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Un grano de trigo 2 страница

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—Enhorabuena, Martina.

Aunque había seguido viéndola en la cola y en el locutorio de Porlier, no habíamos vuelto a hablar desde el día que nos peleamos en la puerta de la cárcel. Habría preferido que no lo mencionara, pero después de abrazarme, antes de desligar sus brazos de los míos, me miró y negó con la cabeza.

—Manolita, yo...

—No me lo recuerdes —y cerré los ojos, como si al privarlos de su imagen, pudiera arrancar aquel recuerdo de mi memoria.

A partir de aquel abrazo, todo fue tan fácil como si aquella bronca nunca se hubiera producido. La visita de Tasio no sólo trajo de vuelta a Silverio. También me devolvió a Martina, aunque la alegría del reencuentro se transformaría pronto en una angustia de una especie desconocida para nosotras. Aquel día no podíamos saberlo, y ella tampoco tardó en sobreponerse al disgusto de perder a su novio sólo unas horas después de haberlo recuperado, porque los dos contaban con que Tasio tendría que volver a Tresviso al salir de la cárcel. Sus padres eran mayores y estaban solos. No les quedaban más hijos que pudieran cultivar la tierra, ocuparse de la casa, de los animales. Martina no había visto más pollos en su vida que los que colgaban de un gancho en los puestos del mercado, pero estaba dispuesta a marcharse con él, a irse a vivir a su pueblo antes de que naciera el niño para convertirse en la perfecta montañesa.

—No veas lo guapa que voy a estar con zuecos...

Tasio se partía de risa al escucharla, y yo me reía también, los tres nos reímos mucho aquella tarde mientras ella hacía planes para un futuro feliz y campestre, parándose cada dos por tres a preguntarle a su novio cómo se llamaba el chisme que se usaba para revolver la paja, y ese otro chisme que se usaba para dar de comer a los caballos, y aquel que se enganchaba a una mula para remover la tierra, y todo le parecía fácil, todo divertido, saludable, sorprendente, todo maravilloso porque a Tasio se le caía la baba al oírla, y a ella se le caía la baba al mirarle, y con eso tenían bastante.

—Oye, Manolita —al salir del café hasta el que nos había empujado el frío agazapado tras un sol engañoso, me pidió un favor—. Como mi hermana es como es... ¿Podemos quedarnos esta noche en tu casa?

—Claro... Pero si esperáis a que se duerman los mellizos, eso sí.

Antes de subir, Tasio compró la cena, una empanada de bonito, otra de carne y una frasca de vino, en una taberna gallega de la Carrera de San Francisco. Con tanta novedad, los niños estuvieron despiertos más tiempo de la cuenta, y como Martina sólo bebió agua, Tasio y yo liquidamos el vino mano a mano, hasta que sentí que me daba vueltas la cabeza. Sin embargo, ni su novio ni yo llegamos a estar en ningún momento tan borrachos como ella.

—Y me tendré que llevar la canastilla entera, claro, porque en esa aldea tuya no venderán nada más que zuecos, y tendremos que buscar un médico, ¿no?, una comadrona por lo menos —iba llevando la cuenta de todo lo que tenía que hacer hasta que se quedó sin dedos en las dos manos—. No sé cómo me las voy a apañar porque, hay que ver, ¡qué difícil es hacerse de pueblo!

Según la clasificación de Rita, Martina era cualquier cosa menos una novata. Pero toda la veteranía que había acumulado durante cinco años, en las puertas de una cárcel y de un destacamento penal, no bastó para ayudarla a imaginar hasta qué punto llegaría a quedarse corta su última exclamación.

—Yo cojo al niño y me voy a verle, mira lo que te digo.

—No vayas, Martina, por favor. Espera un poco, mujer...

Cuando fui a conocer a su hijo recién nacido, mi madrina todavía vivía en la calle Segovia. En julio de 1944, Tasio le había escrito muchas cartas que parecían una sola, porque en todas le decía lo mismo y que no fuera, que no se le ocurriera moverse de Madrid hasta que él se lo dijera.

—Este se ha echado otra novia y no quiere saber nada de mí, ni de su hijo —a mediados de octubre, ya no lo dudaba—, y si no... A ver por qué ha dejado de escribir.

En marzo de 1945, aquel desconocido me explicó por qué Tasio había enviado su última carta en agosto del año anterior, pero no pude correr a contárselo a su novia. A aquellas alturas, Martina debía saber de sobra que se había convertido en un guerrillero de la Brigada Machado, porque se había plantado en Tresviso con su hijo poco antes de Navidad. Después, perdí el contacto con ella durante años. Cuando volvió a Madrid, yo ya no vivía en la ciudad, y aunque venía de vez en cuando a ver a mi familia, nunca nos encontramos, nadie me dio noticias suyas. Temí que nunca volvería a verla, pero en el invierno de 1951 me dio la vez en una carnicería de la Corredera Baja. Habíamos vuelto a ser vecinas, así que nos sentamos en la mesa de un café a contarnos nuestras vidas, y al mirarla en el espejo de la juventud que habíamos compartido, aquel tiempo rebosante de horror y de esperanza, la suya me dolió tanto que hasta me sentí culpable de haber tenido, al cabo, más suerte que ella. Por eso renuncié a enumerar las pequeñas conquistas de mi vida reciente con una sola excepción.

—¿Y Silverio?

Esa misma pregunta puso mi vida boca abajo una tarde de enero de 1944, cuando Martina estaba a punto de sentirse la mujer más feliz del mundo, y yo estrenaba la libertad de Tasio andando con él por la calle Segovia.

—¿Y Silverio? ¿Qué sabes de él?

—Nada.

—¿Nada? —mi respuesta le asombró tanto que se paró en seco y se volvió a mirarme con los ojos muy abiertos—. ¿Y eso?

—Pues... Me escribió una carta desde el penal de El Puerto cuando llevaba allí un par de meses, yo le contesté, y... No he sabido nada más. Le escribí otra vez y enseguida me devolvieron mi primera carta, con un sello que decía que el destinatario era desconocido o que le habían trasladado, y... —me paré un momento a pensar, aunque sabía que, por mucho que buscara, no iba a encontrar nada que añadir—. Pues eso, que no he vuelto a saber de él.

Su camarada negó con la cabeza mientras reemprendía el paso muy despacio, como si me invitara a preguntar algo evidente.

—¿Te parece raro?

—Raro no —hizo una pausa para subrayar su extrañeza—. Rarísimo.

Entonces su novia gritó su nombre desde el balcón y no me atreví a hacer más preguntas. Pero el asombro de Tasio, la alegría de su reencuentro con Martina, la avidez de ella, la de él, aquella amorosa representación de canibalismo que me devolvió a la luz de un cuarto sucio y lleno de cucarachas, me afectó mucho más que la primera vez. Al otro lado del escándalo y de la envidia, del sofoco, del pudor y hasta de mis antiguas fantasías de chica ridícula y tontorrona, sus abrazos me mortificaron como esas heridas viejas, amortiguadas, latentes, que se despiertan con los cambios de tiempo para resucitar un dolor nuevo e intacto bajo la trampa de sus sonrosadas cicatrices. Por eso bebí tanto vino aquella noche. Pretendía armarme de valor o perderlo por completo, atontarme o invocar una sabiduría que me permitiera hacer las preguntas más audaces, delegar en el vaso que vaciaba y rellenaba sin pausa la decisión de saber o no saber, de seguir descansando en el hueco de una vida plana, sin colores, o complicármela con la prolongación de la agridulce penitencia que me había abandonado dos años antes como un amante traidor. Sólo logré que me diera vueltas la cabeza, pero Tasio tenía la suya en su sitio y no se había olvidado de su camarada.

—Mira, Manolita, lo he estado pensando, y... —antes de revelar el fruto de su pensamiento, repartió el poco vino que quedaba entre su vaso y el mío—. Si Silverio no está en El Puerto, estará en un destacamento, vete tú a saber dónde. Es imposible que lo trasladaran a otra cárcel en tan poco tiempo. Seguramente fueron a buscarle y le ofrecieron un destino para redimir pena. Lo normal es que los presos se presenten voluntarios y que ellos se piensen durante semanas, incluso meses, si les conceden la redención o no, pero tampoco son tontos. Saben muy bien a quién tienen encerrado, y en Porlier, Silverio se hizo famoso porque lo arreglaba todo, mecanismos, tuberías y máquinas en general, el director le pedía favores cada dos por tres, así que... Él debe creer que no le contestaste, y como es tan tímido... Bueno, ya le conoces. A lo mejor un funcionario le juró por su madre que le reenviaría el correo, y después, cuando le arregló el reloj... Menudos son, esos cabrones.

—Pero... —volví a posar en la mesa un vaso definitivamente vacío, y noté la lengua menos pastosa que el cerebro—. Yo... ¿Y cómo...?

—En el Ministerio de Justicia tienen que saber dónde está. De entrada, no querrán decírtelo, pero si te buscas un enchufe o te pones muy pesada...

—No, si yo... —en ese instante, la cara de la señorita Marisa se apoderó de mi memoria sin pedir permiso, y me concedió la sobriedad suficiente para decir una frase de un tirón—. Conozco a una mujer allí, pero lo que no... ¿Y si Silverio no quiere? Igual no le intereso, o se ha echado otra novia, o...

Antes de replicar, Tasio se me quedó mirando como si nada de lo que había visto u oído aquel día le hubiera sorprendido tanto.

—Claro —y se echó a reír—. Eso es lo que más abunda en los destacamentos, las novias... —hasta que se puso serio—. Otra cosa es lo que quieras tú.

Después, Martina observó en voz alta que hacía un buen rato que no se oía a los mellizos. Cuando me levanté para ir a su cuarto a echar un vistazo, la borrachera se me había bajado a los pies. Ahora eran ellos los que daban vueltas, como si el vino les hubiera arrebatado la experiencia de la línea recta a favor de unas curvas culpables de que mi cuerpo se tambaleara a un lado y al otro en cada paso, y así avancé, tropezando con los muebles, con las paredes, mi cabeza, a cambio, tan despejada como si Tasio, en lugar de hablar, hubiera soplado a su través. Al comprobar que los niños se habían dormido, me alegré de poder mandarlo con su novia a mi cuarto para quedarme sola en el comedor. Antes de que empezaran a desnudarse, saqué un colchón de la habitación pero no me hice la cama, ni siquiera fregué los vasos sucios. Me senté en la silla en la que había cenado, apoyé un codo en la mesa, la cara en la palma de la mano, y me concentré en averiguar qué quería yo. Un segundo después, los muelles del somier empezaron a hacer ruido.

Aquella noche, los amantes apenas durmieron, y yo no mantuve los ojos cerrados mucho más tiempo que ellos. La aparición de Tasio, su reencuentro con Martina, el vino que había bebido, el risueño estrépito de aquel deseo ajeno y familiar, envolvieron la penumbra de mi vigilia en un resplandor benéfico, dorado, cálido. Durante horas, escuché una extraña sinfonía de acordes dispares, notas metálicas, agudas, interrumpiendo el rumor sordo de los besos, las palabras susurradas entre las sábanas, el eco de los cuerpos que chocaban entre sí. En el completo silencio de la madrugada, aquella melodía tenue, delicada y violenta a la vez, llegó hasta mis oídos con una nitidez que sus autores no pretendían. Tampoco pretendía yo sonreír al escucharla, pero mis labios se curvaron solos, como si quisieran participar a distancia de aquella misteriosa felicidad ajena que parecía encerrar un mensaje en clave, una promesa que llevaba mi nombre y mis apellidos. Ya estaba empezando a amanecer cuando mis ojos sucumbieron al arrullo de aquella canción sin música, el ritmo sin ritmo que me mecía como una rítmica y amorosa letanía. Así me quedé dormida, y al rato, me desperté tan contenta como si yo también regresara de una noche de amor. Aún no había decidido qué era lo que quería, pero al abrir los ojos, volví a ver la cara de la señorita Marisa con tanta claridad como si alguien la hubiera pintado en la pared.

—Ayúdeme, por favor, tiene que ayudarme... Mi hermana es menor de edad, tiene quince años y está enferma, de verdad, se lo juro por lo que más quiera, está muy débil y nadie se ocupa de ella, lo único que quiero es traerla a casa para cuidarla, sólo eso, yo...

Aquella mujer, la única persona que quiso escucharme en un edificio enorme y lleno de gente, miró hacia los lados, dio un paso hacia mí, me puso las manos sobre los hombros.

—Tranquilízate, por favor —y aquel día, en aquel lugar, esas palabras sonaron como un compromiso—. Veré qué se puede hacer, pero no te hagas ilusiones —negó con la cabeza y volvió a mirarme—. La ley es la ley.

El 22 de junio de 1942 hice de noche el mismo viaje que mis hermanas habían hecho de día poco más de un año antes. Cuando llegué a Bilbao, faltaba poco para las siete de la mañana y apenas había dormido, pero no tenía sueño. El cansancio físico era lo de menos. La visita de la madre Carmen había resucitado uno mucho peor, la incertidumbre de los malos tiempos, un tobogán infinito de esperanzas vanas y presentimientos sombríos por el que no se podía hacer otra cosa que volver a subir después de haber bajado, sin descansar jamás, sin llegar nunca a parte alguna. Para mi desgracia, había aprendido de memoria esa lección y sabía que sus efectos no sólo eran devastadores, sino que a menudo representaban una tortura más cruel que la verdad. Es peor pensarlo que pasarlo, decían algunas mujeres en la cola de Porlier. Otras sólo podían repetir aquel refrán al revés, y sin embargo, con independencia del desenlace de cada expediente, la conciencia de no ser nadie, de no tener derecho a obtener respuestas, de carecer incluso del derecho a formular preguntas, constituía en sí misma una condena, la pena que cumplíamos quienes no habíamos sido juzgadas por un tribunal, las reclusas que vivíamos fuera de los muros de las cárceles. Por eso, antes de perderme en los laberintos del Ministerio de Justicia, pensé muy bien en lo que iba a hacer.

Yo no conocía de nada a aquella monja, y no podía saber si me había contado toda la verdad, sólo una parte o un cuento chino. Mientras una mula vieja, exhausta, empezaba a tirar de la noria dentro de mi cabeza, intenté separar las dudas de las certezas, y comprendí enseguida que carecía de estas últimas. Sólo podía manejar intuiciones, hipótesis formuladas con tan pocos datos que ni siquiera merecían ese nombre. Me parecía extraño que, sin contar con el dinero que le habría costado el taxi, aquella mujer hubiera venido a verme sin motivos, pero quizás tuviera los suyos para hablar mal de su convento. Quizás pretendía perjudicar a sus superioras, utilizarme contra ellas, aunque el miedo que había visto temblar en sus ojos, en sus manos, era auténtico, o al menos, así lo había percibido yo. Aparte de la impresión que me había causado, sólo disponía de las cartas, muy sosas y no demasiado largas, que Isa me escribía todos los meses, una cuartilla y media en la que siempre me contaba lo mismo, que Pilarín y ella estaban bien de salud, que esperaban que nosotros también, que comían todo lo que les ponían en el plato, que eran muy aplicadas, que se portaban como era debido y que no las regañaban. Cuando la madre Carmen me ofreció su versión, saqué todos aquellos sobres de un cajón, los ordené por fechas, estudié su contenido y descubrí, una por una, todas las cosas que había pasado por alto al recibirlas.

En las primeras cartas que me envió, mi hermana había hecho constar expresamente que no era ella quien escribía. Una niña llamada Ana lo hacía en su nombre porque todavía no había aprendido a dominar el lápiz. Más adelante, esa aclaración se esfumó para no volver a aparecer nunca más y yo, absorta en la rutina de aquella fantasía tan parecida al amor, que había ido creciendo de lunes en lunes a lo largo del verano de 1941, había dado por descontado que la primera persona era auténtica. Un año más tarde, me di cuenta de que en todas las cartas la letra era idéntica, la misma caligrafía, los mismos vicios, las mismas líneas torcidas hacia abajo en la última y en la primera. Eso significaba que, después de un año entero en Zabalbide, mi hermana ni siquiera había aprendido a escribir. No era un buen indicio, pero todavía encontré uno peor. Aunque no lo recordaba cuando la tuve delante, porque en su momento no había prestado atención a lo que me pareció un detalle ñoño, trivial, lo cierto era que una madre llamada Carmen aparecía en todas las cartas fechadas en 1942, y las alusiones al cariño que le inspiraba, «la madre Carmen es muy buena», «la madre Carmen sabe tocar el órgano», «ayudo en la iglesia a la madre Carmen con las partituras», «la madre Carmen me deja vigilar con ella el recreo de las pequeñas», «la madre Carmen me va a llevar a comer a casa de sus padres», «no quiero a ninguna monja tanto como a la madre Carmen», eran las únicas frases que no parecían copiadas del modelo del que provenían todas las demás. Era improbable que en un convento español sólo hubiera una monja llamada Carmen, pero ese detalle inclinó la balanza a favor de la mujer aterrorizada que me había obligado a prometer que no la vendería. Tuve esa promesa muy presente cuando volví a atravesar el umbral del edificio de la calle Ayala al que fui con mis hermanas para recoger sus billetes.

La monja que me recibió, toca corta y anillo de plata, no sólo no quiso decirme nada, sino que fue a buscar inmediatamente a una interlocutora de rango superior, una mujer mayor, ataviada en todo como la que me había visitado unos días antes.

—No —me miró como si mis intenciones se transparentaran bajo la inocencia de mi pregunta—. En ese colegio hay muchísimas niñas. Si las dejáramos contestar al teléfono, sería un caos.

—Claro, claro —asentí con la cabeza y la sonrisa más mansa que pude improvisar—. Lo comprendo muy bien. ¿Y visitas, pueden recibir?

—¿A qué se refiere? —era tan evidente a qué me refería, que no hallé justificación para su ceño fruncido—. ¿Visitas de familiares?

—Sí —no dijo nada y avancé algo más—. Mías, por ejemplo.

—Por supuesto, si usted va a verlas... Las niñas no están presas, ¿sabe?

—Ya me lo imagino —volví a sonreír con el ánimo dividido entre el alivio que me había procurado la primera parte de su respuesta y la alarma que había sembrado en él la segunda—. Muchísimas gracias, ya no las molesto más.

Con esa información tenía de sobra y ningún motivo para permanecer en aquel lugar, pero mi interlocutora me detuvo antes de que llegara a la puerta.

—Espere un momento, por favor... Supongo que no le importará que sea yo quien le haga una pregunta —puso mucho cuidado en sonreírme mientras su voz adquiría un acento impostado, meloso, que pringaba el aire en cada palabra—. No la quiero entretener, será sólo un momentito.

—Faltaría más —parecía muy tranquila, pero se frotaba las manos entre sí como si le picaran—. ¿Qué quiere usted saber?

—¡Oh! Nada importante, sólo que, me estaba preguntando... —aprovechó la pausa para echarle otra cucharada de azúcar a su voz—. ¿A qué viene tanto interés por sus hermanas, a estas alturas? ¿Está usted inquieta por alguna razón? Eso me preocupa, porque ya llevan con nosotras más de un año y usted, que yo sepa, nunca había venido a preguntar por ellas.

—Claro, pero usted misma lo ha dicho, ha pasado ya un año, ¿no? Yo sé que están bien, porque me escriben todos los meses, pero las echo mucho de menos. No es más que eso, que las quiero mucho. ¿Tiene usted hermanas?

—¡Oh, sí! Muchísimas —e hizo un movimiento con la mano derecha, para englobar en él el edificio donde estábamos—. Y también las quiero a todas.

—Entonces, estoy segura de que me comprenderá.

Si hubiera podido, me habría ido derecha a la estación del Norte para montarme en el primer tren que saliera hacia Bilbao. Estaba tan asustada que fui hasta allí de todas formas para preguntar por los horarios, el precio de los billetes de tercera, y ni siquiera al descubrir que eran más baratos de lo que calculaba, logré tranquilizarme. Me sentía tan responsable del destino de las niñas como si la decisión de enviarlas a aquel colegio la hubiera tomado yo, y me daba cuenta de que no pensaba más que disparates, pero un disparate había sido la visita de la monja que me puso sobre aviso, un disparate el recelo de otra a la que había puesto sobre aviso yo, y ninguno tan grande como la posibilidad de que una niña interna en aquel colegio pudiera enfermar sin que nadie se ocupara de ella.

—Eso es imposible —sentenció Toñito, cuando fui a Yeserías desde la estación—. Ya verás como no es nada.

—No puede ser —repitió la Palmera, mientras me ponía en la mano los dos duros que me faltaban para completar el precio del billete—. Te habrían avisado las propias monjas, mujer.

—No correrían ese riesgo, Manolita, piénsalo un poco —Rita movió la cabeza al escucharme—. Isa es menor de edad y no está sola, tiene una familia dispuesta a cuidarla. ¿Para qué iban a complicarse la vida sin necesidad?

—Me parece una exageración —Meli estuvo de acuerdo cuando le advertí por qué llegaría el martes a trabajar con un poco de retraso—. Tu hermana no puede tener nada grave. Vas a tirar el dinero por una tontería.

—¡Qué hijas de puta! —para mi sorpresa, Eladia fue la única que me apoyó, fundando su postura en el razonamiento estrictamente inverso al que había inspirado la opinión de los demás—. Si hacen lo que hacen con los adultos... ¡Qué no harán con los niños, que no pueden defenderse!

—Mira que eres bruta, Eladia —le reprochó la Palmera, y sin embargo, aunque no me atreví a decirlo en voz alta, una oscura intuición me susurró que era ella quien tenía razón.

En cualquier caso, pasara lo que pasara, peor era pensarlo. Por eso, durante una semana, las palabras de la madre Carmen, vaya a verla, hable con las señoritas del ministerio, lo que sea, pero sáquela de allí, salve usted a su hermana, me golpearon el cerebro como si cada sílaba fuera un martillo. En el último tramo del viaje, mientras el frío de la madrugada y la proximidad del Cantábrico me hacían tiritar dentro del liviano vestido con el que había subido al tren en un sofocante atardecer madrileño, aquel rumor llegó a hacerse tan ensordecedor que el estrépito de la locomotora no parecía tener otro objeto que marcar el ritmo de aquellas palabras, salve usted a su hermana, sálvela, salve usted a su hermana, sálvela... Al poner los pies en el andén, le pregunté a un ferroviario si conocía un colegio llamado Zabalbide y sonrió antes de explicarme cómo llegar. Si se pierde, pregunte a cualquiera que ande por la calle, añadió al final. Aquí en Bilbao, lo conoce todo el mundo.

Ese detalle me tranquilizó sin que supiera explicarme muy bien por qué, como si la fama de un edificio garantizara la normalidad de lo que sucediera en su interior. El aspecto de aquella mole de cuatro pisos de ladrillo rojo me produjo en cambio una inquietud instantánea. Por fuera, Zabalbide se parecía a Porlier, y Porlier también había sido colegio antes que cárcel, pero enseguida distinguí sobre la tapia las copas de unos árboles que revelaban la presencia de un jardín, ropa tendida en la azotea, ventanas abiertas y sin barrotes tras las que se intuía el rectángulo oscuro de las pizarras, indicios indudables de una previsible realidad que me indujo a preguntarme qué hacía yo en el centro de Bilbao, a las ocho de la mañana de un lunes del mes de junio. En ese momento, oí un coro de niñas que debía provenir de la capilla, y si Madrid no hubiera estado tan lejos, si no hubiera llevado en el bolso un billete de vuelta para un tren que no saldría hasta las ocho de la tarde, me habría dado la vuelta enseguida. Como no podía, entré en el café más cercano y me senté en uno de los taburetes de la barra.

—Buenos días —el local estaba abarrotado, y el hombre que atendía detrás del mostrador tardó un rato en fijarse en mí—. ¿Me pone un café con leche y media tostada, por favor?

Desayuné despacio, porque me sobraba tiempo. No me parecía adecuado presentarme en el colegio tan temprano, y hojeé un periódico que alguien había olvidado para entretenerme, mientras el café se iba vaciando. Cuando encontré las ocho diferencias que distinguían dos viñetas idénticas a simple vista, eran las nueve menos veinte, se habían desocupado casi todos los taburetes, y el dueño del café se entretuvo en darme conversación.

—Usted no es de por aquí, ¿verdad?

—No, soy de Madrid...

Mientras le contaba que había aprovechado el día que tenía libre en el trabajo para escaparme a ver a mis hermanas, que las niñas llevaban más de un año internas en Zabalbide, que iba a volverme aquella misma tarde, y que sí, que tenía razón, que a mí también me resultaba imposible pegar ojo en un vagón de tren, me di cuenta de que la chica que estaba fregando en la pila volvía la cabeza de vez en cuando, para dirigirme miradas de advertencia, fugaces y cómplices, a espaldas de su patrón.

—¡Qué suerte para sus hermanas! —iba diciendo él, mientras tanto—. Esas mujeres son de lo que no hay. Y no crea que se dedican sólo a la beneficencia, qué va. Zabalbide es uno de los mejores colegios de por aquí, tiene un montón de alumnas de pago, y fíjese, ellas acogen a otras niñas pobres para darles la misma educación, así que... —unas señoras llamaron su atención desde una mesa del fondo—. ¡Voy!

En ese instante, la friegaplatos se volvió hacia mí, pero no se acercó hasta que su jefe salió de la barra.


Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 55 | Нарушение авторских прав


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