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La última boda de Manolita Perales García

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El 11 de febrero de 1977, Silverio cumplió sesenta años.

Yo le compré en las rebajas un abrigo, que le hacía falta, y le regalé además una taladradora nueva que no necesitaba, porque ya tenía otra y encima no estaba rebajada, pero era lo que más le apetecía. Al día siguiente era sábado y celebramos el cumpleaños con nuestros hijos. Entre todos, le regalaron un montón de cosas, dos camisas, un jersey, un juego de destornilladores de precisión y, los nietos, varios dibujos, una caja de caramelos de café con leche y un muñequito de plástico, horroroso, con un cartel que decía «mi abuelo sí que es el mejor». Para no ser menos, el Estado español le regaló uno de los peores disgustos de su vida.

—¡Serán hijos de puta! —cuando mi yerno empezó a chillar, yo salía de la cocina con una bandeja llena de mediasnoches entre las manos—. ¿Y a esto le llaman democracia, joder?

No le presté atención, porque en los últimos tiempos le había oído formular muchas veces la misma pregunta, con ese acento airado tan propio de los jóvenes que creen que lo han vivido todo. Tampoco me extrañó que Laura protestara, aunque la culpa era suya. Se había empeñado en dar de mamar al bebé en el salón, con el follón que había, para no perderse Informe Semanal, y Pablo, que aún no tenía tres meses, se había asustado con los gritos de su padre. Mis nietos mayores estaban sentados en el suelo del pasillo con los lápices y los cuadernos de colorear que les había traído de la papelería. Los sorteé con mucho cuidado y la intención de poner orden, pero al traspasar la puerta del salón no acerté a decir ni una palabra.

Silverio miraba hacia delante con la boca y los ojos muy abiertos, la piel tan blanca como una máscara de cera. Tenía las manos apoyadas en los brazos de la butaca, las piernas dobladas, y el tronco inclinado hacia delante en una postura muy forzada, tan incómoda que parecía una fotografía captada cuando estaba a punto de levantarse para apagar el televisor. Nada en él, ni las pestañas, ni los músculos, ni los pliegues de la ropa, revelaba el menor movimiento y esa extraña parálisis me asustó mucho, me asustó tanto que al verle dejé de pensar en mi hija, en mi yerno, en mi nieto.

Así, el relato que transmitía el locutor de aquel reportaje sobre la liberación de Oriol y Villaescusa logró penetrar limpiamente en mis oídos. Una operación impecable, oí, un mando policial de dilatada experiencia, éxitos legendarios al mando de la Brigada Político Social, un ejemplar servidor del Estado que hoy comparece por primera vez ante las cámaras... Hasta aquel momento no había sabido nada y de repente lo supe todo. Supe tanto que fui consciente del pánico que me inspiraba el televisor, e incluso llegué a pensar en darme la vuelta y esconderme en la cocina, quedarme allí sentada, con los ojos cerrados y la cabeza tapada con un paño, hasta que alguien viniera a decirme que no, que no, que me había confundido. Pero entonces oí la voz de la estrella del reportaje y comprendí que aquel momento tenía que estar siendo más duro, mucho peor para Silverio que para mí. Por eso decidí ir hacia él. Y se me olvidó que llevaba algo entre las manos. Y solté la bandeja. Y la fuente se rompió. Y todas las mediasnoches se cayeron al suelo entre pedazos de loza blanca mientras Rodolfo Martín Villa, ministro del Interior, anunciaba que iba a proponer la concesión de la Medalla de Oro al Mérito Policial a don Roberto Conesa Escudero. Y cuando miré por fin a la pantalla, el Orejas sonreía, muy complacido por la noticia.

Su silueta transparentándose tras un cristal esmerilado, María Pilar hablando por teléfono, no te equivoques conmigo, Roberto, y el otro día al salir del metro seguí a una chica con las piernas muy bonitas y resultó que eras tú, y qué guapa estás, parece que te está ardiendo el pelo, y aquella caja de zapatos que llevaba Mari Carmen Vives mientras andaba con él por la calle Atocha, y ¿tú sabes dónde está tu hermano?, y la voz de Silverio en el cuarto de las bodas, el Orejas dice que el traidor igual es una chica, y aquella misteriosa aparición en la cola de Porlier, y ¿qué pasa, que eres mujer de un solo hombre?, y el billete de metro que me regaló al saltar el torno, y su interés por saber qué opinaba Toñito de mi noviazgo con el Manitas, y el abrazo que me dio cuando vino a decirme que lo habían detenido en la carretera de Colmenar, y la alegría de la Palmera al contarme que había encontrado una forma de salvarle la vida a mi hermano, y su rostro compungido en el entierro de Eladia... ¿Y qué más?, me pregunté, ¿quién más?, ¿cuántos más?, mientras una lista larguísima de nombres desfilaba por mi memoria.

Cuando logré ponerme en marcha, Silverio no había terminado de hacer sus propias cuentas. Seguía paralizado en la misma antagónica tensión entre la quietud y el movimiento, su cerebro agitándose, sospeché, con la misma violencia que impedía el movimiento de sus músculos. La Minerva todavía no estaba caliente, había recordado en voz alta la primera vez que me contó su detención, mientras hablábamos en una esquina para no saber que Tasio, pobre Tasio, y Martina, pobre Martina, estaban follando como descosidos en el mismo cuarto. La Minerva no estaba caliente. La temperatura de aquella máquina le había costado casi once años de cárcel. Y nosotros éramos de los que habían tenido suerte, porque yo estaba viva, y por eso pude acercarme a él, inclinarme sobre el respaldo de la butaca, rodear su cuello con mis brazos, pegar mi cabeza a la suya y sentir el calor de un hombre vivo.

—¡Qué tontos somos!, ¿verdad? —se volvió a mirarme, me besó en los labios, sonrió, y aquella sonrisa me pareció más triste que ningún otro gesto que hubiera llegado a ver en su rostro—. Una partida de gilipollas, y además toda la vida, ¿eh? Toda la puta vida...

Él acababa de cumplir sesenta años. Yo tenía cincuenta y cuatro, y a pesar de eso, rodeé la butaca, me senté en sus rodillas y apreté mi cabeza contra su cuello para que me abrazara y me besara en la cabeza como a una niña pequeña. En ese momento, sentí que estábamos solos. Nuestros tres hijos estaban allí, y con ellos el marido de Laura, la mujer de Antonio, embarazada de siete meses, la de Rafa, a la que todavía no se le notaba el embarazo, y Guille, que iba a cumplir tres años, y Marisol, que ya tenía dos. Era mucha gente, pero ninguno hablaba y ni siquiera los niños se movían.

—Hay que llamar a tu hermano.

La voz de Silverio actuó como un interruptor capaz de devolver al mundo el movimiento. Un instante después de que se acordara de Toñito en voz alta, oí a la vez el timbre del teléfono y un grito de mi nuera Marisol, que se precipitó sobre los niños al descubrir que habían aprovechado el desconcierto de los adultos para lanzarse sobre las mediasnoches tiradas en el suelo. Mi otra nuera, Paz, fue a buscar una escoba y un recogedor mientras su marido intentaba contener el torrente de palabras que le asaltaba a través del teléfono.

—No... No, si... No... Claro, pero es que... Claro que te entiendo... Que sí, que sí... Espera un momen... ¡Que esperes un momento, por favor! —cuando Rafa logró su objetivo, dejó caer el auricular, tapó la parte inferior con la mano, y se volvió hacia su padre con un gesto indeciso entre la alarma y el estupor—. Es tu amigo Julián, papá. Deberías ponerte, porque está muy nervioso. Lo único que dice es que vais a tener que matar a alguien.

Silverio me dio una palmada en la pierna para que me levantara, y fue a coger el teléfono con la misma incomprensible tranquilidad que percibí en su voz un instante después.

—Pero si tú no sabes hacer bombas, Julián, si eres un manazas... El único que podría hacer una soy yo, y preferiría pegarle un tiro en la cabeza, así que... Claro, quedamos y lo discutimos. Que sí, hombre, lo que pasa es que ahora no puedo... Pues porque están aquí todos mis hijos, ayer fue mi cumpleaños, ¿no te acuerdas? Por supuesto que te invito a una copa, a las que tú quieras, no faltaba más.

Cuando colgó el teléfono, se volvió hacia nosotros y aquella escena empezó a resultarme familiar.

—Nadie va a matar a nadie —nos fue mirando a todos, uno por uno—. Por lo menos de momento, así que no os preocupéis.

—Vale —Antonio se acercó a él con una expresión cautelosa—, pero te voy a tomar la tensión.

—No, porque no hace falta. La tengo de puta madre.

—Bueno, vamos a verlo...

—Desde luego, hijo de mi vida, si llego a saber lo pesado que te ibas a poner, no te pago la carrera.

Que Antonio reconociera que la tensión de su padre estaba sólo ligeramente por encima de sus valores habituales me sorprendió más que a él. Mientras Silverio anunciaba que de todas formas iba a tomarse una copa de coñac, que era lo mejor para bajarla, sonó el timbre de la puerta. Qué prisa se ha dado Julián, pensé, pero cuando fui a abrir me encontré con la Palmera, que vivía mucho más cerca.

—¿Lo has visto?

Unos meses después de la muerte de Franco, Paco decidió volver a salir a la calle con los ojos pintados. La primera vez que le vi probé un sabor agridulce, una equilibrada combinación de alegría y tristeza. Me alegré porque sabía que para él era importante, pero me dio mucha pena ver la raya gruesa, irregular, grumosa, que traicionaba el pulso tembloroso de un anciano donde antes había admirado una línea finísima, tan perfecta como si un delineante la hubiera trazado sobre un plano. Aquella noche no aprecié ninguna diferencia, porque llegó a mi casa con la pintura corrida, extendida como un doble borrón de tinta alrededor de los ojos.

—Sí —confirmé—. Lo he visto.

La huella de sus lágrimas contagió a las mías mientras nos abrazábamos en el recibidor con la impotente desesperación de otros tiempos, pero en sus brazos hallé el mismo consuelo, un cariño que sin dejar de serlo era además otras cosas, comprensión, compasión, experiencia, solidaridad, rabia y conocimiento, igual que entonces. Cuando nos separamos, me saqué del bolsillo el pañuelo que solía llevar encima desde que debuté como abuela, y le limpié los ojos con mucho cuidado mientras en el salón volvía a sonar el teléfono.

—¿Y cómo está tu marido? —frunció las cejas, como si le diera miedo escuchar mi respuesta, pero le dije la verdad.

—Mejor que nosotros.

—Me alegro.

Yo ya he vivido esto, volví a pensar, yo ya he estado aquí, con Paco, con Silverio, con Julián...

—Mamá —Laura vino a buscarme y me entregó la pieza que me faltaba—. Es Rita. Quiere hablar contigo.

Pero hoy no han matado a nadie, pensé mientras me acercaba al teléfono, hoy no ha muerto nadie, y me aferré a esa idea como si fuera un clavo ardiendo, mañana no tendremos que enterrar a nadie, mientras Rita chillaba en mi oído, ¿pero tú lo has visto, tú has oído lo que decía el locutor?, eso era verdad, ¡es un torturador, Manolita, un asesino!, que no habían matado a nadie, ¿y cómo sabía dónde estaban los secuestrados, cómo ha podido liberarlos sin pegar un tiro, por qué nadie le pregunta eso?, y sin embargo nos habían matado un poco a todos, ¡pues porque estaba en el ajo desde el principio!, habían vuelto a matar a los que estaban muertos, ¡porque se dedica a montar grupos terroristas de pacotilla para desarticularlos cuando le viene bien!, y habían matado un pedazo de los que seguíamos vivos, esa es la democracia que tenemos en España, el mes pasado los de Atocha y ahora esto, y sin embargo yo seguía diciéndome que no habían matado a nadie, ¿es que les parece que no hemos sufrido bastante?, y aquel clavo me estaba quemando los dedos, ¡y ahora le van a dar una medalla, me cago en sus muertos, una medalla!, pero lo agarraba con todas mis fuerzas porque necesitaba creer en algo, ¿y has oído lo de las misiones internacionales?, porque tenía tres hijos y los tres estaban conmigo en aquel momento, un torturador hijo de puta que se fue a Santo Domingo a enseñar a torturar a los hijos de puta de los policías de Trujillo, ¡a eso le llaman misión!, porque tenía tres nietos y ellos me estaban mirando, ¡pero en qué mierda de país nos ha tocado vivir!, porque iban a nacer otros dos niños que me miraban también desde los vientres de sus madres, ¿pero qué hemos hecho nosotros para merecernos esto?, porque Rita tenía razón pero yo no podía venirme abajo, toda la vida luchando, toda la vida sufriendo, toda la vida enterrando a camaradas, ¿y para qué?, en el salón de mi casa no, ¿para qué?, delante de mis hijos no, ¿para qué?, mientras Silverio estuviera entero y bebiendo coñac no, ¡para que condecoren a Conesa, para eso!, por eso le pedí que se tranquilizara, yo me quiero morir, Manolita, le conté que la Palmera estaba en mi casa, me quiero morir, que Julián estaba a punto de llegar, te juro que lo único que quiero es morirme, y le pedí que dejara de decir tonterías, ¿cómo les vas a dar la alegría de morirte precisamente ahora, Rita, no te parece que se nos ha muerto ya bastante gente?, pues..., vale, esperadme, se lo digo a Guillermo y vamos para allá.

Antes de colgar, vi entrar a Julián con la cara desencajada, la mandíbula inferior tan tensa que las venas de su cuello se marcaban como las de un caballo en pleno galope, y tras él, a Lourdes, tan preocupada que se fue derecha hacia Antonio para pedirle que le tomara la tensión a su marido.

—Le acabas de dar una alegría —Silverio sonrió—. Porque es su pasatiempo favorito, ponernos a régimen y tomarnos a todos la tensión...

Julián sí la tenía más alta de la cuenta, pero se sumó al sistema de su amigo y liquidó media copa de un trago mientras su mujer expresaba en voz alta la sensación que a mí me había asaltado un rato antes.

—Esto parece... —se paró a escoger las palabras—. No sé, ¿os acordáis de cuando detenían a alguien y nos juntábamos todos por la noche?

—Sí, yo también me he dado cuenta —me acerqué a Lourdes y la besé en la mejilla sin pensarlo, atrapada en el protocolo de aquellas madrugadas en las que todos nos besábamos, y nos tocábamos, y nos abrazábamos todo el tiempo, sin ton ni son—. Pero hoy no han matado a nadie.

—No estaría yo tan seguro... —objetó la Palmera mientras se apuntaba al remedio del coñac.

El teléfono volvió a sonar. Mi cuñado Alfredo me pidió que tuviera cuidado con lo que le contaba a Isa, porque estaba histérica y no le convenía. Hacía menos de una semana que le habían dado el alta después de una operación de rodilla bastante complicada. Por eso no me voy ahora mismo a la Puerta del Sol, fíjate lo que te digo, porque estoy coja, que si no... Tranquilicé a una mujer furiosa por segunda vez en un cuarto de hora. Después, entre todos me tranquilizaron a mí.

Rita y Guillermo llegaron con Andrea, su hija pequeña, la tía favorita de mi nieto Guille, que se lanzó a sus brazos y acabó quedándose dormido sobre su regazo. A pesar de aquel ahorro, tuve que ir a buscar una butaca a mi dormitorio y traer el taburete de la cocina, porque con las sillas del comedor no había bastante. Calculé que acabaríamos liquidando las botellas de anisete que sobraban cada año del paquete que le daban a Silverio en la imprenta cada Navidad, pero antes nos bebimos entre todos las dos de ron que Rita había traído de su casa. Con tanta mezcla voy a cogerme una cogorza monumental, temí, pero aquella noche también se pareció a las vigilias de antaño en la benéfica naturaleza del alcohol, que atravesó mi cuerpo como si fuera agua.

—Bueno, y ahora... —cuando ya estábamos todos sentados y con una copa en la mano, Laura hizo una pregunta difícil de responder—. ¿Se puede saber qué ha pasado?

Silverio y yo nos miramos con extrañeza. A los dos nos resultaba igual de difícil creer que un hija nuestra no supiera quién era el Orejas, pero Rafa y Antonio estaban igual de expectantes, y fue la Palmera quien arrancó.

—Tu padre, y Julián, y tu tío Toñito eran amigos de Conesa del barrio, de toda la vida... Le llamaban el Orejas, porque las tenía enormes, ya lo habéis visto.

Empezamos a hablar todos a la vez, pero el relato encontró su propio camino y se fue encajando solo. Si media hora antes alguien me hubiera dicho que aquella noche volvería a llorar, pero de risa, no lo habría creído, y sin embargo así fue.

—Pero... ¿tú salías con ellos? Eres mucho mayor, Paco.

—Ya, pero nos seguía por la calle como una sombra.

—¿Y por qué?

—¿Que por qué? A mí estos me daban igual, pero tu tío... Tu tío era el hombre más guapo de Madrid.

—Paco le llamaba el requesón, no te digo más.

—¿En serio? ¿Al tío Antonio? ¿Y ya era guerrillero?

—Era... Lo que le daba la gana, era. Y guapo de morirse.

—Y anda que no nos reíamos en la cola de Porlier... El día que llegó Julita con la pescadilla, ¿te acuerdas, Manolita?

—Pero Julita..., ¿tu antigua jefa? ¿La que te traspasó la papelería?

—La misma, pero lo que quería su marido eran empanadillas, y le dijo, ¿por qué me has traído pescadilla, Julita, si sabes que no me gusta? Y nos partimos de risa, aunque la madre de Rita nos echó una bronca... ¿Te acuerdas?

—Claro. Pues, ¿y aquella otra que estaba acatarrada, y su marido entendió que estaba embarazada, y se cogió un cabreo que para qué en medio del locutorio?

—¡Ay, no me lo recuerdes!

—Sí, mejor que no te acuerdes, porque la que me liaste a mí el día que nos casamos...

—Silverio, eso no lo cuentes.

—Que sí, papá, cuéntalo.

—Pues nada, que me dijo que iba a casarse conmigo porque era muy buen partido, y cuando llegamos al cuarto aquel, pues yo, que tenía veinticuatro años y hacía más de dos que no tenía una mujer cerca, ¿qué quieres?, me tiré encima de ella.

—¿Y mamá?

—Mamá me pegó un empujón y me dijo que estaba tolay...

—¿Tolay? ¿Pero ya existía esa palabra?

—Sí, hijo, y la luz eléctrica.

—Y aquel tan jovencillo que nos enseñó las multicopistas... ¿Cómo se llamaba? Al final lo fusilaron, al pobre.

—Y los domingos nos comíamos las judías con oreja que hacía la madre de Lourdes, ¡qué ricas estaban!

—Sobre todo para Matías, ¿os acordáis del hambre que tenía siempre, con lo delgado que estaba?

—Porque nosotros veníamos de la cárcel. En comparación, la comida de Cuelgamuros nos parecía un banquete, pero él se moría de hambre, pobre...

—Sí. Tendríamos que haberle llamado, ¿no? Aunque nunca conoció al Orejas.

—Y entonces salí de trabajar y una chica, muy mona por cierto, me preguntó la hora y me dijo que estaba interesada en unas botellas de sidra El Gaitero. Esa era la contraseña para que yo supiera que la enviaba el PCE para interesarse por un clandestino al que teníamos escondido con la tripa rajada por siete sitios, porque la policía le había preparado una encerrona en una tienda y había escapado atravesando el escaparate.

—¡Jo, qué poco romántico!

—Pero ¿qué dices, Andrea? A mí me parece muy romántico.

—A mí también —eso lo dije yo, que recordaba todos los detalles de aquella historia—. Bueno, voy a buscar el anisete, porque ya se ha acabado todo lo demás, ¿no?

—Sí, pero tú no bebas más, Julián, anda.

—¡Ay! Déjame, mujer, no seas pesada, con lo bien que nos lo estamos pasando...

Tardé unos minutos en encontrar las botellas porque ni siquiera me acordaba de dónde las había guardado. Encontré tres, pero sólo cogí dos, y al salir de la cocina con una en cada mano, me paré un momento en la puerta del salón para mirarlos a todos, mis hijos, mis nietos, y aquellos viejos amigos que eran también mi familia. Me gustó mucho lo que vi. Me gustó tanto, que me sentí una mujer afortunada, a pesar de todo.

—¿Pues sabéis una cosa? —lo reconocí en voz alta mientras rellenaba los vasos con anisete—. No me arrepiento de nada.

—Eso es mucho más de lo que podrá decir nunca el Orejas —Silverio chocó su copa con la mía y me besó en la sien—. Yo tampoco me arrepiento.

A las cuatro y media de la mañana, Julián, que estaba divertidísimo y borracho como una cuba, se cayó de la silla para disolver la reunión. La despedida fue mucho más liviana que la bienvenida. Ya no necesitamos pronunciar palabras solemnes, y los abrazos fueron parecidos a los de cualquier otra noche, los besos corrientes, propios de personas acostumbradas a besarse cada vez que se ven. Luego, Silverio me ayudó a recoger, y mientras despejábamos las mesas de copas y ceniceros, tuve la sensación de que estaba de buen humor. Hasta aquel momento, más allá del alcohol y de las risas, había desconfiado de su serenidad, esa obligación de parecer entero que tal vez se habría impuesto a sí mismo como una penitencia, pero cuando nos quedamos solos celebré que la amargura que nos había congregado aquella noche se hubiera disipado sin dejar rastro en él.

—Es que cuando he visto al Orejas en la televisión, lo primero que he pensado es que mi vida entera había sido una mierda —acabábamos de acostarnos, y nos abrazamos como si estuviéramos tendidos sobre una manta, muy cerca de la chimenea, en una isla desierta sin playa y sin mar, en el pico de un monte—, pero enseguida me he dado cuenta de que no es verdad. Mi vida no ha sido una mierda, ¿por qué?, si he sido feliz, si te tengo a ti, tengo una familia, un trabajo que me gusta, y todavía no me duele nada... Yo siempre he sabido lo que hacía, y sabía por qué, para qué lo hacía. En el fondo, que el traidor fuera Roberto o fuera otro... Da lo mismo, ¿no? El caso es que Franco está muerto, y tú y yo estamos aquí. Nadie habría llegado hasta aquí sin nosotros. Eso es lo que importa. Y que ha merecido la pena.

Había sido mucha pena, pero no le llevé la contraria. Sus palabras me arrullaron hasta que me quedé dormida y me acompañaban todavía cuando me levanté a la mañana siguiente. Mientras fregaba los últimos vasos se me ocurrió aquel disparate, una idea que me gustaba y era insensata, que era bonita y era insensata, y justa, divertida, emocionante, pero sobre todo insensata, tanto que la clasifiqué sin pensarlo mucho entre los caprichosos frutos de la resaca. Sin embargo, a medida que los días iban pasando, aunque cada vez hablábamos menos del Orejas, aunque dejamos incluso de mencionarle, no logré arrancármela de la cabeza. No pude hacerlo porque comprendí a tiempo que no era más insensata que nuestra propia vida, y que precisamente por eso tenía sentido.

—Oye, Silverio...

Escogí el momento que siempre habíamos preferido para hablar, el último rato de lucidez de la jornada, los dos acostados pero despiertos, yo además tan nerviosa que no me paré a escoger las palabras.

—Quiero pedirte una cosa —había dicho aquellas tantas veces que acudieron a mis labios por su propia voluntad—, pero no pienses mal de mí.

—¡Coño! —Silverio se incorporó de un brinco, se sentó en la cama, se quedó mirándome con una sonrisa antigua y los ojos muy abiertos..

—No, que no, que no es eso... —yo cerré los míos un instante, pero no conseguí hacerlo mejor—. Esta vez te lo digo de verdad.

—¡Ah! ¿Es que las otras veces era de mentira?

—Pues claro que no, pero... ¡Ay, Silverio, no me líes! ¿Puedo pedírtelo o no?

—Bueno, ya he cumplido los sesenta, así que no sé qué decirte... —pero cuando me vio bufar, estrellar los puños sobre la colcha, volvió a recostarse y cambió de tono—. Vale, no te enfades. ¿Qué quieres?

—Pídeme que me case contigo.

Si le hubiera pedido cualquiera de aquellas cochinadas que se me ocurrían a mí sola sin que ni siquiera yo supiera de dónde las sacaba, mientras trabajaba en un hostal de El Escorial como si mis manos y mis pies fueran misteriosamente autónomos, apéndices ajenos de un cuerpo que sabía pensar mejor que mi cabeza y sólo podía pensar en él, en mí, en el asombroso poder de su sexo y de mi sexo, no se habría sorprendido tanto.

—¿Quieres que te pida que te cases conmigo? —me miró y asentí con la cabeza—. Pero si tú y yo... Tú y yo llevamos casados más de treinta años, Manuela.

—No, Silverio, tú y yo nunca hemos estado casados. Tú y yo llevamos treinta años haciendo como que lo estamos, inscribiendo a los niños en el Registro Civil, registrándonos en los hoteles como matrimonio, porque yo le compré un Libro de Familia más falso que un duro de palo al cabrón del cura de Porlier, con ochocientas pesetas que me prestó la pobre Eladia. Y el día que el Orejas salió por la tele, pensé... Muy bien, así que esto es lo que hay, borrón y cuenta nueva, ¿no? Hacemos como que aquí no ha pasado nada. Pues no me da la gana, eso pensé, que no me daba la gana. Y ya sé que no hace falta. Y que nos va a costar un dineral, eso también lo sé, pero... Si al Orejas le van a dar una medalla, yo quiero casarme contigo, Silverio. Quiero contarle a un juez por qué no nos casamos hace treinta años, y por qué nos casamos ahora.

Estuvimos callados un rato muy largo. Al principio creí que se lo estaba pensando, pero estiró un brazo y recorrió mi cara con la mano abierta como si quisiera reconocerme, los ojos entornados en un gesto de concentración que había visto muchas veces. Y en el instante en el que solía sonar la bocina de Cuelgamuros, sonrió.

—Ya te lo pedí una vez, ¿te acuerdas? —yo también sonreí, porque me acordaba, el locutorio de Porlier, el ruido, la alambrada, y todas esas mujeres, esos hombres que dejaron de hablar para mirarnos—. ¿Quieres casarte conmigo, Manolita?

—¿Estás seguro? —le pregunté, como si acabara de resolver el misterio del quinto rodillo.

—Segurísimo.

—Entonces, sí quiero.

La concesión de la Medalla de Oro al Mérito Policial a Roberto Conesa Escudero se publicó en el BOE del 1 de julio de 1977.

Nosotros todavía tuvimos que esperar unos meses para ahorrarnos el engorro de una declaración de apostasía, porque con el cura de Porlier ya habíamos tenido bastante.

No pude escoger al juez que nos casó. En la secretaría del juzgado donde había resuelto el papeleo, tampoco entendieron que quisiera verle antes de la ceremonia, pero me puse tan pesada que al final accedió a recibirme. Era un chico joven, con la oposición recién aprobada, que me advirtió que sólo disponía de media hora y me escuchó con una atención cortés, indiferente, mientras miraba el reloj de vez en cuando, con disimulo.

No le impresionó lo que estaba oyendo. Ni siquiera entendió por qué se lo contaba. Me di cuenta de que mi historia le parecía un folletín anticuado, pasado de moda, pero llegué hasta el final.

Tampoco me he arrepentido nunca de eso.

 


Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 55 | Нарушение авторских прав


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Un grano de trigo 20 страница| Nota de la autora

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