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Frases introductorias 7 страница

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–Puede que, cuando oiga mis preguntas, como muchos de sus colegas, lamente haberme prometido responderlas. Tengo una trinidad de preguntas, tres, pero tal vez una sola. Y esa única pregunta (una súplica a la vez que una pregunta) es: ¿me dirá usted la verdad?

–¿Y las tres preguntas? –preguntó Breuer.

–La primera es: ¿me quedaré ciego? La segunda: ¿tendré estos ataques siempre? Y por último, la más difícil: ¿tengo una enfermedad cerebral progresiva que acabará con mi vida (como le ocurrió a mi padre), que me paralizará o, lo que es peor, que me llevará a la demencia? –Breuer se había quedado sin palabras. Permaneció en silencio, hojeando al azar los informes médicos de Nietzsche. A lo largo de sus quince años de práctica médica, ningún paciente le había formulado preguntas tan directas y bruscas. Al notar su desconcierto, Nietzsche prosiguió. Perdóneme por esta confrontación, pero llevo muchos años manteniendo una relación indirecta con médicos, sobre todo con especialistas alemanes que se erigen en sacristanes de la verdad y, sin embargo, callan lo que saben. Ningún médico tiene derecho a ocultar al paciente lo que a éste le pertenece.

Breuer no pudo evitar una sonrisa al oír semejante descripción de los médicos alemanes, pero tampoco pudo evitar un escalofrío ante la declaración de los derechos del paciente. Aquel pequeño filósofo de bigote grande le estimulaba las ideas.

–Desde luego, estoy dispuesto a discutir estas cuestiones de práctica médica, profesor Nietzsche. Usted formula preguntas directas. Coincido con su defensa de los derechos del paciente. No obstante, ha omitido un concepto de igual importancia: las obligaciones del paciente. Prefiero tener una relación totalmente sincera con los pacientes. Pero la sinceridad ha de ser recíproca: el paciente, a su vez, debe comprometerse a ser franco conmigo. La sinceridad (preguntas sinceras, respuestas sinceras) es el mejor remedio. Así pues, con estas condiciones, tiene mi palabra: compartiré con usted todos mis conocimientos y conclusiones. Ahora bien, no estoy de acuerdo en que siempre deba ser así. Hay situaciones en que el médico, por el bien del paciente, debe ocultar la verdad.

–Sí, doctor Breuer, he oído decir lo mismo a muchos médicos. Pero ¿quién tiene derecho a tomar semejante decisión por otra persona? Esa postura viola la autonomía del paciente.

–Es mi deber –replicó Breuer– consolar a mis pacientes. Y no es un deber que pueda tomarse a la ligera. En ocasiones, es un deber ingrato: unas veces hay malas noticias que no puedo comunicar al paciente; otras, mi deber consiste en permanecer en silencio y en callar el dolor que siento por el paciente y su familia.

–Doctor Breuer, ese deber oblitera otro deber fundamental: el que cada persona tiene consigo misma de descubrir la verdad.

Por un momento, en el calor del diálogo, Breuer había olvidado que Nietzsche era su paciente. Se trataba de preguntas de un interés enorme y se sentía fascinado por ellas. Se puso en pie y empezó a pasear por detrás del sillón mientras hablaba.

–¿Es mi deber imponer una verdad a quien no desea conocerla?

–¿Quién puede determinar lo que uno no desea conocer?

–Eso –dijo Breuer con firmeza– es lo que podríamos llamar arte de la medicina. Estas cosas no se aprenden en los libros, sino junto al lecho de los enfermos. Permítame poner como ejemplo a un paciente a quien visitaré esta tarde en el hospital. Se lo cuento confidencialmente y, por supuesto, mantendré en secreto su identidad. Este hombre padece una terrible enfermedad, un cáncer de hígado muy avanzado. La falta de funcionamiento del hígado le ha producido ictericia. Cada vez penetra más bilis en su flujo sanguíneo. Su pronóstico es desesperado. Dudo que viva mas de dos o tres semanas. He ido a verlo esta mañana y, tras escuchar con calma la explicación de que la piel se le hubiera vuelto amarilla, ha puesto su mano sobre la mía como si quisiera aliviar mi carga, como para hacerme callar. Luego ha cambiado de tema. Me ha preguntado por mí familia (hace treinta años que nos conocemos) y me ha hablado de las cosas que le aguardaban cuando regresara a su casa. Sin embargo –Breuer lanzó un profundo suspiro–, yo sé que nunca volverá a su casa. ¿Debo decírselo? Como ve, profesor Nietzsche, no es fácil. Por lo general, la pregunta importante es la que no se formula. Si este enfermo hubiera querido saberlo, me habría preguntado cuál era la causa del mal funcionamiento del hígado, o cuándo pensaba darle de alta. Pero con respecto a estas cuestiones, guarda silencio. ¿Debo ser tan cruel como para decirle lo que no desea saber?

–A veces –respondió Nietzsche–, los maestros deben ser despiadados. La gente debe recibir un mensaje despiadado porque la vida es despiadada, y morir es despiadado.

–¿Debo privar a los demás del modo en que desean afrontar la muerte? ¿Con qué derecho, en nombre de quién asumo yo ese papel? Usted dice que hay ocasiones en que los maestros deben ser despiadados. Quizá. Pero la tarea del médico consiste en reducir la tensión e intensificar la posibilidad de curación del cuerpo.

Una fuerte lluvia azotaba ruidosamente los cristales del balcón. Breuer se acercó para mirar al exterior. Dio media vuelta.

–Cuando pienso en ello, no estoy seguro de coincidir con usted en lo de la falta de piedad del maestro. Quizá sólo una clase especial de maestro, tal vez un profeta.

–Sí, si. –La voz de Nietzsche se elevó un poco a causa de la emoción–. Un maestro de verdades amargas, un profeta impopular. Eso creo que soy. –Subrayó cada.palabra señalándose el pecho con el dedo–. Usted, doctor Breuer, se dedica a facilitar la vida. Yo, por el contrario, me dedico a hacer las cosas difíciles para mi invisible colectivo de estudiantes.

–Pero ¿cuál es la virtud de una verdad impopular, de hacer las cosas difíciles? Al dejarlo esta mañana, mi paciente ha dicho: "Me pongo en manos de Dios". ¿Quién se atreve a decir que esto no es también una forma de verdad?

¿Quién? –También Nietzsche se había puesto en pie y se paseaba a un lado del escritorio, mientras Breuer lo hacia por el otro–. ¿Quién se atreve a decirlo? –Se detuvo, apoyó las manos en el respaldo de su asiento y se señaló con el dedo–. ¡ Yo me atrevo a decirlo!

Breuer pensó que Nietzsche podía estar perfectamente en un púlpito, exhortando a una congregación. Su padre había sido clérigo.

–Se accede a la verdad –prosiguió Nietzsche– a través de la incredulidad y el escepticismo, no a través del deseo infantil de que algo se produzca. El deseo de ponerse en manos de Dios no es la verdad. No es más que un deseo infantil. Es el deseo de no morir, el deseo de aferrarse al pezón, eternamente hinchado, al que hemos puesto la etiqueta "Dios". La teoría de la evolución demuestra de manera científica la superfluidad de Dios, aunque Darwin no tuviera el coraje de llevar las pruebas a su conclusión verdadera. Usted debe de darse cuenta de que hemos creado a Dios y de que todos juntos lo hemos matado.

Breuer dejó a un lado esta línea argumental, como sí fuera un lingote al rojo vivo. No podía defender el teísmo. Librepensador desde la adolescencia, en discusiones con su padre y con religiosos había adoptado a menudo una posición idéntica a la de Nietzsche. Se sentó y habló en un tono de voz más suave y conciliador. Nietzsche también volvió a su asiento.

–¡Cuánto fervor por la verdad! Perdóneme, profesor Nietzsche, si le parezco desafiante, pero hemos acordado decir la verdad. Usted habla de la verdad en un tono sagrado, como si quisiera sustituir una religión por otra. Permítame hacer de abogado del diablo. Permítame preguntarle: ¿por qué tanta pasión, tanta reverencia, por la verdad? ¿Cómo beneficiaria a mi paciente de esta mañana?

–¡Lo sagrado no es la verdad, sino la búsqueda que cada cual hace de su propia verdad! Hay quien asegura que mi obra filosófica está construida sobre arena: mis opiniones cambian sin cesar. Pero una de mis frases de granito dice: "Llega a ser quien eres". ¿Y cómo puede nadie descubrir quién y qué es sin la verdad?

–Pero la verdad es que a mi paciente le queda poco tiempo de vida. ¿Le ofrezco esa verdad?

–La elección verdadera, la elección plena –respondió Nietzsche–, sólo puede florecer con la luz de la verdad.¿Cómo seria posible de otro modo?

Dándose cuenta de que Nietzsche podía discurrir de forma persuasiva (e interminable) por aquel reino abstracto de la verdad y la elección, Breuer comprendió que tenía que obligarle a hablar de forma más concreta.

–¿Y mi paciente de esta mañana? ¿Con qué margen de elección cuenta? Tal vez la confianza en Dios sea su elección.

–Esa no es una elección para el hombre. No es una elección humana, sino la búsqueda de una ilusión fuera de uno mismo. Esta clase de elección, la elección de algo exterior, sobrenatural, siempre debilita. Siempre hace al hombre menos de lo que es. Yo amo lo que nos hace más de lo que somos.

–No hablamos del hombre en abstracto –insistió Breuer–, sino de un hombre de carne y hueso, esto es, de mi paciente. Considere su situación. ¡Sólo le quedan días o semanas de vida! ¿Qué sentido tiene que hablemos de elección en su caso?

Impávido, Nietzsche respondió en el acto.

–Si no sabe que va a morir, ¿cómo puede tomar una decisión sobre el modo de morir?

–¿El modo de morir, profesor Nietzsche?

–Si, debe decidir cómo enfrentarse a la muerte: hablar con otros, dar consejos, decir las cosas que querría decir antes de morir, despedirse de los demás, o estar solo, llorar, desafiar a la muerte, maldecirla, darle las gracias.

–Sigue discutiendo sobre un ideal. una abstracción, pero yo debo atender a las necesidades del hombre de carne y hueso. Sé que morirá, que morirá sufriendo dentro de poco. ¿Para qué atormentarlo con eso? La esperanza debe conservarse por encima de todas las cosas. ¿Y quién sino el médico puede alimentar la esperanza?

–¿La esperanza? ¡La esperanza es el peor de todos los males! –exclamó Nietzsche–. En mi Humano, demasiado humano sugerí que, cuando se abrió la caja de Pandora y escaparon los males que en ella había guardado Zeus, quedó, sin que nadie lo supiera, un último mal: la esperanza. Desde entonces, el hombre ha considerado la caja y sus contenidos esperanzadores como un cofre de la buena suerte. Pero olvidamos el deseo de Zeus de que el hombre siga atormentándose a sí mismo. La esperanza es el peor de los males porque prolonga el tormento.

–Su conclusión es, por consiguiente, que debería adelantarse el momento de la muerte, si así se desea.

–Esa es una elección posible, pero sólo ante el conocimiento pleno.

Breuer se sentía triunfante. Había tenido paciencia. Había permitido que las cosas siguieran su curso. Y ahora vería el resultado de su estrategia. La discusión se movía precisamente en la dirección que deseaba.

–Usted se está refiriendo al suicidio, profesor Nietzsche. ¿Tiene que ser el suicidio una elección?

Nietzsche volvió a ser contundente y claro.

–Cada persona es dueña de su propia muerte. Y cada cual debe afrontarla a su manera. Tal vez, sólo tal vez, exista un derecho en virtud del cual se pueda quitar la vida a una persona. Pero no existe derecho alguno en virtud del cual se pueda privar a nadie de la muerte. Eso no seria un consuelo, sino una crueldad.

Breuer insistió.

–El suicidio, ¿podría llegar usted a elegirlo?

–Morir es despiadado. Siempre he pensado que la recompensa final de los muertos es no tener que volver a morir.

–La recompensa final de los muertos: ¡no tener que volver a morir! –Breuer asintió con ademán apreciativo y cogió la pluma–. ¿Puedo escribir esa frase?

–Si, por supuesto. Pero no me plagiaré a mí mismo. No acabo de inventarla. Aparece en otro libro mío, El gay saber.

Breuer no podía creer en su buena suerte. En los últimos minutos, Nietzsche había mencionado los dos libros que le había dado Lou Salomé. La conversación le emocionaba y no quería interrumpirla. Sin embargo, no podía desaprovechar la oportunidad de resolver el dilema de los dos libros.

–Profesor Nietzsche, lo que dice usted de estos dos libros suyos me interesa mucho. ¿Cómo puedo adquirirlos? ¿Quizá en una librería de Viena?

Nietzsche apenas pudo ocultar el placer que le causaba semejante pregunta.

–Mi editor, Schmeitzner, de Chemnitz, se equivocó de profesión. Debería haberse dedicado a la diplomacia internacional o al espionaje. Es un genio de la intriga y mis libros son su gran secreto. En ocho años no ha gastado ni un céntimo en publicidad. No ha enviado ni un solo ejemplar a la crítica ni a las librerías. De modo que no encontrará mis libros en ninguna librería de Viena. Ni en casa de ningún vienés. Se han vendido tan pocos que conozco el nombre de casi todos los compradores y no recuerdo que entre mis lectores haya ningún vienés. Por lo tanto, debe ponerse en contacto directo con mi editor. Aquí tiene la dirección. –Nietzsche abrió el maletín, escribió unas líneas en un pedazo de papel y entregó éste a Breuer–. Si bien yo podría escribirle en su lugar, preferiría, si no le importa, que él recibiera una carta directamente de usted. Tal vez un pedido de un eminente hombre de ciencia lo induzca a revelar la existencia de mis libros a otras personas.

Breuer se guardó el papel en un bolsillo del chaleco.

–Esta misma tarde haré el pedido. Pero es una pena que no pueda comprarlos (o pedirlos prestados) más deprisa. Me intereso por la vida de mis pacientes, incluyendo su trabajo y creencias, y sus libros podrían ayudarme en la investigación de su caso. Además, claro está, sería para mi un placer leer su obra y discutiría con usted.

–Ah –respondió Nietzsche–, en eso puedo ayudarle. Tengo algunos ejemplares en mi equipaje. Permítame prestárselos. Se los traeré esta misma tarde.

Satisfecho por el éxito de su ardid, Breuer quiso complacer a Nietzsche.

–Dedicar la vida a escribir, verter la vida en un libro y luego tener tan pocos lectores, tiene que ser espantoso. Para los escritores que conozco en Viena, sería un destino peor que la muerte. ¿Cómo ha podido soportarlo? ¿Cómo lo soporta ahora?

Nietzsche no agradeció las palabras de Breuer, ni con una sonrisa ni con el tono de voz. Miró hacia delante.

–¿Existe algún vienés que recuerde que el tiempo y el espacio existen fuera de la Ringstrasse? Tengo paciencia. Puede que en el año 2000 la gente se atreva a leer mis libros. –Se puso en pie con brusquedad–. ¿El viernes entonces?

Breuer se sintió rechazado. ¿Por qué se había vuelto Nietzsche tan frío, de repente? Era la segunda vez que ocurría. La primera vez había sido al hablar del puente. Breuer se dio cuenta de que cada rechazo se producía después de tender una mano comprensiva. ¿Qué significaba aquello? ¿Que el profesor Nietzsche no toleraba que nadie se acercara a él y le ofreciera ayuda? Luego recordó la advertencia de Lou Salomé sobre que no tratara de magnetizar a Nietzsche. Había dicho algo acerca de su fuerte reacción ante el poder.

Por un momento, Breuer se permitió imaginar la actitud que la mujer habría adoptado ante la reacción de Nietzsche. La mujer no la habría consentido y en el acto habría provocado un enfrentamiento abierto. Quizá hubiera dicho: "¿Por qué, Friedrich, cada vez que alguien te dice algo amable, le muerdes la mano?".

¡Qué irónico, reflexionó Breuer, que, habiéndole molestado la impertinencia de Lou Salomé, ahora evocara su imagen para que le enseñara qué hacer! Pero pronto dejó que tales pensamientos se desvanecieran. Tal vez ella pudiera decir aquellas cosas, pero él no. Y menos aún en aquel momento, pues el gélido profesor Nietzsche se dirigía ya a la puerta.

–Si, el viernes a las dos de la tarde, profesor Nietzsche. Nietzsche hizo una leve reverencia y salió del consultorio a toda prisa. Desde el balcón, Breuer observó cómo descendía las escaleras, rechazaba con irritación a un cochero, levantaba la mirada para inspeccionar el cielo encapotado, se envolvía el cuello con la bufanda hasta cubrirse las orejas y echaba a andar con dificultad por la calle.

 

SIETE

A las tres de la madrugada, Breuer volvió a sentir que se abría el suelo bajo sus pies. Una vez más, mientras trataba de encontrar a Bertha, cayó cuarenta pies hasta llegar a la losa de mármol decorada con símbolos misteriosos. Se despertó presa del pánico, con el corazón acelerado y el camisón y la almohada empapados de sudor. Con cuidado de no despertar a Mathilde, se levantó de la cama, se dirigió de puntillas al cuarto de baño para orinar, se cambió de camisón, dio la vuelta a la almohada e intentó dormirse.

Pero no volvió a conciliar el sueño. Se quedó despierto, escuchando la respiración pesada de Mathilde. Todos dormían: los cinco niños, la criada Louis, la cocinera Marta, y Gretchen, la niñera. Todos menos él. Montaba guardia por ellos. A él –el que más trabajaba y más necesitaba el descanso–, a él le tocaba permanecer despierto y preocuparse por los demás.

Empezó a tener manifestaciones de ansiedad. Logró rechazar algunas, pero otras no cedían. El doctor Binswanger le había escrito desde la clínica Bellevue para comunicarle que Bertha estaba peor que nunca. Más preocupante todavía era la noticia de que el doctor Exner, un joven psiquiatra y miembro del personal del sanatorio, se había enamorado de ella y, después de proponerle matrimonio, había pasado el caso a otro médico. ¿Y ella? ¿Habría correspondido a ese amor? ¡Seguro que le había dado alguna esperanza! Por lo menos, el doctor Exner era soltero y había tenido la sensatez de renunciar al caso con prontitud. Le torturaba pensar en Bertha sonriendo al joven Exner de la manera especial en que una vez le había sonreído a él.

¡Bertha, peor que nunca! ¡Qué estúpido había sido al jactarse ante la madre de Bertha de su nuevo método magnético! ¿Qué pensaría de él ahora? ¿Qué estaría diciendo a sus espaldas la comunidad médica? ¡Si al menos no se hubiera referido a su tratamiento en aquella conferencia, la misma a la que había asistido el hermano de Lou Salomé! ¿Por qué no había aprendido a tener la boca cerrada? Temblaba de humillación y remordimiento.

¿Habría adivinado alguien que estaba enamorado de Bertha? Sin duda, todos se habrían preguntado por qué un médico pasaba un par de horas diarias con una paciente, un mes tras otro. Él sabia que Bertha se sentía ligada a su padre de un modo antinatural. Sin embargo, él, su médico, ¿no había explotado aquella relación en su propio provecho? ¿Por qué otra razón podía ella haber amado a un hombre de su edad, de su fealdad?

Se estremeció al pensar en la erección que tenía cada vez que Bertha caía en trance. Gracias a Dios, jamás había cedido ante sus sentimientos y nunca había confesado su amor ni acariciado sus pechos. Se imaginó dando a la joven un masaje terapéutico. De pronto, le cogía con fuerza las muñecas, le estiraba los brazos por encima de la cabeza, le levantaba el camisón, le abría las piernas con las rodillas, le ponía las manos debajo de las nalgas y la alzaba hacia sí. Se había aflojado el cinturón y se estaba abriendo la bragueta cuando, de repente, una multitud enfermeras, colegas, Frau Pappenheim– entraba en la habitación.

Se hundió en la cama, destrozado y vencido. ¿Por qué se atormentaba de aquella forma? Una y otra vez, se rendía y dejaba que le dominaran las preocupaciones. Un judío como él tenía muchas razones para estar preocupado: el creciente antisemitismo que había entorpecido su trabajo en la universidad; el surgimiento del nuevo partido de Schönerer, la Asociación Nacional Alemana; los atroces discursos antisemitas en el mitin de la Asociación Reformista Austríaca, que incitaban a los gremios de artesanos a atacar a los judíos (los judíos de la banca, los judíos de la prensa, los judíos de los ferrocarriles, los judíos del teatro). Esa misma semana, Schönerer había pedido el restablecimiento de las antiguas prohibiciones contra los judíos y fomentado disturbios en toda la ciudad. Breuer sabía que la situación empeoraría. Ya había invadido la universidad. Además, los cuerpos estudiantiles habían decretado que, como los judíos habían nacido "sin honor", a partir de ese momento no debía permitírseles la satisfacción de resarcirse mediante duelos. Todavía no se habían oído improperios contra los médicos judíos, pero sólo era cuestión de tiempo.

Oyó los ligeros ronquidos de Mathilde. ¡Allí estaba su verdadera preocupación! Mathilde había organizado su vida alrededor de él. Le amaba, era la madre de sus hijos. La dote de la familia Altmann le había enriquecido. Se sentía amargada por lo de Bertha, pero ¿quién podía reprochárselo? Tenía derecho a resentirse.

Breuer volvió a mirarla. Cuando se casó con ella, era la mujer más bella que había visto en su vida, y seguía siéndolo. Era más hermosa que la emperatriz, que Bertha, que Lou Salomé. ¿Qué hombre no le envidiaba en Viena? Entonces, ¿por qué no podía tocarla y besarla? ¿Por qué le asustaba su boca abierta? ¿Por qué aquella idea obsesiva de que debía rechazarla? ¿De que ella era la causa de su ansiedad?

La observó en la oscuridad. Sus labios dulces, la graciosa curva de sus pómulos, su piel satinada. Imaginó que aquella cara envejecía, que se le formaban arrugas, se endurecía, se formaban placas correosas, se descamaba dejando al descubierto el ebúrneo cráneo que había debajo. Observó la hinchazón de los pechos que descansaban sobre las costillas. Y recordó una ocasión en que, caminando por una playa batida por el viento, se topó con un gigantesco pez muerto; tenía un costado parcialmente descompuesto y sus blancas y desnudas costillas parecían hacerle una mueca.

Breuer intentó alejar a la muerte de su cabeza. Canturreó su exorcismo favorito, una frase de Lucrecio: "Donde está la muerte, no estoy yo. Donde yo estoy, no está la muerte. ¿Por qué preocuparse entonces?". Pero no sirvió de nada. Sacudió la cabeza, tratando de ahuyentar aquellos pensamientos morbosos. ¿De dónde venían? ¿De hablar con Nietzsche sobre la muerte? No, en lugar de insertar esos pensamientos en su mente, Nietzsche los había liberado. Siempre habían estado allí: los tenía de antes. Sin embargo, ¿en qué parte de su mente se alojaban cuando no los tenía? Freud estaba en lo cierto: tenía que haber un depósito de pensamientos complejos en el cerebro, más allá de la conciencia, pero atentos, preparados para ser convocados en cualquier momento y llevados al plano del pensamiento consciente.

¡Y en aquel depósito no sólo había pensamientos, sino también sentimientos! Días antes, mientras iba en un simón, Breuer había echado un vistazo al simón que circulaba junto al suyo, tirado por dos caballos al trote y en el que iban dos pasajeros, una pareja madura de expresión avinagrada. Pero no había cochero. ¡Un coche fantasma! El miedo lo había traspasado y una diaforesis instantánea le había empapado la ropa en cuestión de segundos. Y entonces había visto la figura del cochero, que se había agachado previamente para ajustarse una bota.

Al principio, Breuer se había reído de su estúpida reacción. Pero cuanto más pensaba en ello, más se daba cuenta de que, por más racional y librepensador que fuera, su mente contenía nebulosas de terror sobrenatural. Y no a mucha profundidad: podían aflorar a la superficie en cuestión de segundos. ¡Ay, si hubiera fórceps para extirpar esas nebulosas de raíz!

Ni rastro de sueño en el horizonte. Breuer se incorporó para arreglarse el arrugado camisón y mullir las almohadas. Volvió a pensar en Nietzsche. ¡Qué hombre tan extraño! ¡Qué conversación tan increíble habían sostenido! Le gustaba esa clase de conversación, le hacía sentirse cómodo, en su elemento. ¿Cuál era la "frase de granito" de Nietzsche? Llega a ser quien eres. "Pero ¿quién soy?", se preguntó Breuer. ¿Qué estaba destinado a ser? Su padre había sido un estudioso del Talmud: tal vez llevara las disquisiciones filosóficas en la sangre. Agradecía los pocos cursos de filosofía que había estudiado en la universidad, y había estudiado más que la mayoría de los médicos porque, ante la insistencia de su padre, había cursado el primer año en la facultad de filosofía antes de iniciar los estudios de medicina. También estaba contento de haber mantenido relación con Brentano y Jodl, sus profesores de filosofía. En realidad, debería verlos más a menudo. Había algo purificador en el reino de las ideas puras. Era allí, quizá sólo allí, donde no se sentía mancillado por Bertha y la carne. ¿Cómo seria su vida, si habitara en ese reino todo el tiempo, como Nietzsche?

¡Era increíble la manera en que Nietzsche se atrevía a decir ciertas cosas! ¡Decir que la esperanza era el peor de los males! ¡Que Dios había muerto! ¡Que la verdad era un error sin el que no era posible vivir! ¡Que los enemigos de la verdad no eran las mentiras, sino las convicciones! ¡Que la recompensa final de los muertos era no tener que volver a morir! ¡Que los médicos no tenían derecho a privar al hombre de su propia muerte! ¡Pensamientos perversos! Había rebatido a Nietzsche todos y cada uno de ellos. Sin embargo, había sido un rebatimiento fingido: en el fondo, sabía que Nietzsche estaba en lo cierto.


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