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Primera parte 3 страница

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Me preguntу si me pasaba algo. Le dije que durante horas no habнa visto coches detrбs de nosotros y que de pronto habнa advertido las luces de un auto que parecнa acercarse cada vez mбs.

Soltу una risita chasqueante y me preguntу si de veras creнa que se trataba de un carro. Le dije que tenнa que ser un coche y йl dijo que mi preocupaciуn le revelaba que, de algъn modo, yo debнa haber sentido que lo que venнa tras nosotros, fuera lo que fuese, no era un simple coche. In­sistн en que lo creнa sуlo otro coche en la carretera, o acaso un camiуn.

‑їQuй mбs puede ser? ‑dije, fuerte.

El aguijoneo de don Juan me habнa puesto nervioso.

El se volviу y me mirу de lleno; luego asintiу despacio, como midiendo lo que iba a decir.

‑Йsas son las luces en la cabeza de la muerte -dijo con suavidad‑. La muerte se las pone como un sombrero y despuйs se lanza al galope. Йsas son las luces de la muerte al galope, ganando terreno, acercбndose mбs y mбs.

Un escalofrнo recorriу mi espalda. Tras un rato mirй de nuevo el retrovisor, pero las luces ya no estaban allн.

Dije a don Juan que el coche debнa de haberse parado o salido del camino. El no volviу la cara; solamente estirу los brazos y bostezу.

‑No ‑dijo‑. La muerte nunca se para. A veces apaga sus luces, eso es todo.

 

Llegamos al noreste de Mйxico el 13 de junio. Dos indias viejas, de aspecto similar, que parecнan ser hermanas, se hallaban junto con cuatro muchachas a la puerta de una pequeсa casa de adobe. Detrбs de la casa habнa una choza y un granero ruinoso del que sуlo quedaba parte del techo y un muro. Aparentemente, las mujeres nos esperaban; deben haber avizorado mi coche por el polvo que levantaba en el camino de tierra que tomй al dejar la carretera pavimenta­da, unos tres kilуmetros atrбs. La casa estaba en un valle hondo, y vista desde la puerta la carretera parecнa una larga cicatriz en lo alto de la ladera de las colinas verdes.

Don Juan saliу del automуvil y hablу un momento con las ancianas. Ellas seсalaron unos bancos de madera frente a la puerta. Don Juan me hizo seсa de acercarme y tomar asiento. Una de las viejas se sentу con nosotros; el resto de las mujeres entrу en la casa. Dos muchachas permane­cieron junto a la puerta, examinбndome con curiosidad. Las saludй con la mano; entraron corriendo, entre risitas. Tras algunos minutos, dos hombres jуvenes llegaron a saludar a don Juan. No me dirigieron la palabra; ni siquie­ra me miraron. Hablaron brevemente con don Juan; luego йl se levantу y todos, incluyendo a las mujeres, caminamos hasta otra casa, a menos de un kilуmetro de distancia.

Allн nos encontramos con otro grupo. Don Juan entrу, pero me indicу permanecer junto a la puerta. Mirй aden­tro y vi a un indio viejo, como de la edad de don Juan, sentado en un banco de madera.

No acababa de anochecer. Un grupo de indios e indias jуvenes rodeaba de pie, en silencio, un viejo camiуn estacionado frente a la casa. Les hablй en espaсol, pero de­liberadamente evitaron responderme; las mujeres sofocaban risas cada vez que yo decнa algo y los hombres sonreнan corteses y hurtaban los ojos. Era como si no me entendie­ran, pero yo estaba seguro de que todos sabнan espaсol porque los habнa oнdo hablar entre si.

Tras un rato, don Juan y el otro anciano salieron y su­bieron en el camiуn, junto al conductor. Esa parecнa ser una seсal para que todos treparan en la plataforma del vehнculo. No habнa tablas a los lados, y cuando el camiуn se puso en marcha nos agarramos a una larga cuerda atada a unos ganchos en el chasis.

El camiуn avanzaba despacio por el camino de tierra. En cierto punto, al llegar a una cuesta muy empinada, se detuvo y todos bajamos para caminar tras йl; luego dos jуvenes saltaron de nuevo a la plataforma y se sentaron en el borde sin usar la cuerda. Las mujeres reнan y los animaban a mantener su precaria posiciуn. Don Juan y el anciano, a quien llamaban don Silvio, caminaban juntos y no parecнan interesarse en el histrionismo de los jуvenes. Cuando el camino se nivelу, todo el mundo volviу a subir en el camiуn.

Viajamos cerca de una hora. El piso era extremadamente duro e incуmodo, asн que me puse en pie y me sostuve del techo de la casilla: viajй en esa forma hasta que nos detuvimos frente a un grupo de chozas. Habнa allн mбs gente; ya estaba muy oscuro y yo sуlo podнa ver unas cuantas personas en la opaca luz amarillenta de una linter­na de petrуleo colgada junto a una puerta abierta.

Todos descendieron del camiуn y se mezclaron con la gente en las casas. Don Juan volviу a indicarme que per­maneciese afuera. Me inclinй contra el guardafango delan­tero del camiуn y tras uno o dos minutos se me unieron tres jуvenes. Habнa conocido a uno de ellos cuatro aсos antes, en un mitote. Me abrazу asiendo mis antebrazos.

‑Estбs muy bien ‑me susurrу en espaсol.

Nos quedamos quietos junto al camiуn. Era una noche cбlida, con viento. Cerca podнa oнrse el suave retumbar de un arroyo. Mi amigo me preguntу, en un susurro, si tenнa yo cigarros. Pasй una cajetilla. Al resplandor de los ciga­rros mirй mi reloj. Eran las nueve.

Al rato, un grupo de gente emergiу de la casa y los tres jуvenes se alejaron. Don Juan vino a decirme que habнa explicado mi presencia a satisfacciуn de todos y que estaba yo invitado a servir agua en el mitote. Dijo que nos irнa­mos en el acto.

Un grupo de diez mujeres y once hombres dejу la casa. El cabecilla de la partida era bastante fornido; tendrнa quizбs alrededor de cincuenta y cinco aсos. Lo llamaban "Mocho". Daba pasos firmes, бgiles. Llevaba una lбmpara de petrуleo y al caminar la agitaba de lado a lado. En un principio pensй que la movнa al azar, pero luego descubrн que lo hacнa para marcar un obstбculo o un pasaje difнcil en el camino. Anduvimos mбs de una hora. Las mujeres charlaban y reнan suavemente de tiempo en tiempo. Don Juan y el otro anciano iban al principio de la fila; yo la cerraba. Mantenнa los ojos en el suelo, tratando de ver por dуnde caminaba.

Habнan pasado cuatro aсos desde que don Juan y yo habнamos andado de noche en los cerros, y yo habнa perdi­do mucha destreza fнsica. Tropezaba de continuo, e invo­luntariamente pateaba piedras. Mis rodillas carecнan de flexibilidad; el camino parecнa alzarse hacia mн en los sitios altos, o ceder bajo mis pies en los bajos. Era yo quien mбs ruido hacнa al caminar, y eso me convertнa en bufуn involuntario. Alguien del grupo decнa "aaay" cada vez que yo tropezaba, y todos reнan. En cierto momento, una de las piedras que pateй golpeу el talуn de una mujer y ella dijo en voz alta, para deleite general: "ЎDenle una vela a ese pobre muchacho!" Pero la mortificaciуn culminante fue cuando tropecй y tuve que asirme a la persona frente a mн; el hombre casi perdiу el equilibrio a causa de mi peso y soltу, adrede, un grito fuera de toda proporciуn. Todo el mundo riу tan fuerte que el grupo tuvo que dete­nerse un rato.

En determinado momento, el hombre que guiaba moviу la lбmpara hacia arriba y hacia abajo. Esa parecнa ser la seсal de que habнamos llegado a nuestro destino. Hacia mi izquierda, a corta distancia, se vislumbraba la silueta oscura de una casa baja. El grupo se dispersу en distintas direcciones. Busquй a don Juan. Era difнcil hallarlo en las tinieblas. Trastabillй ruidosamente durante un rato antes de advertir que se hallaba sentado en una roca.

Volviу a decirme que mi deber era llevar agua para los hombres que participarнan. Aсos antes me habнa enseсado el procedimiento, pero insistiу en refrescar mi memoria y me lo enseсу de nuevo.

Despuйs fuimos atrбs de la casa, donde todos los hom­bres se habнan reunido. Ardнa un fuego. A unos cinco metros de la hoguera habнa un бrea despejada cubierta de petates. Mocho, el hombre que nos guiу, fue el primero en sentarse en uno de ellos; notй que le faltaba el borde superior de la oreja izquierda, lo cual explicaba su apodo. Don Silvio tomу asiento a su derecha y don Juan a su izquierda. Mocho se hallaba encarando el fuego. Un joven se acercу y puso frente a йl una canasta plana con botones de peyote; luego tomу asiento entre Mocho y don Silvio, Otro joven trajo dos canastas pequeсas y las puso junto a los botones para luego sentarse entre Mocho y don Juan. Los otros dos jуvenes flanquearon a don Silvio y a don Juan, cerrando un cнrculo de siete personas. Las mujeres se quedaron dentro de la casa. Dos jуvenes estaban a car­go de mantener el fuego ardiendo toda la noche, y un adolescente y yo guardбbamos el agua que se darнa a los siete participantes tras su ritual de toda la noche. El mucha­cho y yo nos sentamos junto a una roca. El fuego y el receptбculo con agua se hallaban en lados opuestos y a igual distancia del cнrculo de participantes.

Mocho, el cabecilla, cantу su canciуn de peyote; tenнa los ojos cerrados; su cuerpo se meneaba hacia arriba y hacia abajo. La canciуn era muy larga. No comprendн el idioma. Despuйs todos ellos, uno por uno, cantaron sus canciones de peyote. No parecнan seguir ningъn orden pre­concebido. Aparentemente cantaban cuando tenнan ganas de hacerlo. Luego Mocho sostuvo la canasta con botones de peyote, tomу dos y volviу a dejarla en el centro del cнrculo; don Silvio fue el siguiente y despuйs don Juan. Los cuatro jуvenes, que parecнan formar una unidad aparte, tomaron cada uno dos botones de peyote, siguiendo una direcciуn contraria a la de las manecillas del reloj.

Cada uno de los siete participantes cantу y comiу dos botones de peyote cuatro veces consecutivas; luego pasaron las otras dos canastas, que contenнan fruta y carne seca.

Repitieron este ciclo varias veces durante la noche, pero no me fue posible detectar ningъn orden subyacente en sus movimientos individuales. No hablaban entre sн; mбs bien parecнan hallarse solos y ensimismados. Ni siquiera una vez vi que alguno de ellos prestara atenciуn a lo que hacнan los demбs.

Antes del amanecer se levantaron, y el muchacho y yo les dimos agua. Despuйs, caminй por los alrededores para orientarme. La casa era una choza de una sola habitaciуn, una construcciуn de adobe de poca altura y techo de paja. El paisaje en torno era bastante opresivo. La choza estaba situada en una llanura бspera con vegetaciуn mezclada. Arbustos y cactos crecнan juntos, pero no habнa бrboles en absoluto. No me dieron ganas de aventurarme mбs allб de la casa.

Las mujeres se marcharon en el curso de la maсana. Silenciosamente, los hombres se desplazaban por el бrea circunvecina a la casa. A eso del mediodнa, todos nos sentamos de nuevo en el mismo orden que la noche ante­rior. Se pasу una canasta con trozos de carne seca cortados al tamaсo de un botуn de peyote. Algunos de los hombres cantaron sus canciones de peyote. Despuйs de una hora o algo asн, todos se levantaron y tomaron direcciones dis­tintas.

Las mujeres habнan dejado una olla de atole para los ayudantes del fuego y el agua. Comн un poco y dormн la mayor parte de la tarde.

Ya oscurecido, los jуvenes a cargo del fuego constru­yeron otra hoguera y el ciclo de tomar botones de peyote empezу de nuevo. Siguiу en general el mismo orden que la noche precedente, terminando al amanecer.

Durante el curso de la noche pugnй por observar y regis­trar cada movimiento realizado por cada uno de los siete participantes, con la esperanza de descubrir la mбs leve forma de un sistema detectable de comunicaciуn, verbal o no, entre ellos. Pero nada en sus acciones revelaba un sis­tema subyacente.

Al anochecer del tercer dнa se renovу el ciclo de tomar peyote. Cuando la maсana llegу, supe que habнa fallado por completo en mi bъsqueda de pistas que seсalaran al guнa encubierto; tampoco habнa podido descubrir ninguna forma de comunicaciуn disimulada entre los participantes o el menor rastro de su sistema de acuerdo. Durante el resto del dнa estuve sentado a solas, tratando de organizar mis notas.

Cuando los hombres volvieron a juntarse para la cuarta noche, supe de alguna manera que йsta serнa la ъltima reuniуn. Nadie me habнa mencionado nada al respecto, pero yo sabнa que al dнa siguiente se desbandarнan. Nueva­mente me sentй junto al agua y todos los demбs reasumie­ron sus posiciones en el orden ya establecido.

La conducta de los siete hombres en el circulo fue una rйplica de lo que yo habнa observado las tres noches ante­riores. Como en ellas, me concentrй en sus movimientos. Querнa registrar todo cuanto hicieran: cada ademбn, cada sonido, cada gesto.

En cierto momento percibн en mi oнdo una especie de timbrazo; era un tipo comъn de zumbido en la oreja y no le prestй atenciуn. Se hizo mбs fuerte, pero aъn se hallaba dentro de la gama de mis sensaciones corporales ordinarias. Recuerdo haber dividido mi atenciуn entre ob­servar a los hombres y escuchar el zumbido. Entonces, en un instante dado, los rostros de los hombres parecieron hacerse mбs brillantes; era como si una luz se hubiese en­cendido. Pero no acababa de semejar una luz elйctrica, ni una linterna, ni el reflejo del fuego en los rostros. Era mбs bien una iridiscencia: una luminosidad rosбcea, muy tenue, pero detectable desde donde me hallaba. El zumbi­do pareciу aumentar. Mirй al muchacho que estaba con­migo, pero se habнa dormido.

La luminosidad rosбcea se hizo por entonces mбs noto­ria. Mirй a don Juan: sus ojos estaban cerrados; tambiйn los de Silvio y los de Mocho. No pude ver los ojos de los cuatro jуvenes porque dos de ellos se hallaban agachados y los otros dos me daban la espalda.

Me concentrй mбs aъn en la observaciуn. Sin embargo, no me habнa dado cuenta cabal de estar realmente oyendo un zumbido y viendo un resplandor rosa cernirse sobre los hombres. Tras un momento tomй conciencia de que la tenue luz rosa y el zumbido eran muy firmes. Tuve un instante de intenso desconcierto y luego un pensamiento cruzу mi mente: un pensamiento sin nada que ver con la escena que presenciaba ni con el propуsito que yo tenнa en mente para estar allн. Recordй algo que mi madre me dijo una vez, cuando yo era niсo. El pensamiento distraнa y no venнa en absoluto al caso; tratй de descartarlo y concentrarme de nuevo en mi asidua observaciуn, pero no pude. El pensa­miento recurriу; era mбs fuerte, mбs exigente, y entonces oн con claridad la voz de mi madre llamarme. Oн el arras­trar de sus pantuflas y luego su risa. Me volvн, buscбndola; concebн que, transportado en el tiempo por algъn tipo de alucinaciуn o de espejismo, iba a verla, pero vi sуlo al mu­chacho dormido junto a mн. Verlo fue una sacudida, y experimentй un breve momento de calma, de sobriedad.

Mirй de nuevo hacia el grupo de los hombres. No habнan cambiado en nada su postura. Sin embargo, la luminosidad habнa desaparecido, al igual que el zumbido en mis orejas.

Me sentн aliviado. Pensй que la alucinaciуn de oнr la voz de mi madre habнa concluido. Quй clara y vнvida habнa sido esa voz. Me dije una y otra vez que, por un instante, la voz casi me habнa atrapado. Notй vagamente que don Juan estaba mirбndome, pero eso no importaba. Lo mesme­rizante era el recuerdo del llamado de mi madre. Pugnй desesperadamente por pensar en otra cosa. Y entonces oн la voz de nuevo, con tanta claridad como si mi madre estu­viera detrбs de mн. Llamaba mi nombre. Me volvн con rapidez, pero no vi mбs que la silueta oscura de la choza y los arbustos mбs allб.

El oнr mi nombre me produjo la mбs profunda angustia. Gimotee involuntariamente. Sentн frнo y mucha soledad y empecй a llorar. En ese momento tenнa la sensaciуn de nece­sitar a alguien que se preocupara por mн. Volvн el rostro para mirar a don Juan; me observaba. No querнa verlo, de modo que cerrй los ojos. Y entonces vi a mi madre. No era el pensamiento de mi madre, la forma en que suelo pensar en ella. Era una visiуn clara de su persona parada junto a mн. Me sentн desesperado. Temblaba y querнa es­capar. La visiуn de mi madre era demasiado inquietante, demasiado ajena a lo que yo perseguнa en ese mitote. Al parecer no habнa manera consciente de evitarla. Acaso po­drнa haber abierto los ojos, de querer en verdad que la visiуn se desvaneciese, pero en vez de ello la examinй con detenimiento. Mi examen fue algo mбs que simple­mente mirarla; fue un escrutinio y una valoraciуn compul­sivos. Un sentimiento muy peculiar me envolviу como una fuerza externa, y de pronto sentн la horrenda carga del amor de mi madre. Al oнr mi nombre me desgarrй; el recuerdo de mi madre me llenу de angustia y melancolнa, pero al examinarla supe que nunca la habнa querido. Esa toma de conciencia me sacudiу. Pensamientos e imбgenes acudieron en avalancha. La visiуn de mi madre debe de haberse desvanecido mientras tanto; ya no era importante. Tampoco me interesaba ya lo que los indios hacнan. De hecho, habнa olvidado el mitote. Me hallaba absorto en una serie de pensamientos extraordinarios: extraordinarios porque eran mбs que pensamientos; porque eran unidades de sentimiento completas, certezas emotivas, evidencias indisputables sobre la naturaleza de mi relaciуn con mi madre.

En cierto momento, estos pensamientos extraordinarios cesaron de acudir. Notй que habнan perdido su fluidez y la calidad de ser unidades de sentimiento completas. Habнa yo empezado a pensar en otras cosas. Mi mente desvariaba. Pensй en otros miembros de mi familia inmediata, pero ninguna imagen acompaсaba mis pensamientos. Entonces mirй a don Juan. Estaba de pie; los demбs hombres tam­biйn estaban de pie, y entonces todos caminaron hacia el agua. Me hice a un lado y codeй al muchacho que seguнa dormido.

 

Casi tan pronto como don Juan subiу en mi coche, le relatй la secuencia de mi asombrosa visiуn. Riу con gran deleite y dijo que mi visiуn era una seсal, un augurio tan impor­tante como mi primera experiencia con Mescalito. Recordй que, cuando ingerн peyote por vez primera, don Juan inter­pretу mis reacciones como un augurio importantнsimo; de hecho, йsa fue la causa de que decidiera enseсarme su conocimiento.

Don Juan dijo que, durante la ъltima noche del mitote, Mescalito se habнa cernido sobre mн en forma tan obvia que todo el mundo se sintiу forzado a volverse en mi direcciуn; por eso йl me estaba observando cuando yo lo mirй.

Quise escuchar la interpretaciуn que daba a mi visiуn, pero don Juan no querнa hablar de ella. Dijo que cualquier cosa que yo hubiese experimentado era una tonterнa en comparaciуn con el augurio. Don Juan siguiу hablando de la luz de Mescalito derramбndose sobre mн, y de cуmo todos la habнan visto.

‑Eso sн fue algo bueno ‑dijo‑. No podrнa yo pedir mejor seсal.

Obviamente, don Juan y yo nos hallбbamos en dos ave­nidas distintas de pensamiento. A йl le concernнa la importancia de los sucesos que habнa interpretado como seсal; a mн me obsesionaban los detalles de la visiуn que habнa tenido.

‑No me importan las seсales ‑dije‑. Quiero saber quй cosa me ocurriу.

Frunciу el entrecejo, como disgustado, y durante un mo­mento permaneciу muy tieso y callado. Luego me mirу. Su tono fue muy vigoroso. Dijo que lo ъnico importante era que Mescalito habнa sido muy gentil conmigo, me habнa inundado con su luz y me habнa dado una lecciуn sin que yo pusiera de mi parte mбs esfuerzo que el de estar allн.

 

 

IV

 

El 4 de septiembre de 1968 fui a Sonora para visitar a don Juan. Cumpliendo una peticiуn que me habнa hecho durar­te mi visita previa, me detuve de paso en Hermosillo para comprarle un tequila fuera de comercio llamado bacanora. El encargo me parecнa muy extraсo, pues yo sabнa que le disgustaba beber, pero comprй cuatro botellas y las puse en una caja junto con otras cosas que le llevaba.

‑ЎVaya, trajiste cuatro botellas! ‑dijo, riendo, cuando abriу la caja‑. Te pedн que me compraras una. Apuesto a que creнste que el bacanora era para mн, pero es para mi nieto Lucio, y tъ tienes que dбrselo como regalo personal de tu parte.

Yo habнa conocido al nieto de don Juan dos aсos antes; entonces tenнa veintiocho. Era muy alto ‑mбs de un metro ochenta‑ y siempre vestнa extravagantemente bien para sus medios y en comparaciуn con sus iguales. Mientras la mayorнa de los yaquis visten caqui y mezclilla, sombreros de paja y guaraches de fabricaciуn casera, el atavнo de Lucio consistнa en una costosa chaqueta de cuero negra con escarolas de cuentas de turquesa, un sombrero tejano y un par de botas monogramadas y decoradas a mano.

Lucio quedу encantado al recibir el licor e inmediatamen­te metiу las botellas a su casa, al parecer para almacenarlas. Don Juan comentу en forma casual que nunca hay que esconder licor ni beberlo a solas. Lucio dijo que en reali­dad no estaba escondiendo las botellas, sino guardбndolas hasta la noche, hora en que invitarнa a sus amigos a beber.

Esa noche, a eso de las siete, regresй a casa de Lucio. Habнa oscurecido. Discernн la vaga silueta de dos personas paradas bajo un бrbol pequeсo; eran Lucio y uno de sus amigos, quienes me esperaban y me guiaron a la casa con una linterna de pilas.

La vivienda de Lucio era una endeble construcciуn de dos habitaciones y piso de tierra, hecha con varas y arga­masa. Medнa unos seis metros de largo y la sustentaban vigas de mezquite, relativamente delgadas. Como todas las casas de los yaquis, tenнa techo plano, de paja, y una "ramada" de tres metros de ancho: especie de toldo sobre toda la parte delantera de la casa. Un techo de ramada nunca tiene paja; se hace de ramas acomodadas con soltura, dando bastante sombra y a la vez permitiendo la circula­ciуn libre de la brisa refrescante.

Al entrar en la casa encendн la grabadora que llevaba dentro de mi portafolio. Lucio me presentу con sus amigos.

Habнa ocho hombres dentro de la casa, incluyendo a don Juan. Se hallaban sentados informalmente en torno al cen­tro de la habitaciуn, bajo la viva luz de una lбmpara de gasolina que colgaba de una viga. Don Juan ocupaba un cajуn. Tomй asiento frente a йl en el extremo de una banca de dos metros hecha con una gruesa viga de madera clavada a dos horquillas plantadas en el suelo.

Don Juan habнa puesto su sombrero en el piso, junto a йl. La luz de la lбmpara hacнa que su cabello corto y cano se viese mбs brillantemente blanco. Mirй su rostro; la luz resaltaba asimismo las hondas arrugas en su cuello y su frente, y lo hacнa parecer mбs moderno y mбs viejo.

Mirй a los otros hombres; bajo la luz blanca verdosa de la lбmpara de gasolina todos se veнan cansados y viejos.

Lucio se dirigiу en espaсol a todo el grupo y dijo en voz fuerte que нbamos a beber una botella de bacanora que yo le habнa traнdo de Hermosillo. Fue al otro aposento, sacу una botella, y la descorchу y me la dio junto con una pequeсa taza de hojalata. Servн un pequeснsimo tanto y lo bebн. El bacanora parecнa mбs fragante y denso que el tequi­la comъn, y mбs fuerte tambiйn. Me hizo toser. Pasй la botella y todos se sirvieron un traguito: todos excepto don Juan; йl nada mбs tomу la botella y la colocу frente a Lucio, que estaba al final de la lнnea.

Todos comentaron con vivacidad el rico sabor de esa botella en particular, y estuvieron de acuerdo en que el licor debнa proceder de las montaсas altas de Chihuahua.

La botella dio una segunda vuelta. Los hombres chas­quearon los labios, repitieron sus elogios e iniciaron una animada discusiуn acerca de las notorias diferencias entre el tequila hecho en los alrededores de Guadalajara y el que se elabora a gran altitud en Chihuahua.

Durante la segunda vuelta, don Juan tampoco bebiу, y yo sуlo me servн un sorbo, pero los demбs llenaron la taza hasta el borde. La botella volviу a pasar de mano en mano y se vaciу.

‑Saca las otras botellas, Lucio ‑dijo don Juan.

Lucio pareciу vacilar, y don Juan explicу a los otros, en tono enteramente casual, que yo habнa traнdo cuatro bote­llas para Lucio.

Benigno, un joven de la edad de Lucio, mirу el porta­folio que yo habнa colocado inconspicuamente detrбs de mн y preguntу si era yo un vendedor de tequila. Don Juan le contestу que no, y que en realidad habнa ido a Sonora para verlo a йl.

‑Carlos estб aprendiendo sobre Mescalito, y yo le estoy enseсando ‑dijo don Juan.

Todos me miraron y sonrieron con cortesнa. Bajea, el leсador, un hombre pequeсo y delgado, de facciones pro­nunciadas, fijу los ojos en mн durante un momento y luego dijo que el tendero me habнa acusado de ser espнa de una compaснa americana que planeaba explotar minas en la tierra yaqui. Todos reaccionaron como si tal acusa­ciуn los indignara. Ademбs, nadie se llevaba bien con el tendero, que era mexicano, o yori, como dicen los yaquis.

Lucio fue al otro aposento y regresу con una nueva bote­lla de bacanora. La abriу, se sirviу un buen tanto y luego la pasу. La conversaciуn se desviу hacia las probabili­dades de que la compaснa americana viniese a Sonora, y a su posible efecto sobre los yaquis. La botella volviу a Lu­cio. La alzу y mirу su contenido para ver cuбnto quedaba.

‑Dile que no se apure ‑me susurrу don Juan‑. Dile que le traerбs mбs la prуxima vez que vengas.

Me inclinй hacia Lucio y le asegurй que en mi prуxima visita le llevarнa al menos media docena de botellas.

En determinado momento, los temas de conversaciуn parecieron agotarse. Don Juan se volviу hacia mi y dijo en voz alta:

‑їPor quй no les cuentas aquн a los muchachos tus encuentros con Mescalito? Creo que eso serб mucho mбs interesante que esta plбtica inъtil de quй pasarб si la compaснa americana viene a Sonora.

‑їEse Mescalito es el peyote, agьelo? ‑preguntу Lucio con curiosidad.

‑Alguna gente lo llama asн ‑dijo don Juan secamen­te‑. Yo prefiero llamarlo Mescalito.

‑Esa chingadera lo vuelve a uno loco ‑dijo Genaro, un hombre alto y robusto, de edad madura.

‑Eso de decir que Mescalito lo vuelve a uno loco es pura estupidez ‑dijo don Juan suavemente‑. Porque si йse fuera el caso, Carlos andarнa ahorita mismo con camisa de fuerza en vez de estar aquн platicando con ustedes. El ha tomado y mнrenlo. Estб muy bien.

Bajea sonriу y repuso con timidez: ‑їQuiйn sabe? -y todo el mundo riу.

‑Bueno, mнrenme a mн ‑dijo don Juan‑. Yo he cono­cido a Mescalito casi toda mi vida y jamбs me ha hecho daсo.

Los hombres no rieron, pero resultaba obvio que no lo tomaban en serio.

‑Por otro lado ‑siguiу don Juan‑, es cierto que Mescalito lo vuelve loco a uno, como tъ dijiste, pero eso pasa sуlo cuando uno va a verlo sin saber lo que hace.

Esquere, un anciano que parecнa de la edad de don Juan, riу suavemente, chasqueando la lengua, mientras me­neaba la cabeza de un lado a otro.

‑їQuй es lo que uno tiene que saber, Juan? ‑pregun­tу‑. La ъltima vez que te vi, te oн decir la misma cosa.

‑La gente de veras se vuelve loca cuando toma esa chingadera del peyote ‑continuу Genaro‑. Yo he visto a los huicholes comerlo. Parecнa como si les hubiera dado la rabia. Echaban espuma por la boca y se vomitaban y se orinaban por todas partes. Te puede dar epilepsia por comer esa porquerнa. Eso me dijo una vez el seсor Salas, el ingeniero del gobierno. Y la epilepsia es para toda la vida, ya saben.

‑Eso es estar peor que los animales ‑aсadiу Bajea con solemnidad.

‑Tu viste nomбs lo que querнas ver de los huicholes, Genaro ‑dijo Juan‑. Por eso jamбs te molestaste en preguntarles cуmo es trabar amistad con Mescalito. Que yo sepa, Mescalito no le ha dado epilepsia a nadie. El ingeniero del gobierno es yori, y no creo que un yori sepa nada de eso їA poco de veras piensas que todos los miles de gentes que conocen a Mescalito estбn locas?

‑Deben de estar locos o casi locos, para hacer una cosa asн ‑respondiу Genaro.

‑Pero si todos esos miles estuvieran locos al mismo tiempo, їquiйn harнa su trabajo? їCуmo se las arreglarнan para ganarse la vida ‑preguntу don Juan.

‑Macario, que viene del "otro lado" ‑(los EE.UU.)‑, me dijo que quien lo toma ahн estб marcado para toda la vida ‑dijo Esquere.

‑Macario estб mintiendo si dice tal cosa ‑dijo don Juan‑. Estoy seguro de que no sabe lo que estб diciendo.

‑Ese dice muchas mentiras ‑dijo Benigno.

‑їQuiйn es Macario? ‑preguntй.

‑Un yaqui que vive aquн ‑dijo Lucio‑. Ese dice que es de Arizona y Dizque estuvo en Europa cuando la guerra. Cuenta toda clase de historias.

‑ЎDizque fue coronel! ‑dijo Benigno.

Todo el mundo riу y por un rato la conversaciуn se centrу en los increнbles relatos de Macario, pero don Juan volviу nuevamente al tema de Mescalito.

‑Si todos ustedes saben que Macario es un embustero, їcуmo pueden creerle cuando habla de Mescalito?

‑їEso es el peyote, agьelo? ‑preguntу Lucio, como si en verdad pugnara por hallar sentido al tйrmino.

‑ЎSн! ЎCarajo!

El tono de don Juan fue cortante y abrupto. Lucio se en­cogiу involuntariamente, y por un momento sentн que todos tenнan miedo. Luego don Juan sonriу con amplitud y prosiguiу en tono amable.

‑їEs que no ven que Macario no sabe lo que dice? їNo ven que para hablar de Mescalito hay que saber?

‑Ahн va la burra al trigo ‑dijo Esquere‑. їQuй ca­rajos hay que saber? Estбs peor que Macario. Al menos йl dice lo que piensa, sepa o no sepa. Llevo aсos oyйndote decir que tenemos que saber. їQuй cosa tenemos que saber?


Дата добавления: 2015-11-14; просмотров: 62 | Нарушение авторских прав


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