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Título original: Safe Harbour 12 страница



Al cabo de media hora sonó el timbre, y pocos minutos más tarde se sentaron a comer a la mesa de la cocina. Por entonces, Pip había puesto una música espantosa al máximo volumen tolerable. Ambas tuvieron que reconocer que se sentían mejor que una hora antes.

– Ha sido una idea un poco tonta -comentó Ophélie con una sonrisa tímida-, pero Matt ha sido muy amable al dárnosla.

Y lo cierto era que había funcionado mejor de lo que quería admitir. Le daba cierta vergüenza que un poco de comida china y uno de los compacts de Pip pudieran paliar parte del sobrecogedor dolor que reinaba en sus vidas, pero lo cierto es que así era.

 

– ¿Puedo dormir contigo esta noche? -preguntó Pip titubeante mientras subían la escalera tras limpiar la cocina y guardar los restos en el frigorífico.

Alice, la mujer de la limpieza, había dejado provisiones suficientes para el desayuno del día siguiente, y Ophélie tenía intención de salir a hacer la compra por la mañana. La petición de Pip la sobresaltó, porque la niña no le había preguntado ni una sola vez en todo el año si podía dormir con ella. Le daba miedo entrometerse en la intimidad de su madre y, paralizada por el dolor, Ophélie nunca se lo había ofrecido.

– Supongo que sí… ¿Seguro que quieres?

Había sido idea de Matt, pero a Pip le parecía estupenda.

– Me gustaría mucho.

Cada una se bañó en su propio cuarto de baño, y más tarde Pip apareció en el dormitorio de su madre ya en pijama. De repente le parecía encontrarse en una especie de fiesta, y lanzó una risita cuando se encaramó a la cama de su madre. De algún modo, por control remoto, Matt había transformado la textura de la velada. Con expresión extasiada, Pip se acurrucó junto a su madre en la enorme cama y se quedó dormida en cuestión de pocos minutos. Ophélie se sobresaltó al comprobar cuan reconfortante le resultaba abrazar aquel pequeño cuerpo pegado al suyo y se preguntó cómo era posible que no se le hubiera ocurrido antes esa idea. Por supuesto, no podían hacerlo cada noche, pero desde luego resultaba una perspectiva atractiva para noches como aquella. Al poco, también ella dormía a pierna suelta.

Las dos despertaron con un respingo cuando sonó el despertador. En el primer momento, no sabían dónde se encontraban ni por qué estaban durmiendo juntas, pero no tardaron en recordarlo todo. Sin embargo, no les dio tiempo a deprimirse de nuevo, porque tenían que darse prisa. Pip fue a cepillarse los dientes mientras Ophélie corría abajo para preparar el desayuno. Al ver los restos de comida china en el frigorífico, sonrió, abrió una galleta de la suerte y se la comió.

«Tendrá felicidad y buena suerte todo el año», prometía el papelito encerrado en su interior.

– Gracias, las necesito -musitó Ophélie con una sonrisa.

Vertió leche en los cereales de Pip, sirvió zumo de naranja para las dos, deslizó una rebanada de pan en la tostadora y se preparó un café. Al cabo de cinco minutos, Pip bajó ataviada con el uniforme escolar mientras Ophélie abría la puerta principal para recoger el periódico. Apenas lo había leído durante todo el verano y de hecho no lo echaba de menos. No sucedía nada emocionante, pero pese a ello lo hojeó unos instantes antes de subir a vestirse para poder llevar a Pip a la escuela. Las mañanas siempre eran un poco frenéticas, pero le gustaba, pues la actividad le impedía pensar.

Veinte minutos más tarde estaban en el coche con Mousse y se dirigían hacia la escuela de Pip. La niña miraba por la ventanilla con una sonrisa en los labios.

– ¿Sabes una cosa? -dijo por fin, volviéndose hacia su madre-. Las sugerencias de Matt funcionaron. Me ha gustado mucho dormir contigo.



– A mí también -reconoció Ophélie.

Más de lo que había esperado; resultaba mucho menos solitario que dormir sola en su enorme cama, llorando a su marido muerto.

– ¿Podremos repetirlo alguna vez? -preguntó Pip con expresión esperanzada.

– Me encantaría -repuso Ophélie con una sonrisa al tiempo que llegaban a la escuela.

– Tendré que llamarle para darle las gracias -observó Pip.

Ophélie detuvo el coche, la besó a toda prisa y le deseó buena suerte. Saludando a su madre con la mano, Pip corrió hacia sus amigos, su nuevo día, sus profesores. Ophélie aún sonreía durante el trayecto de vuelta a la casa demasiado grande de Clay Street. Había sido tan feliz el día que se mudaron a ella, y en cambio ahora era tan desgraciada. No obstante, tenía que reconocer que la primera noche había sido mucho mejor de lo que había esperado, y se sentía agradecida por las creativas ideas de Matt.

Subió despacio la escalinata de entrada con Mousse y abrió la puerta principal con un suspiro. Todavía le quedaban algunas cosas que desempaquetar y provisiones que encargar, y aquella tarde quería pasar por el albergue de indigentes. Todo ello bastaría para mantenerla ocupada hasta las tres y media, hora en que tenía que ir a buscar a Pip. Pero al pasar ante la habitación de Chad, no pudo resistir la tentación. Abrió la puerta y se asomó. Las cortinas estaban corridas y la habitación estaba a oscuras, tan vacía y triste que casi le rompió el corazón. Sus posters seguían allí, al igual que todos sus tesoros. Las fotografías de él con sus amigos, los trofeos deportivos de cuando era más pequeño. Sin embargo, la habitación ofrecía un aspecto distinto de la última vez que entrara. Ahora poseía una cualidad seca, como una hoja caída del árbol y a punto de morir, y desprendía un olor polvoriento. Como siempre hacía, se acercó a su cama y apoyó la cabeza sobre la almohada. Aún percibía su olor, aunque ahora con menor intensidad. Y también como siempre, los sollozos se apoderaron de ella. Toda la comida china y toda la música estridente del mundo no podrían cambiar eso, tan solo aplazar la agonía inevitable de saber una vez más que Chad jamás volvería.

Por fin se obligó a marcharse y entró en su propio dormitorio, vacía y exhausta. Pero se negaba a ceder a aquella sensación. Vio la ropa de Ted colgada en el armario y estuvo a punto de desmoronarse. Se llevó una manga al rostro, y el tweed áspero le resultó enloquecedoramente familiar. Aún olía su colonia y casi le parecía oír su voz. Era insoportable, pero se obligó a sobreponerse. No podía hacerlo, ahora lo sabía. No podía permitirse el lujo de volver a convertirse en una autómata, dejar de sentir o permitir que los sentimientos acabaran con ella. Tenía que aprender a vivir con el dolor, seguir adelante a pesar de él. Cuando menos, debía continuar por Pip. Se alegraba de que aquella tarde hubiera sesión, porque ello le permitiría hablar con los demás. La terapia acabaría al cabo de poco tiempo, y no sabía qué haría sin ella, sin su apoyo.

Durante la sesión les contó a los demás todo lo relativo a la noche anterior, la comida china, la música y el hecho de que Pip había dormido en su cama. A nadie le pareció mal. A nadie le parecía mal nada, ni siquiera la idea de salir con otras personas, si bien Ophélie insistió en que no estaba preparada para ello y no quería. Cada uno de los integrantes del grupo se hallaba en un estadio de dolor distinto, pero al menos constituía un consuelo compartirlo con ellos.

– Bueno, señor Feigenbaum, ¿ya tiene novia? -preguntó Ophélie al anciano cuando salían juntos del edificio.

Aquel hombre le caía bien. Era sincero, franco, amable, dispuesto a hacer un esfuerzo sobrehumano, más que la mayoría de la gente, para sobreponerse a la tragedia.

– Todavía no, pero estoy en ello. ¿Qué me dice de usted?

Era un anciano corpulento, de aspecto cálido, mejillas rubicundas y espesa melena blanca; tenía aspecto de asistente de Papá Noel.

– No quiero tener novio. Habla usted como mi hija.

– Pues es una chica inteligente. Si yo tuviera cuarenta años menos, señorita, intentaría ligar con usted. ¿Qué hay de su madre? ¿Está soltera?

Ophélie se echó a reír y a continuación se despidió de él saludándolo con la mano. De ahí fue al albergue para indigentes. Se hallaba en una estrecha callejuela al sur de Market, en un barrio bastante cochambroso, aunque no podía esperar que lo hubieran instalado en Pacific Heights. Todas las personas que trabajaban tras el mostrador y deambulaban por los pasillos eran muy amables. Anunció que quería apuntarse como voluntaria, y le dijeron que regresara al día siguiente. Podría haber llamado para pedir hora, pero quería ver el lugar. Al salir vio a dos ancianos delante de la puerta con carros de la compra repletos hasta los bordes de todas sus pertenencias. En aquel momento, un voluntario les alargaba sendos vasos de café humeante. Ophélie se imaginaba haciendo aquello; no parecía complicado, y quizá le vendría bien sentirse útil. En cualquier caso, mejor que quedarse en casa llorando, oliendo la ropa de Ted y la almohada de Chad. No podía dejarse llevar otra vez y lo sabía. No podía vivir así otro año entero. El año de duelo transcurrido había sido una pesadilla que casi había acabado con ella, pero el segundo año debía ser mejor. Se acercaba el primer aniversario de sus muertes, y si bien ya lo temía, sabía que debía esforzarse para que el segundo año de dolor fuera mejor, y no solo para ella, sino también para Pip. Se lo debía, y quizá trabajar en el albergue contribuiría a ello. Al menos así lo esperaba.

De camino a la escuela de Pip, parada en un semáforo, vio por casualidad el escaparate de una zapatería. En un principio no prestó atención alguna, pero al verlas sonrió. Eran zapatillas peludas gigantes para adultos confeccionadas a base de personajes de Barrio Sésamo. Había unas azules de Grover y otras rojas de Elmo. Eran perfectas, y sin pensárselo dos veces, paró en doble fila y entró corriendo en la tienda. Compró las de Grover para ella y las de Elmo para Pip. Luego corrió de nuevo al coche y llegó a la escuela justo a tiempo para ver a Pip salir del edificio y dirigirse a la esquina donde siempre esperaba a su madre. Parecía cansada y algo desaliñada, pero también muy contenta.

La niña subió al coche con una sonrisa de oreja a oreja, encantada de ver a su madre.

– Tengo profesores geniales, mamá. Me gustan todos menos una, la señorita Giulani, que es un plomo y la odio, pero los demás son geniales.

Hablaba como una niña de once años, y Ophélie le sonrió divertida.

– Me alegro de que sean geniales, mademoiselle Pip -respondió en francés antes de señalar la bolsa de la zapatería que llevaba en el asiento trasero-. He comprado un regalo para las dos.

– ¿Qué es? -exclamó Pip.

Tiró de la bolsa hacia el asiento delantero y al ver lo que contenía lanzó un gritito de alegría y miró a su madre con expresión radiante.

– ¡Lo has hecho! ¡Lo has hecho!

– ¿El qué? -preguntó Ophélie, desconcertada.

– Has comprado algo estrafalario. ¿Te acuerdas? Es lo que Matt dijo anoche, que fuéramos a comprar algo bien estrafalario. Y yo le dije que tenía escuela y que no podía ir, ¡pero lo has hecho tú! ¡Te quiero, mamá!

Ni corta ni perezosa, se calzó las zapatillas de Elmo sobre los zapatos escolares y contempló el efecto extasiada, mientras Ophélie la miraba con los ojos abiertos como platos. No sabía si había actuado movida por un mensaje subliminal, pero lo cierto era que no había pensando en la sugerencia de Matt ni en él al comprar las zapatillas; sencillamente le habían gustado. Pero desde luego, podían tildarse de estrafalarias, y a Pip le encantaban.

– Tendrás que ponerte las tuyas en cuanto lleguemos a casa. ¿Me lo prometes?

– Te lo prometo -aseguró Ophélie con solemnidad.

Condujo hasta casa sin dejar de sonreír. A decir verdad, había sido un buen día, y la emocionaba la perspectiva de la entrevista en el albergue para indigentes. Se lo contó a Pip durante el trayecto, y la niña quedó impresionada y contenta al ver que su madre estaba mejor. El regreso a casa había sido espantoso, pero las cosas parecían arreglarse poco a poco. Los agujeros negros no parecían tan oscuros y profundos, y Ophélie se sentía capaz de salir de ellos con mayor rapidez. En el grupo le habían asegurado que eso sucedería a la larga, pero ella no lo había creído. Sin embargo, parecía que empezaba a ser cierto.

Pip hizo que se pusiera las zapatillas de Grover en cuanto llegaron a casa y, después de tomarse un vaso de leche, una manzana y una galleta, llamó a Matt antes de ponerse a hacer los deberes. Matt acababa de volver de la playa, y Ophélie estaba arriba, probablemente en su habitación, pensó Pip mientras se sentaba en un taburete de la cocina y esperaba a que Matt contestara. Cuando descolgó parecía estar sin resuello, como si hubiera corrido para coger el teléfono.

– Solo llamaba para decirte que eres muy inteligente -anunció Pip.

Matt sonrió al escuchar su voz.

– ¿Eres tú, señorita Pip?

– Sí, señor, y eres un genio. Pedimos comida china, puse mi mejor disco, y nos lo pasamos bien… Y hoy mi madre nos ha comprado a las dos zapatillas de Barrio Sésamo, de Grover para ella y de Elmo para mí. Y me encantan mis profesores, menos una, que es repugnante.

Matt percibió en su voz que las cosas iban mucho mejor que la noche anterior y se sintió como si acabara de ganar un importante galardón. Experimentaba una felicidad casi embarazosa.

– Quiero ver las zapatillas. Estoy celoso y quiero unas.

– Tienes los pies demasiado grandes; de lo contrario le pediría a mamá que te comprara unas.

– Qué pena. Siempre me ha gustado Elmo. Y también Gustavo.

– Y a mí, aunque Elmo me gusta más.

Luego se puso a hablar de la escuela, de sus amigos, de sus profesores, y al cabo de un rato le dijo que tenía que ir a hacer los deberes.

– Muy bien. Dale saludos a tu madre. Mañana os llamaré -prometió.

Se sentía como cuando llamaba a sus hijos, feliz y triste a la vez, emocionado y esperanzado, como si tuviera una razón para vivir. Se obligó a recordarse que Pip no era hija suya. Ambos sonreían al colgar el teléfono, y Pip asomó la cabeza al dormitorio de su madre de camino a su propia habitación.

– He llamado a Matt y le he contado lo de las zapatillas. Te manda recuerdos -anunció Pip con aire satisfecho, y Ophélie le sonrió desde el otro extremo de la estancia.

– Qué amable -repuso sin parecer emocionada, tan solo contenta y tranquila.

– ¿Puedo volver a dormir contigo esta noche? -pidió Pip casi con timidez.

Llevaba las zapatillas de Elmo, aunque se había quitado los zapatos, y Ophélie llevaba las de Grover, tal como había prometido.

– ¿Ha sido idea de Matt? -inquirió Ophélie con curiosidad.

– No, mía.

Era cierto, pues Matt no le había dado ninguna sugerencia esta vez. No hacía falta; les había echado un cable la noche anterior, pero ahora, al menos de momento, sus amigas estaban bien.

– Me parece bien -accedió Ophélie.

Pip fue a su habitación dando brincos para hacer los deberes.

Fue otra velada agradable para ambas. Ophélie no sabía cuánto tiempo seguirían durmiendo juntas, pero a las dos les gustaba. No entendía cómo no se le había ocurrido antes. Resolvía un montón de problemas y les resultaba reconfortante para ambas. No pudo por menos de pensar en los cambios positivos que Matt había introducido en su vida.

 

Capítulo 13

 

Ophélie tenía cita en el centro Wexler a las nueve y cuarto. Dejó a Pip en la escuela y condujo derecha hacia la zona sur de Market. Llevaba vaqueros y una gastada cazadora de cuero negro. De camino al colegio, Pip comentó que estaba muy guapa.

– ¿Vas a alguna parte, mamá?

Pip llevaba la camisa blanca y la falda plisada azul marino que constituían el uniforme escolar. Lo detestaba, pero Ophélie consideraba que eliminaba toda cuestión relacionada con la moda, punto muy importante a aquellas horas de la mañana. Además, Pip ofrecía un aspecto dulce y joven con aquel atuendo. Para las ocasiones importantes, el uniforme se complementaba con una corbata azul marino, y los rizos cobrizos de Pip marcaban el acento perfecto sobre aquel fondo.

– Sí -asintió Ophélie con una sonrisa.

Le encantaba compartir las noches con Pip. Dormir junto a ella mitigaba el dolor de la soledad y la agonía de las mañanas. No comprendía por qué no se le había ocurrido antes la idea, quizá porque no quería apoyarse en Pip, pero lo cierto era que constituía una bendición para las dos. Sentía una profunda gratitud hacia Matt por haberlo sugerido. Junto a Pip había dormido bien por primera vez en muchos meses, y despertar con Pip abrazada a ella, mirándola a los ojos y con la naricita pegada a la suya, era lo mejor que le había sucedido desde la muerte de Ted. Su marido nunca había sido tan cariñoso por las mañanas, y quedarse abrazado a ella en la cama o decirle que la quería nada más despertar no le iba mucho.

Ophélie habló a Pip del centro Wexler, de sus actividades y de que esperaba poder trabajar allí de voluntaria.

– Si es que me quieren -puntualizó.

No tenía idea de las tareas que le encomendarían ni de si podía resultar útil en el centro. Quizá podría servir para contestar al teléfono.

– Te lo contaré todo cuando nos veamos esta tarde -prometió a su hija al dejarla en la esquina de la escuela.

La siguió con la mirada mientras la niña se dirigía hacia la entrada del colegio con sus amigos; estaba tan enfrascada en la conversación con ellos que ni tan siquiera se volvió para saludarla.

Ophélie aparcó en Folsom Street y enfiló el callejón donde se encontraba el centro Wexler. Pasó junto a un grupo de borrachos sentados con la espalda apoyada contra la pared. Estaban muy cerca del centro, pero incluso moverse parecía significar un esfuerzo demasiado grande para ellos. Ophélie los observó, pero ninguno pareció reparar en ella; estaban absortos en su universo particular, más bien en su infierno particular. Pasó ante ellos con la cabeza gacha, compadeciéndolos en silencio.

Al cabo de un instante, entró en el mismo vestíbulo que el día anterior. Era una espaciosa sala abierta con las paredes tapizadas de posters y la pintura desconchada. Tras el mostrador había una recepcionista distinta de la que había visto la otra vez, una mujer afroamericana de mediana edad que atendía el mostrador y las llamadas. Con sus apretadas trenzas entrecanas, ofrecía un aspecto competente y amable. Al advertir la presencia de Ophélie alzó la mirada con expresión interrogante. Pese a su sencillo atuendo, parecía bien conservada y muy arreglada, fuera de lugar en aquella estancia tan destartalada. Los muebles eran dispares y estaban muy gastados; sin duda procedían de tiendas de segunda mano. En un rincón se veía una cafetera con vasos de poliestireno.

– ¿En qué puedo servirla? -inquirió la mujer en tono amable.

– Tengo cita con Louise Anderson -repuso Ophélie en voz baja-. Creo que es la jefa de voluntarios.

– La jefa de voluntarios, de marketing, de donaciones, de pedidos de víveres, de suministros, de relaciones públicas y de contratación de nuevos talentos -explicó la mujer con una sonrisa-. Todos hacemos de todo aquí.

A Ophélie se le antojó una estructura interesante. Mientras esperaba se dedicó a recorrer la estancia para contemplar los posters y el material informativo distribuido por todas partes. La espera fue corta; al cabo de apenas dos minutos, una joven irrumpió en el vestíbulo. Tenía el cabello pelirrojo y reluciente como Pip, peinado en dos largas trenzas, una de ellas colgada sobre la otra. A todas luces poseía una abundantísima melena. Llevaba botas militares, vaqueros y camisa de leñador, pero pese a ello saltaba a la vista que era muy guapa y femenina. Se movía con gracilidad, como una bailarina, y era menuda como Ophélie y Pip. No obstante, emanaba energía, entusiasmo, poder y también bondad, un estilo arrollador que le confería aspecto de mujer segura y a gusto consigo misma.

– ¿Señora Mackenzie? -preguntó con una sonrisa cálida cuando Ophélie se levantó para saludarla-. ¿Quiere seguirme, por favor?

Se dirigió a paso rápido y decidido hacia una oficina en la parte posterior del edificio, una de cuyas paredes aparecía completamente cubierta por un tablón de anuncios. Se veían pedazos de papel, boletines, anuncios, mensajes de organismos gubernamentales, fotografías y una interminable lista de proyectos y nombres. Resultaba abrumador presenciar la carga de trabajo que sin duda acarreaba aquella mujer. De la pared opuesta colgaban fotografías de personas del centro. El pequeño escritorio, la silla de oficina y otras dos sillas para visitas llenaban casi por completo el resto del espacio en aquel despacho reducido y soleado. Al igual que ella, la estancia era diminuta, alegre, rebosante de información y eficiente en extremo.

– ¿Qué la trae por aquí? -preguntó Louise Anderson con una sonrisa afable y la mirada clavada en Ophélie.

A todas luces, Ophélie no encajaba en el perfil habitual de los voluntarios, por regla general estudiantes universitarios o de posgrado que buscaban acumular horas de prácticas para obtener el título de trabajo social, o bien personas relacionadas de algún modo con aquel campo.

– Me gustaría trabajar de voluntaria -anunció Ophélie con cierta timidez.

– Desde luego, nos hace falta toda la ayuda del mundo. ¿Qué sabe hacer?

Aquella pregunta desconcertó a Ophélie. No tenía ni idea de lo que sabía hacer y menos aún de lo que necesitaban de ella. Se sentía como pez fuera del agua.

– Quizá debería preguntarle qué le gustaría hacer.

– No estoy segura. Tengo dos hijos…

Al pronunciar aquellas palabras se interrumpió en seco e hizo una mueca, pero corregir el error habría sonado patético en su opinión, de modo que lo dejó correr.

– Llevo casada dieciocho años… bueno, lo estaba… -Al menos logró hacer acopio de valor suficiente para dar ese detalle-. Sé conducir, hacer la compra, limpiar, ocuparme de la colada, se me dan bien los niños y los perros.

Todo aquello le sonaba ridículo incluso a ella, pero llevaba años sin pensar en qué consistían sus auténticos talentos, y ahora le parecían penosamente limitados.

– Estudié biología y sé bastante de tecnología energética, el campo de mi marido -otro detalle inútil que no les serviría de nada-, y tengo cierta experiencia en el trato de familiares de enfermos mentales.

Pensó en Chad. Solo podía pensar en Chad mientras miraba de hito en hito a Louise Anderson.

– ¿Se está divorciando? -inquirió la joven al haber advertido la referencia en tiempo pasado a su matrimonio.

Ophélie negó con la cabeza, intentando parecer normal, no asustada, pero lo cierto era que estaba aterrada. La intimidaba estar allí y sentirse tan inútil, tan poco cualificada. Pero la mujer sentada frente a ella la miraba con franqueza y respeto; tan solo necesitaba más información.

– Mi marido murió hace un año -musitó con voz apenas audible-, junto con mi hijo. Tengo una hija de once años y mucho tiempo disponible.

– Siento lo de su marido y su hijo -dijo Louise con sinceridad antes de proseguir-. Su experiencia con enfermedades mentales podría sernos muy útil aquí. Muchas de las personas que pasan por el centro sufren algún trastorno mental; en muchos casos es una circunstancia inherente a los sin techo. Si están demasiado enfermos, intentamos derivarlos a los centros y clínicas apropiados, pero si son relativamente funcionales, los admitimos aquí. Casi todos los albergues tienen criterios que excluyen a las personas de conducta alterada, lo cual hace que muchos indigentes no tengan acceso a ellos. Es una norma bastante absurda, pero facilita la vida a los centros. Nosotros somos un poco menos estrictos, pero como consecuencia de ello, tenemos a gente bastante enferma.

– ¿Qué les ocurre? -inquirió Ophélie con aire preocupado.

Le caía bien aquella mujer y esperaba llegar a conocerla mejor. Irradiaba una energía serena pero poderosa que llenaba la estancia, y la pasión que mostraba por su trabajo resultaba contagiosa. Ophélie hallaba apasionante la idea de trabajar allí, aunque solo fuera de voluntaria.

– Casi todos nuestros clientes vuelven a la calle al cabo de una o dos noches. Las unidades familiares se quedan, pero casi todas acaban en casas de acogida permanentes, lo cual no es nuestro caso. Los dejamos quedarse tanto tiempo como podemos e intentamos derivarlos a otros centros, a albergues de más largo plazo o a hogares de acogida en el caso de los niños. Intentamos cubrir sus necesidades en la medida de lo posible. Les proporcionamos ropa, alojamiento y atención médica cuando la necesitan, y solicitamos subsidios al gobierno cuando se tercia. Somos una especie de unidad de urgencias. Les damos mucho cariño, información, una cama, comida y una mano amiga. Nos gusta porque de este modo podemos atender a más personas, pero también hay muchos problemas que no logramos resolver. A veces se te parte el corazón, pero tenemos nuestras limitaciones. Hacemos cuanto podemos, y luego se van.

– Pues parece que hacen mucho -exclamó Ophélie, admirada.

– No lo suficiente. Este trabajo te parte el corazón, como le digo. Es como intentar drenar un mar con un vaso y, cada vez que crees haber marcado la diferencia, el mar vuelve a llenarse a una velocidad de vértigo. Lo peor son los niños; están en el mismo barco con todos los demás, pero tienen muchas más probabilidades de ahogarse, y no es culpa suya. Son víctimas de la situación, aunque muchos adultos también lo son.


Дата добавления: 2015-09-29; просмотров: 29 | Нарушение авторских прав







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