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Título original: Safe Harbour 13 страница



– ¿Pueden quedarse los niños con sus padres? -inquirió Ophélie, apenada ante las tribulaciones de aquellos pequeños.

Ni siquiera alcanzaba a imaginarse a Pip vagando por las calles a su edad, y muchos de aquellos niños eran más pequeños que ella o incluso habían nacido en aquellas circunstancias. Era una de las grandes tragedias de nuestro tiempo, pero mientras escuchaba Ophélie se alegró de haber ido al centro. Era la decisión correcta, y agradecía a Blake que se lo hubiera sugerido. La emocionaba la perspectiva de trabajar en el centro Wexler.

– Los niños solo pueden quedarse con sus progenitores o progenitor, según sea el caso, si aceptan a la familia en una casa de acogida permanente o en alguna clase de casa segura, como los albergues para madres e hijos maltratados. No pueden quedarse en la calle, porque en cuanto la policía los ve los llevan a los centros de menores y los asignan a hogares de acogida. La vida en la calle no es vida para un niño. Una cuarta parte de nuestra población muere cada año en las calles por exposición a la intemperie, distintas enfermedades, accidentes, traumatismos y actos violentos. Los niños no sobreviven ni la mitad de tiempo que un adulto; están mejor en un hogar de acogida. -Ophélie no podía estar más de acuerdo-. ¿Qué horario tiene disponible? ¿Días? ¿Noches? Probablemente le gustaría trabajar de día si es una madre sola con una niña en edad escolar.

El término «madre sola» la golpeó como un puñetazo en el plexo solar. Nunca había pensado en sí misma de aquella forma, pero ahora no le quedaba otro remedio, por mucho que lo detestara.

– Estoy disponible de nueve a tres todos los días. Bueno, no sé… ¿Qué le parecería dos o tres días por semana?

Le parecía mucho, incluso a ella, pero no tenía nada mejor que hacer y disponía de demasiado tiempo. No podía pasarse el día en el parque con Mousse. Aquella actividad conferiría sentido a sus días y quizá haría bien a otras personas, una idea que la seducía.

– Lo que normalmente hago con los voluntarios -explicó Louise con sinceridad mientras se echaba una de las trenzas a la espalda- es permitirles que echen un buen vistazo al centro antes de decidirse. A la cruda realidad, sin ambages. Si quiere puede pasar unos días con nosotros y ver qué le parece. Si considera que es lo que buscaba y lo que quiere hacer, y si yo también considero que encaja, la formaremos durante una semana, dos a lo sumo, depende del ámbito que más la atraiga, y luego la pondremos a trabajar. Es un trabajo muy duro -advirtió muy seria-. Aquí nadie se anda con chiquitas. El personal a tiempo completo trabaja casi siempre doce horas diarias, a veces incluso más si tenemos alguna crisis, lo cual pasa a menudo. Y los voluntarios también trabajan a tope -añadió con una sonrisa-. ¿Qué le parece?

– A decir verdad, fantástico -aseguró Ophélie, devolviéndole la sonrisa con expresión esperanzada-. Justo lo que necesito… Solo espero ser lo que ustedes necesitan.

– Ya lo veremos -comentó Louise al tiempo que se levantaba-. No pretendo espantarla, Ophélie, tan solo ser sincera. No quiero que se haga la idea de que es más fácil de lo que es. Aquí disfrutamos mucho, pero parte de nuestro trabajo es horrible, sucio, deprimente, agotador e incluso peligroso. Algunos días se irá a casa sintiéndose genial, mientras que otros se dormirá llorando. Y no sé si le interesaría, pero también tenemos un programa de ayuda.

– ¿En qué consiste? -preguntó Ophélie, intrigada.

– Son equipos que salen en dos furgonetas donadas para buscar a personas en las calles, personas demasiado enfermas, sea física o mentalmente, de cuerpo o espíritu, para acudir a nosotros. Por eso vamos a buscarlos. Les llevamos comida, ropa, medicamentos, y si están muy enfermos intentamos llevarlos al hospital, a un centro o a un albergue. En la calle hay mucha gente demasiado desorientada para venir hasta aquí. Por muy accesibles que seamos, algunas personas están demasiado asustadas, rotas o solas para buscar ayuda. Cada noche tenemos al menos una furgoneta en la calle para echarles una mano, y dos si conseguimos personal suficiente. Ayudan a los clientes que más nos necesitan. Los que pueden acudir a nosotros al menos piensan con cierta claridad y pueden valerse por sí mismos un mínimo. De hecho, a algunas personas que viven en la calle les van bien las cosas, pero a veces necesitan ayuda y tienen demasiado miedo para pedirla. No confían en nosotros aun cuando hayan oído hablar del centro. A veces lo único que hacemos en las calles por la noche es sentarnos a hablar con ellos. Personalmente, siempre intento sacar a los niños fugados de las calles, pero en muchos casos, la situación de la que huyen es peor que lo que se encuentran en la calle. En este mundo pasan cosas muy feas. Aquí lo vemos casi todo, o al menos las consecuencias de casi todo, sobre todo de noche. Los días son un poco más tranquilos, por eso salimos de noche, porque es cuando más nos necesitan.



– Parece bastante peligroso -observó Ophélie con sensatez.

No creía que fuera adecuado correr el riesgo, sobre todo por Pip. Además, quería pasar las noches en casa con ella.

– Lo es. Salimos entre las siete y las ocho, y nos dan las tantas. Alguna que otra vez las cosas se han puesto feas, pero de momento ninguno de los nuestros ha resultado herido. Saben bien lo que pasa en las calles.

– ¿Van armados? -preguntó Ophélie, impresionada por la valentía de aquellas personas y el trabajo milagroso que realizaban.

Louise se echó a reír y sacudió la cabeza.

– Solo con las manos y el corazón. Es un trabajo que te tiene que apetecer mucho. No me pregunte por qué ni cómo, pero en tu fuero interno, el riesgo tiene que merecer la pena para ti. Pero en cualquier caso, no tiene que preocuparse por eso. Hay mucho que hacer en la casa.

Ophélie asintió. El trabajo de campo se le antojaba peligroso, demasiado para una madre sola y única responsable de su hija, como lo había expresado Louise.

– ¿Cuándo quiere empezar?

Ophélie meditó unos instantes. No tenía que rendir cuentas a nadie, y Pip no salía de la escuela hasta pasadas las tres.

– Cuando quiera, estoy libre.

– ¿Qué tal ahora mismo? Podría echar una mano a Miriam en el mostrador. Ella le presentará a la gente a medida que entren y salgan, además de explicarle lo que hacemos. ¿Qué le parece?

– Estupendo.

Emocionada, Ophélie siguió a Louise hasta la recepción, donde la directora explicó sus intenciones a Miriam. La mujer de melena cana se alegró.

– Qué bien, hoy necesito mucha ayuda -exclamó, complacida-. Tengo un montón de papeles que archivar; anoche los trabajadores sociales me dejaron todos los informes sobre la mesa. ¡Siempre lo hacen cuando me voy a casa!

Había expedientes, informes de casos, folletos sobre programas y otros albergues que el centro guardaba en archivadores. Una auténtica montaña de papeleo, más que suficiente para mantener a Ophélie ocupada hasta las tres durante varios días.

No paró en todo el día, y parecía que cada cinco minutos entraba o salía alguien que siempre pasaba por el mostrador. Necesitaban material de referencia, información sobre casos, teléfonos de derivación, documentos, formularios de entrada para nuevos clientes o a veces solo se detenían a saludar. Miriam presentó a Ophélie a los trabajadores del centro en cuanto tuvo ocasión. Formaban un grupo de aspecto interesante, casi todos ellos jóvenes, aunque algunos eran de la edad de Ophélie o incluso mayores. Justo antes de que se fuera, entraron dos jóvenes de apariencia distinta de los demás, y entre ellos una esbelta joven hispana. Miriam esbozó una sonrisa en cuanto los vio. Uno de los hombres era afroamericano y el otro asiático. Ambos eran jóvenes, altos y apuestos.

– Ahí vienen nuestros chicos Top Gun, o al menos así los llamo yo -anunció Miriam antes de volverse hacia ellos con una sonrisa de oreja a oreja.

Era evidente que los apreciaba mucho. Ophélie quedó atónita al comprobar que la joven era muy hermosa, con aspecto de modelo. Pero cuando giró la cabeza, observó que tenía una fea cicatriz que le surcaba el rostro de arriba abajo.

– ¿Qué hacéis aquí tan temprano?

– Venimos a comprobar una de las furgonetas, porque anoche nos dio problemas, y también a cargar algunas cosas para esta noche.

Miriam presentó a Ophélie como una nueva voluntaria en período de prueba.

– Que se venga con nosotros -exclamó el asiático con una sonrisa-. Nos falta un hombre desde que Aggie se fue.

A decir verdad, Aggie no sonaba a nombre masculino, pero en cualquier caso, los tres se mostraron abiertos y amables con Ophélie. El joven asiático se llamaba Bob; el afroamericano, Jefferson, y la mujer hispana, Milagra, aunque los otros dos la llamaban Millie. Al cabo de unos minutos, los tres fueron al garaje tras el edificio donde se aparcaban las furgonetas.

– ¿Qué hacen ellos? -inquirió Ophélie con interés mientras volvía a concentrarse en los archivadores situados detrás del escritorio de Miriam.

– Son el equipo de asistencia nocturna, los héroes del centro. Están un poco locos y son muy salvajes. Salen cinco noches por semana, y para los fines de semana tenemos un equipo de repuesto. Pero estos chicos son increíbles, los tres. Una vez salí con ellos y por poco se me parte el corazón… aparte de que me morí de miedo -admitió con una mirada de afecto y admiración.

– ¿Y no es un trabajo peligroso para una mujer? -comentó Ophélie, impresionada, porque también a ella le parecían unos héroes.

– Millie sabe lo que se hace. Antes era policía, pero tiene la invalidez permanente porque le dispararon y perdió un pulmón, aunque te aseguro que es tan dura como los otros dos. Es experta en artes marciales y es capaz de cuidar de sí misma y de los chicos.

– ¿Esa cicatriz se la hizo trabajando como policía? -preguntó Ophélie, sintiendo un respeto cada vez más profundo por todos ellos.

Eran las personas más valientes y bondadosas que había conocido en su vida. Y la joven hispana era bellísima a pesar de la cicatriz. Lo cierto es que su historia le inspiraba curiosidad.

– No, se la hizo su padre cuando era pequeña. Le rajó la cara cuando intentó que no la violara. Creo que tenía once años.

Muchos de ellos tenían historias semejantes, pero Ophélie quedó sobrecogida al pensar que Milagra tenía la misma edad que Pip cuando su padre le hizo aquello.

– Puede que por ello ingresara en la policía.

Fue un día increíble para Ophélie. Cada dos por tres llegaban indigentes de distintos tamaños, edades y sexos para ducharse, comer, dormir o simplemente alejarse un rato de las calles para deambular por el vestíbulo. Algunos de ellos parecían muy coherentes y responsables, limpios incluso, mientras que otros tenían la mirada vidriosa y perdida. Unos cuantos estaban a todas luces borrachos, y un par parecían drogados. El centro Wexler se mostraba generoso en extremo con su política de admisión. Estaba prohibido consumir alcohol y drogas en las instalaciones, pero aunque se encontraran en un estado lamentable al llegar siempre les franqueaban la entrada.

La mente de Ophélie era un remolino de pensamientos cuando se fue tras haber prometido que volvería al día siguiente. Se moría de impaciencia por regresar, y se lo contó todo a Pip durante el trayecto a casa. Como es natural, Pip quedó impresionada, no solamente por el centro, sino también por el hecho de que su madre hubiera ido a ofrecer sus servicios como voluntaria.

Cuando Matt llamó aquella tarde, se lo contó todo mientras Ophélie se duchaba arriba. Se sentía mugrienta después de trabajar todo el día en el centro, y también muerta de hambre cuando bajó con el cabello envuelto en una toalla. Ni siquiera había parado para almorzar. Pip seguía hablando con Matt.

– Matt te manda saludos -dijo la niña antes de seguir hablando con su amigo.

Ophélie se estaba preparando un bocadillo; su apetito había aumentado de forma considerable en las últimas semanas.

– Igualmente -dijo antes de dar un bocado.

– Dice que eres genial por hacer lo que haces -transmitió Pip.

Acto seguido pasó a hablar a Matt del proyecto de escultura que habían empezado en clase de arte y de que se había ofrecido voluntaria para colaborar en el anuario del colegio. Le encantaba hablar con él, aunque no era lo mismo que estar sentada a su lado en la playa. Pero sobre todo no quería perder el contacto, ni él tampoco. Por fin pasó el teléfono a su madre.

– Por lo visto andas ocupada en cosas muy interesantes -alabó Matt-. ¿Qué tal te va?

– Pues es aterrador, emocionante, maravilloso, maloliente, conmovedor y triste. Me encanta. La gente que trabaja allí es estupenda, y los que vienen a pedir ayuda son muy amables.

– Eres una mujer increíble; estoy impresionado -declaró Matt con sinceridad, pues lo pensaba desde el día en que la conoció.

– Pues no tienes por qué. Lo único que he hecho es archivar documentos y poner cara de tonta. No tengo ni idea de nada ni de si querrán que me quede.

Les había prometido acudir tres días de prueba, de modo que le quedaban dos. Pero de momento estaba encantada.

– Seguro que querrán que te quedes. No hagas nada peligroso ni arriesgado, ¿vale? No puedes permitírtelo, por Pip.

– Lo sé, te lo aseguro.

El hecho de que Louise Anderson se hubiera referido a ella como madre sola se lo había hecho comprender de forma dolorosa, aunque muy clara.

– ¿Qué tal la playa?

– Muerta sin vosotras -repuso Matt en tono afligido.

En los dos días posteriores a su marcha había hecho un tiempo magnífico, caluroso, soleado y con radiante cielo azul. Septiembre era uno de los meses más cálidos en la costa, y Ophélie lamentaba no estar allí, al igual que Pip.

– Estaba pensando en ir a veros el fin de semana si os va bien, a menos que prefiráis venir vosotras.

– Me parece que Pip tiene entrenamiento de fútbol el sábado por la mañana… Quizá podríamos ir el domingo…

– ¿Y si voy yo? Si te parece bien, claro. No quisiera hacerme pesado.

– No te haces pesado. Pip estará encantada, y a mí también me gustaría verte -aseguró Ophélie con entusiasmo.

Estaba de un humor excelente pese al día agotador que había pasado. Trabajar en el centro la había llenado de energía.

– Os llevaré a cenar. Pregunta a Pip adónde quiere ir. Me muero de ganas de que me cuentes todo lo de tu nuevo trabajo.

– No creo que vaya a ser nada del otro jueves. Tienen que formarme durante una semana, y a partir de entonces supongo que seré una especie de comodín para quien me necesite, sobre todo para pasar visitas y llamadas. Pero menos da una piedra.

Era mejor que quedarse sentada en la habitación de Chad, llorando a moco tendido, y Matt también lo sabía.

– Llegaré el sábado sobre las cinco. Hasta entonces.

– Gracias otra vez, Matt -dijo Ophélie antes de pasarle el teléfono a Pip para que pudiera despedirse.

Acto seguido fue arriba para leer la documentación que le habían dado en el centro. Artículos, estudios, datos sobre indigencia y el centro… Era fascinante y sobrecogedor a un tiempo. Tumbada sobre la cama en su bata de cachemira rosa, con las sábanas limpias bajo el cuerpo, no pudo por menos de decirse que eran muy afortunadas. Poseían una casa espaciosa, cómoda y bella, llena de las antigüedades que Ted había insistido en comprar. Las habitaciones eran soleadas y de colores vivos. El dormitorio principal estaba decorado con chintz amarillo y estampado de flores, mientras que las paredes y tapizados del cuarto de Pip eran de seda rosa pálido, un sueño para cualquier niña. El de Chad era el típico de un adolescente, a cuadros en diversos tonos azules. El cuero marrón predominaba en el estudio de Ted, en el que ya nunca entraba, y la salita adyacente al dormitorio aparecía empapelada en azul celeste y seda amarilla con aguas. En la planta baja se abría un amplio y acogedor salón lleno de antigüedades inglesas, con una chimenea enorme y un despachito contiguo. La cocina disponía de los últimos avances, al menos así era cuando reformaron la casa cinco años antes. En el sótano había una enorme sala de juegos con una mesa de billar y otra de ping-pong, videojuegos y una habitación de servicio que nunca habían utilizado. La parte posterior de la casa daba a un pequeño y hermoso jardín, mientras que la fachada principal era de piedra noble, la puerta principal flanqueada por sendos árboles bien podados en sus macetones, y la finca estaba rematada por un seto muy cuidado. Era la casa de los sueños de Ted, no de los de ella, pero sin lugar a dudas era preciosa y se encontraba a años luz de la penuria de las personas que acudían al centro Wexler o incluso de quienes trabajaban allí. Mientras Ophélie estaba absorta en sus pensamientos, con la mirada perdida en el vacío, Pip apareció en el umbral y se la quedó mirando.

– ¿Estás bien, mamá?

En los ojos de su madre se pintaba la misma expresión vidriosa que había mostrado durante todo el año anterior, y Pip se inquietó.

– Sí, sí. Estaba pensando en la suerte que tenemos. Muchas personas viven en la calle y nunca duermen en una cama, no tienen baño, no se pueden duchar, pasan hambre, nadie los quiere y no tienen dónde ir. Cuesta imaginarlo, Pip. Están a pocos kilómetros de aquí, pero es como si vivieran en el Tercer Mundo.

– Es realmente triste, mamá -musitó Pip con los ojos muy abiertos.

Sin embargo, experimentó un gran alivio al saber que su madre estaba bien. Vivía con el miedo constante de que volviera a sumirse en las tenebrosas profundidades de la desesperación.

– Sí lo es, cariño.

Aquella noche, Ophélie preparó la cena para las dos. Hizo chuletas de cordero, que le quedaron un poco quemadas, y cada una comió una. Nunca comían mucho, pero Ophélie se dijo que tenía que hacer un esfuerzo para mejorar su dieta. Preparó también una ensalada y calentó una lata de zanahorias, que a Pip le parecieron repugnantes; prefería el maíz.

– Lo tendré en cuenta -prometió su madre con una sonrisa.

Más tarde, sin preguntar siquiera, Pip se acostó en la cama de Ophélie. A la mañana siguiente, en cuanto sonó el despertador, las dos se levantaron a toda prisa, se ducharon, se vistieron y desayunaron. Emocionada y nerviosa, Ophélie dejó a Pip en la escuela y se dirigió hacia el centro Wexler. Era exactamente lo que quería y necesitaba. Por primera vez en muchos años, tenía una meta en la vida.

 

Capítulo 14

 

El resto de la semana pasó volando para las dos. Pip se adaptó a la vida escolar, y Ophélie siguió trabajando en el centro Wexler. El viernes por la tarde ya no cabía ninguna duda, ni para ella ni para nadie, de que estaba preparada para trabajar de voluntaria tres días por semana.

Acudiría lunes, miércoles y viernes, y durante la semana siguiente la formarían, proceso que consistiría en seguir a diversos miembros del personal durante algunas horas cada uno. Tenía que presentar un certificado médico para demostrar que gozaba de buena salud, así como otro de antecedentes penales, que le ofrecieron tramitar en su nombre. El viernes le tomaron las huellas dactilares antes de que se fuera. Asimismo, necesitaban dos cartas de referencia. Andrea se comprometió a darle una, y Ophélie llamó a su abogado para pedirle que preparara la otra. Ya estaba todo listo. Todavía no sabía a ciencia cierta en qué consistiría su trabajo. Por lo visto, sería un batiburrillo de tareas, en las que actuaría de comodín los días que acudiera al centro. También le enseñarían a hacer ingresos. A decir verdad, todavía se sentía insegura en aquel aspecto, pero estaba más que dispuesta a aprender. Además, Miriam la recomendó encarecidamente al final de la semana. Ophélie se lo agradeció antes de irse.

– Bueno, he pasado la prueba -anunció Ophélie con orgullo cuando fue a buscar a Pip a la escuela el viernes por la tarde-. Quieren que me quede de voluntaria en el centro.

Estaba encantada; lo consideraba un logro y se sentía útil, quizá incluso capaz de marcar una diferencia aunque fuera mínima en el mundo.

– Genial, mamá. ¡Ya verás cuando se lo contemos a Matt mañana!

Su amigo se había ofrecido a ir a verla entrenar el sábado por la mañana, pero Pip prefería que fuera cuando tuvieran partido. El sábado solo entrenarían, y además era el primer día. Pip era menuda y delgada, pero también rápida, y jugaba bien. Llevaba dos años en el equipo, y le gustaba mucho más que el ballet.

Cuando terminó de hacer los deberes, llegó una amiga suya que se quedaría a dormir. Más tarde llegó Andrea para cenar con ellas. Al saber por Pip que Matt iría a verlas al día siguiente, se volvió hacia Ophélie con una ceja enarcada.

– Vaya, vaya, eres una caja de sorpresas, amiga mía. Así que el pederasta viene a veros -comentó con expresión divertida.

– Quiere ver a Pip -repuso Ophélie con mirada inocente.

Estaba convencida de ello, aunque también ella tenía ganas de verlo y lo consideraba un amigo.

– Quizá deberíamos dejar de llamarlo pederasta un día de estos…

– Creo que el término «novio» le sentaría mejor -replicó Andrea.

Pero Ophélie sacudió la cabeza al instante.

– Nada de eso. No me interesa tener novio, solo un amigo.

Y sabía por sus conversaciones con Matt que él era de la misma opinión. Ophélie había decidido dar carpetazo definitivo a su vida sentimental.

– Eso es lo que te interesa a ti, pero ¿qué me dices de él? Los tíos no vienen a la ciudad para invitar a una mujer a cenar solo porque quieren ver a su hija. Créeme, conozco a los hombres.

Era cierto, como ambas sabían.

– Puede que algunos sí -insistió Ophélie.

– Solo está esperando el momento adecuado -auguró Andrea-. En cuanto vea que te sientes a gusto, se lanzará.

– Espero que no -exclamó Ophélie con expresión sincera.

Para cambiar de tema, habló a Andrea de la semana que había pasado en el centro Wexler. Su amiga estaba impresionada y contenta de que Ophélie hubiera encontrado algo que hacer.

A la tarde siguiente, cuando sonó el timbre de la puerta, Ophélie acudió a abrir pensando en la evaluación de Andrea respecto a su amistad con Matt. Esperaba ardientemente que no fuera cierta.

Matt llevaba una chaqueta de cuero, pantalones grises, jersey de cuello alto del mismo color y zapatos relucientes. Era la clase de atuendo que Ted habría lucido, aunque mejor, porque Ted nunca se acordaba de lustrarse los zapatos; era un detalle que le traía sin cuidado, y Ophélie siempre lo hacía por él.

Matt sonrió al verla, y en cuanto Pip bajó la escalera y él la vio Ophélie supo que su amiga se equivocaba, por muy bien que conociera a los hombres. Sí, Andrea se equivocaba, no le cabía la menor duda, y la certeza la alivió sobremanera. Matt irradiaba afecto paternal hacia Pip y fraternal hacia ella. Después de que Pip le mostrara su habitación, todos sus tesoros y sus dibujos más recientes, y empezara a calmarse un poco, Ophélie le habló del centro Wexler. Matt parecía impresionado e interesado, sobre todo al oír hablar del equipo de asistencia nocturna.

– No tendrás intención de salir con ellos -murmuró con aire preocupado-. Seguro que es una parte muy importante de su trabajo, pero parece peligroso.

– Seguro que lo es, y todos saben muy bien lo que se hacen. La mujer era policía, uno de los hombres también, además de experto en artes marciales, como ella, y el tercero pertenecía a los cuerpos especiales de la Marina. Desde luego, no necesitan mi ayuda -aseguró Ophélie con una sonrisa.

En aquel momento, Pip se unió de nuevo a ellos. Estaba emocionada por la visita de Matt, y cuando su madre fue a la cocina en busca de una copa de vino para su amigo Pip le preguntó en un susurro por el retrato.

– ¿Qué tal está quedando? ¿Has avanzado algo esta semana?

Sabía que sería el mejor regalo que su madre recibiera jamás y se moría de impaciencia de verle la cara cuando se lo diera.

– Acabo de empezar -repuso Matt, sonriendo a su joven amiga.

Esperaba que Pip no quedara decepcionada ante el resultado, pero lo cierto era que le gustaba lo que había dibujado hasta entonces. Lo que sentía por Pip facilitaba la tarea de captar la esencia de su espíritu y de su alma además de reflejar sus relucientes rizos rojos y los amables ojos castaños con motas ambarinas. Le habría gustado pintar también un retrato de Ophélie, pero hacía mucho tiempo que no pintaba a un adulto. En cualquier caso, le gustaría intentarlo algún día.

Poco antes de las siete, se levantaron para salir a cenar, pero al llegar a la puerta principal Matt se detuvo en seco.

– Te has olvidado de una cosa -dijo a Pip, que lo miró sorprendida.

– No podemos llevar a Mousse a un restaurante -advirtió muy seria.

Llevaba una faldita negra y un jersey rojo, atuendo que le confería un aspecto muy adulto. Se había esmerado mucho al elegir la ropa en honor a él, y su madre la había peinado con un pasador nuevo.

– Solo podemos llevar a Mousse a los restaurantes de la playa.

– No me refería a él, aunque debería haberlo pensado. Le traeremos las sobras de la cena. Lo que quería decir es que no me habéis enseñado las zapatillas de Elmo y Grover -señaló con expresión de reproche.

– ¿Quieres verlas? -preguntó Pip con una carcajada.

Estaba contentísima. Matt recordaba todo lo que le decía; siempre lo recordaba.


Дата добавления: 2015-09-29; просмотров: 29 | Нарушение авторских прав







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