgoteos incomprensibles.

Todo parecía irreal. Unos minutos antes escuchaba palabras galantes de labios de su juglar y ahora estaba a punto de perder la honra bajo el peso de una bestia de aspecto vagamente humano. ¿Podía el hombre transformarse tanto?

Chilló y se resistió con todas sus fuerzas confiando en que llegara ayuda, pero fue en vano. Afortunadamente para ella, los secuaces de su agresor se divertían contemplando la desigual pelea, formando un círculo a su alrededor y animando con obscenidades al que trataba de violarla, en lugar de inmovilizarla. Eso le permitió propinarle un rodillazo en la entrepierna, que le arrancó un aullido lastimero y transformó su rostro en una máscara de odio.

Braira sintió entonces lo que es el verdadero terror. La bestia que tenía encima respondió a la patada con un puñetazo y el mundo que la rodeaba se desvaneció en tinieblas.

 

Capítulo III

 

 

Cuando despertó, su hermano le sujetaba la cabeza taponando con un lienzo la hemorragia provocada por el golpe. De la parte baja de la frente, entre los ojos, le brotaba un dolor punzante, de una intensidad desconocida hasta entonces para ella, que irradiaba en todas las direcciones y le arrancaba un torrente de lágrimas ajenas por completo a la tristeza. Le habían roto la nariz.

Mientras recuperaba poco a poco la consciencia, entornando los párpados a fin de protegerse de la luz, interrogó a Guillermo con los ojos.

—No te preocupes, pequeña, todo está bien, ya estás a salvo. —¿Beltrán?

—Él también está vivo, aunque tiene una brecha que ha necesitado varios puntos. Los ha recibido sin rechistar, como un valiente. —Le guiñó un ojo. Luego, señalando a una pareja de frailes que permanecía en pie a su lado, observando la escena, añadió—: Estos hombres ahuyentaron a vuestros agresores antes de que fuera demasiado tarde y enseguida llegamos nosotros. Dos de esos canallas han conseguido escapar, llevándose vuestros caballos, pero a tres los hemos cogido y pagarán con sus vidas este ultraje. —¿Padres? —inquirió ella con voz débil.

—Se habían adelantado y no debieron de oír tus gritos. Estarán ya cerca de Fanjau, preguntándose en qué nos habremos entretenido. Afortunadamente, uno de los soldados que iba conmigo sí oyó algo y me avisó. Pero el mérito, créeme, no es mío sino de ellos.

Braira se incorporó. Aunque se sentía como si su cabeza fuese una calabaza utilizada para afinar la puntería con el arco, quería ver de cerca el rostro de sus salvadores.

Uno de ellos era un anciano de barba blanca, gesto apacible y cabello cano. El otro, en cambio, mostraba la apostura de la madurez temprana, iluminada por una mirada entre seductora y amenazante, tan intensa como indescifrable. Puro fuego surgido directamente de las profundidades de un alma inquieta.

Su porte, lejos de corresponderse con la humildad que una asociaría a un monje, era caballeresco, casi altivo, propio de la nobleza terrateniente castellana a la que pertenecía su familia, según contó él más tarde. Desprendía un magnetismo especial que la impresionó vivamente, hasta el punto de que apenas se fijó en su delgadez extrema, mal disimulada por el hábito raído que vestía.

Mientras compartían leguas camino de Fanjau, adonde también se dirigían sus salvadores, éstos explicaron a los De Laurac la misión que les había llevado tan lejos de su hogar, situado en las Españas.

—Venimos de Roma, donde hemos sido recibidos en audiencia por el santo padre —relató el de mayor edad, que dijo llamarse Diego de Acebes y ser obispo de Osma, una localidad de Castilla cercana a la frontera en la que moros y cristianos peleaban por una misma tierra—. Mi hermano, Domingo de Guzmán, y yo mismo, queríamos su permiso para dedicarnos al apostolado entre los paganos eslavos, pero su santidad nos ha encomendado otra misión. —Tras una pausa destinada a beber del odre que le ofrecía uno de los sirvientes de los barones, prosiguió con su relato—: Le encontramos entristecido por las heridas que sufre nuestra querida Iglesia, además de abrumado por las preocupaciones derivadas de sus obligaciones temporales. ¡Es tanta la responsabilidad que acumula sobre sus espaldas! Ningún otro papa ha sentido como él, que yo recuerde, la necesidad de orientar la conducta de los reyes cristianos, incluso a costa de enfrentarse a ellos. Y por si esto fuera poco, ha de velar por los intereses de los estados vaticanos, sometidos a la voracidad de sus poderosos vecinos.

Los jóvenes barones escuchaban con respeto, aunque Guillermo habría puntualizado gustoso alguna de las afirmaciones que oía.

—Estando nosotros con él en Letrán, sin ir más lejos —continuó diciendo fray Diego—, recibió una embajada de su pupilo, Federico de Hohenstaufen, nieto del célebre Barbarroja. ¡Cuántos quebraderos de cabeza dio aquel hombre a nuestra Santa Madre! Pues bien, el chico ha heredado no sólo el nombre, sino la obstinación de ese emperador arrogante. Pretende hacer y deshacer a su antojo en asuntos que atañen al clero de su reino siciliano, ignorando los consejos del pontífice, y eso que aún no ha alcanzado la mayoría de edad. ¡Qué juventud, bendito Señor!

 

 

Braira escuchaba embelesada aquellas palabras, que habían logrado hacerle olvidar sus incomodidades. Roma, Sicilia eran en su imaginación parajes lejanos, legendarios, poblados de criaturas fabulosas, totalmente fuera de su alcance. Nombres que despertaban por sí solos el deseo de aventura que alentaba en ella desde que tenía memoria. ¡Lo que daría por poder visitarlos, yendo de un lado para otro como esos frailes que conocían los más recónditos parajes!

Por otra parte, siempre había sentido curiosidad por cuestiones de índole política supuestamente alejadas de la frivolidad que habría debido centrar sus intereses, dada su condición de mujer. El poder le fascinaba desde que, siendo una niña, abriera los ojos a las brutales diferencias que separaban a los nobles de los villanos.

El poder, reservado a unos pocos privilegiados, era la puerta de acceso a todo aquello a lo que ella aspiraba, pues no pensaba conformarse con un destino vulgar. No. Ella era ambiciosa, quería volar más alto y, con empeño, lo lograría. Por eso se bebía la información que transmitía el anciano con la avidez del náufrago que descubre de pronto una fuente.

—¿Te encuentras bien? —interrumpió sus elucubraciones Beltrán, acercándose a ella al trote, desde atrás, con la cabeza cubierta por un aparatoso vendaje.

—¡Vaya susto me has dado! —se sobresaltó Braira.

—Lo lamento. No era mi intención.

—No importa. Estamos vivos, que no es poco.

—Debe de dolerte muchísimo... —insistió él, sinceramente apenado, señalando al rostro tumefacto de su compañera.

—Procuro olvidarme del dolor pensando en otras cosas.

—¿Como cuáles?

—Estaba escuchando lo que narraba ese fraile, Diego creo que se llama, sobre su periplo a Roma y su conversación con el papa.

—¿Tanto te interesa lo que diga ese impostor? Creía que eras una buena cátara. No sé cómo tu hermano ha aceptado que nos acompañen a Belcamino.

—¡Acaban de salvarnos!

—¿Y qué? El papa es nuestro enemigo.

—Precisamente por eso nos interesa conocer sus movimientos y, a ser posible, sus secretos. Pero en lo que estaba pensando, ya que quieres saberlo, era en los lugares que mencionaba el fraile. Sicilia, el Vaticano. ¡Cuánto me gustaría conocerlos algún día! La vida aquí es tan aburrida...

—Ten cuidado con lo que deseas, no vaya a ser que se cumpla —la pinchó Beltrán, enfadado por haber sido excluido de sus sueños.

—¡Ojalá! —zanjó Braira la conversación, acelerando el paso de su montura para alcanzar a Guillermo y los monjes, que habían trocado sus muías por corceles prestados con el fin de acelerar la llegada a casa de los dos heridos.

Fray Diego, que pese al cambio no parecía tener prisa, seguía desgranando tranquilamente su relato:

—Poco antes de morir de fiebres, la madre viuda de Federico puso a su pequeño bajo la protección de Inocencio, quien ahora intenta en vano convencerle de que se conforme con Sicilia y olvide el legado de su abuelo. Él, sin embargo, está empeñado en reclamar la corona del Sacro Imperio Romano Germánico, por lo que también éste se desgarra en luchas intestinas. Con tantos frentes abiertos, en lugar de enviarnos a las estepas heladas, su santidad nos ordenó contribuir a que la verdad del Señor sea restablecida aquí en Occitania sin tardanza, y en ello estamos.

—No tenéis aspecto de legados papales —comentó Guillermo, sin descubrir su credo, recurriendo a la ironía para no parecer descortés—. Os faltan los sirvientes, los adornos, la púrpura que exhiben habitualmente tan ilustres dignatarios...

La joven De Laurac perdió entonces interés en la conversación, que abordaba derroteros archiconocidos para ella por haber sido discutidos hasta la saciedad en los salones de su castillo familiar, y al liberar su atención de la charla se fijó en Domingo, quién, a su vez, la había estado observando furtivamente durante largo tiempo. Justo hasta el mismo instante en el que tomó la palabra para rebatir lo que acababa de oír.

—Tenéis razón —concedió a Guillermo con autoridad.

Era la primera vez que hablaba y su voz correspondía exactamente a lo que cabía esperar de su rostro: ronca, profunda, convincente. Una voz capaz de capturar la atención de cualquiera fuera cual fuese la circunstancia. De hacerse oír en medio de una feria de ganado o de predicar en el silencio de una ermita, sin alterar el tono ni el volumen.


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